El director adjunto Cunningham había reservado una pequeña sala de reuniones en el primer nivel. Tully estaba tan emocionado porque hubiera ventanas (dos, que miraban a los bosques que marcaban la linde del campo de entrenamiento), que no le importó tener que subir y bajar escaleras para llevar sus cosas desde su destartalado despacho al otro extremo del edificio.
Esparció sobre la mesa la información que habían reunido en los cinco meses anteriores, mientras O'Dell iba tras él, empeñada en colocarlo todo en pulcros montoncitos alineados sobre la larga mesa de reuniones, disponiéndolos de izquierda a derecha en orden cronológico. La pulcritud de O'Dell, en vez de irritarlo, le hizo gracia. Era evidente que ellos dos abordaban los rompecabezas de modo distinto. A ella le gustaba empezar buscando todas las piezas de las esquinas y alineándolas, mientras que él prefería juntas las piezas en el centro y escoger al azar distintas secciones para ensamblarlas por separado. Ninguno de los dos métodos era mejor, ni peor. Era, sencillamente, una cuestión de preferencias, aunque dudaba de que O'Dell opinara lo mismo.
Habían desplegado un mapa de Estados Unidos, marcando los asesinatos de Newburgh Heights y Kansas City con chinchetas rojas. Otras de color azul indicaban cada una de las diecisiete zonas donde Stucky había dejado a sus víctimas antes de su captura en agosto anterior. Eran, al menos, las que conocían. Las mujeres a las que Stucky reservaba para su colección eran a menudo enterradas en remotas zonas boscosas. Se creía que podía haber al menos una docena más enterradas en lugares ocultos, aguardando a que un excursionista, un cazador o un pescador descubriera sus cuerpos. Stucky había logrado cometer todos aquellos crímenes en menos de tres años. A Tully le repugnaba pensar lo que podía haber hecho en los cinco meses anteriores.
Tully se puso a examinar el mapa y dejó que O'Dell siguiera ordenando y colocando los papeles. Stucky se había circunscrito siempre al límite oriental del país, desde Boston por el norte hasta Miami por el sur. La costa de Virginia parecía ser terreno fértil para sus tropelías. Kansas City era la única anomalía. Si Tess McGowan había, en efecto, desaparecido, ello significaba que Stucky estaba jugando de nuevo con O'Dell, atrayéndola hacia él, obligándola a tomar parte en sus crímenes. Y al elegir únicamente a mujeres que entraban en contacto con ella, en lugar de a amigas o a miembros de su familia, hacía casi imposible que supieran cuál iba a ser su siguiente movimiento. A fin de cuentas, ¿qué podían hacer? ¿Encerrar a O'Dell hasta que atraparan a Stucky? Cunningham ya tenía a varios agentes vigilando su casa y siguiéndola a todas partes. A Tully le extrañaba que O'Dell no se hubiera quejado.
Era sábado por la mañana, pero ella ya estaba al pie del cañón, como si fuera un día normal de trabajo. Después de la semana que había pasado, cualquiera se habría quedado en la cama. Sin embargo, Tully notó que esa mañana no se había molestado en cubrir con maquillaje los pliegues oscuros e hinchados que tenía bajo los ojos. Llevaba unas zapatillas de correr Nike, muy viejas, y una camisa de algodón arremangada hasta los codos y con los faldones pulcramente metidos en la cinturilla de los vaqueros descoloridos. Aunque estaban en un edificio de alta seguridad, llevaba puesta la sobaquera con la Smith amp; Wesson del calibre 38. Comparado con ella, Tully se sentía excesivamente elegante hasta que el director adjunto Cunningham entró en la sala, tan pulcro e impecable como siempre. Entonces Tully advirtió que tenía unas manchas de café en la camisa y que llevaba la corbata floja y ladeada.
Tully miró su reloj. Le había prometido a Emma que comerían juntos para hablar del baile de graduación. Ya había decidido mantenerse en sus trece. Emma podía decir que se cerraba en banda, si quería, pero no iba a permitirle que pensara que era lo bastante mayor como para salir con chicos. Por lo menos, todavía. Tal vez el año siguiente.
