Espacio. Jack dijo que necesitaba espacio. Y eso significaba que algo iba mal.
Poco importaba que «necesitar espacio» fuera una de esas expresiones New Age pobres, empalagosas y cursis, vacías de significado, y que «necesitar espacio» fuera un eufemismo espantoso para decir «estoy taaaan harto». Eso habría podido ser una pista, pero en este caso iba mucho más allá.
Grace ya estaba en su casa. Había murmurado unas disculpas a Perlmutter y Daley. Los dos hombres la miraron con cara de pena y le dijeron que esas cosas formaban parte de su trabajo y que lo sentían. Grace movió la cabeza en un solemne gesto de asentimiento y se dirigió a la puerta.
Con esa llamada, había averiguado algo crucial.
Jack tenía problemas.
Grace no había exagerado. La desaparición de Jack no se debía a que hubiera huido de ella o al miedo al compromiso. No había sido algo planeado ni esperado. Tampoco había ocurrido por casualidad. Ella había recogido la foto en la tienda. Jack la había visto y se había ido corriendo.
Y ahora estaba en grave peligro.
Le habría sido imposible explicárselo a la policía. Para empezar, no la habrían creído. Le habrían dicho que deliraba o que era de una ingenuidad rayana en la deficiencia mental. Tal vez no a la cara. Tal vez le habrían seguido la corriente, y eso habría sido, además de irritante, una pérdida de tiempo. Ya presuponían que Jack la había abandonado antes de la llamada. Su explicación no los habría hecho cambiar de opinión.
Y tal vez mejor así.
Grace intentó leer entre líneas. Jack mostró preocupación cuando supo que había intervenido la policía. Eso era evidente. Cuando ella dijo que estaba en la comisaría, el pesar en su voz fue real. No lo fingió.
Espacio.
Ésa era la principal pista. Si él simplemente le hubiese dicho que iba a pasar unos días fuera, porque necesitaba poner en orden sus ideas, o que se había fugado con una cabaretera que había conocido en el Satin Dolls, bueno, quizá no le hubiese creído, pero habría estado dentro de lo posible. Pero Jack no había dicho eso. Había dado razones específicas para su desaparición. Incluso se había repetido.
Jack necesitaba espacio.
Los códigos de parejas. Todas los tienen. La mayoría eran bastante absurdos. Por ejemplo, había una escena de una película de Billy Crystal, El showman de los sábados donde el cómico al que interpretaba Crystal -Grace no se acordaba del nombre, apenas se acordaba de la película- señalaba a un viejo con un peluquín espantoso y decía: «¿Eso es un peluquín? Yo sin ir más lejos creía que era su pelo auténtico». Así que ahora, cada vez que Jack y ella veían a un hombre que tal vez llevaba peluquín, uno se volvía hacia el otro y preguntaba: «¿Yo sin ir más lejos?». Y el otro coincidía o no. Grace y Jack empezaron a usar «Yo sin ir más lejos» para otras mejoras estéticas: operaciones de nariz, implantes de pecho, cualquier cosa.
El origen de «Necesito espacio» era un poco más subido de tono.
Pese al apuro en que se encontraba, Grace no pudo evitar sonrojarse al recordarlo. El sexo siempre había ido bien con Jack, pero en toda relación larga se producen altibajos. Esto sucedió dos años antes, en una época… bueno, una época de considerable auge. Un periodo de una mayor creatividad corpórea, por llamarlo de algún modo. De creatividad pública, para ser más concretos.
Habían echado un polvo rápido en el vestuario de una de esas peluquerías elegantes. Se habían magreado debajo de los abrigos en un palco privado durante un fastuoso musical de Broadway. Pero fue en medio de un encuentro especialmente atrevido en una cabina de teléfono roja al estilo inglés situada nada menos que en una tranquila calle de Allendale, en Nueva Jersey, cuando de pronto Jack dijo jadeando:
– Necesito espacio.
Grace lo miró.
– ¿Cómo dices?
– Lo digo literalmente. ¡Apártate! ¡Se me está clavando el auricular del teléfono en el cuello!
Los dos se echaron a reír. Ahora Grace cerró los ojos, con una tenue sonrisa en los labios. Fue así como «Necesito espacio» se sumó a su lenguaje conyugal privado. Jack no había usado esa frase porque sí. Le estaba enviando un mensaje, advirtiéndole, comunicándole que estaba diciendo algo que no era verdad.
Bien, pero ¿qué había querido decir entonces?
Para empezar, Jack no podía hablar libremente. Alguien lo escuchaba. ¿Quién? ¿Había otra persona con él? ¿O se asustó porque ella estaba con la policía? Esperaba que fuera esto último, que estuviera solo y simplemente no quisiera que la policía interviniese.
