Tess despertó sobresaltada. Sentía la garganta como papel de lija, tan seca que le dolía al tragar. Le pesaban los párpados como postigos de plomo. El pecho le dolía como si soportara sobre él un gran peso. Pero no había nada sobre ella. Estaba tumbada en lo que parecía un camastro estrecho y desigual. La habitación estaba en penumbra, y tuvo que aguzar la vista. El olor a moho la envolvía. Una ráfaga de viento la obligó a subirse la áspera manta hasta la barbilla.
Recordaba haberse sentido paralizada. Asustada, levantó los brazos y sintió un profundo alivio al no encontrar resistencia. Sin embargo, un instante después la asustó descubrir que sus miembros pesados se movían torpemente. Los sentía desarticulados y flácidos. Pero al menos no estaba atada y podía moverse.
Intentó levantarse y al instante sus músculos protestaron. La habitación empezó a dar vueltas. Le dolía la cabeza y de pronto la acometió una náusea tan fuerte e inesperada que tuvo que echarse de nuevo. Estaba acostumbrada a las resacas, pero aquello era mucho peor. Alguna sustancia había sido inoculada en su flujo sanguíneo. Entonces recordó la aguja y al hombre de pelo negro. Cielo santo, ¿dónde la había llevado? ¿Y dónde estaba él?
Escudriñó ansiosamente la pequeña estancia. Las náuseas la obligaban a mantener la cabeza sobre la almohada, pero, girando el cuello de un lado a otro, pudo examinar la habitación. Estaba en el interior de una especie de cobertizo de madera. Una luz débil se filtraba por las rendijas de la madera podrida, proporcionando la única iluminación. Le pareció que afuera estaba nublado, o que era demasiado pronto o demasiado tarde para que luciera el sol. Fuera como fuese, sólo podía intuirlo. No había ventanas, o al menos ya no las había. En una de las paredes había unos maderos clavados sobre un pequeño espacio que tal vez hubiera sido una ventana en otro tiempo. Aparte del camastro, no había nada más en la cabaña, salvo un alto cubo de plástico en un rincón.
Sus ojos buscaron y encontraron lo que parecía una puerta. Era difícil saberlo. La madera se confundía con la del resto del cobertizo. Sólo se distinguía por un par de bisagras herrumbrosas y el hueco de una cerradura. Naturalmente, estaría cerrada, tal vez incluso atrancada por fuera, pero aunque así fuera tenía que probar.
Se sentó lentamente y esperó. De nuevo, la náusea la obligó a reposar la cabeza en la almohada.
– ¡Maldita sea! -gritó, y al instante se arrepintió de ello. ¿Y si él la estaba observando, escuchándola?
Tenía que concentrarse. Podía hacerlo. A fin de cuentas, ¿a cuántas resacas había sobrevivido? Pero el espacio en el que se encontraba aumentaba su vulnerabilidad. ¿Qué pretendía aquel hombre? ¿Qué quería de ella? ¿La habría confundido con otra? Un nuevo temor comenzó a bullir en su estómago. No podía detenerse a pensar en él, ni en sus intenciones. No podía recordar cómo había llegado hasta allí. No debía pensar en ello, o sus pensamientos la paralizarían igual que el contenido de aquella jeringuilla.
Rodó hacia un lado para mitigar la náusea. Sintió una punzada en el costado, y por un instante creyó que se había pinchado con un clavo. Pero allí no había nada, sólo el duro y nudoso colchón del camastro. Introdujo la mano bajo su blusa y notó que la tenía sacada de la cinturilla de los pantalones. Le faltaba un botón, y el resto estaban desabrochados.
– No, basta -susurró, enojada consigo misma.
Debía concentrarse. No podía pensar en lo que aquel hombre podía haberle hecho mientras estaba inconsciente. Tenía que comprobar si estaba bien.
Sus dedos no encontraron ninguna herida abierta, ni sangre fresca, pero aun así estaba casi segura de que tenía una costilla rota o contusionada. Desafortunadamente, sabía por experiencia cómo dolían las costillas rotas. Palpó cuidadosamente con los dedos la zona bajo sus pechos mientras se mordía el labio inferior. A pesar de las punzadas de dolor, adivinó que no tenía ninguna costilla rota, aunque sí varias contusiones. Eso estaba bien. Podía manejarse bien con las costillas magulladas. De haber estado rotas, quizá le habrían perforado el pulmón. Otra cosa que hubiera preferido no saber de primera mano.
