Turner y Delaney sacaron de nuevo a Maggie de su habitación en el hotel para ir a cenar. Esta vez, sus nuevos amigos de Kansas City, los detectives Ford y Milhaven, los llevaron al que, según decían, era el mejor asador de la ciudad, no lejos del bar parrilla que habían visitado la noche anterior.
Maggie nunca había visto a dos hombres capaces de engullir tantas costillas como sus compañeros del FBI. La forma en que competían el uno con el otro resultaba ridicula y aburrida. Sin embargo, Maggie sabía que ya no lo hacían para asombrarla a ella, sino a sus nuevos amigos. Ford y Milhaven animaban el grasiento festín de Turner y Delaney como espectadores de un gran acontecimiento deportivo. Ford incluso puso un billete de cinco dólares sobre la mesa para el primero que dejara el plato limpio de costillas.
Recostada en su silla, Maggie bebía whisky escocés e intentaba encontrar algo más interesante que mirar en el restaurante apenas iluminado y lleno de humo. Notó de pronto que sus ojos vagaban hacia la entrada. Esperaba en cierto modo ver entrar a Nick Morrelli de un momento a otro, pero de pronto se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué iba a hacer si aparecía. Ford le había dicho después de la clase que Nick y él habían ido juntos a la Universidad de Nebraska. Decía que le había dejado un mensaje en la recepción del hotel para que fuera a cenar con ellos. Ahora, horas después, resultaba evidente que Nick no había recibido el mensaje, o que tenía otros planes para esa noche. Aun así, Maggie se descubrió esperando su llegada. Era ridículo, pero saber que estaba en la convención había agitado todos esos sentimientos que creía tener guardados a buen recaudo desde la última vez que lo viera.
Eso había sido más de cinco meses antes. En concreto, el domingo después de Halloween, cuando ella se fue de Platte City, Nebraska, para regresar aVirginia. Ella y Nick, que por entonces era sheriff del condado, habían pasado exactamente una semana juntos, persiguiendo a un psicópata religioso que había matado a cuatro niños de corta edad. Dos hombres habían sido detenidos y estaban a la espera de juicio; sin embargo, Maggie no estaba convencida de que ninguno de ellos fuera el verdadero asesino. A pesar de las pruebas circunstanciales, seguía creyendo que el auténtico responsable era el padre Michael Keller, un carismático cura católico. Pero Keller había desaparecido en algún lugar de Sudamérica, y nadie, ni siquiera la Iglesia Católica, parecía saber qué había sido de él.
Durante los cinco meses anteriores, Maggie sólo había recabado algunos rumores sobre un apuesto sacerdote que viajaba de pueblo en pueblo, haciendo las veces de párroco, a pesar de que no había sido nombrado oficialmente. Cuando al fin logró encontrar su rastro, el esquivo cura se había ido, esfumándose en la noche sin ninguna explicación. Meses después, los rumores lo situaron en otra pequeña parroquia, a muchos kilómetros de distancia. Pero de nuevo, cuando lograron dar con el lugar exacto, Keller se había ido. Era como si las comunidades lo protegieran, escondiéndolo como a un fugitivo injustamente perseguido. O quizá como a un mártir.
La idea la ponía enferma. Creía que ésa era la razón de que Keller matara a niños que, según él creía, sufrían abusos. Esperaba hacer de ellos mártires, como si pudiera administrarles una salvación perfectamente diabólica. Era injusto que ahora Keller estuviera siendo protegido como un mártir, en lugar de ser ejecutado como el monstruo perverso que era. Maggie se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que aquellos pobres aldeanos empezaran a encontrar los cuerpos de sus niños en la orilla de algún río, estrangulados y apuñalados hasta la muerte, pero limpios y ungidos con los últimos sacramentos.
¿Estarían entonces dispuestos a ver castigado a Keller? En los tiempos que corrían, el castigo de la maldad parecía suscitar problemas, y la maldad se había fortalecido conspirando con otras formas de perversión. Maggie sabía que Keller era el cura que había visitado a Albert Stucky en una prisión de Florida. Varios guardias lo habían identificado posteriormente mediante una fotografía. Y aunque no tenía pruebas, sabía también que era Keller quien le había dado a Stucky el crucifijo de madera. El crucifijo que Stucky había utilizado a modo de daga para liberarse de las correas y matar a uno de los guardias que lo trasladaban.
Maggie ahuyentó aquella idea y se bebió de un trago el resto del whisky. Turner y Delaney parecían haber llegado al fin a un empate. Delaney tenía un aspecto lamentable. La cara morena de Turner estaba cubierta de una pátina grasienta, a pesar de sus esfuerzos por limpiarse. Maggie iba a pedir otro whisky cuando Ford pidió la cuenta a la camarera. Los detectives no permitieron pagar a los agentes del FBI. Maggie insistió en dejar al menos la propina, y Ford accedió, dándose cuenta tal vez de que, con su salario de detective, no podría dejar una propia que estuviera a la altura del insaciable apetito de Turner y Delaney.