Miró a O'Dell, que estaba de pie, inclinada sobre los informes que acababan de recibir de Keith Ganza. Sin alzar la mirada hacia él, preguntó:
– ¿Ha habido suerte en el aeropuerto?
– No, pero ahora que Delores Heston ha presentado una denuncia de desaparición, podemos pasar el aviso a la policía para que busque el coche de Tess. Un Miata negro no pasa desapercibido fácilmente. Pero no sé. ¿Y si McGowan decidió tomarse unos días libres?
– Pues le echaremos a perder las vacaciones. ¿Qué hay de su novio?
– Ese tipo, Daniel Kassenbaum, tiene una casa y un negocio en Washington D. C., y otra casa y otro despacho en Newburgh Heights. Ayer conseguí al fin dar con él en su club de campo. No parecía muy preocupado. En realidad, me dijo que sospechaba que McGowan lo estaba engañando. Luego se apresuró a añadir que en su relación no había ataduras de ningún tipo. Eso dijo. Así que supongo que si sus sospechas son ciertas, tal vez ella se haya ido con algún amante secreto.
O'Dell alzó la mirada hacia él.
– Si el novio cree que lo estaba engañando, ¿podemos estar seguros de que no tiene nada que ver con su desaparición?
– La verdad, no creo que a ese tipo le importe mucho que lo esté engañando, siempre y cuando le dé lo que quiere -O'Dell parecía sorprendida. Tully sintió una súbita ofuscación y comprendió que para él aquél era asunto delicado. Kassenbaum le recordaba demasiado a ese gilipollas por el que lo había dejado Caroline. Aun así, continuó-. Me dijo que la última vez que la vio fue cuando se quedó a dormir en su casa de Newburgh Heights, el martes por la noche. Pero, si creía que le estaba poniendo los cuernos, ¿por qué consentía que se quedara a pasar la noche en su casa?
O'Dell se encogió de hombros.
– Me rindo. ¿Por qué?
Tully no sabía si hablaba en serio o si se estaba burlando de él.
– ¿Por qué? Pues porque es un capullo arrogante que no se preocupa más que de sí mismo. De modo que, mientras pueda pasárselo pipa, ¿qué le importa a él? -ella lo miró fijamente. Tully comprendió que debería haberse mordido la lengua-. ¿Qué ven las mujeres en tipos como ése?
– ¿Pasárselo pipa? ¿Así es como lo llaman en Ohio?
Tully sintió que se ponía colorado, y O'Dell sonrió. Volvió a concentrarse en los informes, dejando libre a Tully sin percatarse de cuánto lo ofuscaba aquel tema. La noche anterior, Daniel Kassenbaum lo había tratado como si fuera un criado con el que no podía perder su precioso tiempo y lo había reprendido por haber interrumpido su cena. Ni siquiera se le había ocurrido pensar que él había prescindido de la cena para buscar a su novia. Tal vez Tess McGowan se hubiera ido realmente con un amante secreto. Si así era, el tal Kassenbaum se lo tenía bien merecido.
Tully se quedó mirando el mapa otra vez. Habían rodeado con círculos las posibles localizaciones, en su mayor parte en remotas zonas boscosas. Había demasiadas que comprobar. El único indicio que tenían era el barro con partículas brillantes encontrado en el coche de Jessica Beckwith y en la casa de Rachel Endicott. Keith Ganza había reducido el número de posibles mezclas químicas que formaban aquella sustancia metálica, pero ni siquiera así habían logrado disminuir el número de posibles localizaciones. En realidad, Tully se preguntaba si no estarían buscando en sitios equivocados. Tal vez debieran buscar en zonas industriales abandonadas, en vez de en áreas de monte. A fin de cuentas, Stucky había utilizado una fábrica abandonada de Miami para ocultar su colección hasta que O'Dell lo descubrió.
Decidió probar su teoría con O'Dell.
– ¿Y si fuera una zona industrial?
Ella interrumpió lo que estaba haciendo y se acercó a él para estudiar el mapa.
– ¿Está pensando en los productos químicos que Keith encontró en el barro?
– Sé que no encaja con la pauta de comportamiento habitual de Stucky, pero lo mismo ocurrió con la fábrica de Miami -nada más decirlo, miró a O'Dell, pensando que tal vez aquél siguiera siendo un tema espinoso. Pero ella no pareció inmutarse.
