5

Grace contuvo un grito. Sobresaltada, se incorporó. La luz del pasillo seguía encendida. Una silueta se recortaba en el resplandor de la puerta. Pero no era Jack.

Despertó, aún con la respiración entrecortada. Un sueño. Lo sabía. Ya mientras soñaba tenía la vaga sensación de que era sólo un sueño. Había soñado eso mismo otras veces, muchas, pero no desde hacía tiempo. «Debe de ser por el aniversario que se avecina», pensó.

Intentó tranquilizarse. Eso no iba a ocurrir. El sueño siempre empezaba y acababa igual. Las variaciones se producían hacia la mitad.

En el sueño, Grace estaba otra vez en el Boston Garden, con el escenario justo enfrente. Tenía delante una barrera de acero, no muy alta, tal vez le llegaba a la cintura, algo que podía servir para sujetar la bicicleta con un candado. Se apoyó en ella.

Por los altavoces se oía Pale Ink, pero eso era imposible porque el concierto ni siquiera había empezado. Pale Ink era el gran éxito del grupo de Jimmy X, el single más vendido del año. Todavía se oye por la radio a todas horas. Lo escucharían en directo, no en una grabación durante el tiempo de espera. Pero si ese sueño era como una película, Pale Ink era, por así decirlo, la banda sonora.

¿Estaba Todd Woodcroft, el chico con el que salía, de pie a su lado? A veces imaginaba que lo cogía de la mano -aunque nunca fueron el tipo de pareja que se cogía de la mano- y luego, cuando todo se precipitaba, la invadía la angustiosa sensación de que su mano se le escapaba. En la realidad, Todd seguramente estaba al lado de ella; en el sueño, sólo a veces. Esta vez, no, no estaba allí. Aquella noche Todd salió ileso. Ella nunca lo culpó por lo que le había sucedido. Todd no habría podido hacer nada. Ni siquiera había ido a verla al hospital. Ella tampoco lo culpó por eso. Lo suyo no había sido más que un amor de juventud, no una relación entre dos almas gemelas, y por entonces ya había empezado a hacer aguas. ¿Quién necesitaba una escena a esas alturas? ¿Quién querría ir a ver a una chica ingresada en un hospital para romper con ella? Mejor para los dos, pensó, dejar que las cosas se apagaran solas.

En el sueño, Grace sabía que estaba a punto de ocurrir una tragedia, pero no hacía nada para evitarlo. Su yo del sueño no lanzaba una advertencia ni intentaba huir. A menudo se preguntaba por qué, pero ¿acaso los sueños no eran así? Uno no puede hacer nada aunque adivine lo que va a pasar, obedece a una especie de programación subconsciente. O tal vez la respuesta fuese más sencilla: no había tiempo. En el sueño, la tragedia se desencadenaba en cuestión de segundos. En la realidad, según los testigos, Grace y los demás habían pasado delante del escenario más de cuatro horas.

La multitud había pasado del entusiasmo inicial a la inquietud, luego al nerviosismo y por último a una manifiesta hostilidad. Jimmy X, cuyo verdadero nombre era James Xavier Farmington, el rockero guapísimo de maravillosa melena, tenía que subir al escenario a las ocho y media de la noche, aunque en realidad nadie lo esperaba antes de las nueve. Y estaban a punto de dar las doce. Al principio, la muchedumbre canturreaba el nombre de Jimmy. A esas alturas se había desatado un coro de abucheos. Mil seiscientas personas, incluidas las que, como Grace, habían tenido la suerte de encontrar entradas de primera fila en el foso de la orquesta, se levantaron como un solo hombre, exigiendo la actuación. Transcurrieron diez minutos más hasta que por fin los altavoces dieron una respuesta. La multitud, recuperando su anterior entusiasmo enfebrecido, enloqueció.

Pero la voz que habló por el sistema de megafonía no presentó al grupo. Con tono monocorde, anunció que la actuación volvía a retrasarse al menos una hora. Sin más explicación. Por un instante nadie se movió. Se hizo el silencio en el pabellón.

Ahí empezaba el sueño, en ese momento de calma antes de la devastación. Grace volvía a estar allí. ¿A qué edad? Entonces tenía veintiún años, pero en el sueño parecía mayor. Era una Grace distinta, paralela, una Grace casada con Jack y madre de Emma y Max, y sin embargo todavía estaba en ese concierto en su último año de universidad. Eso también era propio de los sueños, esa realidad doble, el yo paralelo que se superponía al real.