Milhaven los había llevado en su coche, pero Maggie deseó poder regresar andando, en vez de verse de nuevo apretujada en el asiento trasero, entre sus dos guardaespaldas. La noche era clara, pero lo bastante fría como para provocar un escalofrío. Antes de llegar al aparcamiento, vieron un amontonamiento de gente en el callejón. Un policía uniformado permanecía delante de un contenedor de metal, intentando mantener a distancia al pequeño gentío de curiosos elegantemente vestidos.
Sin decir palabra, los detectives y los agentes del FBI se acercaron al callejón.
– ¿Qué pasa aquí, Cooper? -Ford conocía al atribulado agente.
– Apártense -les dijo Milhaven a los mirones mientras Delaney y él los empujaban hacia el aparcamiento que corría paralelo al callejón.
El agente miró a Maggie y a Turner.
– No se preocupe -le dijo Ford-. Son del FBI. Han venido a la convención. ¿Qué ocurre?
El agente Cooper señaló el contenedor que había tras él ladeando la cabeza.
– El lavaplatos del restaurante sacó la basura hace una media hora. Vio una mano saliendo de entre el montón. Se asustó y nos llamó, pero antes lo anunció a los cuatro vientos.
Maggie sintió de nuevo un nudo en el estómago. Turner ya estaba junto al contenedor; su metro noventa le permitía mirar por encima del borde sin ayuda. Maggie arrastró un cajón de leche vacío y se subió a él. De pronto, deseó no haber bebido tanto. Se detuvo y aguardó a que el leve mareo se le pasara.
Lo primero que vio fue un paraguas rojo; su mango sobresalía por encima del borde del contenedor como si su dueño no hubiera querido que lo confundieran con la basura. ¿O lo habían dejado a propósito, como una prueba?
– Agente Cooper -esperó hasta que el policía le prestó atención-. Debería decirles a los detectives cuando lleguen que aquí hay un paraguas. Creo que deberían meterlo en una bolsa y llevárselo para buscar huellas dactilares.
– De acuerdo.
Sin tocar nada, Maggie comprobó que la mujer estaba desnuda y tendida sobre su espalda. Su vello púbico, de color rojizo, contrastaba vivamente con la piel blanquísima. Maggie comprendió al instante que el escenario había sido alterado. El agente Cooper acababa de decirles que el lavaplatos había visto sólo una mano sobresaliendo entre la basura; sin embargo, la mujer tenía expuesto el torso en su totalidad. Sobre su cara habían sido arrojadas algunas mondas de verduras. Tenía la cabeza vuelta de lado y el lustroso pelo rojo salpicado de desperdicios.
Maggie podía ver su boca parcialmente abierta, como si le hubieran metido algo dentro. Entonces reparó en una marca, un bello lunar sobre el labio superior. El nudo de su estómago se hizo más intenso. Se inclinó hacia delante, poniéndose de puntillas y, al estirar el brazo, la caja se tambaleó.
– O'Dell, ¿qué demonios estás haciendo? -dijo Turner, frunciendo el ceño.
Suavemente, ella quitó una monda de patata y un pegote de cabello de ángel pegado a la cara de la mujer.
– Es Rita -dijo, deseando haberse equivocado.
– ¿Rita? ¿Qué Rita? -Maggie aguardó, miró a Turner y notó que su compañero al fin lo entendía-. ¡Mierda! Tienes razón.
– ¿La conocéis, chicos? -preguntó Ford, mirando por encima del borde.
– Es una camarera del bar parrilla de esta misma calle -explicó Maggie mientras sus ojos continuaban examinando lo que podía del cuerpo de Rita.
Le habían seccionado la garganta tan profundamente que casi estaba decapitada. En el resto del cuerpo tenía unos cuantos arañazos, pero ninguna incisión, salvo en las muñecas, que presentaban marcas de ligaduras. Fuera cual fuese el método que habían empleado para capturarla, la lucha había sido mínima, lo cual sugería que, por fortuna, la muerte había sido rápida. Maggie se sintió reconfortada y, al mismo tiempo, asqueada porque semejante cosa le causara algún alivio.
Entonces reparó en una punción sanguinolenta practicada en el costado de Rita, bajo una masa de espagueti. Se apartó bruscamente del contenedor y, al saltar, estuvo a punto de caerse de la caja. El ligero aturdimiento que sentía dio paso a un súbito mareo. Se alejó rápidamente a una distancia prudencial y se abrazó a sí misma para detener una oleada de pánico. ¡Maldición! Ya nunca se mareaba en la escena de un crimen. Pero aquello era distinto. Era una mezcla de temor y angustia, no una náusea.
– O'Dell, ¿estás bien?
