Centro de Detención del Condado de North Dade
Miami, Florida
Viernes, 31 de octubre. Fiesta de Halloween
Del Macomb se enjugó el sudor de la frente con la manga de la camisa. El tieso algodón del uniforme se le pegaba a la espalda, y sólo eran las nueve de la mañana. ¿Cómo era posible que hiciera aquel bochorno en octubre?
Él se había criado al norte de Hope, Minnesota. Allí, en su hogar, las riberas del lago Silver empezarían a cubrirse de hielo. Su padre estaría escribiendo sermones mientras observaba en el cielo el paso de los últimos ánsares rezagados. Del se apartó el pelo sudoroso de la frente. Al pensar en su padre, recordó que tenía que cortárselo. Qué absurdo pararse a pensar en eso. Pero más absurdo aún era que aquello todavía avivara su nostalgia.
– ¿A qué jodido cabrón hay que llevar hoy?
Del se sobresaltó al oír a su compañero. El lenguaje de Benny Zeek le provocó una mueca de disgusto, y miró al ex marine de ancho y redondeado torso para ver si lo había notado. No le apetecía que le echara otro sermón, y no porque no tuviera mucho que aprender de Benny.
– Dicen que se llama Stucky -se preguntó si Benny habría oído hablar de él. Parecía preocupado.
En el Centro de Detención del Condado de North Dade, Benny Zeek era en cierto modo una leyenda, y no sólo porque llevara veinticinco años en el cuerpo, sino porque había pasado casi todo ese tiempo trabajando en Starke, en el corredor de la muerte, y hasta en el Ala X. Del había visto las cicatrices que habían dejado en el cuerpo de su compañero los motines de los presos que intentaban librarse de las celdas de castigo parecidas a ataúdes.
Vio que Benny se subía las mangas de la camisa sin molestarse en enrollarlas ni doblarlas, dejando al descubierto los antebrazos venosos y una de aquellas legendarias cicatrices. La cicatriz seccionaba por la mitad un tatuaje: una bailarina polinesia cuyo vientre presentaba ahora una dentada línea roja, como si la hubieran partido en dos. Benny aún podía hacerla bailar flexionando el brazo de modo que la mitad inferior de la bailarina se movía con un lento y provocativo contoneo, mientras que la otra mitad, la superior, permanecía inmóvil, desarticulada. Aquel tatuaje fascinaba a Del; lo atraía y, al mismo tiempo, le repugnaba.
Su compañero subió con cuidado los estrechos peldaños de la cabina del furgón blindado y se retrepó al asiento derecho. Esa mañana parecía moverse más despacio que de costumbre, y Del comprendió de inmediato que de nuevo tenía resaca. Del se subió al asiento del conductor y se abrochó el cinturón de seguridad fingiendo, como siempre, no notarlo.
– ¿Quién dices que es ese capullo? -preguntó Benny mientras, ávido por tomar un café, desenroscaba con sus dedos cortos y gruesos la tapa del termo. Del quiso decirle que la cafeína sólo empeoraría su resaca, pero tras cuatro breves semanas en aquel puesto, sabía que a Benny Zeek era mejor no llevarle la contraria.
– Hoy nos toca la ruta de Brice y Webber.
– Joder, ¿y eso por qué?
– Webber tiene la gripe y Brice se rompió una mano anoche.
– ¿Y cómo coño se rompió una mano?
– Ni idea. Sólo sé que se la rompió. Creía que odiabas la monotonía de nuestra ruta de siempre. Y los atascos para llegar a los juzgados.
– Sí, bueno, pero más vale que no haya más papeleo -Benny se removió inquieto en el asiento, como si aquella amenaza de un cambio en su rutina lo llenara de impaciencia-. Si vamos a hacer la ruta de Brice y Webber, ese capullo irá a Glades, ¿no? Lo tendrán en régimen de aislamiento hasta la jodida vista. Eso significa que es un cabrón de cuidado y que no quieren tenerlo aquí, en este calabozo de mierda.
– Héctor dice que se llama Albert Stucky. Dice que no es mal tipo. Muy inteligente y amable. Dice que hasta ha encontrado la salvación en Jesucristo.
Del notó que Benny lo miraba con el ceño fruncido. Giró la llave de contacto y, mientras dejaba que el furgón vibrara y retumbara al ponerse lentamente en marcha el motor, se preparó para recibir la andanada de sarcasmos de Benny y puso el aire acondicionado, que escupió sobre ellos un trallazo de aire caliente. Benny extendió el brazo y lo apagó.
– Dale tiempo al motor. Para qué queremos que nos dé el puto aire caliente en la cara.