¿Todo eso, esos momentos del sueño, salía de su subconsciente o de lo que había leído después sobre la tragedia? Grace no lo sabía. Probablemente era una mezcla de las dos cosas, o a esa conclusión había llegado hacía tiempo. Los sueños reavivan los recuerdos, ¿no? Cuando estaba despierta, no se acordaba de esa noche en absoluto, ni siquiera de los días anteriores. Lo último que recordaba era haber estudiado para un examen final de ciencias políticas que había tenido cinco días antes. Eso era normal -le aseguraron los médicos-, por el tipo de traumatismo cerebral que había sufrido. Pero el subconsciente era un territorio extraño. Tal vez los sueños eran en realidad recuerdos, tal vez imaginaciones. Aunque más probablemente, como ocurre con la mayoría de los sueños e incluso con los recuerdos, eran una combinación de las dos cosas.

En cualquier caso, ya fuera por los recuerdos o por los artículos de la prensa, fue en ese momento cuando alguien disparó un tiro. Y luego otro. Y otro.

Ocurrió antes de que se instalasen detectores de metales en las entradas de los auditorios. Cualquiera podía ir armado. Durante un tiempo, se habló mucho sobre el posible origen de los disparos. Los obsesos de las conspiraciones seguían debatiendo al respecto, como si aquí, como en el asesinato de Kennedy, hubiese en el pabellón algún montículo de hierba donde apostarse un segundo asesino. En todo caso, la muchedumbre de jóvenes, ya exaltados, se desmandó por completo. Gritaron. Se dispersaron. Corrieron hacia las salidas.

Corrieron hacia el escenario.

Grace estaba en el peor lugar posible. La barrera le oprimió la cintura, se le hincó en el vientre. No podía zafarse. La multitud chilló y avanzó en masa. A su lado, un chico -después Grace se enteró de que tenía diecinueve años y se llamaba Ryan Vespa- no levantó las manos a tiempo, cayó sobre la barrera y se golpeó en un mal ángulo.

Grace vio -tampoco sabía si eso ocurría sólo en el sueño o también en la realidad- salir un chorro de sangre de la boca de Ryan Vespa. Al final, la barrera cedió. Se inclinó. Grace cayó al suelo. Intentó mantener el equilibrio, permanecer en pie, pero la ruidosa avalancha de seres humanos la derribó.

Esta parte era real, eso le constaba. Esta parte -el momento en que quedaba enterrada bajo una masa humana- no sólo la perseguía en sueños.

La desbandada siguió. La gente pasaba por encima de ella. Le pisoteaba los brazos y las piernas. Tropezaba y caía sobre ella como losas. El peso iba en aumento. La aplastaba. Docenas de cuerpos desesperados forcejeaban y se deslizaban tumultuosamente por encima de ella.

Los gritos llenaban el aire. Grace estaba debajo. Enterrada. Ya no había luz. Tenía demasiados cuerpos encima. Era imposible moverse. Imposible respirar. Se ahogaba. Como si la hubieran enterrado en cemento. Como si se hundiese en el agua arrastrada por un lastre.

Tenía demasiado peso encima. Parecía que una mano gigantesca le apretase la cabeza, le aplastase el cráneo como si fuera espuma de poliestireno.

No había escapatoria.

Y en ese momento, por suerte, acababa el sueño. Grace despertaba, todavía sin aliento.

En la realidad, Grace había despertado cuatro días después y casi no se acordaba de nada. Al principio pensó que era la mañana de su examen final de ciencias políticas. Los médicos se tomaron su tiempo para explicarle la situación. Había sufrido heridas muy graves. Para empezar, tenía una fractura de cráneo. Eso, suponían, explicaba los dolores de cabeza y la pérdida de memoria. No era un caso de amnesia, de memoria reprimida, ni siquiera un trastorno psicológico. Tenía una lesión en el cerebro, lo que no era raro tras producirse un traumatismo craneal de aquella magnitud con pérdida de conocimiento. Olvidar horas, incluso días, no era extraño. Grace también se había fracturado el fémur, la tibia y tres costillas. La rodilla se le había partido por la mitad. Se le había dislocado la cadera.

En medio de una nebulosa de analgésicos, supo por fin que había tenido «suerte». Dieciocho personas, de entre catorce y veintiséis años, habían muerto en la desbandada que los medios llamaron la Matanza de Boston.

La silueta que se recortaba en la puerta dijo:

– ¿Mamá?

Era Emma.

– Hola, cariño.

– Estabas gritando.

– Estoy bien. A veces hasta las mamás tienen pesadillas.

Emma se quedó entre las sombras.

– ¿Dónde está papá?

Grace miró el despertador. Eran casi las cinco menos cuarto de la mañana. ¿Cuánto había dormido? No más de diez, quince minutos.

– No tardará en llegar.

Emma no se movió.

– ¿Estás bien? -preguntó Grace.

– ¿Puedo dormir contigo?

