Capítulo 16

La esperó en la puerta de atrás. Sabía que saldría por allí cuando al fin decidiera irse. El callejón estaba oscuro. Los altos edificios de ladrillo bloqueaban la luz de la luna. Unas cuantas bombillas peladas brillaban sobre algunas de las puertas traseras. Cubiertas de mugre y rodeadas de polillas, emitían una luz mortecina. Y aun así los ojos le dolían si las miraba fijamente. Se guardó las gafas de sol en el bolsillo de la chaqueta y miró el reloj.

Sólo quedaban tres coches en el pequeño aparcamiento. Uno era el suyo, y sabía que ninguno de los otros dos era de ella. Sabía que, esa noche, no se iría a casa en coche. Había decidido ofrecerse a llevarla, pero ¿aceptaría ella?

Sabía cómo mostrarse encantador. Era simplemente una parte del juego, una pieza del disfraz. Si iba a asumir una nueva identidad, tendría que representar el papel que le correspondía. Y, entre ellos dos, las mujeres siempre lo habían preferido a él antes que a Albert.

Sí, él sabía lo que las mujeres querían oír, y no le importaba decírselo. En realidad, disfrutaba haciéndolo. Era parte del procedimiento, una pieza esencial del puzzle de la dominación absoluta. Había descubierto que hasta las mujeres fuertes e independientes estaban dispuestas a someterse a un hombre al que encontraran encantador. Qué necias y deliciosas criaturas. Tal vez pudiera contarle la triste historia de sus ojos debilitados. A las mujeres les encantaba hacer de enfermeras. Ellas también disfrutaban representando un papel.

El desafío lo excitaba, y ya notaba su miembro hinchándose bajo el pantalón. Esa noche, no tendría problemas. Si es que podía esperar. Debía tener paciencia… Paciencia y encanto. ¿Conseguiría mostrarse lo bastante encantador como para que ella lo invitara a su casa? Intentó imaginarse qué aspecto tendría su habitación.

Se ocultó entre las sombras al oír el chirrido de una puerta en mitad del callejón. Un hombre bajo y corpulento con un mandil sucio salió a tirar unas bolsas de basura al contenedor. Se detuvo un momento, encendió un cigarrillo y le dio unas caladas rápidas antes de tirarlo y volver a entrar.

Casi todos los demás bares habían cerrado ya. No le importaba que pudieran verlo. Si alguien le preguntaba qué hacía allí, diría cualquier cosa y lo creerían. La gente sólo oía lo que quería oír. A veces, era demasiado fácil. Aunque, si la intuición no le fallaba, ella sería un pequeño desafío. Era mucho mayor, mucho más astuta y experimentada que la linda chica de las pizzas. Tendría que hablar mucho para conseguir que confiara en él. Tendría que derrochar encanto, halagarla, hacerla reír. De nuevo, al pensar en cómo seducirla, sintió su erección y se preguntó hasta dónde podría llegar.

Tal vez podría empezar con un leve roce, con una simple caricia en la mejilla. Fingiría apartarle un mechón de su precioso pelo, o le diría que tenía una pestaña en el pómulo. Ella lo creería sensible, delicado y atento a sus necesidades. A las mujeres les encantaba ese rollo.

La puerta se abrió de pronto, y allí apareció. Vaciló, mirando primero a su alrededor. Observó el cielo. Había empezado a lloviznar un cuarto de hora antes. Abrió un gran paraguas rojo y echó a andar rápidamente hacia la calle. Sí, el rojo era indudablemente su color.

Él decidió darle una leve ventaja. Se agachó y comprobó que el escalpelo seguía allí, a buen recaudo, en su funda de cuero hecha a mano, guardado dentro de su bota. Acarició su mango morosamente, pero no lo sacó. Luego, la siguió por el callejón.

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