Perlmutter estaba sentado frente a Scott Duncan. Se hallaban en el despacho del capitán en la comisaría. El aire acondicionado se había estropeado. Docenas de policías con uniforme completo todo el día y sin aire acondicionado: aquello empezaba a apestar.
– Así que está en excedencia en la fiscalía -dijo Perlmutter.
– Exacto -contestó Duncan-. Ahora ejerzo de manera privada.
– Entiendo. Y su cliente contrató a Indira Khariwalla; perdón, usted contrató a la señora Khariwalla en nombre de un cliente.
– Eso no lo niego ni lo confirmo.
– Y tampoco me dirá si su cliente quería que siguieran a Jack Lawson.
– Exacto.
Perlmutter abrió las manos.
– ¿Y qué quiere exactamente, señor Duncan?
– Quiero saber qué han averiguado acerca de la desaparición de Jack Lawson.
Perlmutter sonrió.
– Vale, a ver si me queda claro. Se supone que tengo que contarle todo lo que sé sobre la investigación de un asesinato y una desaparición, a pesar de que es muy posible que su cliente tenga algo que ver. Y usted, en cambio, no puede soltar prenda. ¿Es eso?
– No, no es exactamente así.
– Pues tendrá que echarme una mano.
– Esto no tiene nada que ver con un cliente. -Duncan cruzó las piernas, apoyando el tobillo en la rodilla-. Tengo un interés personal en el caso Lawson.
– ¿Y eso?
– La señora Lawson le enseñó una foto.
– Sí, me acuerdo.
– La chica con el aspa en la cara -explicó- era mi hermana.
Perlmutter se reclinó y soltó un suave silbido.
– Tal vez deba empezar por el principio.
– Es una historia muy larga.
– Mentiría si le dijese que tengo todo el día.
Como para demostrarlo, la puerta se abrió de golpe. Daley asomó la cabeza.
– Línea dos.
– ¿Qué pasa?
– Es Charlaine Swain. Dice que acaba de ver a Eric Wu en el patio de la escuela.
Carl Vespa miraba el cuadro.
Era de Grace. Vespa tenía ocho cuadros de ella, aunque éste era el que más lo conmovía. Era, sospechaba, un retrato de los últimos momentos de Ryan. Los recuerdos de Grace de esa noche estaban borrosos. Aunque ella eludía la grandilocuencia, había tenido esa visión -ese cuadro aparentemente normal de un joven que parecía al borde de una pesadilla- en una especie de trance artístico. Grace Lawson decía que soñaba con esa noche. Según ella, ése era el único lugar donde existían los recuerdos.
Vespa reflexionaba.
Su casa estaba en Englewood, Nueva Jersey. En otro tiempo las residencias de la calle pertenecían a familias de rancio abolengo. Ahora Eddie Murphy vivía al final de la calle. Un famoso delantero de los Nets de Nueva Jersey vivía dos casas más abajo. La finca de Vespa, antaño propiedad de un Vanderbilt, era amplia y estaba aislada. En 1988, Sharon, su ex mujer, había tirado abajo el edificio de piedra de principios de siglo y construido algo que a ella le pareció moderno. No había envejecido bien. La casa parecía un conjunto de cubos de cristal apilados al azar. Tenía demasiadas ventanas. En verano hacía un calor sofocante. Parecía un invernadero.
Ahora Sharon también se había ido. No quiso quedarse con la casa cuando se divorciaron. En realidad no quiso quedarse con casi nada. Vespa no intentó convencerla de lo contrario. Ryan había sido su principal vínculo, muerto más que vivo. Eso nunca fue sano.
Vespa comprobó el monitor de seguridad del camino de entrada. El sedán había llegado.
Sharon y él habían querido más hijos, pero no pudo ser. Vespa producía un número reducido de espermatozoides. No se lo dijo a nadie, claro, insinuando así sutilmente que la culpa la tenía Sharon. Aunque fuera terrible decirlo ahora, Vespa creía que si hubiese habido más hijos, si Ryan hubiese tenido al menos un hermano, la tragedia habría sido, si no más fácil, al menos soportable. El problema con las tragedias es que uno tiene que seguir adelante. No le queda más remedio. Por más que quiera, no puede detenerse en mitad del camino y esperar a que amaine el temporal. Si tiene más hijos, lo entiende enseguida. Puede que su vida se haya acabado, pero tiene que levantarse de la cama para los demás.