«Se ve que ésta es la noche de las pesadillas», pensó Grace. Apartó la manta.

– Claro, cariño.

Emma se metió en la cama por el lado de Jack. Grace la volvió a tapar y la abrazó. Mantuvo la mirada fija en el despertador. A las siete en punto -justo cuando vio el reloj digital pasar de las 6:59- dejó que la invadiera el pánico.

Jack nunca había hecho algo así. Si hubiese sido una noche normal, si él hubiese subido y dicho que se iba de compras al supermercado, si antes de irse hubiese hecho en broma algún torpe comentario con doble sentido sobre melones y plátanos, algo gracioso y tonto, Grace ya habría avisado a la policía.

Pero la noche anterior no había sido normal. Ocurrió lo de la foto. Su reacción. Y no hubo un beso de despedida.

Emma se movió a su lado. Max entró frotándose los ojos pocos minutos después. Normalmente preparaba el desayuno Jack. Él era el más madrugador. Grace improvisó rápidamente la primera comida del día -cereales Cap'n Crunch con rodajas de plátano- y eludió las preguntas sobre la ausencia de su padre. Mientras estaban ocupados devorando el desayuno, Grace se escabulló a la leonera para intentar llamar a la oficina de Jack, pero nadie cogió el teléfono. Todavía era temprano.

Se puso un pantalón de chándal Adidas de Jack y los acompañó a la parada del autobús. Antes Emma siempre la abrazaba al despedirse, pero ya era demasiado mayor para eso. Se subió a toda prisa, antes de que Grace pudiera dejar caer alguno de esos estúpidos comentarios maternos, como que Emma era demasiado mayor para abrazos pero no para visitar la habitación de su madre cuando tenía miedo por la noche. Max todavía la abrazaba, pero muy deprisa y con poco entusiasmo. Los dos desaparecieron en el interior y la puerta del autobús se cerró como si los hubiese engullido.

Grace se protegió los ojos del sol con la mano y, como siempre, se quedó mirando el autobús hasta que giró por Bryden Road. Incluso ahora, incluso después de tanto tiempo, sentía aún deseos de subirse al coche y seguirlos sólo para asegurarse de que esa caja de lata amarilla de apariencia frágil llegaba a la escuela a salvo.

¿Qué le había pasado a Jack?

Se encaminó hacia la casa, pero de pronto, cambiando de idea, se dirigió al coche y partió. Grace alcanzó el autobús en Heights Road y lo siguió el resto del camino hasta la escuela Willard. Aparcó y vio bajar a los niños. Cuando aparecieron Emma y Max, cargando las mochilas, sintió el familiar cosquilleo. Se quedó esperando hasta que los dos recorrieron el sendero, subieron la escalera y desaparecieron por la puerta de la escuela.

Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, Grace rompió a llorar.


Grace esperaba ver llegar a policías de paisano. Y esperaba a dos. Así era siempre en televisión. Uno, el veterano brusco; el otro, joven y guapo. La policía del pueblo había enviado a un agente uniformado, de los que ponían multas por exceso de velocidad, en el correspondiente coche.

Se había presentado como agente Daley. Desde luego era joven, muy joven, con una erupción de acné en la lustrosa cara de niño.

Tenía el físico musculoso de un asiduo del gimnasio. Las mangas cortas parecían torniquetes en torno a los grandes bíceps. El agente Daley hablaba con una paciencia irritante, con la voz monótona de un poli suburbano, como si aleccionara a una clase de primero sobre la seguridad vial en bicicleta.

Había llegado diez minutos después de que ella llamara al número de la policía para casos no urgentes. En circunstancias normales, le explicó la persona que la atendió, le habrían pedido que acudiera a la comisaría y rellenara un impreso. Pero casualmente el agente Daley estaba en la zona, así que pasaría por su casa. Por suerte para ella.

Daley sacó una hoja del tamaño de una carta y la puso en la mesita de centro. Abrió el bolígrafo pulsando el botón del extremo y se dispuso a formular preguntas.

– ¿Cómo se llama el desaparecido?

– John Lawson. Pero todos lo llaman Jack.

El agente consultó la lista.

– ¿Dirección y número de teléfono?

Grace se los dio.

– ¿Lugar de nacimiento?

– Los Ángeles, California.

Preguntó por la estatura, el peso, el color de ojos y pelo, el sexo (sí, en serio). Preguntó si Jack tenía cicatrices, señales o tatuajes. Preguntó adónde podía haber ido.

– No lo sé -repuso Grace-. Por eso los he llamado.

El agente Daley asintió.

– Supongo que su marido es mayor de edad.

– ¿Cómo?

– Que tiene más de dieciocho años.

– Sí.