Turner estaba a su lado. Su mano grande tocó el hombro de Maggie, sobresaltándola. Ella evitó sus ojos.
– Esto es obra de Stucky -dijo, manteniendo la voz en calma, a pesar de que el labio inferior había comenzado a temblarle.
– Vamos, O'Dell…
– Anoche me pareció verlo en el bar.
– Que yo recuerde, anoche todos bebimos mucho.
– No, Turner, tú no lo entiendes. Stucky debió de verla. Debió de notar que estábamos hablando con ella. La eligió por mí.
– O'Dell, estamos en Kansas City. Tu nombre ni siquiera estaba anunciado en el programa de la conferencia. Stucky no podía saber que estabas aquí.
– Sé que Delaney y tú creéis que estoy perdiendo la cabeza. Pero esto se corresponde exactamente con el modus operandi de Stucky. Deberíamos empezar a buscar un recipiente, un recipiente de comida para llevar, antes de que alguien lo encuentre.
– Mira, O'Dell, creo que estás perdiendo los nervios.
– Es él, Turner. Y lo que le haya quitado a esa pobre mujer va a aparecer en la mesa de alguna terraza. Tal vez incluso delante de este restaurante. Tenemos que…
– O'Dell, cálmate -musitó Turner, mirando a su alrededor para asegurarse de que sólo él era testigo de su histerismo-. Sé que te sientes perseguida y que crees que…
– Maldita sea, Turner. Esto no son imaginaciones mías.
Él fue a tocarle de nuevo el hombro, pero Maggie retrocedió de un salto al reparar en una figura oscura al otro lado del callejón.
– Relájate, O'Dell.
El hombre permanecía de pie al borde del gentío, un gentío que se había duplicado en sólo unos minutos. Estaba demasiado lejos, y había poca luz, pero llevaba una chaqueta de cuero negro, como el hombre que había visto Maggie la noche anterior.
– Creo que está ahí -musitó, y se colocó detrás de Turner para poder mirar sin ser vista. El pulso se le aceleró.
– O'Dell… -por el tono de su voz, comprendió que Turner estaba perdiendo la paciencia.
– Hay un hombre entre la gente -explicó ella en vozbaja-, alto, delgado, moreno, de rasgos afilados. Desde aquí, podría ser Stucky. Dios mío, creo que incluso lleva un recipiente de comida para llevar.
– Como muchas otras personas. Vamos, O'Dell, esta zona está llena de restaurantes.
– Podría ser Stucky, Turner.
– Y también el alcalde de Kansas City.
– Bien -dijo, dejando que notara su rabia-, iré yo misma a hablar con él.
Se apartó de él, pero Turner la agarró del brazo.
– Tú quédate aquí y cálmate -dijo con un suspiro exasperado.
– ¿Qué vas a hacer?
– Voy a hablar con ese hombre. Le haré unas cuantas preguntas.
– Si es Stucky…
– Si es Stucky, reconoceré a ese cabrón. Si no, mañana por la noche pagas tú la cena. Y será mejor que tengas preparada la tarjeta para un buen atracón de costillas.
Maggie lo observó alejarse discretamente para no llamar la atención. Ella se colocó entre Delaney y Milhaven, que estaban inmersos en una discusión sobre béisbol. Ninguno pareció reparar en ella. Por el espacio entre los dos, podía ver a Turner caminando con paso calmo, pero decidido, hacia la multitud. Sabía que no la tomaba en serio, y que no estaría preparado si, en efecto, se trataba de Stucky.
Metió la mano en el interior de su chaqueta, desabrochó la sobaquera y dejó la mano sobre la culata de la pistola. El corazón le palpitaba contra el pecho. Concentrada en el hombre de la chaqueta de cuero, toda otra conversación, cualquier otro movimiento, quedaron suspendidos a su alrededor. ¿Sería Stucky? ¿Era el muy bastardo tan arrogante como para matar en una ciudad llena de agentes de la ley de todo el país, y luego retirarse y mirar? Sí, a Stucky le encantaban los desafíos. Le encantaría reírse en la cara de todos ellos. Un escalofrío recorrió su espalda cuando una brisa nocturna sopló a su alrededor, húmeda y fría.
Turner no había alcanzado la multitud cuando el hombre dio media vuelta para marcharse.
– ¡Eh, espere un momento! -le gritó Turner en voz tan alta que hasta Delaney y Milhaven giraron la cabeza-. Quiero hablar con usted.
El hombre echó a correr y Turner también. Delaney empezó a preguntarle algo a Maggie, pero ésta no se detuvo a escucharlo. Corrió a través del aparcamiento, con la pistola en la mano, apuntando hacia el suelo. La multitud se abrió para dejarle paso, entre expresiones de asombro y algún grito.
Maggie sólo podía pensar que, esta vez, Albert Stucky no escaparía.