Del sintió que se sonrojaba. Se preguntaba si alguna vez conseguiría ganarse el respeto de su compañero. Ignoró la exasperación que se agitaba en su interior y bajó la ventanilla. Sacó la hoja de ruta y anotó la lectura del cuentakilómetros y del indicador del combustible, dejando que la rutina ejerciera su efecto calmante sobre él.
– Espera un momento -dijo Benny-. ¿Albert Stucky? He leído algo sobre ese tío en el Miami Herald. Los fibis lo llaman El Coleccionista.
– ¿Los fibis?
– Sí, los del FBI. Jesús, pero tú ¿es que no sabes nada?
Esta vez, Del notó el escozor del sonrojo en sus orejas. Giró la cabeza y fingió revisar el retrovisor lateral.
– Ese tal Stucky -continuó Benny- mató a puñaladas a tres o cuatro mujeres, y no sólo aquí, en Florida. Si dice que ha encontrado a Jesucristo, será porque no quiere que su puto trasero se fría en la silla eléctrica.
– La gente puede cambiar. ¿No crees? -Del miró a Benny. Su compañero tenía la frente perlada de sudor; sus ojos inyectados en sangre lo miraban con fijeza.
– Jesús, hijo. Apuesto a que todavía crees en Santa Claus -Benny sacudió la cabeza-. A uno no lo mandan a una prisión de máxima seguridad a la espera de juicio por encontrar al puto Jesucristo.
Benny se giró para mirar por la ventanilla y bebió un sorbo de café. Al hacerlo, no vio la mueca de disgusto de Del. Este no podía evitarlo. Tras veintidós años de convivencia con su padre, un predicador, aquella mueca de repugnancia era una reacción automática, como rascarse un picor. A veces, lo hacía siquiera sin darse cuenta.
Del se metió la hoja de ruta en el bolsillo lateral y puso el furgón en marcha. Observó la prisión de cemento por el retrovisor lateral. El sol caía a plomo sobre el patio, por el que deambulaban varios reclusos, pidiéndose cigarrillos los unos a los otros y aguantando el calor de la mañana. ¿Cómo podía gustarles estar allí fuera, sin una sola sombra? Añadió aquello a su lista de injusticias. Allá, en Minnesota, había luchado activamente a favor de la reforma carcelaria. Últimamente estaba demasiado ocupado con la mudanza y el inicio de su nuevo trabajo, pero aun así iba confeccionando una lista para cuando dispusiera de más tiempo. Poco a poco, iría batallando por causas como la eliminación del Ala X de la prisión de Starke.
Mientras se acercaban al último control, miró por el retrovisor. Se sobresaltó al descubrir que el preso lo estaba mirando fijamente. Lo único que veía a través de la ranura del grueso cristal eran unos penetrantes ojos negros que lo observaban con fijeza a través del espejo.
Del percibió algo en los ojos del prisionero, y sintió que un nudo se le formaba en el estómago. Había visto aquella mirada años antes, siendo un niño, una vez que acompañó a su padre en un viaje. Visitaron a un preso condenado al que el padre de Del había conocido en una de sus reuniones de convivencia con los reclusos. Durante aquella visita, el preso le confesó las cosas horribles, inimaginables, que le había hecho a su propia familia antes de matarlos a todos: a su mujer, a sus cinco hijos y hasta al perro de la casa.
Los pormenores que Del había oído aquel día, siendo un niño, se le habían grabado a fuego en la memoria. Pero lo que más lo había impresionado era el perverso placer que el preso parecía obtener al relatar cada detalle y observar el impacto que surtía sobre un niño de diez años. Del veía esa misma mirada en los ojos del hombre que ocupaba la parte trasera del furgón blindado. Por primera vez en doce años, sintió que estaba mirando al mal directamente a los ojos.
Se obligó a apartar la vista y evitó la tentación de mirar atrás. Pasaron el último control y entraron en la autopista. Al salir a la carretera abierta, logró relajarse. Le gustaba conducir. Le daba tiempo para pensar. Pero al tomar velozmente un desvío a la izquierda, Benny, que parecía perdido en sus pensamientos, se alteró de pronto.
– ¿Adonde coño vas? La I-95 está en el otro sentido.
– Pensé que podíamos tomar un atajo. Por la autopista 45 hay menos tráfico, y el paisaje es mucho más bonito.
– ¡Y a mí qué me importa el puto paisaje!
– Se tarda una media hora menos. Entregaremos al recluso y tendremos media hora más para comer.
Sabía que su compañero no se opondría a que alargaran la hora de la comida. En realidad, confiaba en impresionar a Benny. Y no se equivocó. Su compañero se reclinó en el asiento y se sirvió otra taza de café. Extendió un brazo y apretó el botón del aire acondicionado. Esta vez, el aire fresco comenzó a extenderse por la cabina, y Benny recompensó a Del con una de sus raras sonrisas. Por fin había hecho algo bien. Del se echó hacia atrás en el asiento y se relajó.
