Tess se apoyó contra el cristal. Ahora se daba cuenta de que debería haber aceptado la silla de ruedas que la enfermera le había ofrecido. Le quemaban los pies y los puntos pinchaban y tiraban al menor roce. Le dolía el pecho, y todavía le costaba respirar. Se había equivocado respecto a las costillas: tenía dos rotas y dos contusionadas. Los otros cortes y heridas curarían.
Con el tiempo, llegaría a olvidar a aquel demente llamado Albert Stucky. Olvidaría sus ojos negros y fríos clavándola a la mesa como las correas de cuero con que le había sujetado las muñecas y los tobillos. Olvidaría su aliento caliente en la cara, sus manos y su cuerpo violentándola de modos que hasta ese momento le habían parecido inconcebibles.
Agarró en un puño la pechera de la bata, ahuyentando el escalofrío, los gélidos dedos que aún la estrangulaban cada vez que pensaba en él.
¿Para qué engañarse? Sabía que nunca olvidaría. Aquél era un capítulo más que intentaría borrar de su memoria. Pero estaba harta de rescribir su pasado para sobrevivir al futuro. Luchó por encontrar una razón por la que valiera la pena intentarlo. Quizá fuera eso lo que la había llevado hasta allí.
Miró más allá de su demacrado reflejo en la ventana y observó las caras enrojecidas y arrugadas. Puños diminutos se agitaban en el aire. Escuchó el llanto y los arrullos persistentes de los recién nacidos. Sonrió. Qué cliché, ir allí en busca de respuestas.
– Pero, niña, ¿qué haces levantada?
Tess miró hacia atrás y vio que Delores Heston se acercaba a ella vestida con un traje rojo vivo, iluminando el blanco pasillo. Delores la envolvió en sus brazos y la apretó cuidadosamente. Cuando se apartó, tenía lágrimas en los ojos.
– Oh, cielos, me había prometido a mí misma que no lloraría -Delores se limpió los ojos y el rímel corrido-. ¿Qué tal te encuentras, Tess?
– Bien -mintió ella, intentando sonreír. Le dolía la mandíbula allí donde Stucky la había golpeado. Se descubrió tocándose los dientes otra vez con la punta de la lengua. La sorprendía no tener ninguno roto.
Se dio cuenta de que Delores la estaba observando, comprobando por sí misma si estaba bien. Le alzó la barbilla con su mano suave, mirando detenidamente las marcas de mordiscos de su cuello.
Tess no quiso ver la expresión de horror y piedad de su jefa y apartó la mirada. Sin decir una palabra, Delores volvió a envolverla en sus brazos y la mantuvo abrazada, acariciándole el pelo y frotándole la espalda.
– Me he propuesto cuidar de ti, Tess -dijo enfáticamente mientras se apartaba-. Y no quiero ni una sola queja, ¿me oyes?
Tess nunca había tenido a nadie que se ofreciera a cuidarla. No estaba segura de cuál era la respuesta adecuada. Pero, de entre todas sus opciones, las lágrimas no parecían la mejor. Delores sacó un pañuelo de papel y le limpió las mejillas, sonriéndole como una madre que preparara a su hija para ir al colegio.
– Tienes un visitante muy guapo esperándote en la habitación.
Tess sintió que se le encogía el estómago. Oh, Dios, no podría soportar ver a Daniel. Así, no.
– ¿Te importaría decirle que lo llamaré más tarde y que gracias por las rosas?
– ¿Rosas? -Delores pareció confusa-. Me ha parecido que llevaba un ramo de violetas. Las apretaba tan fuerte, que seguramente ya las habrá espachurrado.
– ¿Violetas?
Tess miró por encima del hombro de Delores y vio que Will Finley las estaba observando, inquieto, al final del pasillo. Estaba guapísimo con sus pantalones oscuros, su camisa azul y, si su visión borrosa no la engañaba, con un ramo de violetas en la mano izquierda.
Tal vez, después de todo, hubiera un par de capítulos en su vida que aún mereciera la pena escribir.