7

A las diez y cuarto en punto, Grace llegó a Photomat.

Josh el Pelusilla no estaba allí. De hecho, no había nadie. En el escaparate de la tienda, un cartel, colgado probablemente la noche anterior, rezaba: cerrado.

Consultó el horario impreso. Abrían a las diez. Esperó. A las diez y veinte, la primera clienta, una mujer agobiada de treinta y tantos años, vio el cartel de cerrado, consultó el horario y probó la puerta. Lanzó un exagerado suspiro. Mirándola, Grace se encogió de hombros en un gesto de comprensión. La mujer se marchó molesta. Grace esperó.

A las diez y media, la tienda seguía sin abrir, y Grace supo que eso no era buena señal. Decidió volver a llamar a la oficina de Jack. Otra vez saltó el contestador de su extensión -se estremeció al oír la voz grabada y formal de Jack-, así que probó la extensión de Dan. Al fin y al cabo, los dos habían hablado la noche anterior. A lo mejor Dan podía proporcionarle alguna pista.

Marcó el número de su despacho.

– ¿Diga?

– Hola, Dan, soy Grace.

– ¿Qué tal? -saludó él, quizá con demasiado entusiasmo-. Estaba a punto de llamarte.

– ¿Ah, sí?

– ¿Dónde está Jack?

– No lo sé.

Dan vaciló.

– Cuando dices que no lo sabes…

– Anoche lo llamaste, ¿verdad?

– Sí.

– ¿De qué hablasteis?

– Esta tarde tenemos una presentación. Sobre los estudios del Fenomitol.

– ¿De algo más?

– ¿Cómo que «de algo más»? ¿A qué te refieres?

– ¿De qué más hablasteis?

– De nada. Quería preguntarle por una diapositiva de PowerPoint. ¿Por qué? ¿Qué pasa, Grace?

– Después de eso, salió.

– ¿Y?

– No he vuelto a verlo.

– Un momento, cuando dices que no lo has visto…

– O sea, que no ha vuelto a casa, no ha llamado, no tengo ni idea de dónde está.

– Vaya, ¿y has llamado a la policía?

– Sí.

– ¿Y?

– Y nada.

– Dios mío. Oye, voy para allá. Enseguida estoy allí.

– No -dijo ella-. Estoy bien.

– ¿Seguro?

– Sí. Tengo cosas que hacer -dijo de manera poco convincente. Se pasó el teléfono al otro oído, sin saber muy bien cómo decirlo-. ¿Jack se ha comportado normalmente en los últimos tiempos?

– ¿En el trabajo, quieres decir?

– En el trabajo, o en cualquier sitio.

– Sí, claro. Jack es Jack, ya lo conoces.

– ¿No has notado ningún cambio?

– Los dos hemos andado muy estresados con los ensayos de este medicamento, si lo dices por eso. Pero nada fuera de lo habitual. Grace, ¿seguro que no debería acercarme?

Se oyó un pitido en el teléfono. Una llamada en espera.

– Tengo que colgar, Dan. Me llaman por la otra línea.

– Será Jack. Telefonéame si necesitas algo.

Colgó y miró el número en el identificador. No era Jack. O al menos no era su móvil. Era un número anónimo.

– ¿Diga?

– Señora Lawson, soy el agente Daley. ¿Ha sabido algo de su marido?

– No.

– La hemos llamado a su casa.

– Ya, he salido.

Se produjo una pausa.

– ¿Dónde está?

– En el centro.

– En el centro, ¿dónde?

– En la tienda de Photomat.

Una pausa más larga.

– No pretendo entrometerme, pero ¿no le parece un lugar extraño para ir si tan preocupada está por su marido?

– ¿Agente Daley?

– ¿Sí?

– Hay un invento nuevo. Se llama teléfono móvil. De hecho, usted está hablando conmigo por uno de esos aparatos.

– No quería…

– ¿Ha averiguado algo sobre mi marido?

– Por eso la llamo. Mi capitán está aquí y le gustaría verla para hacerle unas preguntas de seguimiento.

– ¿De seguimiento?

– Sí.

– ¿Eso es normal?

– Claro. -Lo dijo como si fuera cualquier cosa menos eso.

– ¿Ha encontrado algo?

– No, o sea, nada que pueda ser motivo de alarma.

– ¿Y eso qué significa?

– Sólo que el capitán Perlmutter y yo necesitamos más información, señora Lawson.

Otra clienta de Photomat, una rubia con mechas recientes de aproximadamente la misma edad que Grace, se acercó a la tienda vacía. Ahuecó las manos en torno a los ojos y miró adentro. También ella frunció el entrecejo y se marchó malhumorada.

– ¿Están los dos en la comisaría? -preguntó Grace.

– Sí.

– Pasaré por allí dentro de tres minutos.


– ¿Cuánto tiempo hace que su marido y usted viven aquí? -preguntó el capitán Perlmutter.

Estaban apretujados en un despacho más propio del portero de la escuela que del capitán de policía del pueblo. La comisaría de Kasselton había sido trasladada a la antigua biblioteca, un edificio con historia y tradición pero con escasas comodidades. Al hacer la primera pregunta, el capitán Stu Perlmutter, sentado tras su escritorio, se reclinó en la butaca y cruzó las manos sobre la pulcra barriga. El agente Daley permanecía apoyado en el marco de la puerta, haciendo ver que estaba cómodo.

– Cuatro años -contestó Grace.

– ¿Le gusta esto?

– Bastante.

– Bien. -Perlmutter le sonrió, como un profesor dando su aprobación a la respuesta-. Y tiene hijos, ¿no?

