Maggie retrocedió, dejándole sitio a Keith. Aquello era peor de lo que esperaba. Las marcas se extendían a lo ancho y a lo largo, formando jirones y golpes, como la estela luminosa dejada por el movimiento enloquecido de una criatura aterrorizada. Las huellas de manos eran pequeñas, casi infantiles. Tess recordó las delicadas manos de Jessica Beckwith sosteniendo la caja de pizza ante su puerta.
– Dios, no puedo creerlo.
Oyó de nuevo la voz de Tully emergiendo de la oscuridad. Sabía que su compañero estaba convencido de que no encontrarían nada, de que allí no había sucedido nada fuera de lo normal. Pero demostrarle lo contrario no le produjo ninguna satisfacción. Por el contrario, se sentía aturdida y asqueada. De pronto le parecía que hacía demasiado calor en la habitación. ¿Qué demonios le pasaba? No se mareaba en la escena de un crimen desde sus tiempos de novata, desde aquellos primeros años de aprendizaje. Ahora, por segunda vez en menos de una semana, su estómago amenazaba con revelarse contra ella.
– Keith, ¿qué posibilidades hay de que esto sea un producto de limpieza? La casa está en venta. Todavía huele como si acabaran de limpiar.
– Sí, han limpiado, ya lo creo que han limpiado. Alguien intentaba librarse de esto.
– Pero el luminol puede ser sensible a la lejía -continuó ella-. Tal vez alguna empresa de limpieza haya limpiado la casa de arriba abajo, incluidas las paredes.
Tras una agitada noche de insomnio y ansiedad, presintiendo lo que iban a descubrir, ¿por qué se resistía a creerlo ahora? ¿Por qué de pronto deseaba creer que las marcas y arañazos que tenía ante sus ojos eran las huellas dejadas por una limpiadora sumamente meticulosa?
– En el armario de las toallas hay un montón de productos de limpieza. Una fregona, un cubo, esponjas y limpiadores líquidos. Huelen igual que lo que usaron aquí. Ninguno de ellos contiene lejía -repuso Ganza-. Lo he comprobado. Además, nadie deja huellas así cuando limpia.
Ella se obligó a mirar las huellas antes de que su resplandor se disipara. Las marcas se alargaban como si los pequeños dedos se hubieran aferrado, clavado y deslizado por la pared. Maggie cerró los ojos, intentando ahuyentar las imágenes que afluían a su cabeza. Sabía que, a poco que se esforzara, podría verlo todo a cámara lenta, como si visualizara la secuencia de una película. De una película de terror.
– ¿Lista, Maggie? -la voz de Keith la sobresaltó. Ganza se había colocado de nuevo a su lado mientras la habitación volvía a sumirse en la oscuridad-. Vamos con el suelo, desde aquí al cuarto de baño.
Maggie sintió que los dedos le temblaban al asir de nuevo los botes de spray. Por suerte, ni Keith ni Tully podían verla. Procuró calmarse e intentó recordar exactamente qué dirección debía seguir y a qué distancia estaba el cuarto de baño. Cuando volvió a sentirse dueña de sí misma, empezó a rociar el líquido procurando que no le cayera en los pies mientras caminaba lentamente de lado. No había alcanzado aún la puerta del cuarto de baño cuando el suelo comenzó a iluminarse como una senda. Largas marcas deslizantes seguían sus pasos.
– Oh, Dios mío -oyó mascullar a Tully desde su negro rincón, y de pronto le dieron ganas de decirle que se callara. Su espanto la ponía nerviosa y, lo que era peor, le recordaba su propio miedo.
Ganza apuntó la luz roja hacia el suelo, siguiendo el rastro de lo que alguna vez habían sido unos pies ensangrentados arrastrándose por el parqué. Maggie se apartó el pelo de la cara y se limpió el sudor de la frente. ¿Estaba Jessica inconsciente cuando la llevó al cuarto de baño? Sin duda la chica había perdido mucha sangre durante la pelea cuyo rastro había quedado impreso en la pared. Maggie se preguntaba si estaba consciente cuando Stucky la metió en el jacuzzi; cuando le dijo las cosas horribles que iba a hacerle. ¿Estaba viva o muerta cuando empezó a rajarla?
– Vamos a descansar un rato -dijo Keith-. Agente Tully, encienda la luz.
Maggie parpadeó, deslumbrada por el repentino fulgor de la bombilla, y se alegró de ver interrumpido su descenso mental a las profundidades del infierno. Si lo intentaba, podría oír los gritos y las súplicas de Jessica. Su memoria parecía llena de grabaciones sonoras de lo que para ella era el terror en su estado puro. Nunca, por más años que pasaran, olvidaría aquellos gritos.
– ¿Agente O'Dell?
