– Eh, señora, ¿qué diablos está buscando?
Maggie miró hacia atrás, pero no dejó de rebuscar entre los desperdicios. Estaba metida hasta la rodilla entre la basura. Tenía las Nikes manchadas de salsa barbacoa y los guantes pegajosos. El hedor a ajo, naftalina, comida estropeada y desperdicios humanos en general le escocía los ojos.
– FBI -dijo finalmente con firmeza a través de la mascarilla de papel, y se giró lo justo para que el hombre viera las letras amarillas de la espalda de la chaqueta.
– ¡Joder! ¿No es broma? A lo mejor puedo ayudarla.
Ella volvió a mirarlo y, conteniendo las ganas de apartarse el pelo de la cara, espantó las moscas que parecían considerarla una intrusa en su territorio. El hombre era joven; probablemente tendría poco más de veinte años. Una cicatriz, todavía rosa e hinchada, le recorría la mandíbula, y una hendidura púrpura en su nariz indicaba que hacía poco tiempo que se la había partido. Maggie recorrió el callejón con la mirada, preguntándose si el resto de su banda andaría cerca.
– La verdad es que tengo más ayuda de la que necesito. Los agentes de la policía de Kansas City están unos contenedores más abajo -mintió, y le satisfizo ver que el muchacho empezaba a agitarse, nervioso, giraba la cabeza en ambas direcciones y cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro, corno si se preparara para huir.
– Sí, bueno. Buena suerte, entonces -en vez de decidir en qué dirección aventurarse, buscó una puerta abierta y desapareció por la parte de atrás de un taller.
Maggie apartó una prominente bolsa de basura sin abrirla. Stucky nunca dejaría su trofeo escondido en el interior de una bolsa. En el pasado, siempre había dejado sus sorpresas a la vista de todos, donde fueran fácilmente descubiertas, a menudo por ciudadanos desprevenidos. Tal vez estuviera perdiendo el tiempo rebuscando en los contenedores.
Justo entonces, vio el pico de un recipiente de cartón blanco. Se acercó lentamente, levantando mucho las piernas, como si caminara dentro del agua, y procuró ignorar el ruido de chapoteo bajo sus pies. Los dos últimos recipientes que había revisado contenían un sandwich de ternera y unas cuantas costillas mohosas. Sin embargo, cada vez que localizaba un nuevo recipiente, el pulso se le aceleraba. Sintió un arrebato de adrenalina mientras espantaba las moscas y apartaba los despojos de lechuga, las colillas y los fragmentos arrugados de papel de aluminio.
Alzó el recipiente cuidadosamente, manteniéndolo en equilibrio, y lo depositó sobre el borde del contenedor. La caja era más o menos del tamaño de una pequeña tarta. Podía contener fácilmente un pulmón, o un riñon. Ninguno de aquellos órganos requería mucho espacio. Una vez, habían encontrado el pulmón de una víctima de Stucky metido en un recipiente del tamaño de un sandwich.
El sudor le corría por la espalda, a pesar de que la mañana era húmeda y fría. Imaginaba que, a esas alturas, ya olía tan mal como la basura sobre la que se alzaba. Procuró calmar el temblor de sus dedos y respiró hondo. La máscara de cirujano se le pegaba a la boca y la nariz. Quitó el cierre del recipiente y alzó la tapa. El olor le hizo volver la cabeza y contener el aliento. Al cabo de unos segundos, pudo mirar otra vez. ¿Quién iba decir que una maraña de fetuccini Alfredo olería a huevo podrido? Al menos, eso le pareció que contenía la caja. Era difícil de saber sin quitar la fina y viscosa película de moho que lo cubría. Cerró la caja y aseguró la tapa.
– ¿Has encontrado algo interesante?
Aquella voz profunda la sobresaltó. ¿Habría cambiado de idea del joven gángster? Se agarró al borde del contenedor para no resbalar ni caerse hacia atrás en la basura. Al darse la vuelta, se encontró al detective Ford mirándola fijamente. Pero Maggie apenas lo reconoció. Al igual que ella, iba vestido con ropa de calle: vaqueros azules, una sudadera gris con capucha y una gorra de béisbol de los Royals de Kansas City. Parecía mucho más joven sin el traje y la corbata, y sin su compañero de más edad.
