Tully recogió el último fax que acababa de llegar del departamento de policía de Kansas City. Revisó su contenido mientras reunía las carpetas, las notas y las fotografías de la escena del crimen. Diez minutos después iba a entrevistarse con el director adjunto Cunningham, y sin embargo seguía pensando en la discusión que había tenido con su hija menos de una hora antes. Emma había esperado hasta que llegaron a la puerta del instituto para dejar caer la bomba. Maldición, qué bien se le daba aquello. Pero ¿qué esperaba? Emma había aprendido el arte del ataque por sorpresa de una consumada maestra: su propia madre.
– Ah, por cierto -anunció con naturalidad-, Josh Reynolds me ha pedido que vaya con él al baile de graduación. Es el viernes de la semana que viene. Así que tendré que comprarme un vestido nuevo. Y seguramente también unos zapatos.
Él se había enfadado de inmediato. Emma sólo tenía catorce años. ¿Cuándo había decidido que podía salir con chicos?
– ¿Me he perdido esa conversación? -le había preguntado él con tanto sarcasmo que, al recordarlo ahora, se avergonzó.
Ella le había lanzado su mejor mirada de indignación. ¿Cómo era posible que no confiara en ella? Tenía «casi quince años». Era prácticamente una solterona en comparación con sus amigas, que, según decía, llevaban dos o tres años saliendo con chicos. Él prescindió de esgrimir el viejo argumento de que sólo porque tus amigos salten por un puente… Además, el verdadero problema no era que no confiara en ella. Tully tenía cuarenta y tres años, pero aún recordaba lo salido que estaba un chico de quince o dieciséis. Deseaba poder discutir aquella cuestión con Caroline, pero sabía que se pondría de parte de Emma. ¿Se estaría comportando de veras como un padre excesivamente protector?
Metió las hojas del fax en una carpeta, la añadió a las que llevaba bajo el brazo y salió al pasillo. Tras hablar con el detective Ford de Kansas City la noche anterior, iba preparado para encontrarse a Cunningham de pésimo humor. El asesinato de la camarera parecía cada vez más obra de Albert Stucky. Ningún otro habría enviado el riñón de la víctima a la habitación de la agente O'Dell. Lo cierto era que Tully no entendía por qué no estaba en un avión de camino a Kansas City para unirse a O'Dell.
– Buenos días, Anita -le dijo a la secretaria de pelo gris que parecía alerta e impecable a cualquier hora del día.
– ¿Un café, agente Tully?
– Sí, gracias. Con leche pero…
– Sin azúcar. Lo recuerdo. Pase, ahora mismo se lo llevo -dijo ella, indicándole con la mano que entrara. Todo el mundo sabía que no debía poner el pie en el despacho del director adjunto Cunningham a menos que Anita le diera el visto bueno.
Cunningham estaba al teléfono, pero asintió al ver a Tully y le señaló una de las sillas que había frente a su mesa.
– Sí, comprendo -dijo Cunningham al teléfono-. Lo haré, por supuesto -colgó sin decir adiós, como era su costumbre. Se ajustó las gafas, bebió un sorbo de café y miró a Tully. A pesar de la camisa blanca y almidonada y de la corbata perfectamente anudada, sus ojos lo traicionaban. Hinchados por la falta de sueño, sus venillas rojas parecían magnificadas por los cristales bifocales de las gafas.
– Antes de que empecemos -dijo, mirando su reloj-, ¿tiene usted algún dato sobre Walker Harding?
– ¿Harding? -Tully intentó pensar, olvidándose de adolescentes calenturientos y vestidos rosas-. Lo siento, señor, no me suena ese nombre.
– Era el socio empresarial de Albert Stucky -dijo una voz femenina desde la puerta.
Tully se giró en la silla y miró a la joven de pelo oscuro. Era atractiva y llevaba una chaqueta de traje azul marino y unos pantalones a juego.
– Agente O'Dell, pase, por favor -Cunningham se levantó y señaló la silla junto a Tully.
Éste levantó la vista hacia ella y, recogiendo torpemente sus carpetas, las puso a un lado.
– Agente especial Margaret O'Dell, éste es el agente especial R. J. Tully.
La silla se tambaleó cuando Tully se levantó para estrechar la mano que le tendía la agente O'Dell. Al instante lo sorprendió la firmeza de su apretón y el modo en que lo miraba directamente a los ojos.
– Me alegro de conocerlo, agente Tully.
Parecía sincera. Y eficiente. En su actitud no había nada que delatara la experiencia que había sufrido la noche anterior. No parecía una agente al borde del colapso mental.
– El placer es mío, agente O'Dell. He oído hablar mucho de usted.
Tully notó que a Cunningham empezaban a impacientarle tantos cumplidos.
– ¿Por qué preguntaba usted por Walker Harding? -preguntó O'Dell al sentarse.
