Eric Wu entró en la casa de Sykes.
La casa estaba a oscuras. Wu había dejado todas las luces apagadas. El intruso -la persona que había sacado la llave de la roca- no las había encendido. Eso extrañó a Wu.
Había supuesto que el intruso era la mujer fisgona en camisón. ¿Sería tan lista como para saber que no debía encender las luces?
Se detuvo. Pero si uno tomaba la precaución de no encender las luces, ¿no habría tenido también la cautela de no dejar el guarda-llaves a la vista?
Algo no encajaba.
Wu se agachó y dio unos pasos hasta situarse detrás del sillón abatible. Se detuvo y escuchó. Nada. Si había alguien en la casa, él lo oiría moverse. Esperó un poco más.
Nada.
Wu se quedó pensando. ¿Y si la intrusa había entrado y salido ya?
Lo dudaba. Una persona capaz de arriesgarse a entrar con una llave escondida daría una vuelta por la casa. Lo más probable era que hubiera encontrado a Freddy Sykes en el cuarto de baño de arriba. Habría llamado para pedir ayuda. O si se hubiese ido, si no hubiese encontrado nada extraño, habría dejado la llave en la roca. Y no había ocurrido nada de eso.
Así pues, ¿cuál era la conclusión más lógica?
La intrusa seguía en la casa. Sin moverse. Escondida.
Wu avanzó sigilosamente. Había tres salidas. Se aseguró de que todas las puertas estaban cerradas con llave. Dos puertas tenían pestillo. Los corrió con cuidado. Cogió las sillas del comedor y las colocó delante de las tres salidas. Quería que algo, cualquier cosa, obstaculizara o al menos retrasara una huida fácil.
Quería atrapar a su adversaria.
La escalera estaba enmoquetada. Así le sería más fácil subir en silencio. Wu quería mirar en el cuarto de baño, para ver si Freddy Sykes seguía en la bañera. Pensó en el guardallaves a la vista de todos. En aquella situación, nada tenía sentido. Cuanto más lo pensaba, más lentos eran sus pasos.
Wu volvió a repasarlo todo: «Empecemos por el principio. Una persona que sabe dónde esconde Sykes la llave, abre la puerta. Entra en la casa. Y luego ¿qué? Si encuentra a Sykes, se marcha. Deja la llave en la roca y esconde la roca».
Pero eso no había ocurrido así.
¿Qué conclusión podía sacar Wu, pues?
La única posibilidad que se le ocurría -a menos que se le escapara algún detalle- era que la intrusa acabara de encontrar a Sykes cuando Wu entró en la casa. No tuvo tiempo de pedir ayuda. Sólo tuvo tiempo de esconderse.
Pero eso tampoco cuadraba. ¿Acaso la intrusa no habría encendido una luz? A lo mejor lo había hecho. A lo mejor había encendido alguna luz, pero de pronto, al ver llegar a Wu, la apagó y se escondió en el lugar donde se encontraba en ese momento.
En el cuarto de baño con Sykes.
Wu estaba ya en la habitación de matrimonio. Vio la rendija bajo la puerta del cuarto de baño. La luz seguía apagada. No subestimes a tu enemigo, se recordó a sí mismo. Últimamente había cometido varios errores. Demasiados. Primero, Rocky Conwell. Wu había sido lo bastante descuidado para permitir que lo siguiera. Ése había sido el primer error. El segundo fue dejarse ver por la vecina. Muy descuidado.
Y ahora esto.
No era fácil ser crítico con uno mismo, pero Wu intentó distanciarse y hacerlo. No era infalible. Sólo un tonto podía pensar eso. Tal vez había perdido facultades durante el tiempo que había pasado en la cárcel. Daba igual. Ahora Wu tenía que estar atento. Tenía que concentrarse.
Había más fotos en la habitación de Sykes. Había sido la habitación de la madre de Freddy durante cincuenta años. Wu lo sabía por sus conversaciones en línea. El padre de Sykes había muerto en la guerra de Corea cuando Sykes era un niño de corta edad. La madre nunca lo había superado. La gente reacciona de maneras distintas ante la muerte de un ser querido. La señora Sykes había decidido vivir con su fantasma en lugar de con los vivos. Se pasó el resto de su vida en el mismo dormitorio -incluso en la misma cama- que había compartido con su marido soldado. Dormía de su lado, le contó Freddy. Nunca permitió que nadie, ni siquiera cuando Freddy, de pequeño, tenía una pesadilla, tocara el lado de la cama donde había yacido su amado.
Wu tenía la mano en el pomo de la puerta.
El cuarto de baño era reducido. Intentó adivinar el ángulo desde el que podían atacarle. En realidad no había ninguno. Wu tenía una pistola en su talego. Se preguntó si debía cogerla. Si la intrusa estaba armada, podía representar un problema.
¿Se sentía demasiado seguro de sí mismo? Tal vez. Pero Wu no creía necesitar un arma.
Giró el pomo y empujó con fuerza.
Freddy Sykes seguía en la bañera. Tenía la mordaza en la boca y los ojos cerrados. Wu se preguntó si estaba muerto. Probablemente. No había nadie más. Tampoco era posible esconderse. Nadie había acudido en ayuda de Freddy.
Wu se acercó a la ventana. Miró hacia la casa, la casa de al lado.
La mujer -la que antes llevaba un camisón- estaba allí.
En su casa. De pie junto a la ventana.
Mirándolo fijamente.
Fue entonces cuando oyó cerrarse la puerta del coche. No sonó ninguna sirena, pero, al volverse hacia el camino de entrada, Wu vio las luces rojas del coche patrulla.
Era la policía.
Charlaine Swain no estaba loca.
Veía películas. Leía libros. Muchos. Así se evadía, había pensado. Se entretenía. Una manera de sobrellevar el aburrimiento de cada día. Pero, curiosamente, tal vez esas películas y esos libros le enseñaron algo. ¿Cuántas veces había gritado a la valiente heroína -a la belleza cándida, delgada como una escoba, de cabello negro como el azabache- que no entrara en la maldita casa?
Demasiadas. Así que ahora que le había tocado a ella… no, ni hablar. Charlaine Swain no iba a cometer el mismo error.
Se había quedado de pie ante la puerta trasera de Freddy mirando el guardallaves. Por su aprendizaje cinematográfico y literario, sabía que no debía entrar, pero tampoco podía quedarse al margen. Allí sucedía algo raro. Había un hombre en apuros. No podía desentenderse sin más.
Así que se le ocurrió una idea.
En realidad era muy sencillo. Sacó la llave de la roca. Ahora la tenía en el bolsillo. Dejó el guardallaves a la vista, no porque quisiera que lo viese el asiático, sino porque ésa sería su excusa para llamar a la policía.
En cuanto el asiático entró en casa de Freddy, Charlaine marcó el 911.
– Alguien ha entrado en la casa del vecino -dijo. La prueba decisiva: el guardallaves estaba tirado en medio del sendero.
Y ahora acababa de llegar la policía.
Un coche patrulla había doblado la esquina de su manzana. Llevaba la sirena apagada. El coche no llegó a todo gas; simplemente iba un poco por encima del límite de velocidad. Charlaine se atrevió a echar otro vistazo a la casa de Freddy.
El asiático la observaba.