Antes de que llegaran la pizza o Gwen, Maggie se sirvió su segundo whisky. Se había olvidado de la botella hasta que apareció en una caja, guardada a buen recaudo, como un antídoto necesario entre los vestigios del terror. En la etiqueta de la caja figuraba el número 34666, el número asignado a Albert Stucky. Tal vez no fuera un accidente que su expediente acabara en 666.
El director adjunto Cunningham se pondría furioso si supiera que había fotocopiado hasta el último papel del archivo policial acerca de Stucky. Maggie se habría sentido culpable de no ser porque era ella quien había recogido y elaborado cada informe, cada documento, cada anotación del caso. Durante casi dos años, había seguido sin descanso la pista de Stucky. Había examinado cada uno de los escenarios donde aquel hombre perpetraba sus sesiones de tortura y disección, analizando su obra en busca de tejidos, pelos, órganos extraídos, cualquier cosa que pudiera darle un indicio de cómo atraparlo. Aquel archivo era suyo por derecho, teniendo en cuenta que la extraña información que contenía formaba parte de su propia vida.
Se había dado una ducha rápida tras su inesperada visita al veterinario. Su camiseta de la Universidad de Virginia estaba a remojo en el lavabo del cuarto de baño. Posiblemente nunca conseguiría quitar las manchas de sangre. Era una camiseta vieja, dada de sí y descolorida, pero Maggie le tenía un extraño cariño. Algunas personas guardaban sus viejos álbumes de cromos; ella guardaba sus viejas camisetas.
En la Universidad de Virginia había pasado algunos de sus mejores años. Allí descubrió que tenía una vida propia, ajena a los cuidados que debía dispensarle a su madre. Fue allí donde conoció a Greg. Miró su reloj y después comprobó su teléfono móvil para asegurarse de que estaba encendido. Había llamado a Greg para preguntarle por la caja extraviada, pero él aún no le había devuelto la llamada. Sin duda la haría esperar, pero Maggie no quería enojarse. Esa noche, no. Estaba demasiado cansada para soportar nuevas emociones.
Sonó el timbre. Maggie miró de nuevo el reloj. Gwen, como siempre, llegaba diez minutos tarde. Se tiró de los faldones de la camisa para asegurarse de que cubrían el prominente revólver que llevaba sujeto a la cinturilla. Últimamente, la pistola era para ella un accesorio tan cotidiano como el reloj de pulsera.
– Sé que llego tarde -dijo Gwen antes de que acabara de abrir la puerta-. El tráfico está imposible. Los viernes por la tarde, parece que todo el mundo pierde el trasero por largarse a pasar el fin de semana fuera de Washington.
– Yo también me alegro de verte.
Ella sonrió y estrechó a Maggie con un solo brazo. Maggie pensó un instante, asombrada, en lo frágil y delicada que parecía la mujer de más edad. A pesar de que Gwen era menuda y femenina, Maggie pensaba en ella como en su peñón de Gibraltar particular. Muchas veces durante el transcurso de su amistad se había apoyado en Gwen, llegando a depender de su fortaleza, de su carácter y de sus palabras de consejo.
Apartándose, Gwen sujetó su cara con la palma de la mano y la miró fijamente.
– Estás hecha un asco -dijo suavemente.
– ¡Vaya, muchas gracias!
Ella sonrió otra vez y le entregó el paquete de botellas de cerveza Bud Light que llevaba en la otra mano. Estaban frías y húmedas por la condensación. Maggie las tomó y aprovechó la ocasión para apartar los ojos de los de Gwen. Hacía casa un mes que no se veían, aunque hablaban por teléfono con frecuencia. Sin embargo, por teléfono, Maggie podía impedir que Gwen percibiera el pánico y la fragilidad que parecía tener a flor de piel desde hacía unas semanas.
– La pizza llegará en cualquier momento -le dijo Maggie, Volviendo a activar el sistema de alarma.
– La habrás pedido sin salsa en mi lado, ¿no?
– Y con extra de champiñones.
– Ah, bendita seas -Gwen entró sin esperar su invitación y Comenzó a recorrer las habitaciones-. Dios mío, Maggie, esta casa es maravillosa.
– ¿Te gusta la decoración?
– Hmm… Yo diría que el cartón marrón es muy propio de ti; sencillo y sin pretensiones. ¿Puedo echar un vistazo arriba? -preguntó Gwen mientras subía las escaleras.