Dejaron atrás el tráfico de Miami. Llevaban sólo treinta minutos en la carretera cuando en la parte trasera del furgón retumbó un golpe seco. Al principio, Del pensó que se había caído el silenciador del tubo de escape, pero los golpes continuaron. Procedían de la parte de atrás del furgón, pero de su interior, no de sus bajos. Benny aporreó con el puño la mampara de acero que había tras ellos.
– ¡Estáte quieto, joder! -se dio la vuelta y miró por el angosto rectángulo de cristal que separaba la cabina de la parte trasera-. No se ve una mierda.
El ruido iba creciendo y hacía vibrar sus asientos. A Del le parecía que estaban golpeando los lados metálicos del furgón con un bate de béisbol. Lo cual, naturalmente, era absurdo. Era imposible que el preso dispusiera de algo remotamente parecido a un bate de béisbol. Benny se estremecía con cada golpe, sujetándose las sienes. Al mirarlo, Del vio que la bailarina polinesia contoneaba las caderas con cada puñetazo que su compañero daba a la mampara de acero.
– ¡Eh, vale ya! -gritó Del, sumando su voz al estruendo que empezaba a producirle dolor de cabeza.
Estaba claro que el preso no había sido convenientemente inmovilizado y que estaba aporreando las paredes del furgón. Aun cuando el ruido no acabara por enloquecerlos durante el trayecto, el prisionero podía causarse graves heridas. Y Del no quería cargar con la responsabilidad de entregar a un recluso magullado. Redujo la velocidad, apartó el furgón hacia el arcén de la carretera de dos carriles y paró.
– ¿Qué coño haces? -preguntó Benny.
– No podemos seguir así el resto del viaje. Está claro que los chicos no lo han inmovilizado.
– ¿Y para qué, si ha encontrado a Jesucristo?
Del se limitó a sacudir la cabeza. Al bajarse del furgón, se le ocurrió pensar que no sabría qué hacer si el preso había conseguido liberar un brazo o una pierna de las correas de cuero.
– Espera, chaval -gritó Benny tras él, bajándose a trompicones de su asiento-. Ya me encargo yo de ese cabrón.
Benny tardó en rodear el furgón. Cuando al fin lo hizo, Del notó que se tambaleaba.
– ¡Todavía estás borracho!
– De eso nada.
Del se acercó a la cabina y sacó el termo. Benny intentó arrebatárselo, pero Del lo retiró. Quitó la tapa y al instante percibió el tufo a alcohol que despedía el café.
– Hijo de puta -sus palabras sorprendieron por igual a Benny y al propio Del. Pero, en lugar de disculparse, arrojó el termo a lo lejos y lo vio reventar contra un poste cercano.
– ¡Joder! Ese era el único termo que tenía, chaval -Benny parecía a punto de arrojarse de cabeza a la cuneta cubierta de maleza para recuperar los fragmentos del termo. Pero, dándose la vuelta, se dirigió bamboleándose a la parte de atrás del furgón-. Vamos a callar a este cabrón.
Los golpes continuaban, cada vez más fuertes, haciendo zarandearse el furgón.
– ¿Tú crees que estás en condiciones? -preguntó Del. Se sentía tan furioso y traicionado como para permitirse un pequeño sarcasmo.
– Que sí, joder. Yo ya callaba a cabrones como éste cuando tú todavía chupabas de la teta de tu madre -Benny echó mano al revólver reglamentario y luchó con el cierre de la funda antes de sacar la pistola.
Del se preguntó cuánto alcohol tenía Benny Zeek en el cuerpo. ¿Sería capaz de apuntar con el arma? ¿Estaba ésta cargada? Hasta ese día, Brice y Webber se habían encargado de trasladar a los criminales más peligrosos haciendo el viaje hasta Glades y Charlotte, mientras que a Benny y a él les asignaban únicamente a ladrones de poca monta y a delincuentes de guante blanco a los que debían escoltar en sentido contrario, a los juzgados del condado en Miami. Del abrió el cierre de su pistolera. Le temblaba la mano; la culata del arma tenía un tacto extraño y repulsivo.
Los ruidos cesaron en cuanto Del comenzó a abrir los cerrojos del pesado portón trasero. Miró a Benny, que permanecía de pie a su lado, con el revólver en alto. Del advirtió enseguida el leve temblor de la mano de su compañero y sintió que se le revolvía el estómago. Tenía la espalda empapada; la frente le chorreaba. Bajo los sobacos, unas manchas húmedas se extendían por su antaño tieso uniforme. El corazón lo golpeaba contra las costillas y ahora, en medio de aquel silencio, se preguntaba si Benny podía oírlo.