Ella se quitó la mascarilla y la dejó colgando de su cuello.
– No, pero me he dado cuenta de que en este país tiramos demasiada comida a la basura -dijo, dejando el recipiente y acercándose trabajosamente al otro lado del contenedor, donde sobre el empedrado había dejado un cajón de leche para ayudarse a subir.
– No sabía que al FBI le interesaran esos asuntos.
Ella lo miró, intentando descubrir si iba a echarle un sermón. Él sonrió.
– ¿Vas de incógnito, o es que no estás de servicio? -preguntó Maggie, señalando su gorra de béisbol mientras se quitaba los guantes de látex.
– Yo debería preguntarte lo mismo.
– Tenía un rato libre esta mañana -dijo ella, como sí aquello bastara para explicar por qué estaba metida hasta la rodilla en la basura.
– Eh, Ford, ¿dónde demonios te has metido? -gritó una voz conocida desde el otro lado de la esquina.
– ¡Aquí! -respondió el detective Ford.
Antes de verlo, Maggie sintió un extraño hormigueo en el estómago. Nick Morrelli estaba tan guapo como lo recordaba: alto, nervudo y de paso firme. Él también llevaba unos vaqueros y una sudadera de los Cornhuskers de Nebraska. Se acercó a Ford antes de fijarse en ella y, al reconocerla, su sonrisa reveló los hoyuelos de su, por lo demás, recia y cuadrada mandíbula.
– ¿Maggie?
Ella tiró los guantes pegajosos y se quitó la mascarilla del cuello, arrojándola al montón de basura.
– Hola, Nick -dijo aparentando naturalidad mientras se acercaba cuidadosamente al borde del contenedor, percibiendo con repentino nerviosismo el acoso de las moscas.
Las espantó y se apartó los mechones de pelo rebelde de la cara, sujetándoselos tras las orejas.
– Ah, es verdad. Siempre se me olvida que ya os conocéis -Ford también sonreía-. Maggie tenía un rato libre esta mañana -le dijo a Nick.
– Dios mío, Maggie, cuánto me alegro de verte.
Ella sintió de inmediato que se sonrojaba.
– Puede que no te alegres tanto de olerme -dijo, intentando contener las efusiones sentimentales.
Se agarró al borde del contenedor y pasó una pierna por encima. Balanceó el pie, buscando la caja de plástico. Antes de que pudiera encontrarla, Nick la agarró por la cintura para ayudarla. Al descender, la cadera de Maggie le rozó el pecho. A pesar de la saturación de olores que llevaba padeciendo toda la mañana, ella reconoció el sutil perfume de su colonia.
Cuando al fin puso los pies en el suelo, él no apartó las manos, pero Maggie evitó alzar la mirada. No quería mirarlos a ninguno de los dos; necesitaba un momento para reponerse y para que desapareciera aquel inesperado hormigueo. ¡Maldición! Ya no era una niña. ¿Por qué reaccionaba así su cuerpo?
Se entretuvo quitándose los desperdicios que se le habían adherido a los zapatos y las piernas. Pero, por desgracia, cuando alzó la mirada, los dos hombres la estaban observando. Ella siguió evitando los ojos de Nick. Recordaba que aquel hombre podía mirar dentro de ella y descubrir debilidades que escondía hasta de sí misma.
– Entonces -dijo finalmente Ford, mirando de nuevo hacia el contenedor-, ¿has encontrado algo interesante?
Maggie se preguntó qué le habrían contado Turner y Delaney acerca de su obsesión por Stucky. ¿Había notado el detective Ford lo cerca que había estado de perder los nervios la noche anterior? ¿Y qué le habría contado a Nick? No se creía ni por un instante que hubiera olvidado que Nick y ella se conocían. No en vano era Ford quien había invitado a Nick a cenar con ellos la noche anterior, aunque nadie había explicado aún por qué Morrelli no se había presentado. De pronto, se preguntó si Nick habría estado evitándola. A fin de cuentas, ahora vivía en Boston. ¿Por qué no la había llamado? Sentía sus ojos observándola, escrutadores, a pesar de su sonrisa. Pero, por suerte, no le había dado mucha importancia a su reencuentro.