Tully recogió de nuevo sus archivos. Ella parecía acostumbrada al estilo franco del director adjunto. Tully deseó haber pasado más tiempo preparando aquella reunión, en vez de preocupándose por la virginidad de Emma. No se le había ocurrido que O'Dell pudiera presentarse.
– Para poner al corriente al agente Tully -comenzó a explicar Cunningham-, Walker Harding y Albert Stucky crearon un negocio de inversión en bolsa a través de Internet, uno de los primeros que aparecieron, a principios de los noventa. Acabaron haciendo millones.
– Lo siento, pero creo que no dispongo de información sobre él -dijo Tully mientras rebuscaba en sus archivos.
– Seguramente, no -dijo Cunningham en tono de disculpa-. Harding desapareció de escena mucho antes de que Stucky empezar a dedicarse a su nuevo hobby. Stucky y él vendieron la empresa, dividieron los millones y siguieron caminos distintos. No había razón alguna para que nos interesáramos por él.
– No sé si lo entiendo -dijo Tully, mirando a la agente O'Dell para ver si era él el único que se estaba perdiendo algo-. ¿Hay alguna razón por la que debamos preocuparnos por él ahora?
Anita entró sigilosamente en el despacho, interrumpiéndolos, y le dio a Tully una taza humeante.
– Gracias, Anita.
– ¿Usted quiere algo, agente O'Dell? ¿Un café? ¿O quizá su Pepsi light de por las mañanas?
Tully vio que la agente O'Dell sonreía y comprendió que había confianza entre las dos mujeres.
– Gracias, Anita, no quiero nada.
La secretaria le apretó el hombro en un gesto que parecía más maternal que profesional, y luego se fue, cerrando la puerta a su espalda.
Cunningham se recostó en la silla, juntó los dedos formando un triángulo y retomó la conversación exactamente donde la habían dejado, como si no los hubieran interrumpido.
– Walker Harding se convirtió en un ermitaño después de que Stucky y él vendieran su negocio. Prácticamente desapareció de la faz de la tierra. Parece no haber literalmente ningún registro, ningún dato bancario, ningún rastro de él.
– Entonces, ¿qué tiene esto que ver con Albert Stucky? -preguntó Tully, confundido.
– He comprobado las listas de pasajeros de la semana pasada de los vuelos entre los aeropuertos Dulles y Reagan National y el de Kansas City. No es que esperara encontrar el nombre de Albert Stucky, por supuesto -miró a Tully y luego a O'Dell-. Estaba buscando alguno de los diversos alias que Stucky ha utilizado en el pasado. Fue entonces cuando descubrí que había un billete vendido para un vuelo a Kansas City que salía de Dulles el domingo por la tarde, a nombre de Walker Harding.
Cunningham aguardó, esperando alguna reacción. Tully lo miraba, moviendo los pies nerviosamente, pero no parecía muy impresionado por aquella información.
– Disculpe, señor, que le diga esto, pero puede que eso no signifique gran cosa. Puede que ni siquiera sea el mismo hombre.
– Tal vez. Sin embargo, agente Tully, sugiero que averigüe usted todo lo que pueda sobre Walker Harding.
– Director adjunto Cunningham, ¿para qué me ha hecho llamar? -preguntó la agente O'Dell educadamente, pero con suficiente firmeza como para dejar claro que no estaba dispuesta a continuar sin una respuesta.
Tully sintió ganas de sonreír, pero mantuvo los ojos fijos en Cunningham. Era difícil no mirar a O'Dell. Por el rabillo del ojo, la veía removerse en la silla, incómoda e impaciente, pero refrenando la lengua. La habían mantenido fuera de la investigación desde el principio. Tully se preguntaba si estaba enfadada por tener que sentarse y escuchar todos aquellos detalles sin poder tomar parte en los acontecimientos. ¿O habría cambiado Cunningham de idea? Tully observó el rostro de su jefe, pero no vio ningún indicio de lo que estaba pensando.
Al ver que no respondía inmediatamente, O'Dell pareció interpretar que la animaba a continuar.
– Con el debido respeto, estamos aquí los tres sentados hablando de un billete que pudo ser expedido o no a nombre de un individuo con el que Albert Stucky tal vez no hable desde hace años. Sin embargo, hay una cosa de la que podemos estar seguros, y es de que Albert Stucky mató a una mujer en Kansas City, y probablemente sigue allí.
Tully cruzó los brazos y esperó. Le daban ganas de aplaudir a aquella mujer de la que se decía que se había quemado y perdido su talento. Ciertamente, esa mañana parecía estar en pleno uso de sus facultades.
Cunningham deshizo el triángulo de sus dedos y se echó hacia delante, apoyando los codos en la mesa. Por su expresión, parecía como si le hubieran tendido una emboscada en una partida de ajedrez. Pero estaba listo para hacer su siguiente movimiento.