– ¿Acaso puedo impedirlo? -dijo Maggie, riendo. ¿Cómo era posible que aquella mujer dejara un rastro de energía, ternura y contento allí por donde pasaba?
Había conocido a Gwen al llegar a Quantico por vez primera para realizar un curso de técnicas forenses. Maggie era por entonces una joven e ingenua novata que no había visto más sangre que la de un tubo de ensayo y que nunca había disparado un arma, salvo en las prácticas de tiro.
Gwen formaba parte del equipo de psicólogos que el director adjunto Cunningham había reclutado para que actuaran como asesores independientes a fin de realizar el perfil psicológico de los criminales de varios casos importantes. Ya entonces tenía una próspera consulta en Washington D. C. La mayoría de sus pacientes pertenecían a la flor y nata de la ciudad: esposas de congresistas hastiadas de sus vidas, altos mandos del ejército con tendencias suicidas, y hasta un miembro maniaco-depresivo del gabinete de la Casa Blanca.
Sin embargo, fueron sus investigaciones, los muchos artículos que había escrito y su notable conocimiento de los entresijos de la mente criminal lo que primero llamó la atención del director adjunto Cunningham cuando le pidió que actuara como asesora independiente de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI. No obstante, Maggie descubrió muy pronto que aquello no era lo único que atraía al director adjunto Cunningham de la doctora Gwen Patterson. Hacía falta estar ciego para no darse cuenta de la química que había entre ellos, aunque Maggie sabía de primera mano que ninguno de los dos había dado ningún paso al respecto, ni siquiera tentativamente.
– Respetamos nuestra relación profesional -le explicó Gwen una vez, dejándole claro que no quería volver a hablar del asunto, a pesar de que la conversación tuvo lugar mucho después de que Gwen acabara su periodo de trabajo como asesora policial. Maggie sabía que posiblemente el infeliz matrimonio del director adjunto Cunningham tenía más que ver con la política de manos quietas que practicaban ambos que cualquier intento de preservar su relación profesional.
Desde la primera vez que se vieron, Maggie había admirado el vigor de Gwen, su afilada inteligencia y su ironía. La doctora Patterson se resistía a pensar de manera convencional y no vacilaba en romper cualquier norma sin por ello dejar de aparentar que respetaba escrupulosamente la autoridad. Maggie la había visto ganarse a diplomáticos y a criminales con sus modales desenvueltos y, al mismo tiempo, encantadores. Gwen era quince años mayor que ella, pero enseguida se había convertido en su mejor amiga y en su mentora.
El timbre sonó de nuevo y Maggie echó la mano atrás y agarró el revólver casi sin darse cuenta. Alzó la mirada para ver si Gwen había notado su reacción. Se alisó los faldones de la camisa sobre los vaqueros y miró el pórtico por la ventana lateral antes de desconectar el sistema de alarma. Después se detuvo a mirar por la mirilla, observando la esférica panorámica de la calle antes de abrir la puerta.
– Una pizza familiar para O'Dell -la muchacha le entregó la caja caliente. Olía a queso fundido y a salsa de tomate.
– Huele de maravilla.
La chica sonrió como si la hubiera hecho ella misma.
– Son dieciocho dólares con cincuenta y nueve, por favor.
Maggie le dio un billete de veinte y otro de cinco.
– Quédate con la vuelta.
– Vaya, muchas gracias.
La chica se alejó brincando por la glorieta, agitando la rubia coleta por debajo de la gorra de béisbol azul. Maggie dejó la pizza en el suelo, en medio del cuarto de estar. Regresó a la puerta para reactivar el sistema de alarma justo cuando Gwen bajaba corriendo las escaleras.
– Maggie, ¿qué ha pasado? -preguntó su amiga, sosteniendo en alto la camiseta empapada y manchada de sangre-. ¿Qué es esto? ¿Te has hecho algo? -inquirió Gwen.
– Ah, eso.
– Sí, eso. ¿Qué diablos ha pasado?
Maggie puso rápidamente la mano bajo la camiseta, que aún goteaba, y, quitándosela, corrió escaleras arriba para volver a depositarla en el lavabo. Vació el agua turbia, teñida de rojo, puso más detergente y sumergió la prenda en agua limpia. Al alzar la mirada, vio por el espejo que Gwen estaba de pie tras ella, observándola.
– Si estás herida, por favor, no intentes curarte tú sola -dijo Gwen con voz suave pero severa.
