Maggie dejó atrás a los pocos vecinos que esperaban respetuosamente en la calle, a distancia prudencial de la casa rodeada de coches patrulla. La furgoneta del forense, ya vacía, aguardaba en el camino de entrada. Maggie ignoró a un agente puesto de rodillas al que al parecer se le había enredado la cinta policial en un rosal. En lugar de romper la cinta y empezar de nuevo, parecía empeñado en engancharse en las espinas, retirando la mano cada vez que se pinchaba.
– Eh -gritó al fin al darse cuenta de que Maggie se dirigía hacia la puerta-. No puede entrar ahí.
Al ver que no se detenía, se levantó a trompicones y dejó caer el rollo de cinta, que rodó desovillándose por la ladera de césped. Por un instante pareció dudar si ir tras la cinta o tras Maggie. Esta estuvo a punto de echarse a reír, pero mantuvo la cara seria y le mostró su placa.
– Soy del FBI.
– Sí, ya. Y supongo que ése es el uniforme que llevan ahora -le quitó la funda de cuero, pero, antes de mirar la placa, sus ojos recorrieron despacio el cuerpo de Maggie.
Ella se mantuvo instintivamente erguida, con los brazos cruzados sobre el pecho manchado de sudor. De ordinario prestaba suma atención a su atuendo. Sabía desde siempre que sus cincuenta y dos kilos de peso y su metro sesenta y siete de estatura no cuadraban con la imagen autoritaria del FBI. Con una chaqueta de punto azul marino y unos pantalones de vestir, su actitud fría y distante podía imponer cierto respeto. Pero con unos vaqueros desgastados y una camiseta vieja, no tenía nada que hacer.
Por fin, el agente observó su acreditación. Al comprender que Maggie no era una periodista, ni una vecina curiosa que intentara tomarle el pelo, la sonrisa se le borró de la cara.
– Joder, es cierto.
Ella extendió la mano para que le devolviera la placa. El agente se la entregó, un tanto azorado.
– No sabía que iba a intervenir el FBI.
Y posiblemente no intervendría. Maggie olvidó mencionar que, simplemente, vivía en el vecindario. En lugar de hacerlo, preguntó:
– ¿Quién es el investigador jefe?
– ¿Disculpe?
Ella señaló la casa.
– ¿Quién lleva la investigación?
– Ah, creo que el detective Manx.
Maggie se dirigió a la entrada notando que el agente la seguía con los ojos. Antes de que cerrara la puerta a su espalda, el policía salió corriendo tras el rollo de cinta que se había desplegado sobre buena parte del césped.
Nadie salió a recibir a Maggie a la puerta. En realidad, no se veía ni un alma. El vestíbulo de la casa era casi tan espacioso como su cuarto de estar. Echó un vistazo por las habitaciones, pisando con sumo cuidado y sin tocar nada. La casa parecía impecable; no se veía ni una mota de polvo hasta que llegó a la cocina. Sobre la encimera estaban esparcidos los ingredientes de un sandwich, resecos y endurecidos. En la tabla de cortar, entre restos de semillas de tomate y pedazos de pimiento verde, había un cogollo de lechuga. Había además varios envoltorios de caramelos y recipientes volcados, así como un frasco de mayonesa. En medio de la mesa aguardaba un grueso sandwich cuyo contenido se desbordaba entre las rebanadas de pan integral. Sólo le habían dado un mordisco.
Maggie examinó el resto de la cocina: las superficies relucientes, los electrodomésticos impolutos, el suelo de cerámica sin una sola mancha, sobre el que había tirados otros tres envoltorios de caramelos. Quienquiera que hubiera causado aquel desorden, no era uno de los habitantes de la casa.