Sacó un pie fuera de la manta y lo agitó a ras de suelo. Estaba descalza. ¿Qué había hecho aquel hombre con sus zapatos y sus medias? De nuevo escudriñó la habitación. Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, pero seguía teniendo la visión levemente desenfocada, y las lentillas le raspaban. Pero daba igual. En el cobertizo no había nada que ver.
Tocó el suelo con la punta del pie. Estaba más frío de lo que esperaba, pero dejó el pie allí, obligando a su cuerpo a acostumbrarse al cambio de temperatura antes de intentar levantarse. El aire era frío y húmedo.
Entonces empezó a oír un repiqueteo en el tejado. El sonido de la lluvia siempre la había reconfortado. Pero ahora se preguntó ansiosamente si la podredumbre del tejado dejaría entrar el agua, y sintió un nuevo escalofrío. Sabía que el cubo del rincón no estaba allí para las goteras, sino para que ella lo usara. Era evidente que aquel hombre pretendía retenerla allí algún tiempo. Aquella idea reavivó su miedo.
Se levantó trabajosamente del camastro y permaneció con ambos pies sobre el frío suelo de madera, doblándose por la cintura y sujetándose a la cama. De nuevo se mordió el labio, ignorando el sabor a sangre, luchando por contener el vómito, esperando que la habitación dejara de darle vueltas.
Su pulso se aceleró. Dentro de su cabeza oía un zumbido parecido al del viento en el interior de un túnel. Procuró concentrarse en el percutir de la lluvia. Tal vez pudiera encontrar un cierto consuelo, una cierta cordura en la cadencia familiar de la lluvia. El súbito estallido de un trueno la asustó como un disparo, y se giró hacia la puerta como si esperara verlo allí. Cuando el corazón se le apaciguó en el pecho, estuvo a punto de echarse a reír. Sólo era un trueno. Un trueno, nada más.
Probó lentamente la firmeza de sus pies, intentando contener las náuseas e ignorar el dolor del costado y el pánico que amenazaba con asfixiarla. Sólo entonces se dio cuenta de que respiraba con dificultad. Un nudo obstruía su garganta y amenazaba con deshacerse en un grito. Le costó gran esfuerzo impedirlo.
Su cuerpo empezó a temblar. Agarró la manta de lana, se la echó sobre los hombros y ató dos picos a la altura de su cuello para dejar las manos libres. Miró bajo el camastro, esperando encontrar algo, cualquier cosa que la ayudara a escapar, o al menos sus zapatos. No había nada, ni siquiera bolas de pelusa o polvo. Lo cual significaba que aquel individuo había preparado aquel lugar para ella, hacía poco tiempo. Si no se hubiera llevado sus zapatos y sus calcetines… Entonces recordó que llevaba pantys debajo de los pantalones.
¡Oh, Dios! Así que la había desnudado. No debía pensar en ello. Tenía que concentrarse en otras cosas. Dejar de recordar. Dejar de sentir el dolor y el abotargamiento de las zonas de su cuerpo que pudieran recordarle lo que él le había hecho. No, no podía, no quería recordar. Ahora no. Tenía que concentrarse en salir de allí.
Escuchó de nuevo la lluvia. Aguardó nuevamente a que su ritmo la calmara y acompasara el ritmo de sus ásperos jadeos.
Cuando pudo caminar sin sentir la inminencia de una náusea, avanzó lentamente hacia la puerta. El picaporte era tan sólo una aldaba cubierta de herrumbre. Una vez más, miró a su alrededor para ver si se le había pasado por alto algo que pudiera usar para abrir la puerta. Hasta los rincones parecían limpios y recién fregados. Entonces vio un clavo oxidado metido en una rendija del suelo. Lo sacó con las uñas y comenzó a examinar la cerradura. La puerta estaba, en efecto, cerrada con llave, pero ¿estaría también atrancada por fuera?
Procuró calmar el temblor de sus dedos e insertó el clavo en el ojo de la cerradura, deslizándolo adelante y atrás, moviéndolo hábilmente en círculos. Otro talento heredado de su azaroso pasado. Pero de eso hacía años, y había perdido la práctica. La cerradura oxidada chirrió, protestando. Oh, Dios santo, ojalá… Algo cedió con un leve chasquido metálico.
Tess agarró la aldaba y tiró de ella. La puerta estuvo a punto de golpearla al abrirse bruscamente. Apenas había tenido que hacer fuerza. No estaba atrancada. Esperó, mirando fijamente el hueco despejado. Aquello era demasiado fácil. ¿Sería un milagro, o una trampa?