Maggie miró los ojos de su amiga en el espejo y comprendió que se refería al corte que Albert Stucky le había infligido en el abdomen. Después de la conmoción de aquella noche, Maggie se había escabullido entre las sombras y había intentado curarse la herida ella misma. Pero una infección la había llevado a la sala de urgencias del hospital unos días después.
– No es nada, Gwen. El perro de mi vecina estaba herido. Ayudé a llevarlo al veterinario. Esta sangre es del perro, no mía.
– ¿Estás de broma? -un instante después, el alivio pareció apoderarse de los rasgos de Gwen-. Dios mío, Maggie, ¿es que siempre tienes que meter las narices allí donde haya sangre.
Maggie sonrió.
– Te lo contaré luego. Ahora vamos a comer, que estoy muerta de hambre.
– Eso sí que es raro.
Maggie agarró una toalla, se secó las manos y bajó las escaleras delante de Gwen.
– ¿Sabes? -dijo su amiga tras ella-, tienes que engordar un poco. ¿Es que ya nunca comes como Dios manda?
– Espero que esto no vaya a convertirse en una conferencia sobre nutrición.
Oyó el suspiro de Gwen, pero sabía que su amiga no insistiría. Entraron en la cocina y Maggie sacó unos platos y unas servilletas de papel de una caja que había sobre la enci-mera. Cada una asió una botella de cerveza fría y fueron a sentarse en el suelo del cuarto de estar. Gwen ya se había despojado de sus costosos mocasines negros y había tirado su chaqueta de traje sobre el brazo de la tumbona. Maggie tomó una ración de pizza mientras Gwen examinaba la caja abierta junto al escritorio.
– Este es el archivo de Stucky, ¿no?
– ¿Vas a decírselo a Cunningham?
– Claro que no. Sabes que nunca lo haría. Pero me preocupa que estés tan obsesionada con él.
– Yo no estoy obsesionada.
– ¿Ah, no? Entonces, ¿tú cómo lo llamarías?
Maggie le dio un mordisco a su pizza. No quería pensar en Stucky, o volvería a perder el apetito. Sin embargo, ésa era una de las razones por las que había invitado a Gwen.
– Simplemente, quiero que lo atrapen -dijo finalmente. Sentía los ojos de Gwen escrutándola, buscando indicios, rastreando intenciones ocultas. Le desagradaba que su amiga intentara psicoanalizarla, pero sabía que, en el caso de Gwen, era una reacción instintiva.
– ¿Y sólo tú puedes atraparlo? ¿Es eso?
– Yo soy quien mejor lo conoce.
Gwen siguió mirándola un momento y después agarró la botella por el cuello y desenroscó el tapón. Bebió un trago y dejó la cerveza a un lado.
– He hecho algunas comprobaciones -tomó una porción de pizza. Maggie procuró ocultar su impaciencia. Le había pedido a Gwen que utilizara su influencia para averiguar en qué fase se hallaba el caso Stucky. Al exiliarla al circuito de la enseñanza, el director adjunto Cunningham también le había prohibido acceder a los datos de la investigación.
Gwen masticó despacio. Bebió otro sorbo mientras Maggie esperaba. Esta se preguntaba si su amiga habría llamado directamente a Cunningham. No, eso habría sido demasiado obvio. Cunningham sabía que eran amigas íntimas.
– ¿Y bien? -preguntó, sin poder soportarlo más.
– Cunningham ha metido en el caso a un trazador nuevo, pero ha desmantelado el equipo de investigación.
– ¿Y por qué demonios ha hecho eso?
– Porque no tiene nada, Maggie. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Más de cinco meses? No hay ni rastro de Albert Stucky. Es como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra.
– Lo sé. He revisado el PDCV casi todas las semanas.
El PDCV, el Programa de Detención de Criminales Violentos puesto en marcha por el FBI, registraba los crímenes de sangre que se producían a lo largo y ancho del país, clasificándolos conforme a sus rasgos distintivos. Nada que se asemejara al modus operandi de Stucky había aparecido en él en los últimos meses.
– ¿Y en Europa? Stucky tenía bastante dinero escondido. Podría haber ido a cualquier parte.
– He consultado a mis contactos en la Interpol -Gwen se detuvo para beber otro trago-. No tienen ningún indicio de Stucky.
– Puede que haya cambiado de modus operandi.
– O puede que haya dejado de matar, Maggie. A veces sucede con los asesinos en serie. Simplemente, dejan de matar. Nadie puede explicarlo, pero tú sabes tan bien como yo que es posible.
