A Maggie la sorprendió descubrir, que el agente Tully había conseguido que su antiguo despacho pareciera aún más pequeño de lo que en realidad era. Los libros que no cabían en la estrecha librería que se alzaba hasta el techo formaban torres inclinadas en un rincón. La silla prevista para los visitantes estaba oculta bajo un montón de periódicos. Sobre la mesa, las bandejas rebosaban de carpetas y documentos arrugados. En los sitios más insólitos podían encontrarse cadenas de clips entrelazados, el hábito compulsivo de un hombre que necesitaba mantener las manos ocupadas. Sobre una pila de cuadernos y manuales de informática se sostenía en precario equilibrio una taza. Al mirar detrás de la puerta, Maggie descubrió un chándal gris allí donde la gente solía colgar una trenca o un chubasquero.
La única cosa que destacaba entre aquel desorden era una fotografía en un marco de madera barato, colocada en el rincón derecho de la mesa, que había sido despejado para hacer honor a la fotografía. Maggie reconoció de inmediato al agente Tully, a pesar de que la foto parecía tomada varios años atrás. La niña rubia tenía sus ojos oscuros, pero por lo demás era una versión reducida y joven de su madre. Los tres parecían muy felices.
Maggie resistió el deseo de mirar de cerca la fotografía, como si al hacerlo pudiera desvelar el secreto de aquellas tres personas. ¿Cómo sería sentirse completamente feliz? ¿Se había sentido ella alguna vez así, aunque fuera por un breve intervalo de tiempo? Algo en el agente Tully le decía que aquella felicidad ya no existía. No es que quisiera saberlo. Hacía años que no trabajaba con un compañero, y el hecho de que Cunningham le hubiera impuesto aquella condición para permitirle regresar a la investigación resultaba exasperante. Se sentía como si todavía la estuviera castigando por el único error que había cometido en su carrera: aventurarse sola en aquella fábrica de Miami. En aquella fábrica, Stucky la había estado esperando. Allí la había atrapado y la había obligado a mirar.
Sí, sabía que en parte Cunningham lo hacía para protegerla. Los agentes solían trabajar juntos para protegerse las espaldas, pero los trazadores a menudo actuaban solos y Maggie se había acostumbrado a trabajar a su aire. Tener a Turner y a Delaney merodeando a su alrededor ya le resultaba suficientemente irritante. Acataría, naturalmente, las normas de Cunningham, pero a veces hasta los mejores agentes, hasta los compañeros más unidos, se olvidaban de compartir los detalles de un caso.
El agente Tully entró llevando en los brazos dos cajas apiladas la una sobre la otra de modo que sólo podía mirar por los lados. Maggie lo ayudó a encontrar un lugar despejado y se las quitó de los brazos.
– Creo que éstas son las últimas de los archivos antiguos.
A ella le dieron ganas de decirle que todas las copias que había sacado habían cabido perfectamente en una sola caja. Pero, como estaba ansiosa por ver qué se había añadido al sumario en los cinco meses anteriores, prefirió no mencionarle a su compañero lo mucho que podía lograrse con un poco de organización. Se retiró y dejó que el agente Tully rebuscara entre los papeles.
– ¿Puedo ver el archivo más reciente?
– Tengo el de la repartidora encima de la mesa -Tully, que estaba encorvado sobre las cajas, se incorporó de un salto y empezó a trastear entre varios montones de carpetas apilados sobre la mesa-. El caso de Kansas City también está aquí. Nos han mandado los informes por fax.
Maggie se contuvo para no ayudarlo. Le daban ganas de apoderarse de aquellos montones y ponerlos en orden. ¿Cómo demonios conseguía Tully trabajar con aquel desbarajuste?
– Aquí está el archivo de la repartidora.
Le dio una gruesa carpetilla de la que sobresalían en ángulos caprichosos picos de papeles y fotos. Maggie la abrió inmediatamente y comenzó a enderezar y ordenar su contenido antes de examinarlo.
– ¿Le parece que usemos su nombre?