Maggie oyó voces en el piso superior. Subió las escaleras evitando el contacto con el pasamanos de roble. Se preguntaba si los detectives habrían tomado las mismas precauciones. Advirtió que en uno de los escalones había un pegote de barro, dejado quizá por alguno de los agentes. Pero había además en él algo extraño, que brillaba. Resistió la tentación de recogerlo. Naturalmente, no llevaba bolsas de pruebas en el bolsillo de atrás. Aunque en otro tiempo no habría sido raro encontrar alguna perdida en los bolsillos de su chaqueta. Ahora, en cambio, las únicas pruebas con las que se cruzaba venían en los libros.
Siguió el rastro de las voces por el largo pasillo alfombrado. Ya no había necesidad de recoger pruebas a hurtadillas. En la puerta del dormitorio principal la recibió un charco de sangre en uno de cuyos bordes había estampada la huella de un pie; del otro lado, la sangre empapaba una costosa alfombra persa. Sin apenas esfuerzo, Maggie reparó en un rastro de salpicaduras sobre la puerta de roble. Era extraño: las salpicaduras sólo llegaban al nivel de la rodilla.
Perdida en sus pensamientos, Maggie aún no había entrado en la habitación cuando un detective con una chaqueta deportiva azul claro y unos chinos arrugados se acercó a ella.
– Eh, señora, ¿cómo diablos ha entrado aquí?
Los otros dos hombres que estaban trabajando en rincones opuestos de la habitación se quedaron quietos y la miraron fijamente. La primera impresión de Maggie al ver al detective fue que parecía un anuncio de Gap un tanto arrugado.
– Me llamo Maggie O'Dell. Pertenezco al FBI -le enseñó la placa, pero siguió examinando el resto de la habitación.
– ¿El FBI?
Los hombres intercambiaron miradas mientras Maggie bordeaba cuidadosamente el charco y entraba en el dormitorio. Había más tiznajos de sangre en el edredón blanco de la cama de cuatro postes. A pesar de las salpicaduras, el edredón permanecía pulcramente estirado sobre la cama, sin huella alguna. Si había habido una pelea, no había tenido lugar en la cama.
– ¿Qué tiene que ver el FBI con esto? -preguntó el hombre de la chaqueta azul claro.
Se pasó una mano por la cabeza, y Maggie se preguntó si su corte de pelo de aspecto despeinado sería reciente. Él recorrió con sus ojos oscuros el cuerpo de Maggie, recordándole de nuevo que su atuendo no era el adecuado. Ella miró a los otros dos hombres. Uno iba de uniforme. El otro, un señor más mayor al que Maggie supuso de inmediato el médico forense, iba vestido con un traje bien planchado y una corbata de seda sujeta por un lujoso alfiler de oro.
– ¿Es usted el detective Manx? -preguntó al del pelo revuelto.
Él alzó la mirada bruscamente. Parecía alarmado porque supiera su nombre. ¿Le preocupaba acaso que sus superiores lo estuvieran vigilando? Parecía joven, y Maggie adivinó que debía de tener más o menos su misma edad: treinta y pocos años. Tal vez aquél fuera su primer caso de homicidio.
– Sí, soy Manx. ¿Quién diablos la ha llamado?
Era hora de confesar.
– Vivo en la calle de al lado. Pensé que tal vez podría ayudarlos.
– ¡Joder! -se pasó la misma mano por la cara y miró a los otros dos hombres. Estos los observaban en silencio, como si presenciaran una reñida partida de ajedrez-. ¿Cree que puede meterse aquí sólo porque tenga una puta placa?
– Soy psicóloga forense, especialista en perfiles psicológicos. Estoy acostumbrada a examinar escenas como ésta. Pensaba que tal vez…
– Aquí no necesitamos su ayuda. Lo tengo todo bajo control.
– Eh, detective -el agente de la cinta amarilla que estaba fuera entró en la habitación y al instante, ante la vista de todos, metió el pie en el charco de sangre. Levantó el pie y retrocedió torpemente hacia el pasillo, manteniendo en alto la puntera del zapato, de la que goteaba la sangre-. Mierda, ya lo he pisado otra vez -masculló.