Dicho en términos más sencillos, Vespa ya no tenía ninguna razón para levantarse de la cama.
Salió y esperó a que se detuviera el sedán. Cram se bajó primero, con un móvil pegado a la oreja. Lo siguió Wade Larue. No parecía asustado. Parecía curiosamente en paz, contemplando los exuberantes alrededores. Cram murmuró algo a Larue -Vespa no oyó lo que dijo- y luego subió por la escalinata. Wade Larue se alejó como si se replegara.
– Tenemos un problema -dijo Cram.
Vespa esperó a la vez que seguía a Wade Larue con la mirada.
– Richie no contesta por la radio.
– ¿Dónde estaba apostado?
– En una furgoneta al lado de la escuela.
– ¿Dónde está Grace?
– No lo sabemos.
Vespa miró a Cram.
– Eran las tres. Sabíamos que había ido a recoger a Emma y Max. Richie tenía que seguirla desde allí. Llegó a la escuela, eso lo sabemos. Richie lo comunicó por radio. Desde entonces, nada.
– ¿Has enviado a alguien?
– Simon fue a ver la furgoneta.
– ¿Y?
– Sigue allí, aparcada en el mismo lugar. Pero ahora la zona está llena de policías.
– ¿Y los niños?
– Todavía no lo sabemos. Simon dice que cree que los ha visto en el patio de la escuela. Pero no quiere acercarse estando allí la policía.
Vespa cerró los puños.
– Tenemos que encontrar a Grace.
Cram no dijo nada.
– ¿Qué?
Cram se encogió de hombros.
– Creo que te equivocas, eso es todo.
Ninguno de los dos dijo nada más. Permanecieron inmóviles, mirando a Wade Larue. Éste se paseaba por el jardín, fumando un cigarrillo. Desde la parte más alta de la finca se disfrutaba de una vista magnífica del puente de George Washington y, por detrás, los lejanos rascacielos de Manhattan. Desde allí Vespa y Cram, al desplomarse las Torres Gemelas, habían contemplado las nubes de humo que se elevaban como si surgiesen del Hades. Vespa conocía a Cram desde hacía treinta y ocho años. No sabía de nadie que lo superara con una pistola o una navaja. Le bastaba con una mirada para asustar a la gente. Los hombres más viles, los psicópatas más violentos, pedían piedad antes de que Cram siquiera los tocara. Pero aquel día, de pie en el jardín, mientras veían en silencio disiparse el humo, incluso Cram se había venido abajo y había roto a llorar.
Miraron a Wade Larue.
– ¿Has hablado con él? -preguntó Vespa.
Cram negó con la cabeza.
– Ni una palabra.
– Se lo ve muy tranquilo.
Cram no dijo nada. Vespa se dirigió hacia Larue. Cram se quedó donde estaba. Larue no se volvió. Vespa se detuvo a unos tres metros y preguntó:
– ¿Querías verme?
Larue siguió mirando el puente.
– Una vista hermosa -dijo.
– No estás aquí para admirarla.
Se encogió de hombros.
– Eso no significa que no pueda hacerlo.
Vespa esperó. Wade Larue no se dio la vuelta.
– Has confesado.
– Sí.
– ¿Dijiste la verdad? -preguntó Vespa.
– ¿En ese momento? No.
– ¿Eso qué significa? ¿En ese momento?
– Quiere saber si disparé esos dos tiros esa noche. -Wade Larue por fin se volvió y miró a Vespa de frente-. ¿Por qué?
– Quiero saber si mataste a mi hijo.
– En cualquier caso yo no le disparé.
– Ya sabes a qué me refiero.
– ¿Puedo preguntarle una cosa?
Vespa esperó.
– ¿Esto lo hace por usted? ¿O por su hijo?
Vespa se quedó pensativo.
– No es por mí.
– ¿Es por su hijo, pues?
– Está muerto. No le servirá de nada.
– Entonces ¿por quién es?
– Da igual.
– A mí no me da igual. Si no es por su hijo, ¿por qué todavía necesita vengarse?
– Hay que hacerlo.