– ¿Perdone? -el agente Tully siguió revolviendo los papeles de su mesa. Por fin encontró sus gafas de fina montura metálica, se las puso y la miró.
– La repartidora. ¿Le importa que usemos su nombre cuando nos refiramos a ella?
– Claro que no -dijo él, recogiendo otra carpeta y hojeándola.
Parecía un tanto azorado, y Maggie comprendió que no se acordaba del nombre de la chica. Y no por falta de respeto. Se trataba de un mecanismo de desconexión. Los trazadores a menudo se referían a un cadáver llamándolo sencillamente «la víctima» o «el cuerpo». Su primer contacto con las víctimas tenía lugar cuando éstas eran ya despojos ensangrentados que a menudo guardaban poco o ningún parecido con su antiguo yo. En el pasado, Maggie se había comportado del mismo modo, utilizando términos generales para interponer distancia, para desvincularse de las víctimas. Pero unos meses atrás había conocido a un niño llamado Timmy Hamilton que le enseñó su habitación y su colección de cromos de béisbol justo antes de ser secuestrado. Ahora, de pronto, le parecía importante conocer el nombre de la chica. De aquella linda jovencita rubia cuya vivacidad había llamado su atención cuando fue a llevarle una pizza menos de una semana antes. Y que ahora estaba muerta sólo por eso.
– Jessica -balbució finalmente el agente Tully-. Se llamaba Jessica Beckwith.
Maggie se dio cuenta entonces de que podía haber encontrado ella misma con toda facilidad el nombre de la chica. El primer documento del archivo que sostenía era el informe de la autopsia realizada por el forense. En el momento de su realización, la chica ya había sido identificada. Maggie procuró no pensar en los padres de Jessica. Era necesario desconectar hasta cierto punto.
– ¿Se ha encontrado algún resto que pueda utilizarse para realizar análisis de ADN?
– Nada definitivo. Había unas huellas, pero no coinciden con las de Stucky. Lo raro es que todo parecía muy limpio, salvo por esas huellas: un índice y un pulgar. Es posible que pertenezcan a algún poli novato que tocó lo que no tenía que tocar y al que ahora le da vergüenza admitirlo. Los del registro de huellas dactilares aún no han sacado nada en claro.
Tully se sentó al borde de la mesa, dejó abierta la carpeta sobre un montón de papeles y empezó a encadenar clips.
– ¿El arma no se encontró?
– No. Al parecer, era una cuchilla muy fina, muy cortante y de un solo filo. Puede que fuera incluso un escalpelo, por la facilidad con que sajó y seccionó la carne -Tully advirtió la mueca de disgusto de Maggie-. Lo siento -dijo-. Es lo primero que se me ha venido a la cabeza.
– ¿Había rastros de saliva en el cuerpo, o de semen en la boca?
– No, lo cual difiere del modus operandi habitual de Stucky, lo sé.
– Si es que se trata de Stucky.
Maggie notó que la miraba, pero evitó sus ojos y siguió examinando el informe de la autopsia. ¿Por qué de pronto Stucky se retiraba antes de eyacular, o se corría fuera? Sin duda, no se habría tomado la molestia de usar un condón. Después de que descubrieran su identidad, Albert Stucky había seguido haciendo lo que quería con pasmosa insolencia. Y ello normalmente significaba exhibir su potencia sexual violando a sus víctimas varias veces y obligándolas a menudo a practicar el sexo oral. Maggie deseó poder echarle un vistazo al cuerpo de la chica. Después de tanto tiempo, sabía ya cómo descubrir los signos, a veces casi imperceptibles, que telegrafiaban las pautas de comportamiento de Stucky. Pero, por desgracia, leyó al final de la hoja que el cadáver ya le había sido devuelto a la familia. Aunque detuviera el procedimiento, todas las pruebas habrían desaparecido, lavadas por algún bienintencionado empleado de funeraria.
– Encontramos un teléfono móvil en el contenedor -dijo el agente Tully
– Pero estaba limpio, ¿no?
– Sí. Sin embargo, el registro de llamadas demuestra que alguien llamó a la pizzería desde ese número esa misma noche.
