Maggie sostenía en equilibrio las cajas que llenaban sus brazos. Como de costumbre, llevaba más de las que le permitían sus fuerzas. Buscó a tientas el picaporte que no veía, pero renunció a dejar las cajas en el suelo. ¿Por qué demonios tenía tantos discos y libros si no disponía de tiempo para escuchar música, ni para leer?
Los empleados de la mudanza se habían ido al fin tras la intensa búsqueda de una caja perdida o, como decían ellos, extraviada. Maggie odiaba pensar que se la hubieran dejado en el piso, pero menos aún le gustaba la idea de pedirle a Greg que la buscara. Su marido le recordaría que debería haberle hecho caso y haber contratado a la empresa de mudanzas United. Y, conociendo a Greg, si la caja seguía en el piso, no estaría a salvo de su curiosidad y de su rabia. Maggie se lo imaginaba arrancando la cinta de embalar como si hubiera descubierto un tesoro escondido, y tal vez para él lo fuera. Porque, naturalmente, era la caja en la que había guardado las cosas que no permitía que nadie viera, cosas como su diario, su agenda de servicio y sus recuerdos de la infancia.
Había registrado el maletero de su coche, rebuscando entre las pocas cajas que había llevado ella misma. Pero aquellas eran las últimas. Quizá fuera cierto que los operarios habían extraviado la caja. Esperaba que así fuera. Intentó no preocuparse, no pensar en lo agotador que era estar alerta las veinticuatro horas del día, mirando constantemente a su espalda.
Apoyó las cajas en el pasamanos, sosteniéndolas en equilibro contra la cadera, y se tocó los músculos agarrotados de la nuca. Al mismo tiempo, sus ojos escudriñaban a su alrededor. Cielos, ¿por qué no podía relajarse y disfrutar de la primera noche en su nueva casa? ¿Por qué no fijaba su atención en cosas sencillas, en cosas insignificantes y cotidianas, como el repentino apetito que tenía, tan raro en ella?
De pronto la boca se le hizo agua al pensar en una pizza, y al instante se prometió darse el lujo de pedir una. Hacía tiempo que había perdido el apetito, y aquel súbito antojo era una novedad de la que debía alegrarse. Sí, se atiborraría de pizza con una fuerte y especiada salsa de tomate, pimientos verdes y extra de queso. No sin antes beber varios litros de agua.
La camiseta se le adhería a la piel. Antes de pedir la pizza, se daría una rápida ducha de agua fría. La señorita McGowan, Tess, había prometido llamar a las compañías de suministros. Ahora Maggie lamentaba no haberse cerciorado de que, en efecto, lo había hecho. Detestaba depender de los demás, y últimamente parecía necesitar a mucha gente, desde operarios de mudanzas a agentes inmobiliarios, pasando por abogados y banqueros. Con un poco de suerte, habría agua. Hasta el momento, Tess había cumplido siempre su palabra. A decir verdad, no había razón para empezar a dudar de ella. Aquella mujer se había desvivido porque la venta, un tanto precipitada, transcurriera sin contratiempos.
Maggie apoyó las cajas sobre el otro lado de la cadera. Encontró a tientas el picaporte. Empujó la puerta y entró maniobrando cuidadosamente, pero aun así varios compactos y algunos libros cayeron en el umbral. Se inclinó un poco para mirar hacia abajo y vio a Frank Sinatra sonriéndole a través de su agrietada ventana de plástico. Aquel disco se lo había regalado Greg por su cumpleaños varios años antes, a pesar de que sabía que ella odiaba a Sinatra. ¿Por qué aquel regalo le parecía de pronto una especie de profético microcosmos de todo su matrimonio?
Sacudió la cabeza, ahuyentando aquella idea. El recuerdo de su breve conversación de esa mañana seguía fresco e insidioso en su memoria. Afortunadamente, él se había ido a trabajar temprano, rezongando sobre las obras de la autopista interestatal. Pero esa noche se tomaría una pequeña revancha fisgando en las pertenencias íntimas de Maggie. Pensaría que estaba en su derecho. Legalmente, Maggie era todavía su mujer, y ella había renunciado hacía tiempo a discutir con él cuando se comportaba como un picapleitos.
