Capítulo 19

La sala de conferencias quedó en silencio en cuanto Maggie atravesó la puerta. Ella continuó con paso firme hacia el fondo, contrariada al encontrar la habitación ordenada para una conferencia. Las sillas estaban colocadas en filas, mirando todas ellas al frente de la habitación, en vez de junto a largas mesas, como ella había sugerido. Prefería las reuniones de trabajo, en las que podía esparcir las fotografías forenses ante los participantes, que a su vez se sentían más a gusto hablando que escuchando en silencio. Sin embargo, la única mesa que había en la habitación estaba llena de refrescos, zumos, café y diversos tipos de dulces.

Sintió las miradas fijas de los asistentes mientras dejaba el maletín sobre una silla. Luego comenzó a revolver en su interior, fingiendo buscar algo que necesitaba antes de empezar. Pero en realidad estaba haciendo tiempo para que se le asentara el estómago. Hacía unas horas que había desayunado, y ya no le daban náuseas antes de dar una conferencia. Pero la falta de sueño y los whiskys que se había bebido a solas en su habitación la noche anterior, mucho después de que Turner y Delaney se despidieran de ella, le había dejado la boca seca y la cabeza aturdida. Aquél no era, ciertamente, buen modo de empezar un lunes.

– Buenos días -dijo finalmente, abotonándose la chaqueta del traje-. Soy la agente especial Margaret O'Dell, del FBI. Trabajo en Quantico como especialista en perfiles criminales de la Unidad de Apoyo a la lnvestigación, a la cual quizá muchos de ustedes llamen todavía Unidad Científica de Comportamiento Criminal. Este curso pretende…

– Espere un momento, señora -dijo de pronto un hombre de la segunda fila, removiéndose inquieto en una silla demasiado pequeña para acomodar su considerable corpulencia. Llevaba unos pantalones muy prietos, una camisa tiesa, de manga corta, que se tensaba sobre su prominente barriga, y unos zapatos arañados que se resistían a parecer nuevos a pesar del enlustrado reciente.

– ¿Sí?

– No se lo tome a mal, pero ¿qué ha pasado con el tipo que iba a dar este curso?

– ¿Disculpe?

– El programa… -paseó la mirada por la sala hasta que pareció encontrar el apoyo de algunos de sus colegas-. El programa no decía que el ponente fuera un especialista en perfiles del FBI, sino un trazador de asesinos en serie, un psicólogo forense con, qué sé yo, nueve o diez años de experiencia.

– ¿Decía el programa que dicha persona fuera un hombre?

Él pareció confundido. Alguien a su lado le pasó una copia del programa de la conferencia.

– Lamento decepcionarlo -dijo Maggie-, pero yo soy él.

La mayoría de los hombres se limitaron a mirarla fijamente. La única mujer entre los asistentes alzó los ojos al cielo cuando Maggie miró en su dirección. Maggie reconoció a dos hombres sentados al fondo. Había conocido fugazmente a los detectives Ford y Milhaven, de Kansas City, la noche anterior en el bar de Westport. Los dos le sonrieron con complicidad.

– Podía haberlo puesto en el programa -insistió el hombre, intentando justificarse-. Ni siquiera pone su nombre.

– ¿Tiene eso alguna importancia?

– Sí, para mí, sí la tiene. Yo he venido aquí a aprender cosas serias, no a escuchar a una burócrata.

La dosis nocturna de whisky parecía haber entumecido sus emociones. En lugar de enfurecerla, el machismo de aquel hombre sólo le produjo cansancio.

– Mire, agente…

– Espere un momento. ¿Qué le hace pensar que soy un agente? A lo mejor soy un detective -les lanzó a sus cámaradas una sonrisa satisfecha que reforzó la impresión inicial de Maggie.

– Déjeme adivinar -dijo ella y, acercándose al centro de la sala, se colocó delante de él y cruzó los brazos-. Es usted patrullero en un área metropolitana, pero no aquí, en Kansas City. Está acostumbrado a llevar uniforme, no ropa de vestir, ni siquiera de sport. Su mujer le hizo la maleta y eligió lo que lleva puesto en este momento, pero ha engordado usted desde la última vez que ella le compró la ropa. Ella, sin embargo, no eligió su calzado. Usted insistió en ponerse sus zapatos de diario.

Todo el mundo, incluido el agente, se removió en su silla para mirarle los zapatos. Maggie prefirió no mencionar las marcas sutiles pero permanentes que la gorra había dejado en el pelo cortado a cepillo de aquel hombre.

– No podía traer el arma a la conferencia, pero se siente perdido sin su placa. La lleva en el bolsillo de la chaqueta -señaló la chaqueta marrón que colgaba del respaldo de la silla, casi oculta tras su cuerpo-. Su mujer insistió asimismo en que se pusiera la chaqueta, pero, como decía antes, no está acostumbrado a llevarla. Un detective, por el contrario, estaría habituado a vestir chaqueta y corbata.