Pero tras analizar las circunstancias, esa posibilidad le pareció poco probable.
Si Jack hubiese podido hablar con entera libertad, ¿por qué no había vuelto a llamarla? Sin duda sabía que ella se habría ido ya de la comisaría. Si hubiese estado bien, si hubiese estado solo, Jack habría vuelto a llamarla, sólo para explicarle qué ocurría. Y no lo había hecho.
Conclusión: Jack estaba con alguien y en un serio apuro.
¿Quería que ella reaccionara o que no se mantuviera al margen? De la misma manera que ella conocía a Jack -de la misma manera que sabía que él le había enviado una señal-, Jack imaginaría que Grace no se quedaría de brazos cruzados. Ella no era así. Eso Jack lo sabía. Ella intentaría encontrarlo.
Jack debía de contar con eso.
Pero todo eso no eran más que conjeturas, claro. Conocía bien a su marido -¿o tal vez no?-, y por tanto sus conjeturas no eran sólo fruto de su imaginación. Pero quizá sí lo fueran en parte y simplemente intentaba justificar su decisión de actuar.
Daba igual. En cualquier caso, estaba involucrada.
Grace pensó en lo que sabía. Jack había llegado en coche hasta la autopista de Nueva York. ¿A quién conocían por esa zona? ¿Por qué había ido hasta allí a esas horas de la noche?
No tenía ni idea.
Un momento.
Volvamos al principio: Jack llega a casa. Ve la foto. Ése fue el desencadenante. La foto. La ve en la encimera de la cocina. Ella le pregunta al respecto. Él recibe una llamada de Dan. Y se va a su despacho…
Alto ahí. El despacho.
Grace recorrió el pasillo a toda prisa. Describir como «despacho» aquel porche cerrado y reconvertido era mucho decir. El yeso presentaba grietas en distintos sitios. En invierno siempre había corrientes y en verano una ausencia sofocante de aire. Contenía fotos de los niños en marcos baratos y dos de sus cuadros en marcos caros. A ella ese despacho le parecía curiosamente impersonal. Nada allí reflejaba el pasado de su principal ocupante: ningún recuerdo, ninguna pelota firmada por los amigos, ninguna foto de cuatro personas en un campo de golf. Salvo los regalos de algún que otro laboratorio farmacéutico -bolígrafos, cuadernos, un sujetapapeles-, no había la menor pista acerca de quién era realmente Jack, aparte de marido, padre e investigador.
Pero tal vez no tenía por qué haber nada más.
Fisgoneando allí, Grace se sintió extraña. Se habían mantenido firmes, pensó, en su respeto por la intimidad del otro. Cada uno tenía una habitación propia que excluía al otro. A Grace siempre le había parecido bien. Incluso se había convencido de que era sano. Ahora se preguntaba si no había preferido mirar en otra dirección. Se preguntaba si había sido por el deseo de dejar intimidad a Jack -¡porque necesitaba espacio!- o por miedo a hurgar en un avispero.
El ordenador estaba encendido y conectado a Internet. La página por defecto de Jack era la web oficial de Grace Lawson. Grace se quedó mirando la silla un momento, la silla gris ergonómica de la tienda local de Staples, e imaginó a Jack sentado allí, encendiendo el ordenador cada mañana, con la cara de ella saludándolo. La página de inicio tenía una foto espléndida de Grace junto con varias muestras de su obra. Farley, su agente, había insistido recientemente en que incluyera la foto en todo el material de venta porque, como dijo, «eres una monada». Ella aceptó a regañadientes. En el arte siempre se había utilizado la imagen personal para promocionar la obra. En teatro y en cine, la importancia del aspecto físico era evidente. Incluso los escritores, con sus retratos retocados, los ojos oscuros y apasionados del último prodigio de la literatura, comerciaban con la imagen. Pero el mundo de Grace -la pintura- se había mantenido bastante inmune a esa presión, pasando por alto la belleza física del creador, tal vez porque el medio en sí tenía que ver con lo físico.
Pero eso ya no era así.
Un artista valora la importancia de lo estético, obviamente. La estética no sólo altera la percepción; altera la realidad. Un buen ejemplo: si Grace hubiese sido gorda o fea, los equipos de televisión no habrían estado tan pendientes de sus constantes vitales después de salir con vida de la Matanza de Boston. Si no hubiese sido físicamente atractiva, nunca la habrían adoptado como la «superviviente del pueblo», el «Ángel Aplastado» inocente, como la llamaron en el titular de un periódico. Cada vez que los medios daban el parte médico, difundían su imagen. La prensa -no, el país- exigía información continua sobre su estado. Las familias de las víctimas la visitaban en su habitación, le hacían compañía, buscaban en su cara la presencia fantasmal de sus propios hijos perdidos.
¿Habrían hecho lo mismo si ella no hubiese sido guapa?