Maggie se detuvo y alzó la mirada hacia el agente Tully. Dios mío, ¿podía ser tan fácil?
– ¿Así es como la secuestró? Simplemente, ¿pidió una pizza?
– Eso pensamos -le explicó él-. Acabamos de encontrar la lista de reparto en el coche de la chica. Estamos comprobando las direcciones y los números de teléfono de la lista. Cuando Cunningham nos dijo que ahora vivía usted en Newburgh Heights, buscamos su dirección. La encontramos enseguida. Por lo demás, todas las direcciones eran de casas particulares. Pero la mayoría de la gente con la que hemos hablado hasta el momento estaba en casa y recibió su pizza. Sólo quedan unos cuantos con los que no he podido contactar por teléfono. Había pensado pasarme por Newburgh Heights a echar un vistazo.
Le dio dos fotocopias de lo que parecían fragmentos de una hoja arrancada de un cuaderno de espiral. La fotocopiadora había sacado los bordes dentados y rotos del papel. Había casi una docena de direcciones en ambas listas. La suya estaba de las primeras en la lista clasificada como #1. Maggie se apoyó contra la pared. El cansancio de la noche anterior empezaba a pasarle factura. Se había pasado casi toda la noche paseando de ventana en ventana, mirando y aguardando. Sólo había dormido en el viaje de regreso desde Kansas City, pero ¿cómo podía alguien descansar entre zarándeos a treinta y ocho mil pies de altura? Ya ni siquiera recordaba cuánto tiempo hacía de eso.
– ¿Dónde se encontró el coche?
– En el aparcamiento del aeropuerto. También encontramos aparcada a su lado una furgoneta de una compañía telefónica cuyo robo fue denunciado hace un par de semanas.
– ¿Algún rastro de Jessica dentro del coche? -preguntó mientras comprobaba la lista de direcciones.
– Había un poco de barro en el acelerador. Poca cosa más. En el maletero había pelos y rastros de sangre. Eran de ella. El asesino debió de usar el coche de la chica para trasladar el cuerpo. Pero no había signos de violencia dentro del coche, si es eso en lo que está pensando. Tuvo que llevársela a algún sitio donde nadie lo molestara. El problema es que en Newburgh Heights no hay apenas fábricas abandonadas, ni edificios cerrados. Pensé que tal vez le hubiera dado una dirección comercial, sabiendo que las oficinas estarían vacías de noche. Pero en las listas no aparece ningún edificio de oficinas.
De pronto, Maggie reconoció una de las direcciones de la lista. Se irguió, apartándose de la pared. No, no podía ser tan fácil. Leyó de nuevo la dirección.
– Puede que esta vez haya elegido un sitio mucho más lujoso.
– ¿Ha encontrado algo? -el agente Tully se acercó a ella y miró la lista que él mismo sin duda había examinado una y otra vez. Pero, naturalmente, él no podía haber reconocido aquella dirección. ¿Cómo iba a hacerlo?
– Esta dirección -Maggie señaló una a mitad de la página-. Esa casa está en venta. Está vacía.
– ¿Bromea? ¿Está segura? Si no recuerdo mal, el teléfono sigue conectado y tiene contestador.
– Puede que los dueños no hayan querido cortarlo. Sí, estoy segura de que está en venta. La de la agencia inmobiliaria me la enseñó hace un par semanas.
Ya no le importaba el resto del archivo que se había guardado bajo el brazo. Estaba casi en la puerta cuando el agente Tully la detuvo.
– Espere -dijo, recogiendo su arrugada chaqueta del respaldo de la silla. Al hacerlo, tropezó con un par de viejas zapatillas de deporte en las que Maggie no había reparado. Tully se agarró al pico de la mesa para no perder el equilibrio, tiró una de las carpetas y los papeles y las fotografías se esparcieron por el suelo. Tully le indicó con la mano que no necesitaba su ayuda, y Maggie se apoyó en la jamba de la puerta y esperó. Una cosa era que Cunningham la obligara a visitar al doctor Kernan. Pero que la cargara con aquel patán, casi movía a la risa.