Todos aguardaban en suspenso, como si estuvieran presenciando un espectáculo de prestidigitación, de modo que el agente se giró de mala gana, tiró de la chaqueta y sacó su placa para enseñársela.

– Todo eso es muy fácil de adivinar -le dijo a Maggie-. ¿Qué puede esperarse de una sala llena de polis?

– Tiene razón. Tiene toda la razón -Maggie asintió mientras todas las miradas se volvían hacia su cara, aguardando, todavía incrédulas-. La mayoría de las cosas que he dicho pueden parecer obvias. Hay un determinado estereotipo que encaja con la profesión de policía. Al igual que hay un estereotipo para el asesino en serie. Si se puede señalar cuáles son sus características y cuáles de ellas, aunque parezcan obvias, pueden aplicarse de manera general, esa información, ese conocimiento, puede utilizarse como el fundamento inicial de un perfil psicológico.

Por fin había captado la atención de la audiencia y, al sentir que el público se olvidaba de su aspecto para concentrarse en sus palabras, sintió que su cuerpo empezaba a relajarse, que hacía acopio de energía y superaba su fatiga inicial.

– Sin embargo, la dificultad consiste en ver más allá de lo obvio, en descubrir y examinar los detalles que puedan parecer insignificantes. Por ejemplo, en este caso… Lo siento, agente, ¿le importaría decirme su nombre?

– ¿Qué? ¿Quiere decir que no puede adivinarlo? -él sonrió, satisfecho de aquella réplica que sin duda consideraba aguda y que arrancó algunas risas al público.

Maggie sonrió.

– No, me temo que mi bola de cristal no sabe de nombres.

– Es Danzig. Norm Danzig.

– Si yo tuviera que examinar su perfil, agente Danzig, intentaría desmenuzar todos los datos que tengo sobre usted.

– Eh, a mí puede examinarme todo lo que quiera -bromeó él de nuevo. Parecía disfrutar siendo el centro de atención, y miraba constantemente a sus amigos, en vez de a Maggie.

– Me preguntaría -continuó ella, ignorando su comentario- por qué su mujer le compró ropa de la talla equivocada -de pronto, el agente Danzig se quedó quieto y callado-. Me preguntaría si hay alguna razón -por el creciente sonrojo de su cara, Maggie comprendió que el agente prefería que aquella razón no saliera a la luz. Maggie supuso que hacía tiempo que no compartía la cama con su mujer. Tal vez hubiera habido una separación temporal y el agente Danzig había comido más a menudo que de costumbre en restaurantes de comida rápida. Eso explicaría los kilos de más que su mujer no había tenido en cuenta al comprarle la ropa para la conferencia. En lugar de avergonzarlo con su teoría, se limitó a añadir-: Apuesto a que su mujer estaba harta de que siempre se pusiera el mismo traje azul pasado de moda que guarda al fondo del armario.

Los otros se echaron a reír, y el agente Danzig miró alrededor, sonriendo, aliviado. Pero cuando sus ojos se toparon con los de Maggie, ésta percibió un atisbo de timidez y vergüenza. Su modo sutil de mostrarle su respeto consistió en removerse ligeramente en la silla, cruzar los brazos y mirar fijamente al frente, como si al fin estuviera dispuesto a prestarle toda su atención.

– Es importante, por otro lado, no dejarse engañar por las apariencias -ella empezó a pasearse de un lado a otro, como hacía siempre-. Hay un puñado de estereotipos que parecen perpetuarse en los asesinos en serie. Deberíamos empezar por desmontarlos uno por uno. ¿Alguien sabe a qué estereotipos me refiero?

Aguardó mientras el público, que todavía parecía calibrarla, permanecía en silencio. Por fin, un joven hispano se atrevió a levantar la mano.

– La idea, por ejemplo, de que están todos locos. De que son enfermos mentales. Eso no es necesariamente cierto, ¿verdad?

– En efecto. De hecho, muchos asesinos en serie son personas inteligentes e instruidas y tan cuerdas como ustedes y como yo.

– Perdone -dijo un detective de pelo cano sentado al fondo de la sala-. El Hijo de Sam decía que mataba porque un rottweiler se lo ordenaba. ¿Eso no es estar loco?

– En realidad, era un labrador, y se llamaba Harvey. Pero el propio Berkowitz confesó más tarde, cuando fue entrevistado por el especialista en perfiles John Douglas, que había mentido. No quiero decir con esto que algunos asesinos en serie no estén locos; lo que digo es que es un error creer que han de estar necesariamente locos para hacer lo que hacen, cuando, en realidad, matar es para ellos una elección consciente. Son maestros de la manipulación. Con sus crímenes, pretenden doblegar y controlar a sus víctimas. No es muy frecuente que oigan hablar a un labrador negro, poseído por un demonio de tres mil años de antigüedad que les ordena matar. Si estuvieran simplemente locos, no podrían llevar a cabo una y otra vez sus elaborados asesinatos, perfeccionar sus métodos e impedir que los atrapemos durante meses o incluso años. Es de vital importancia considerarlos no como dementes, sino como lo que son en realidad. Es decir, como personas malvadas.