Grace no quería especular. Pero como le había dicho un crítico de arte demasiado sincero: «No nos interesa una pintura que no atraiga estéticamente. ¿Por qué habría de ser distinto con una persona?».
Grace quería ser artista ya antes de la Matanza de Boston. Pero le faltaba algo: algo esquivo e imposible de explicar. Esa experiencia la ayudó a llevar su sensibilidad artística a un nivel superior. Sí, sabía que eso sonaba pretencioso. Antes desdeñaba las disquisiciones de las escuelas de arte al respecto: si el artista tiene que sufrir por su arte, si necesita una tragedia para dar textura a su obra. Siempre le había parecido un discurso vacuo, pero ahora entendía que tenía algo de cierto.
Sin cambiar de punto de vista de manera consciente, su obra desarrolló ese vago elemento intangible. Transmitía más emoción, más vida, más… convulsión. Su obra se volvió más oscura, furiosa, vívida. La gente a menudo se preguntaba si había pintado escenas de ese terrible día. La respuesta más simple era aludir a un único retrato -un rostro joven, tan lleno de esperanza que uno sabía que se truncaría-, pero si debía contestar con mayor sinceridad, lo cierto era que la Matanza de Boston teñía y coloreaba todo aquello que ella tocaba.
Grace se sentó ante el escritorio de Jack. Tenía el teléfono a la derecha. Tendió la mano cuando decidió hacer primero lo más sencillo: pulsar el botón de rellamada. El aparato -un modelo nuevo de Panasonic que Grace había comprado en un Radio Shack- incorporaba una pantalla LCD donde se mostraba el número marcado. El prefijo 212. Nueva York. Esperó. Al sonar por tercera vez, respondió una mujer y dijo:
– Burton y Crimstein, bufete de abogados.
Grace no supo qué hacer.
– ¿Diga?
– Soy Grace Lawson.
– ¿Con quién desea hablar?
Buena pregunta.
– ¿Cuántos abogados trabajan en el bufete?
– No sabría decirle. ¿Quiere que le ponga con uno?
– Sí, por favor.
Se produjo una pausa. La voz adquirió ese tono de impaciencia de quien intenta ser atento.
– ¿Con alguno en particular?
Grace miró la pantalla del teléfono. Había demasiados números. Ahora lo veía. Los números para las llamadas interurbanas solían ser de once cifras. Pero aquí había quince, incluido un asterisco. Se quedó pensando. Si Jack había hecho esa llamada, habría sido tarde por la noche. Las recepcionistas ya se habrían marchado. Jack debió de pulsar el asterisco y el número de la extensión.
– ¿Señora?
– Póngame con la extensión cuatro seis tres -dijo, leyendo los números en la pantalla.
– Le paso.
El teléfono sonó tres veces.
– Línea de Sandra Koval.
– Con la señora Koval, por favor.
– ¿De parte de quién?
– Me llamo Grace Lawson.
– ¿Y cuál es el motivo de su llamada?
– Mi marido, Jack.
– Un momento, por favor.
Grace apretó el auricular. Al cabo de medio minuto, la voz volvió a hablar.
– Lo siento. La señora Koval está reunida.
– Es urgente.
– Lo siento…
– Sólo necesito que me conceda un minuto. Dígale que es muy importante.
Siguió un suspiro intencionadamente audible.
– Un momento, por favor.
La música de espera era una versión para hilo musical de Smells Like Teen Spirit de Nirvana. Resultaba curiosamente relajante.
– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó una voz con profesional laconismo.
– ¿Señora Koval?
– ¿Sí?
– Soy Grace Lawson.
– ¿Qué desea?
– Mi marido Jack Lawson llamó ayer a su despacho.
Ella no contestó.
– Ha desaparecido.
– ¿Cómo?
– Mi marido ha desaparecido.
– Lo siento, pero no veo…
– ¿Sabe usted dónde está, señora Koval?
– ¿Y yo cómo quiere que lo sepa?
– Anoche hizo una llamada. Antes de desaparecer.
– ¿Y?
– He pulsado el botón de rellamada y me ha salido su número.
– Señora Lawson, en este bufete trabajan más de doscientos abogados. Pudo haber llamado a cualquiera de ellos.
– No. Aquí consta su extensión, en la pantalla del aparato. La llamó a usted.
Silencio.
– ¿Señora Koval?
– Estoy aquí.
– ¿Por qué la llamó mi marido?
– No tengo nada más que decirle.
– ¿Sabe dónde está?
– Señora Lawson, ¿conoce usted el compromiso de confidencialidad de un abogado con su cliente?
– Por supuesto.
Más silencio.
– ¿Me está diciendo que mi marido la llamó para que lo asesorara?
– No puedo hablar de esto con usted. Adiós.