– No, no he encontrado nada -contestó ella finalmente. Necesitaba cambiar de tema antes de que el detective Ford descubriera que eran órganos humanos lo que estaba buscando, y no simplemente alguna prueba pasada por alto-. ¿Te han encargado el caso?
– No oficialmente. Pero es más que probable que Milhaven y yo le dediquemos algún tiempo. Hoy se suponía que era mi día libre. Nick y yo estábamos a punto de irnos a comer.
– ¿Y siempre vais por los callejones?
Ford sonrió y miró a Nick.
– No deja pasar una, ¿eh?
– No, desde luego que no -Nick la miró a los ojos, y ella comprendió que aquella simple afirmación tenía un significado mucho más profundo. Entonces recordó la intimidad que habían compartido y la que habían estado a punto de compartir.
– Vamos, detective Ford -tenía que quitarle hierro al asunto y aprovechar el humor jovial de los dos hombres. No quería que Ford cayera en la cuenta de que ella no tenía derecho a meter la nariz en su jurisdicción. Ya tenía bastantes problemas con Cunningham-. Tú también has venido a echar un vistazo, ¿no?
– Está bien, me has pillado -él levantó ambas manos, como si se rindiera-. Le estaba contando a Nick lo de anoche.
Maggie se puso tensa, y de nuevo se preguntó qué le habría contado exactamente. Nick conocía toda la historia, todos los detalles sangrientos de su encuentro con Stucky. Había sido testigo de sus pesadillas. Sin embargo, Maggie mantuvo el rostro impasible, fingiendo que lo ocurrido la noche anterior no había sido más que una comprobación rutinaria. Lo cierto era que no le importaba que Ford creyera que estaba perdiéndola razón. Pero tal vez sí le importara lo que pudiera pensar Nick. Esperó a que Ford continuara hablando.
– Anoche me dejaste intrigado, O'Dell.
«Oh, Dios», pensó ella, pero dijo:
– ¿Y eso por qué?
– Todo ese rollo sobre Albert Stucky me puso los pelos de punta.
Ella miró al detective Ford y a Nick, buscando alguna señal que le indicara si la tomaban en serio o no. Si aquélla era la forma de Ford de darle una palmadita en la cabeza y asegurarle lo equivocada que estaba, no quería perder el tiempo contestándole.
– ¿Crees que estoy paranoica? -sin que pudiera evitarlo, afloró la rabia que empezaba a sentir. Nick lo notó de inmediato y la miró, preocupado. Ford parecía sinceramente confundido.
– No, no quería decir eso… Bueno, en realidad, creo que anoche sí lo pensé.
– Albert Stucky dispone de medios económicos y de inteligencia suficiente para ir adonde le plazca y cuando quiera. No creas ni por un segundo que Kansas City está a salvo, sencillamente porque nunca antes había actuado en el Medio Oeste.
Allí estaba. No había pretendido dejar aflorar su rabia. Odiaba que Stucky tuviera tal poder sobre sus emociones que la mera mención de su nombre pudiera dispararlas. De nuevo evitó los ojos de Nick, y de nuevo los sintió clavados en ella.
Ford la miraba fijamente, pero no había reproche en su expresión. Parecía, por el contrario, como si sólo esperara que Maggie acabara su discurso.
– ¿Puedo hablar ya?
– Por favor -Maggie cruzó los brazos sobre el pecho, abrazándose, y, sin embargo, logró aparecer desafiante. Era un talento que había adquirido recientemente.
– Así pensaba anoche. Porque, ¿por qué demonios iba a elegir de pronto ese tal Stucky Kansas City, en vez de la Costa Este? Sé lo suficiente sobre asesinos en serie como para saber que suelen circunscribirse a un territorio que conocen bien. Pero, antes de encontrarme con Nick esta mañana, le estuve echando un vistazo al informe de la autopsia de vuestra amiga Rita.
El detective Ford miró a Nick, y Maggie comprendió que era de eso de lo que habían hablado. Ford volvió a mirarla, aguardó hasta que dispuso de toda su atención, y luego dijo:
– Parece que a la víctima le falta el riñon derecho.