Tenía que cambiar de tema antes de dejarse arrastrar por una disertación sobre los efectos de la maldad, sobre ese lado oscuro de la naturaleza humana que era capaz de las mayores atrocidades. Hablar sobre ello la conducía inexorablemente a reflexionar sobre la cuestión de qué llevaba a algunas personas a cruzar la línea entre el bien y el mal, mientras que otras no osaban hacerlo. Después de años analizando la maldad, Maggie aún ignoraba la respuesta a esa pregunta.

– ¿Qué me dicen del móvil? -preguntó-. ¿Cuáles son los móviles estereotípicos?

– El sexo -dijo desde el fondo un joven que pareció ufanarse ante la expectación y las risas que despertaba la sola mención de aquella palabra-. Los asesinos en serie, ¿no suelen extraer algún tipo de gratificación sexual del asesinato, al igual que los violadores?

– Un momento -dijo la única mujer presente en la sala-. La violación no tiene que ver con el sexo.

– En realidad, esa afirmación no es del todo cierta -dijo Maggie-. La violación tiene mucho que ver con el sexo -al instante se oyeron suspiros exasperados y algunos sacudieron la cabeza, incrédulos, como si no esperaran aquello de una mujer-. La violación tiene mucho que ver con el sexo -repitió Maggie, ignorando su escepticismo-. Es la única variable que distingue la violación de cualquier otro crimen violento. No quiero decir con eso que los violadores actúen simplemente por obtener placer sexual, pero sí que utilizan el sexo como un arma para conseguir sus propósitos. De modo que es un error afirmar que la violación no está relacionada con el sexo, puesto que el sexo es sin duda una de las armas que utilizan los agresores.

»En realidad, los violadores y los asesinos en serie utilizan el sexo y la violencia de forma muy parecida. Ambas cosas constituyen poderosas armas destinadas a degradar a la víctima y dominarla. Algunos asesinos en serie incluso son al principio violadores en serie. Pero en algún punto del camino deciden dar un paso más para conseguir su gratificación. Pueden empezar experimentando de forma progresiva, practicando métodos de tortura y llegando luego a la estrangulación o el apuñalamiento. A veces, no les basta con eso y comienzan a practicar diversos rituales con el cadáver. Nos encontramos entonces ante casos como el del Flautista, que descuartizaba a sus víctimas, las guisaba y se las daba de comer a sus otras víctimas -sorprendió algunas muecas de asco. El escepticismo parecía haber dado paso a una curiosidad morbosa-. O el caso de Albert Stucky -continuó-, quien comenzó a experimentar con diversos rituales de tortura, amputando a sus víctimas el clítoris o los pezones sólo para oírlas gritar y suplicarle -dijo esto con calma y naturalidad, a pesar de que advirtió que sus músculos se crispaban súbitamente a causa de un reflejo involuntario, como si su cuerpo se aprestara a huir o a luchar cada vez que pensaba en Stucky-. O podemos hallarnos ante otro tipo de rituales -dijo, intentando ahuyentar la imagen de Stucky de su mente-. El otoño pasado, en Nebraska, identificamos a un asesino que daba la extremaunción a sus pequeñas víctimas antes de estrangularlas y apuñalarlas hasta la muerte.

– Espere, espere -la interrumpió el detective Ford-. ¿Nebraska? ¿Es usted la trazadora que se ocupó del caso de los niños asesinados?

A Maggie la sorprendió la simplicidad de aquella descripción.

– Sí, soy yo.

– Precisamente Morrelli nos estuvo hablando anoche de ese caso.

– ¿El sheriff Nick Morrelli? -un cosquilleo inesperado, pero dulce, invadió su cuerpo envarado.

– Sí, anoche salimos con él a cenar unas costillas. Pero ya no es sheriff. Cambió la placa por el traje y la corbata. Ahora trabaja en la oficina del fiscal de Boston.

Maggie retrocedió hacia la parte frontal de la sala, confiando en que, con la distancia, el público no notara su repentino desasosiego. Cinco meses antes, aquel arrogante sheriff de pueblo había sido una espina clavada en su costado desde el día en que llegó a Platte City, Nebraska. Nick Morrelli y ella habían pasado una semana exacta persiguiendo a un asesino y habían compartido una intimidad tan palpable que, con sólo pensar en ello, Maggie se turbaba. Sus alumnos la miraban, expectantes. ¿Cómo se las ingeniaba Nick Morrelli para desbaratar por entero sus pensamientos con sólo aparecer en la misma ciudad que ella?

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