En el interior de su nueva casa, los suelos de madera recién barnizados relucían al sol del atardecer. Maggie se había asegurado de que no hubiera ni una sola alfombra en toda la casa. Los revestimientos de los suelos amortiguaban fácilmente las pisadas. La pared de ventanales, en cambio, la había seducido pese a ser una pesadilla para su seguridad. Sí, ni siquiera los agentes del FBI eran siempre pragmáticos. No obstante, cada hoja de ventana estaba montada sobre un marco tan estrecho que por él no habría podido pasar ni el mismísimo Houdini. Las ventanas del dormitorio eran otro cantar, pero alcanzar el segundo piso desde el exterior requeriría una larga escalera. Además, Maggie se había asegurado de que los sistemas de alarma, tanto interior como exterior, rivalizaran con los de Fort Knox.
El cuarto de estar se abría hacia un solario acristalado. Allí las ventanas se extendían desde el techo casi hasta el suelo y, aunque eran también angostas, formaban tres de las cuatro paredes de la estancia. El solario se adentraba y miraba hacia el frondoso jardín trasero: un país de hadas, boscoso y colorido, con cerezos y manzanos en flor, recios cornejos y un manto de tulipanes, narcisos y azafrán. Maggie soñaba con un jardín como aquél desde que tenía doce años.
En aquel tiempo, cuando su madre y ella se mudaron a Richmond, sólo podían permitirse un apartamento en un tercer piso, diminuto y sofocante, en el que apestaba a aire rancio, a humo de tabaco y al sudor de los desconocidos a los que su madre invitaba a pasar la noche. Aquella casa se parecía más a la que Maggie recordaba de su verdadera infancia, su casa de Wisconsin, en la que habían vivido hasta la muerte de su padre, antes de que Maggie se viera obligada a madurar a marchas forzadas y se convirtiera en la guardiana de su madre. Durante años, había anhelado un lugar como aquél, donde abundaran el aire fresco y los espacios abiertos, pero, ante todo, la soledad.
El jardín posterior bajaba en suave pendiente hasta una densa arboleda que bordeaba un empinado risco. A sus pies corría sobre las rocas un riachuelo de escasa profundidad. Desde la casa, el riachuelo era invisible, pero Maggie lo había recorrido palmo a palmo. Aquel pequeño cauce de agua hacía que se sintiera segura, como si fuera el foso de su castillo. Ofrecía a la casa un límite natural, una barrera perfecta reforzada por una hilera de inmensos pinos tiesos como centinelas hombro con hombro.
Aquel mismo riachuelo había sido una pesadilla para los anteriores propietarios de la casa, que tenían dos niños pequeños, pues estaba terminantemente prohibido instalar vallados en aquel paraje. Tess McGowan le había dicho a Maggie que los dueños habían llegado a la conclusión de que no podían impedir que semejante aventura, tan llena de peligros, sedujera a dos niños curiosos. Su problema se convirtió en la salvaguarda de Maggie, en una posible vía de escape. Y la precipitada venta de aquéllos, en una ganga para ella. De otro modo, no habría podido permitirse un barrio tan caro, en el que su pequeño Toyota Corolla rojo parecía fuera de lugar junto a los BMWs y los Mercedes.
Naturalmente, tampoco habría podido permitirse la casa si no hubiera usado el dinero del fondo de su padre. De pequeña había recibido numerosas becas y luego había trabajado para pagarse la universidad y la academia, de modo que había logrado dejar casi intacto el dinero de su padre. Al casarse, Greg insistió en no tocarlo. Al principio, ella quiso usarlo para comprarse una casa modesta. Pero Greg insistía en que nunca tocaría lo que llamaba «el dinero ensangrentado» de su padre.
Aquel dinero procedía de los donativos que los bomberos y los vecinos de Green Bay habían hecho para mostrar su admiración por el heroísmo de su padre, y seguramente también para descargar sus conciencias. Tal vez en parte fuera por eso por lo que Maggie nunca se había decidido a usarlo. En realidad, casi se había olvidado de él hasta que comenzaron los trámites del divorcio y su abogada le recomendó encarecidamente que lo invirtiera en algo que no pudiera dividirse con tanta facilidad.
Maggie recordaba haberse reído de la sugerencia de Teresa Ramairez. Era ridículo, a fin de cuentas, sabiendo lo que pensaba Greg de aquel dinero. Sin embargo, no le pareció tan ridículo cuando el dinero apareció en un listado de bienes que Greg le había mandado hacía un par de semanas. Lo que durante años había llamado «el dinero ensangrentado» de su padre, se había convertido de pronto en un bien divisible. Al día siguiente, Maggie le pidió a Teresa Ramairez que le recomendara un agente inmobiliario.