– El sábado por la noche, a cuarenta kilómetros de aquí, una joven fue asesinada y su cuerpo abandonado en un contenedor. Le habían extirpado quirúrgicamente el bazo y lo habían dejado en una caja de pizza.
– ¿El sábado? -la agente O'Dell se removió, inquieta, mientras calculaba aquel intervalo de tiempo extrañamente corto-. El de Kansas City no es un imitador. Dejó el puto riñon en mi puerta.
Tully hizo una mueca. Nada de ajedrez. Aquello parecía más bien un tiroteo en el OK Corral. Cunningham, sin embargo, no se inmutó.
– La joven era una repartidora de pizzas. La secuestraron mientras hacía su ruta de reparto.
La agente O'Dell empezó a agitarse, cruzó las piernas y luego volvió a descruzarlas, como si intentara controlarse. Tully sabía que debía de estar agotada.
Cunningham continuó.
– El asesino tuvo que llevársela a algún lugar cercano. Tal vez en el mismo barrio. La violó, sodomizándola, le rajó la garganta y le extrajo el bazo.
– ¿Se refiere usted a que la sodomizó él mismo, o a que utilizó algún otro objeto?
Tully no entendía la diferencia. ¿Acaso no era igual de espantoso? Cunningham lo miró como esperando una respuesta. A aquella pregunta, por desgracia, podía responder sin rebuscar en sus archivos. La joven se parecía demasiado a Emma como para no recordar todos los detalles. Quisiera o no, habían quedado grabados a fuego en su memoria.
– No había restos de semen, pero el forense parece convencido de que hubo penetración. No había ningún rastro que pudiera pertenecer a otro objeto.
– Stucky nunca había hecho eso antes -O'Dell se sentó al borde de la silla, animada de pronto-. No es propio de él. No tendría sentido. A él le gusta mirar sus caras. Disfruta observando su miedo. No podría verlo desde atrás.
Cunningham tamborileó con los dedos sobre la mesa como si esperara a que O'Dell acabara.
– La joven le llevó una pizza a su nueva dirección la noche que fue asesinada.
El silencio pareció amplificarse cuando el tamborileo de los dedos de Cunningham cesó. Cunningham y Tully observaron a O'Dell. Ella se echó hacia atrás y los miró a ambos. Tully percibió su mirada de asombro. Esperaba ver miedo, o tal vez rabia. Pero lo sorprendió encontrar en la mirada de la agente O'Dell una expresión semejante a la resignación. Ella se pasó una mano por la cara y se sujetó los mechones de pelo tras las orejas. Pero permaneció en silencio.
– Por eso, agente O'Dell, supuse que daría lo mismo que no se quedara en Kansas City. Él la habrá seguido hasta aquí -Cunningham se aflojó la corbata y se arremangó como si de pronto tuviera calor. Ambos gestos parecían extraños en él-. Albert Stucky va a meterla de nuevo en esto, haga lo que haga yo para mantenerla al margen.
– Y, manteniéndome al margen, señor, me está quitando mi única posibilidad de defensa -dijo la agente O'Dell con un leve temblor en la voz. Tully vio que se mordía el labio inferior. ¿Era para refrenar sus palabras, o para detener su temblor?
Cunningham miró a Tully, se recostó en la silla y dejó escapar un suspiro resignado.
– El agente Tully ha solicitado su ayuda en el caso.
O'Dell miró a Tully con sorpresa. Él se azoró sin saber por qué. No había hecho aquella petición por hacerle un favor. Posiblemente, aquello la pondría en mayor peligro. Pero el hecho era que la necesitaba.
– He decidido admitir la petición del agente Tully bajo ciertas condiciones, ninguna de las cuales está sujeta a negociación -Cunningham se inclinó de nuevo hacia delante, con los codos en la mesa, y juntó las manos-. La primera es que el agente Tully seguirá al mando de la investigación. Espero que compartan toda la información y los conocimientos de que dispongan. Agente O'Dell, no seguirá usted ninguna pista, ni comprobará ninguna corazonada sin que el agente Tully la acompañe. ¿Entendido?
– Por supuesto -respondió ella, con voz firme y segura de nuevo.
– Y, en segundo lugar, quiero que vaya a ver al psicólogo del departamento.
– Señor, no creo que…
– Agente O'Dell, he dicho que mis condiciones son innegociables. Dejaré a discreción del doctor Kernan cuántas veces habrá usted de visitarlo cada semana.
– ¿El doctor James Kernan? -O'Dell parecía desconcertada.
– Sí. Ya me he encargado de que Anita le fije la primera cita. Hable con ella cuando salga. También se ocupará de asignarle un despacho. El antiguo lo ocupa ahora el agente Tully. No veo razón para que lo compartan. Ahora, si me disculpan -se echó hacia atrás, despachándolos-. Tengo otra cita.
Tully recogió sus papeles y esperó a O'Dell en la puerta. A pesar de que acababan de concederle lo que llevaba cinco meses pidiendo, no parecía contenta, sino más bien alterada.