Larue asintió.
– El mundo necesita equilibrio -prosiguió Vespa.
– ¿El yin y el yang?
– Algo así. Murieron dieciocho personas. Alguien tiene que pagar.
– ¿Y si no el mundo se desequilibra?
– Sí.
Larue sacó un paquete de tabaco. Le ofreció un cigarrillo a Vespa. Vespa negó con la cabeza.
– ¿Disparaste tú esa noche? -preguntó Vespa.
– Sí.
Fue entonces cuando Vespa estalló. Era su temperamento. Podía pasar de un estado de indiferencia a una ira incontenible sin transición alguna. Se le disparaba la adrenalina, como un termómetro que sube de temperatura en unos dibujos animados. Apretó el puño y le asestó un golpe a Larue en plena cara. Larue cayó de espaldas. Se sentó y se llevó la mano a la nariz. Sangraba. Sonrió a Vespa.
– ¿Eso le ha dado equilibrio?
Vespa jadeaba.
– Es un principio.
– Yin y yang -dijo Larue-. Me gusta esa teoría. -Se limpió la cara con el antebrazo-. La cuestión es si ese equilibrio universal se transmite de generación en generación.
– ¿Qué quieres decir con eso?
Larue sonrió. Tenía sangre en los dientes.
– Creo que ya está enterado.
– Voy a matarte. Ya lo sabes.
– ¿Porque obré mal? ¿Para pagar el precio?
– Sí.
Larue se puso en pie.
– ¿Y usted, señor Vespa?
Vespa apretó el puño, pero los efectos de la adrenalina empezaban a disminuir.
– Usted ha obrado mal. ¿Ha pagado el precio? -Larue ladeó la cabeza-. ¿O lo pagó su hijo por usted?
Vespa asestó un fuerte puñetazo a Larue en el estómago. Larue se dobló. Vespa le golpeó en la cabeza. Larue volvió a caerse. Vespa le pateó la cara. Ahora Larue estaba tumbado boca arriba. Vespa se acercó. Aunque Larue sangraba por la boca, seguía riéndose. Las únicas lágrimas estaban en el rostro de Vespa, no en el de Larue.
– ¿De qué te ríes?
– Yo era como usted. Deseaba vengarme.
– ¿De qué?
– Por estar en esa celda.
– Tú tuviste la culpa.
Larue se incorporó.
– Sí y no.
Vespa retrocedió un paso. Miró hacia atrás. Cram, inmóvil, observaba.
– Dijiste que querías hablar.
– Esperaré a que acabe de pegarme.
– Dime por qué me llamó.
Wade Larue comprobó si tenía sangre en la boca. Casi pareció alegrarse al verla.
– Yo quería venganza. No sabe hasta qué punto. Pero ahora, hoy, al salir, al quedar libre por fin… ya no la quiero. Me he pasado quince años en la cárcel. Pero ahora mi condena ha acabado. Su condena… bueno, la verdad es que la suya nunca acabará, ¿no es así, señor Vespa?
– ¿Qué quieres?
Larue se puso en pie. Se acercó a Vespa.
– Está sufriendo mucho. -Ahora hablaba con voz suave, tan íntima como una caricia-. Quiero que lo sepa todo, señor Vespa. Quiero que sepa la verdad. Esto tiene que acabar. Hoy. De una manera u otra. Quiero vivir mi vida. No quiero estar mirando por encima del hombro. Así que voy a contarle lo que sé. Voy a contárselo todo. Y después podrá decidir lo que tiene que hacer.
– Creía haberte oído decir que disparaste esos tiros.
Larue no le hizo caso.
– ¿Se acuerda del teniente Gordon MacKenzie?
La pregunta sorprendió a Vespa.
– El guardia de seguridad. Claro.
– Fue a verme a la cárcel.
– ¿Cuándo?
– Hace tres meses.
– ¿Por qué?
Larue sonrió.
– Una vez más, por eso del equilibrio. Por enmendar las cosas. Usted lo llama yin y yang. MacKenzie lo llamó Dios.
– No lo entiendo.
– Gordon MacKenzie estaba muriéndose. -Larue apoyó la mano en el hombro de Vespa-. Así que antes de irse, tenía que confesar sus pecados.