Maggie condujo sin rumbo fijo, esperando que se disipara su cólera. Al cabo de una hora, se detuvo en el aparcamiento de una cafetería, pensando que algo de comer le asentaría los nervios y el estómago. Estaba en la puerta del restaurante, con la mano en el pomo, cuando se dio la vuelta, tropezado con dos clientes, y regresó apresuradamente a su coche. No se atrevía a desayunar. ¿Cómo iba a arriesgar la vida de otra camarera?
De vuelta en la carretera, sus ojos escudriñaban constantemente a su alrededor, comprobando el retrovisor y cada coche que pasaba su lado. Salió de la autopista interestatal, condujo varios kilómetros por una carretera de dos carriles desierta y luego regresó a la autopista. Varios kilómetros después, salió a un área de descanso, dio una vuelta completa, aparcó, esperó, y regresó a la interestatal.
– Vamos, Stucky -dijo mirando el retrovisor-. ¿Dónde demonios te has metido? ¿Estás ahí? ¿Me estás siguiendo?
Sacó el teléfono móvil e intentó llamar a Nick, pero ya debía de haber regresado a Boston. Buscando ávidamente una distracción, la que fuese, marcó el número de teléfono de su madre. Tal vez pudiera bajar a Richmond. Así sin duda dejaría de pensar en Stucky. El contestador de su madre saltó a la cuarta llamada.
– Ahora mismo no puedo ponerme -dijo una voz alegre, y Maggie pensó enseguida que se había equivocado de número-. Por favor, llámame en otro momento, y recuerda que Dios cuida de quienes no pueden cuidar de sí mismos.
Maggie cerró bruscamente el teléfono. «Oh, Dios», pensó, deseando que aquella voz no fuera la de su madre y que, en efecto, se hubiera equivocado de número. Sin embargo, pese a su fingida alegría, había reconocido aquella voz rasposa de fumadora. Entonces recordó que Greg le había dicho que su madre estaba fuera de la ciudad. Naturalmente, estaba con el reverendo Everett, quienquiera que fuera aquel tipo. Estaban en Las Vegas. ¿Dónde, si no, iba a ir a buscar a Dios una maniaco-depresiva adicta al alcohol?
Notó que el depósito de gasolina estaba casi vacío y, saliendo de la interestatal, se detuvo en una gasolinera Amoco. Acababa de quitar el tapón del depósito cuando se dio cuenta de que los surtidores no admitían tarjetas de crédito. Miró hacia la tienda. En cuanto vio los rizos rubios de la dependienta, volvió a poner el tapón y se metió en el coche.
Le costó otros dos intentos y unos cuarenta kilómetros más encontrar una gasolinera cuyos surtidores admitieran tarjetas. Para entonces ya tenía los nervios de punta. Le dolía la cabeza y las náuseas hacían que sintiera el estómago vacío y revuelto. No tenía ningún sitio a donde ir. Huir no arreglaría nada. Y tampoco podía obligar a Stucky a ir tras ella. A menos que ya estuviera esperándola, claro. Finalmente, decidió arriesgarse y volver a casa.