Entonces Maggie comprendió que el intruso había tenido más cuidado. La pisada que había visto junto al charco no serviría de nada. Al volver a mirar a Manx, éste apartó los ojos y sacudió la cabeza, intentando ocultar su azoramiento.
– ¿Qué hay, agente Kramer?
Kramer buscó desesperadamente dónde apoyar el pie. Levantó la mirada compungido mientras frotaba la suela en la alfombra del pasillo. Esta vez, Manx evitó mirar a Maggie. En lugar de hacerlo, se metió las manos grandes en los bolsillos de la chaqueta como si tuviera que refrenarse para no estrangular al joven novato.
– ¿Qué demonios quiere, Kramer?
– Es sólo que… hay unos cuantos vecinos haciendo preguntas. Me preguntaba si tenía que empezar a interrogarlos. Ya sabe, por si han visto algo.
– Apunte sus nombres y direcciones. Hablaremos con ellos más tarde.
– Sí, señor -el agente pareció aliviado por poder escapar de la nueva mancha que había creado.
Maggie aguardó. Los otros dos hombres miraban fijamente a Manx.
– Entonces, dígame, O'Donnell, ¿qué pinta usted aquí?
– O'Dell.
– ¿Perdone?
– Me llamo O'Dell -dijo ella, pero no esperó una nueva pregunta-. ¿El cuerpo está en el cuarto de baño?
– Hay sangre en la bañera, pero no hay ningún cuerpo. En realidad, creo que nos falta ese pequeño detalle.
– No parece haber sangre fuera de esta habitación -dijo el forense.
Maggie notó que era el único que llevaba guantes de látex.
– Si alguien huyó estando herido, habría gotas, o manchas, o algo. Pero la casa está tan limpia que se puede comer en el puto suelo -Manx se pasó de nuevo la mano por el pelo.
– La cocina no está tan limpia -lo contradijo Maggie.
Él la miró con el ceño fruncido.
– ¿Se puede saber cuánto tiempo lleva fisgando por ahí?
Ella no le hizo caso y se arrodilló para mirar con más atención la sangre del suelo. Estaba casi toda ella condensada y en parte seca. Supuso que llevaba allí desde aquella mañana.
– Puede que a la mujer no le diera tiempo a recoger la cocina después de comer -continuó Manx en lugar de aguardar a que Maggie contestara su pregunta.
– ¿Cómo sabe que la víctima es una mujer?
– Una vecina nos llamó esta mañana porque no contestaba al teléfono. Dijo que iban a ir de compras. Vio el coche en el garaje, pero nadie contestaba a la puerta. Verá, yo creo que el tío, quienquiera que sea, la sorprendió cuando estaba comiendo.
– ¿Qué le hace pensar que el sandwich era suyo?
Los tres se pararon al mismo tiempo. Como si fueran embajadores extranjeros consultándose los unos a los otros, se miraron con perplejidad y luego observaron a Maggie.
– ¿De qué demonios está hablando, O'Donnell?
– Me llamo O'Dell, detective Manx -esta vez, no se molestó en ocultar su irritación. La evidente desconfianza de Manx era un modo cicatero y exasperante de desacreditarla al que Maggie estaba acostumbrada-. La casa de la víctima está impecable. Ella no habría dejado la cocina así. Ni se habría sentado a comer sin antes recogerlo todo.
– Tal vez la pillaran por sorpresa.
– Puede ser. Pero no hay signos de violencia en la cocina. Y el sistema de alarma estaba apagado, ¿verdad?
Manx pareció molesto y asombrado porque hubiera acertado.
– Sí, estaba apagado, así que quizá era alguien a quien conocía.