– Sea donde sea donde se esconde, no puede estar muy lejos. Imagino que estará a una hora, o como mucho a una hora y media de aquí -trazó con el dedo índice un círculo de un radio de ochenta a ciento veinte kilómetros, tomando como centro su casa de Newburgh Heights-. No puede llevárselas muy lejos y seguir vigilandome.
Tully la miró de reojo, buscando de nuevo algún signo de la angustia, del terror que había presenciado la otra noche. No lo sorprendió que ella enmascarara aquellas emociones. O'Dell no sería la primera agente del FBI que procuraba compartimentar sus emociones. Sin embargo, Tully notaba que le costaba gran trabajo. Se preguntaba cuánto tiempo podría contenerlas sin resquebrajarse otra vez.
– Puede que el mapa no muestre antiguas zonas industriales abandonadas. Comprobaré si el Departamento de Estado tiene algo que pueda servirnos.
– No se olvide de Maryland y del Distrito Federal.
Tully hizo unas anotaciones en la bolsa marrón de McDonald's en la que había llevado su almuerzo: un hojaldre relleno de salchicha y unas patatas fritas. Durante un instante, intentó recordar cuándo había comido por última vez algo que no procediera de una bolsa. Tal vez se llevara a Emma a comer a algún sitio bonito. Nada de comida rápida. A algún sitio con manteles.
Cuando se dio la vuelta, O'Dell había vuelto junto a la mesa. Miró por encima de su hombro las fotos que ella había clasificado. Sin levantar la mirada hacia él, O'Dell dijo casi en un susurro:
– Tenemos que encontrarlas, agente Tully. Tenemos que encontrarlas muy pronto, o será demasiado tarde.
No hacía falta que Tully preguntara a quién se refería. Estaba hablando de McGowan y también de su vecina, Rachel Endicott. Tully seguía dudando de que aquellas dos mujeres hubieran desaparecido, y más aún de que estuvieran en poder de Stucky. Pero no se lo dijo a O'Dell, como tampoco le dijo que había hablado con el detective Manx de Newburgh Heights. Con un poco de suerte, aquel testarudo imbécil se avendría a enseñarle las pruebas que había recogido en casa de los Endicott. Aunque Tully no tenía muchas esperanzas. El detective Manx le había dicho que el caso se reducía a una aburrida ama de casa que se había escapado con un empleado de la telefónica. Le repugnaba pensar que Manx pudiera tener razón. Tully sacudió la cabeza. ¿Qué les pasaba a las mujeres casadas? No le apetecía tener que acordarse de Caroline por segunda vez esa mañana.
– Si tiene razón respecto a Tess McGowan y la señora Endicott -dijo, evitando cuidadosamente que sus dudas afloraran a su voz-, eso significa que Stucky ha matado a dos mujeres y secuestrado a otras dos en tan sólo una semana. ¿Está segura de que ha podido darse tanta prisa?
– Es difícil, pero no imposible. Tuvo que llevarse a Rachel Endicott el viernes pasado por la mañana. Luego volvió a Newburgh Heights, vio a Jessica entregar la pizza, la atrajo a la casa de Archer Drive y la mató el viernes por la noche, o el sábado de madrugada a más tardar.
– ¿No le parece demasiado?
– Sí -admitió ella-, pero no para Stucky.
– Después averiguó de algún modo que estaba usted en Kansas City. Incluso se enteró de dónde se alojaba. Los vio a usted, a Delaney y a Turner hablando con la camarera…
– Con Rita.
– Sí, con Rita. Eso, ¿cuándo fue? ¿El domingo por la noche?