Maggie colocó las cajas junto a las otras y las apiló en un rincón. Comprobó de nuevo las etiquetas, confiando en que apareciera milagrosamente la que faltaba. Luego, poniendo los brazos en jarras, se giró lentamente y admiró las espaciosas habitaciones pintadas en color marrón haciendo aguas, al primitivo estilo americano. Había llevado muy pocos muebles con ella, pero más de los que esperaba arrancar de las garras de leguleyo de Greg. Se preguntaba si no sería un suicidio financiero pedirle el divorcio a un abogado. Greg había manejado todos sus asuntos legales y económicos durante casi diez años. Cuando Teresa Ramairez empezó a enseñarle a Maggie documentos y hojas de cálculo, Maggie ni siquiera reconoció algunas de las cuentas bancarias.
Greg y ella se habían casado durante su último año en la universidad. Cada electrodoméstico, cada pieza de ropa de casa, todo lo que poseían había sido una adquisición común. Cuando se mudaron de su pequeño apartamento de Richmond al costoso piso en la zona de Crest Ridge, compraron muebles nuevos, siempre juntos. Les parecía extraño dividir sus bienes. Maggie sonrió al pensarlo y se preguntó por qué le costaba dividir los muebles y, sin embargo, era capaz de poner fin con tanta facilidad a diez años de matrimonio.
Había logrado llevarse sus muebles preferidos. El antiguo escritorio de tapa plegable de su padre había hecho el viaje sin un solo arañazo. Acarició el respaldo de su cómoda tumbona La-Z-Boy. La tumbona y la lámpara de lectura de latón habían sido relegadas tiempo atrás al despacho del piso, pues Greg decía que no iban con el sofá y los sillones de cuero del cuarto de estar. Aunque en realidad Maggie no recordaba que hubieran estado mucho en aquel cuarto.
Se acordaba de cuando compraron el juego de sillones. En aquel entonces intentó cubrirlos de recuerdos apasionados, pero en vez de permitir que su cuerpo respondiera a las seductoras sugerencias de Maggie, Greg se mostró horrorizado ante la idea.
– ¿Sabes lo fácilmente que se mancha el cuero? -le dijo, mirándola con el ceño arrugado como si fuera una niña que acabara de derramar su refresco, en vez de una mujer adulta proponiéndole hacer el amor a su marido.
Sí, era fácil dejar atrás aquellos sillones, siempre y cuando el recuerdo de su malogrado matrimonio se quedara con ellos. Sacó una pequeña bolsa de tela de la pila del rincón y la colocó junto al escritorio, al lado del ordenador portátil. Ya antes había abierto todas las ventanas para desalojar el aire enrarecido y caliente. Mientras el sol se ponía tras la hilera de árboles, una brisa húmeda y fresca entraba en la habitación.
Abrió la cremallera de la bolsa y sacó cuidadosamente el revólver Smith amp; Wesson calibre 38, todavía enfundado. Le gustaba cómo se adaptaba la pistola a sus manos: con naturalidad y sencillez, como la caricia de un viejo amigo. Otros agentes preferían las armas automáticas, más potentes y sofisticadas, pero Maggie se sentía a gusto con aquella pistola que tan bien conocía. La misma pistola con la que había aprendido a disparar.
Aquella arma la había salvado muchas veces, y aunque sólo tenía seis balas (a diferencia de las automáticas, que tenían dieciséis), Maggie sabía que podía contar con otros tantos disparos sin que ninguno se encasquillara. Siendo todavía una novata en el FBI, había visto caer a un agente a pesar de ir armado con una Sig-Sauer de nueve milímetros con el cargador medio lleno, pero encasquillado e inútil.
Sacó de la bolsa su placa del FBI, envuelta en una funda de cuero. Dejó la placa y la Smith amp; Wesson sobre el escritorio con cuidado casi reverencial y colocó a su lado la Glock calibre 40 que había encontrado poco antes en el cajón. En la bolsa guardaba asimismo su equipo forense, un pequeño maletín negro que contenía un extraño surtido de cosas de las que, con los años, había aprendido a no separarse nunca.
