Una semana después
Maggie no sabía por qué estaba allí. Tal vez simplemente porque necesitaba ver cómo lo bajaban a la tumba. Tal vez porque quería asegurarse de que, esta vez Albert Stucky no escaparía.
Se mantenía apartada, cerca de los árboles, mirando a los pocos asistentes, en su mayoría, periodistas. El cortejo religioso de la iglesia de Saint Patrick superaba en número a los asistentes. Había varios sacerdotes y un número igual de monaguillos portando incienso y cirios. ¿Cómo podían enterrar a alguien como Stucky con la misma ceremonia que a un pecador cualquiera? No tenía sentido. Ciertamente, no parecía justo.
Pero eso ya no importaba. Ella era libre al fin. Y no sólo en un sentido. Stucky no había vencido. Ni tampoco el lado oscuro de su propio ser. En una fracción de segundo, había elegido defenderse y no ceder a la maldad.
Harvey le lamió la mano, impacientándose de repente, preguntándose quizá qué sentido tenía estar al aire libre si no podían correr, ni retozar. Ella observó al cortejo alejarse de la tumba y bajar por la colina.
Albert Stucky se había ido al fin. Pronto yacería a dos metros bajo tierra, igual que sus víctimas.
Maggie acarició el pelo suave de Harvey y experimentó una deliciosa sensación de alivio. Ya podían irse a casa. Al fin, podía sentirse segura.
Y lo primero que quería hacer era dormir.