– Sí, más o menos a medianoche… O, mejor dicho, el lunes de madrugada. Si Delores Heston no se equivoca, Tess enseñó la casa de Archer Drive el miércoles -evitó los ojos de Tully-. Sé que parece demasiado, pero recuerde que ya lo ha hecho otras veces -empezó a rebuscar de nuevo entre las fotos-. Nunca resulta fácil seguir la pista de Stucky. Algunos de los cuerpos fueron hallados mucho después de su desaparición. Algunos estaban en tan avanzado estado de descomposición que sólo pudimos aventurar el momento de la muerte. Pero creemos que la primavera anterior a su captura mató a dos mujeres cuyos cuerpos abandonó en contenedores y secuestró a otras cinco para su colección. Y todo ello en el espacio de dos o tres semanas. Por lo menos, ése es el intervalo en el que se denunció la desaparición de las mujeres. No encontramos esos cincos cuerpos hasta meses después. Estaban todos ellos en una fosa común. Las mujeres habían sido torturadas y asesinadas en intervalos distintos. Había indicios de que a algunas de ellas las mató dándoles caza por el bosque. Parece que pudo usar una ballesta.
Tully reconoció las fotos. O'Dell había sacado una serie de fotografías de Polaroid que mostraban las heridas de una de las víctimas. De no haber estado marcadas, habría sido difícil adivinar que pertenecían a la misma mujer. Era uno de los cinco cuerpos hallados en la fosa común. Uno de los pocos descubiertos antes de su descomposición o de que los animales lo devoraran. Uno de los pocos que estaba entero e intacto.
– Ésta era Helen Kreski -dijo O'Dell sin mirar el nombre-. Era una de las cinco a las que me refería. Stucky la asfixió y la acuchilló repetidamente. El pezón izquierdo le fue arrancado de un mordisco. Tenía la muñeca y el brazo derecho rotos. En la pierna izquierda tenía clavada una flecha rota, con la punta todavía intacta -la voz de O'Dell era pausada, demasiado quizá, como si se hubiera enajenado completamente-. Encontramos tierra en sus pulmones. Estaba todavía viva cuando la enterró.
– Cielo santo, qué loco hijo de puta.
– Tenemos que pararlo, agente Tully. Tenemos que hacerlo antes de que vuelva a retirarse a su madriguera. Antes de que huya y se esconda y empiece a jugar con su nueva colección.
– Lo haremos. Sólo tenemos que averiguar dónde demonios se esconde -Tully prefirió no detenerse a pensar que O'Dell había utilizado la expresión «pararlo», no «atraparlo». Se apartó de ella y volvió a mirar su reloj-. Tengo que irme sobre las once. Le prometí a mi hija que comería con ella -O'Dell había vuelto a enfrascarse en los informes de Ganza. Estaba leyendo por tercera vez el análisis de las huellas dactilares. Tully se preguntaba si lo había oído siquiera-. Eh, ¿por qué no nos acompaña? -ella alzó la mirada, sorprendida por su invitación-. Sigo pensando que las huellas pertenecen a alguien que fue a ver la casa -dijo él, refiriéndose al informe de las huellas dactilares encontradas en Archer Drive y desviando la cuestión por si ella no quería aceptar su invitación.
– Limpió el baño de arriba abajo -dijo ella-, pero se dejó dos huellas. No, quería que las encontráramos. Ya lo ha hecho antes. Así fue como logramos identificarlo al fin -Tully vio que se frotaba los ojos como si el recuerdo avivara su cansancio-. En aquel momento, desconocíamos su nombre. No teníamos ni idea de quién era El Coleccionista -continuó ella-. Al parecer, Stucky pensó que estábamos tardando demasiado en identificarlo. Creo que nos dejó una huella a propósito. Era tan evidente, tan descarado, que tuvo que ser adrede.
– Pero, si éstas las dejó adrede, ¿por qué se molestó en limpiarlo todo? Antes nunca se había preocupado por eso.
– Tal vez limpió porque quería usar la casa otra vez.
– ¿Para McGowan?
– Sí.
– Está bien. Pero ¿para qué iba a molestarse en dejarnos una huella que ni siquiera le pertenece a él, igual que en el contenedor de detrás de la pizzería y en el paraguas de Kansas City?
O'Dell vaciló, dejó de revolver entre los papeles y lo miró como si dudara si decirle algo o no.
– Keith no ha podido identificar esas huellas con las que existen en el registro del FBI. Pero dice que está casi seguro de que los tres pares de huellas pertenecen a la misma persona.
– ¿En serio? ¿Está seguro? Si fuera así, puede que no se trate de Stucky, después de todo.