Dejó el maletín a buen recaudo dentro de la bolsa, cerró la cremallera y la guardó bajo el escritorio. Por alguna razón, tener a mano la placa y las armas hacía que se sintiera segura y completa. Aquellas cosas se habían convertido en símbolos de su vida. La hacían sentirse en casa más que cualquiera de las posesiones que Greg y ella habían acumulado a lo largo de su vida en común. Irónicamente, aquellas cosas que significaban tanto para ella eran también las que impedían que siguiera casada con su marido. Greg le había dejado claro que debía elegir entre el FBI y él. ¿Acaso no comprendía que lo que le estaba pidiendo era como exigirle que se cortara el brazo derecho?
Pasó un dedo por la funda de cuero de su placa, aguardando algún signo de arrepentimiento. Pero no percibió ninguno, lo cual no hizo que se sintiera mejor. Su inminente divorcio le producía tristeza, pero no remordimientos. Greg y ella se habían convertido en extraños. ¿Por qué no se había dado cuenta un año antes, cuando perdió su anillo de casada y no se molestó en reemplazarlo?
Maggie se pasó la mano por los mechones de pelo que se le pegaban a la frente y a la nuca. Su humedad le recordó que necesitaba una ducha. Tenía la camiseta sucia. Sus brazos estaban cubiertos de tiznajos morados y negros. Frotó uno y descubrió que no era suciedad, sino un golpe. Justo cuando empezaba a buscar el teléfono recién instalado, notó que una patrulla policial pasaba ante su casa a toda velocidad.
Encontró el teléfono bajo un montón de papeles. Marcó de memoria y aguardó pacientemente, sabiendo que tardarían en responder.
– Doctora Patterson.
– Gwen, soy Maggie.
– Eh, ¿dónde demonios te has metido? ¿Ya te has instalado?
– Bueno, digamos que me han traído mis cosas -vio pasar la furgoneta del forense del condado de Stafford. Se acercó a la ventana y observó que doblaba a la izquierda y se perdía de vista. Esa calle no tenía salida-. Sé que estás muy liada, Gwen, pero me preguntaba si habías tenido ocasión de comprobar lo que hablamos el otro día.
– Maggie, me gustaría que te olvidaras del caso Stucky.
– Mira, Gwen, si no tienes tiempo, no tienes más que decírmelo -dijo ásperamente, y al instante deseó haberse mordido la lengua. Pero estaba harta de que todo el mundo intentara protegerla.
– Sabes que no se trata de eso, Maggie. ¿Por qué siempre se lo pones tan difícil a la gente que se preocupa por ti?
Maggie dejó que el silencio quedara suspendido entre ellas. Sabía que su amiga tenía razón. De pronto, en la distancia, oyó la sirena de un coche de bomberos y se le encogió el estómago. ¿Qué estaba pasando al otro lado de la esquina? Sintió que le flaqueaban las rodillas al pensar en un incendio. Olfateó la brisa que entraba por la ventana. No olía a humo. Gracias a Dios. Si se trataba de un incendio, no podría hacer nada. La sola idea la aterrorizaba, reviviendo en ella el recuerdo de la muerte de su padre.
– ¿Qué te parece si me paso por ahí esta noche?
La voz de Gwen la sobresaltó. Había olvidado que seguía al teléfono.
– Está todo patas arriba. Ni siquiera he empezado a vaciar las cajas.
– Si a ti no te molesta, a mí tampoco. ¿Y si llevo una pizza y unas cervezas? Podemos hacer un picnic en el suelo. Vamos, será divertido. Como una fiesta de inauguración. Un preludio de tu recién estrenada independencia.
La sirena de los bomberos se alejaba cada vez más, y Maggie comprendió que no se dirigía hacia su vecindario. Sus hombros se relajaron, y suspiró, aliviada.
– Puedes traer unas cervezas, pero no te preocupes por la pizza. Ya la encargo yo.
– Pero recuerda que no pongan salsa en mi lado. Algunas tenemos que guardar la línea. Nos veremos sobre las siete.
– Sí, de acuerdo. Muy bien -pero Maggie ya estaba distraída, mirando a otro coche patrulla que pasaba velozmente por la calle. Sin pensarlo un segundo, dejó el teléfono y agarró su placa. Activó rápidamente el sistema de alarma. Luego se metió el revólver en la parte de atrás de la cinturilla y salió por la puerta principal. Adiós al aislamiento.