Respiró hondo y apretó con fuerza el asa del cierre. Luego abrió de golpe la puerta, se hizo a un lado y dejó que Benny escudriñara el negro interior del furgón. Benny, de pie, con las piernas separadas y los brazos extendidos ante sí, sujetando con ambas manos la pistola, ladeó la cabeza, listo para apuntar.
Pero nada ocurrió. La puerta golpeó el lateral del furgón y rebotó un momento. La quietud que los rodeaba, el silencio de la carretera desierta, amplificó el ruido del metal contra el metal. Del y Benny escrutaron la oscuridad, aguzando la vista para ver el banco esquinado en el que el preso solía sentarse, sujeto por gruesas correas que salían de la pared y el techo.
– ¿Qué demonios…? -Del veía las correas de cuero cortadas, colgando de la pared del furgón.
– ¿Qué coño pasa aquí? -farfulló Benny acercándose lentamente al furgón abierto.
De pronto, una figura alta y oscura se arrojó sobre Benny y lo derribó. La pistola cayó al suelo. Albert Stucky le clavó los dientes en la oreja como un perro rabioso. El grito de Benny descompuso a Del. Quedó paralizado. Sus miembros se negaban a reaccionar. El corazón lo golpeaba contra el pecho. No podía respirar. No podía pensar. Cuando al fin sacó el revólver, el preso ya se había levantado. Saltó hacia él y, dándole un topetazo, le clavó algo afilado, suave y duro en el estómago.
Del sintió que el dolor estallaba de pronto, difundiéndose por su cuerpo. Tenía las manos flojas, y la pistola resbaló de sus dedos como agua. Se obligó a mirar los ojos de Albert Stucky y al instante vio al mal mirándolo fijamente, negro y frío, una entidad en sí mismo. Sintió el aliento caliente del demonio en su rostro. Al bajar la mirada, vio la larga mano que aún sujetaba el cuchillo. Alzó los ojos a tiempo para ver la sonrisa de Stucky al hundirle más profundamente la hoja.
Cayó de rodillas lentamente. Tenía la vista emborronada, pero vio que la alargada figura de aquel desconocido se descomponía en fragmentos. Vio el furgón y a Benny tendido en el suelo. Todo empezó a girar y a difuminarse. Luego cayó pesadamente contra el pavimento. Los vapores del asfalto recalentado traspasaban su espalda húmeda, pero más aún le ardían los costados. Un incendio incontrolado se extendía por su estómago, prendiendo fuego a todos sus órganos. Tendido de espaldas, no veía más que las nubes haciendo volutas sobre él: un blanco resplandeciente contra el sólido azul del cielo. El sol de la mañana lo cegaba. Qué hermoso era todo, sin embargo. ¿Por qué no se había fijado antes en lo bello que era el cielo?
Tras él, un único disparo rompió el silencio. Del logró esbozar una débil sonrisa. Al fin. No podía verlo, pero al fin el bueno de Benny, la leyenda, había intervenido. El alcohol sólo lo había entumecido momentáneamente.
Del se incorporó un poco para mirar la herida de su estómago. Lo sorprendió encontrarse de pronto mirando una talla ensangrentada de Cristo. El cuchillo que había hecho que sus entrañas se derramaran sobre la carretera desierta era en realidad un crucifijo de caoba. De pronto dejó de sentir el dolor. Debía de ser una buena señal. Tal vez se pusiera bien.
– Eh, Benny -gritó, apoyando la cabeza en el pavimento. Seguía sin ver a su compañero tras él-. Mi padre hará un sermón sobre esto cuando le diga que me han pinchado con un crucifijo.
Una sombra larga y negra cubrió el cielo.
De nuevo, Del se descubrió mirando aquellos ojos oscuros y vacíos. Albert Stucky, aquel hombre fibroso y recio de rasgos angulosos, se cernía sobre él, alto y erguido. Del pensó en un buitre inmóvil, con las negras alas pacientemente pegadas a los costados, ladeando la cabeza, observando, esperando a que su presa dejara de debatirse y cediera a lo inevitable. Luego, Stucky sonrió, como si lo complaciera lo que veía. Alzó la pistola de Benny y apuntó a la cabeza de Del.
– No le dirás nada a tu padre -dijo con voz profunda y calma-. Mejor díselo a san Pedro.
El metal traspasó el cráneo de Del. Un estallido de luz brillante se mezcló en un torbellino con un océano azul, amarillo y blanco y, luego, finalmente, negro.