Tess despertó lenta y dolorosamente. Le dolía todo el cuerpo. La cabeza le palpitaba con un martilleo continuo. Algo la mantenía sujeta. No podía moverse. No lograba abrir los ojos de nuevo. Le pesaban demasiado los párpados. Tenía la boca seca; la garganta en carne viva por dentro y por fuera. Estaba sedienta y, al pasarse la lengua por los labios, la asustó el sabor de la sangre.
Se obligó a abrir los ojos y luchó contra las ataduras que le sujetaba las muñecas y los tobillos al pequeño camastro. Reconoció el interior del cobertizo. Sentía su humedad y su olor a moho. Se retorció, intentando liberarse. Notaba una manta áspera debajo de ella. Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda. El pánico le atravesó los costados, golpeando contra las paredes de su cuerpo. Tenía un grito atrapado en la garganta, pero nada salió de ella, salvo una boqueada de aire. Ello bastó, sin embargo, para que un zarpazo de dolor recorriera su garganta como si estuviera tragando cuchillas.
Se quedó inmóvil, intentando calmarse, intentando pensar antes de que el terror dominara su mente. No tenía ya control sobre su cuerpo, pero nadie quebrantaría su espíritu. Aquélla era una dolorosa lección que había aprendido de sus tíos. Por más que le hicieran a su cuerpo, por más que su tía la encerrara en el sótano o que su tío la violara, ella había logrado mantener el dominio de su razón. Era su última defensa. Su única defensa.
Sin embargo, al oír que los cerrojos de la puerta se abrían, sintió que las zarpas del terror arañaban las frágiles barricadas de su espíritu.