– Es posible -Maggie se levantó y examinó el resto de la habitación-. Pero la agresión no se produjo hasta que llegaron aquí. Puede que ella lo estuviera esperando, o quizá que lo invitara a subir. Seguramente por eso sólo hay signos de violencia en el dormitorio. Puede que ella cambiara de idea y no quisiera seguir con lo que hubieran acordado, fuera lo que fuese. Estas salpicaduras de la puerta son extrañas -las señaló, procurando cuidadosamente no tocarlas-. Están muy abajo. Uno de ellos tenía que estar en el suelo cuando se infligió esa herida.
Se acercó a la ventana, notando que los hombres la seguían con la mirada. De pronto parecía haber captado su atención. A través de las finísimas cortinas se veía el jardín posterior, espacioso y rodeado de cornejos en flor y altísimos pinos, igual que el suyo. Ni siquiera se veían las casas de los vecinos, ocultas todas ellas entre la maleza y los árboles. Nadie habría visto entrar o salir a un intruso desde aquel lado. Pero ¿cómo había salvado el agresor el obstáculo que interponían el abrupto promontorio y el riachuelo? ¿Habría so-brestimado Maggie la fortaleza de aquella barrera natural?
– En realidad, no hay mucha sangre -prosiguió-. A no ser que haya mucha más en el baño. Puede que no haya cuerpo porque la víctima saliera por su propio pie.
Notó que Manx resoplaba.
– ¿Cree que comieron tranquilamente, que él le dio una paliza porque al final ella decidió que no iban a follar y que luego se fue con él por propia voluntad? ¿Y que, mientras tanto, nadie oyó ni vio nada en este puto barrio? -Manx se echó a reír.
Maggie hizo caso omiso de su sarcasmo.
– Yo no he dicho que se fuera voluntariamente. Además, esta sangre está demasiado seca y coagulada. Es imposible que los hechos hayan ocurrido hace un par de horas, durante la comida. Creo que sucedieron esta mañana, temprano -miró al forense, pidiéndole confirmación.
– En eso tiene razón -dijo él, asintiendo.
– No creo que comieran juntos. Seguramente él se preparó un sandwich. Debería meter el sandwich en una bolsa. Si no se puede sacar un molde dental, tal vez pueda hacerse un análisis del ADN de la saliva.
Cuando al fin se volvió a mirarlo, Manx la estaba observando fijamente. Su irritación parecía haberse convertido de pronto en perplejidad, y las arrugas de sus ojos se habían hecho más profundas. Maggie comprendió que era mayor de lo que le había parecido en un principio. Lo cual significaba que la ropa y el pelo revuelto eran síntomas de una crisis de mediana edad, y no de la indiscreción propia de la juventud. Reconocía la mirada incrédula de Manx. Era la misma que solía recibir tras examinar el escenario de un crimen. A veces, aquella mirada la hacía sentirse como una adivinadora de tres al cuarto, o como si tuviera poderes paranormales. Pero, por debajo del escepticismo que despertaba, se advertía siempre un asombro y un respeto que redimían aquella reacción inicial.
– ¿Le importa que le eche un vistazo al baño? -preguntó.
– Está usted en su casa -Manx sacudió la cabeza y le indicó que pasara.
Maggie se detuvo antes de llegar a la puerta del cuarto de baño. Sobre la cómoda había una fotografía. Al instante reconoció a la bella rubia que le sonreía desde el marco, con un brazo alrededor de un hombre de pelo oscuro mientras con la otra mano acariciaba la cabeza de un labrador blanco. Era la mujer con la que Tess y ella habían hablado el primer día que fue a ver su casa nueva.
– ¿Qué pasa? -preguntó Manx, acercándose a ella.
– Conocí a esta mujer la semana pasada. Se llama Rachel Endicott. Cuando la conocí, salía a hacer footing.
Entonces vio más sangre por el espejo de la cómoda. Esta vez, era una mancha en el bajo del volante de la colcha. Se detuvo y se dio la vuelta, vacilando. ¿Era posible que quienquiera que hubiera sangrado estuviera aún bajo la cama?