– Eso complica las cosas.

– ¿Por qué?

– Hemos recibido nuevas normas para rellenar los informes de desapariciones. Las han actualizado hará un par de semanas.

– No sé si lo entiendo.

El agente suspiró de manera teatral.

– Verá, para introducir a alguien en el ordenador, tiene que cumplir ciertos criterios. -Daley sacó otro papel-. ¿Está su marido incapacitado?

– No.

– ¿En peligro?

– ¿A qué se refiere?

Daley leyó el papel.

– «Una persona mayor de edad desaparecida y acompañada de otra persona en circunstancias que inducen a pensar que su integridad física corre peligro.»

– No lo sé. Ya se lo he dicho. Se fue de aquí anoche…

– Eso significa que no -dedujo Daley. Volvió a consultar el papel-. Tres. Desaparición involuntaria. Como por secuestro o rapto.

– No lo sé.

– Ya. Cuatro. Víctima de una catástrofe. Como un incendio o un accidente de avión.

– No.

– Y la última categoría. ¿Es menor? Bueno, eso ya ha quedado claro. -Dejó el papel-. Ya está. No se puede introducir a la persona en el sistema si no pertenece a una de estas categorías.

– O sea, que si alguien desaparece, ¿ustedes no hacen nada?

– Yo no lo diría así, señora.

– ¿Cómo lo diría?

– No tenemos ninguna prueba de actuación delictiva. Si nos llega alguna, empezaremos a investigar en el acto.

– ¿Así que de momento no harán nada?

Daley dejó el bolígrafo. Se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en los muslos. Respiró hondo.

– ¿Puedo hablarle con franqueza, señora Lawson?

– Se lo ruego.

– En la mayoría de los casos, más aún, en el noventa y nueve por ciento de los casos, el marido simplemente anda correteando por ahí. Hay problemas conyugales. Hay una amante. El marido no quiere que lo descubran.

– No es éste el caso.

El agente asintió.

– Y en el noventa y nueve por ciento de los casos, eso es lo que dice la mujer.

El tono condescendiente del policía empezaba a irritar a Grace. Ese joven no le había inspirado confianza suficiente. Se había callado cosas, como si temiera que contar toda la verdad fuera una traición. Además, pensándolo bien, ¿cómo quedaría? «Bueno, verá, encontré una foto extraña de Photomat en medio de las mías del manzanar, en Chester, ¿sabe?, y mi marido dijo que no era él, y en realidad tampoco lo sé muy bien porque la foto es antigua y luego resulta que Jack se marchó de casa…»

– ¿Señora Lawson?

– Sí.

– ¿Entiende lo que estoy diciéndole?

– Creo que sí. Que soy una histérica. Mi marido se ha fugado y estoy intentando usar a la policía para obligarlo a volver. ¿Es eso más o menos?

Él seguía impertérrito.

– Debe entenderlo. No podemos iniciar una investigación hasta que tengamos pruebas de que se ha cometido un delito. Ésas son las reglas del CNIC. -Señaló el papel otra vez y añadió con tono muy serio-: Es el Centro Nacional de Información Criminal.

Grace casi puso los ojos en blanco.

– Aunque encontráramos a su marido, no le diríamos dónde está. Éste es un país libre. Él es mayor de edad. No podemos obligarlo a volver.

– Eso lo sé.

– Podríamos hacer unas cuantas llamadas, tal vez alguna que otra indagación discreta.

– Bien.

– Necesito saber el modelo del coche y el número de matrícula.

– Es un Ford Windstar.

– ¿Color?

– Azul oscuro.

– ¿Año?

No se acordaba.

– ¿Matrícula?

– Empieza por M.

El agente Daley alzó la vista. Grace se sintió estúpida.

– Arriba tengo una copia del certificado -dijo-. Puedo ir a verlo.

– ¿Tienen un tac para los peajes?

– Sí.

El agente Daley asintió y lo anotó. Grace subió y buscó la carpeta. Hizo una copia con el escáner y se la entregó al agente Daley. Él anotó algo. Preguntó un par de cosas más. Ella se ciñó a los hechos: Jack volvió a casa del trabajo, ayudó a acostar a los niños, salió, probablemente al supermercado…, y nada más.

Tras unos cinco minutos, Daley parecía satisfecho. Sonrió y le dijo que no se preocupara. Ella se quedó mirándolo.

– Nos pondremos en contacto con usted dentro de unas horas. Si para entonces no sabemos nada, hablaremos un poco más.

Se fue. Grace volvió a llamar a la oficina de Jack. Tampoco contestaron. Miró el reloj. Eran casi las diez. Photomat abriría pronto. Bien.

Tenía un par de preguntas para Josh el Pelusilla.

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