Tully la asustó apareciendo de pronto a su lado. Maggie miró a su alrededor y vio que Keith estaba atareado en el rincón. Entonces se dio cuenta de que le había quitado de las manos los botes de spray y los estaba rellenando.
– Agente O'Dell, le debo una disculpa -estaba diciendo el agente Tully. En algún momento se había quitado la chaqueta y se había enrollado las mangas de la camisa en pliegues desiguales y azarosos. Se desabrochó el cuello y se aflojó el nudo de la corbata-. Estaba convencido de que aquí no había nada. Me siento como un imbécil.
Maggie lo miró fijamente e intentó recordar la última vez que alguien, y especialmente un agente de la ley, le había pedido disculpas y había reconocido ante ella que había cometido un error. ¿Hablaba en serio aquel tipo? No parecía avergonzado, sino sinceramente arrepentido.
– Debo admitir, agente Tully, que he actuado por simple instinto.
– Maggie, tenemos que acordarnos de sacar el sumidero del jacuzzi -dijo Ganza sin levantar la vista-. Apuesto a que fue ahí donde la rajó. Puede que encontremos algún resto.
El agente Tully palideció, y Maggie advirtió su mueca de repulsión.
– Anoche no revisamos el cubo de la basura de fuera, agente Tully -le dijo, ofreciéndole una escapatoria-. Como la casa está en venta y vacía, puede que los basureros se lo hayan saltado.
Él pareció agradecer aquella oportunidad de escapar.
– Iré a echarle un vistazo.
Cuando se marchaba, Maggie se dio cuenta de que tal vez encontrara algo igualmente perturbador en la basura. Tal vez, a fin de cuentas, no le estuviera haciendo ningún favor. Sacó un par de guantes de látex nuevos de su maletín y tiró los que había manchado de luminol. Keith extrajo una llave inglesa, un destornillador y varias bolsas de pruebas.
– Estás siendo muy amable con el nuevo -le dijo.
Ella lo miró, sorprendida. Aunque él seguía con los ojos fijos en las herramientas que iba sacando de su bolsa, Maggie advirtió una sonrisa en la comisura de sus labios.
– Yo puedo ser amable. No me es del todo imposible.
– Yo no he dicho eso -él extrajo unas pinzas, varios cepillos, unos fórceps y unos pequeños frascos marrones y lo alineó todo cuidadosamente, como si estuviera haciendo inventario-. No te preocupes, Maggie, no se lo diré a nadie. No quiero arruinar tu reputación -esta vez, alzó sus ojos hacia ella. Maggie sabía que aquellos ojos de un azul claro, semiocultos entre las densas pestañas, habían visto más atrocidades en los treinta años anteriores de los que a cualquier persona corriente jamás le sería dado ver. Sin embargo, aquellos ojos le sonreían.
– Keith, ¿qué sabes del agente Tully?
– Sólo he oído cosas buenas.
– Ya me lo imagino. Me recuerda a Fox Mulder.
– ¿Fox Mulder? -él arqueó las cejas.
– Ya sabes, el de Expediente X.
– Sí, sé quién es. Lo que me extraña es que lo sepas tú.
Ella se sonrojó como si Keith acabara de desvelar uno de sus secretos.
– He visto un par de episodios. ¿Qué has oído? De Tully, quiero decir -dijo, volviendo apresuradamente al tema de su conversación.
– Cunningham solicitó su traslado desde Cleveland, así que tiene que ser bueno, ¿no? Alguien me dijo que es capaz de hacer un perfil examinando las fotos de la escena de un crimen y que acierta nueve de cada diez veces.
– ¿Fotos? Eso explica por qué es tan escrupuloso cuando la cosa es de verdad.
– No creo que lleve mucho tiempo en el cuerpo. Cinco o seis años, como mucho. Seguramente ingresó a la edad límite.
– ¿A qué se dedicaba antes? Y, por favor, no me digas que era abogado.
– ¿Tiene algo contra los abogados? -dijo el agente Tully desde la puerta.
Maggie observó sus ojos para ver si estaba enfadado. Keith retornó a su tarea, dejando que Maggie se explicara sin su ayuda.
– Sólo sentía curiosidad -dijo sin disculparse.
– Podía habérmelo preguntado a mí.
Sí, estaba enfadado, pero Maggie notó que fingía no estarlo. ¿Procuraba controlar sus emociones en todo momento?
– Está bien. ¿A qué se dedicaba antes ingresar en el FBI?
Él levantó en una mano una bolsa de basura negra.
– Trabajaba en seguros. Me dedicaba a investigar fraudes -en la otra mano, cubierta con un guante de látex, sostenía lo que parecían envoltorios de caramelo arrugados-. Y yo diría que nuestro hombre tiene un serio problema con los dulces.