Tully la miró fijamente, esperando su reacción. El rostro de O'Dell permaneció impasible, al igual que su voz cuando dijo:
– Las muertes de Jessica y de Rita en Kansas City se produjeron en un espacio de tiempo muy corto. Sé que acabo de decir que pudo hacerlo Stucky, pero la penetración anal que sufrió Jessica no es propia de su modus operandi. Además, Jessica era mucho más joven que sus otras víctimas.
– Entonces, ¿qué está sugiriendo, O'Dell? ¿Piensa que el asesino de Jessica es un imitador?
– O un cómplice.
– ¿Qué? ¡Eso es absurdo!
Ella volvió a enfrascarse en los archivos. Tully advirtió que incluso a ella le costaba digerir aquella hipótesis. O'Dell estaba acostumbrada a trabajar sola y a plantear teorías sin compartirlas con nadie. De pronto, Tully comprendió que, si le había hablado de aquella sospecha, era porque confiaba en él.
– Mire, sé que habla en serio, pero ¿para qué iba Stucky a buscarse un cómplice? Reconocerá que eso es muy atípico, tratándose de un asesino en serie.
A modo de respuesta, O'Dell sacó algunas hojas fotocopiadas que parecían artículos de revistas y periódicos y se los alargó a Tully.
– ¿Recuerda que Cunningham dijo que había encontrado el nombre de Walker Harding, el antiguo socio de Stucky, en la lista de pasajeros del avión? -Tully asintió y empezó a hojear los artículos-. Algunos de esos recortes se remontan a varios años atrás -le dijo ella.
Eran artículos de Forbes, el Wall Street Journal, PC World y otras publicaciones económicas. El artículo de Forbes incluía una fotografía. Aunque la granulosa copia en blanco y negro había difumado muchos de sus rasgos, los dos hombres fotografiados podían haber pasado por hermanos. Ambos tenían el pelo negro, la cara fina y los rasgos afilados. Tully reconoció los ojos oscuros y penetrantes de Albert Stucky, cuya ausencia de color saltaba a la vista pese a que la copia era mala. El más joven sonreía, mientras que Stucky permanecía serio e impasible.
– Supongo que éste será su socio.
– Sí. Un par de artículos mencionan que los dos tenían mucho en común y que eran extremadamente competitivos. Sin embargo, parece que su asociación concluyó de forma amistosa. Me pregunto si todavía estarán en contacto. Y si todavía seguirán compitiendo, sólo que en un nuevo juego.
– Pero ¿a santo de qué, después de tantos años? Si iban a hacer algo así, ¿por qué no se asociaron cuando Stucky empezó a matar?
O'Dell se sentó y se sujetó algunos mechones sueltos tras las orejas. Parecía agotada. Como si le leyera el pensamiento a Tully, dio un sorbo a su Pepsi sin azúcar, que parecía ser su sustituto del café. Aquélla era la tercera que se tomaba esa mañana.
– Stucky siempre ha sido un solitario -explicó ella-. No he investigado a Harding, aparte de esos artículos, pero resulta extraño que Stucky se asociara con él. No lo había pensado nunca, pero puede que entre ellos hubiera, o haya todavía, una fuerte conexión, un vínculo que tal vez Stucky no haya descubierto hasta hace poco. O quizá haya otra razón que explique que haya recurrido a su viejo amigo.
Tully sacudió la cabeza.
– Eso me parece muy aventurado, O'Dell. Usted sabe tan bien como yo que, estadísticamente, los asesinos en serie no actúan con socios, ni cómplices.
– Pero Stucky no se ajusta a las estadísticas. Le he dicho a Keith que compruebe si disponemos de alguna huella de Harding. Así veremos si se corresponden con las huellas halladas en la escena del crimen.
Tully revisó los artículos, mirando por encima el texto hasta que algo llamó su atención.
– Parece que su teoría tiene una pequeña pega, O'Dell.
– ¿Cuál?
– En este artículo del Wall Street Journal hay una nota a pie de página. Stucky y Harding liquidaron su sociedad después de que a Harding le fuera diagnosticada una enfermedad.
– Sí, ya lo he visto.
– Pero ¿ha acabado de leerlo? La parte de debajo de la fotocopia está borrosa. A menos que Walker Harding encontrara una cura milagrosa, no puede ser el socio de Stucky. Aquí dice que se estaba quedando ciego.