– En el caso de Stucky, no.
– ¿No crees que se habría puesto en contacto contigo? ¿Que intentaría empezar de nuevo ese juego macabro que os traíais entre manos? A fin de cuentas, fuiste tú quien lo mandó a la cárcel. Debe de estar muy cabreado contigo.
Maggie era quien había identificado finalmente al asesino al que el FBI llamaba El Coleccionista. El perfil que ella había realizado y un conjunto de huellas dactilares casi indistinguibles que el asesino había dejado tras de sí en el escenario de un crimen, haciendo gala de su arrogancia y su temeridad, habían llevado por fin al descubrimiento de que El Co-leccionista era en realidad Albert Stucky, un millonario de Massachusetts hecho a sí mismo.
Como la mayoría de los asesinos en serie, Stucky parecía disfrutar exhibiéndose; le gustaba llamar la atención y reclamar la autoría de sus crímenes. Cuando su obsesión se volvió hacia Maggie, a nadie le sorprendió. Pero el juego que siguió había superado toda expectativa. Aquel juego incluía indicios para atraparlo que llegaban en notas personales acompañadas de dedos cortados, de una marca de nacimiento diseccionada, y hasta, en una ocasión, de un pezón arrancado e introducido en un sobre.
De eso hacía ocho o nueve meses. Había pasado casi un año y Maggie seguía intentando recordar cómo era su vida antes de iniciarse el juego. No recordaba haber dormido sin que la asaltaran las pesadillas, ni vivir sin la necesidad de mirar continuamente a su espalda. Había estado a punto de perder la vida por capturar a Albert Stucky, y éste había escapado antes de que ella pudiera recordar siquiera qué se sentía estando a salvo.
Gwen extendió un brazo y sacó de la caja un montón de fotografías forenses. Las fue mirando y dejándolas en el suelo mientras seguía comiéndose la pizza. Era una de las pocas personas que Maggie conocía fuera del FBI que podían comer y mirar fotografías de la escena de una crimen al mismo tiempo. Sin alzar la mirada, dijo:
– Tienes que olvidarte de esto, Maggie. Ese hombre te está haciendo pedazos, y ni siquiera sabes dónde está.
Las imágenes de las fotografías dispersas miraban a Maggie, tan horrendas en blanco y negro como lo eran en color. Había primeros planos de gargantas seccionadas, de pezones arrancados a mordiscos, de vaginas mutiladas y de diversos órganos extraídos de sus cavidades. Esa misma tarde, con sólo una mirada, se había dado cuenta de que aún recordaba de memoria muchos de los informes. Dios, era increíble.
Hacía poco, Greg la había acusado de recordar más detalles sobre heridas de bala y marcas distintivas de asesinos que acontecimientos y aniversarios de su vida en común. No tenía sentido discutir con él al respecto. Maggie sabía que tenía razón. Quizá no se mereciera un marido, ni una familia, ni una vida independiente. ¿Cómo podía esperar cualquier mujer agente del FBI que un hombre comprendiera su trabajo, y menos aún aquella… aquella obsesión? Porque ¿no era acaso una obsesión? ¿Tendría razón Gwen?
Dejó la pizza a un lado y notó que le temblaban ligeramente las manos. Al alzar la mirada, vio que Gwen también le había percatado de su temblor.
– ¿Cuándo fue la última vez que dormiste toda la noche de un tirón? -su amiga frunció el ceño, preocupada.
Maggie prefirió ignorar la pregunta y evitó los verdes ojos irlandeses de Gwen.
– El hecho de que no haya habido ningún asesinato no significa que no haya comenzado de nuevo su colección.
– Y, si así es, Kyle estará alerta -Gwen sólo cometía el desliz de utilizar el nombre de pila del director adjunto Cunningham en ocasiones como aquélla, cuando estaba realmente preocupada-. Olvídalo, Maggie. Olvídalo antes de que te destruya.
– No va a destruirme. Soy muy fuerte, ¿recuerdas? -pero no se atrevió a mirar a los ojos de su amiga por miedo a que descubriera que mentía.
– Ah, sí, muy fuerte -dijo Gwen, echándose hacia atrás-. ¿Por eso vas por la casa con una pistola escondida en la cintura?
Maggie hizo una mueca de disgusto. Gwen la vio y se echó a reír.
– Verás, yo, en vez de fortaleza -le dijo a Maggie-, lo llamaría testarudez.