– Sí.

– ¿De qué edad?

– Ocho y seis.

– Ocho y seis -repitió con una sonrisa nostálgica-. Son unas edades maravillosas. No son bebés, y todavía no son adolescentes.

Grace decidió tomárselo con paciencia.

– Señora Lawson, ¿su marido ya había desaparecido alguna vez?

– No.

– ¿Tienen problemas conyugales?

– Ninguno.

Perlmutter la miró con escepticismo. No guiñó un ojo, pero casi.

– Les va todo de maravilla, ¿eh?

Grace guardó silencio.

– ¿Cómo se conocieron su marido y usted?

– ¿Perdón?

– He preguntado…

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Sólo pretendo formarme una idea de la situación.

– ¿De qué situación? ¿Ha averiguado algo o no?

– Por favor. -Perlmutter intentó esbozar lo que debía de considerar una sonrisa irresistible-. Simplemente necesito un poco de información. Los antecedentes, ¿entiende? ¿Dónde se conocieron Jack Lawson y usted?

– En Francia.

Lo anotó.

– Usted es artista, ¿no es así, señora Lawson?

– Sí.

– ¿Estaba estudiando arte en el extranjero, pues?

– ¿Capitán Perlmutter?

– Sí.

– No quiero ofenderlo, pero estas preguntas son muy extrañas. Perlmutter dirigió una mirada a Daley. Se encogió de hombros para dar a entender que no albergaba malas intenciones.

– Tal vez tenga razón.

– ¿Ha averiguado algo o no? -repitió Grace.

– Creo que el agente Daley ya le ha explicado que su marido es mayor de edad y que no estamos obligados a decirle nada, ¿no es así?

– Sí.

– Bien, pues no creemos que haya sido víctima de ninguna acción delictiva, si es eso lo que la preocupa.

– ¿Por qué lo dice?

– No hay pruebas de ello.

– ¿Eso significa que no han encontrado manchas de sangre ni nada por el estilo? -preguntó ella.

– Exacto. Pero, más que eso -Perlmutter volvió a mirar a Daley-, el hecho es que sí encontramos algo que… bueno, tal vez no deberíamos contarle.

Grace se reacomodó en la silla. Intentó por todos los medios mirarlo a los ojos, pero él la eludía.

– Le agradecería mucho que me dijera lo que saben.

– No es gran cosa -dijo Perlmutter.

Grace esperó.

– El agente Daley ha telefoneado a la oficina de su marido. No ha ido por allí, claro. Seguramente ya está usted enterada de eso. Tampoco ha llamado para avisar que estaba enfermo. Así que hemos decidido investigar un poco más. De manera extraoficial, por supuesto.

– Ya.

– Usted ha tenido la amabilidad de facilitarnos el número del tac de su coche. Lo hemos introducido en el ordenador. ¿A qué hora dijo que salió su marido anoche?

– A eso de las diez.

– ¿Y pensó que tal vez había ido al supermercado?

– No lo sabía. No me dijo nada.

– ¿Simplemente cogió y se largó?

– Sí.

– ¿Y usted no le preguntó adónde iba?

– Yo estaba arriba. Oí el motor del coche.

– Bien, pues esto es lo que necesitamos saber. -Perlmutter apartó las manos de la barriga. La butaca crujió cuando se inclinó hacia delante-. Usted lo llamó al móvil. Casi enseguida. ¿No es así?

– Sí.

– Pues verá, ahí está el problema. ¿Por qué no le contestó? O sea, si quería hablar con usted…

Grace vio adonde quería ir a parar.

– ¿Cree que su marido… esto… sufrió un accidente en cuanto salió? ¿O tal vez alguien lo secuestró minutos después de marcharse de casa?

Grace no lo había pensado.

– No lo sé.

– ¿Alguna vez usa usted la autopista de Nueva York?

El cambio de tema la desconcertó.

– No mucho, pero sí, la he usado.

– ¿Ha ido alguna vez a Woodbury Commons?

– ¿El centro comercial de restos de serie?

– Sí.

– Sí, he estado allí.

– ¿Cuánto tiempo cree que se tarda en llegar?

– Media hora. ¿Fue allí?

– Lo dudo, no a esa hora. Las tiendas están cerradas. Pero usó su tac en el peaje de esa salida a las diez y veintiséis. Eso lleva a la Carretera Diecisiete y… diablos, es la que yo tomo para ir a los Poconos. Si calculamos diez minutos más o menos, cabe suponer que su marido fue derecho allí en cuanto salió de casa. Y de allí, en fin, ¿quién sabe adónde fue? La Interestatal Ochenta está a cincuenta kilómetros. Desde allí uno se puede ir a California.

Grace permaneció inmóvil.

– Así que saque sus propias conclusiones, señora Lawson. Su marido se marcha de casa. Usted lo llama de inmediato. Él no contesta. Al cabo de más o menos media hora, según sabemos, viaja en coche por Nueva York. Si alguien lo hubiera atacado o si hubiera sufrido un accidente… bueno, es imposible que lo secuestrasen y luego empleasen su tac en un plazo tan breve de tiempo. ¿Entiende lo que quiero decir?

Grace le devolvió la mirada.

– Que soy una histérica abandonada por su marido.

– No es eso ni mucho menos. Sólo que… Bueno, ya no podemos seguir investigando. A no ser… -Se acercó un poco más-. Señora Lawson, ¿hay algo más que, a su juicio, podría servirnos de ayuda?

Grace procuró no mostrarse abochornada. Echó una ojeada detrás de ella. El agente Daley no se había movido. Tenía una copia de la foto extraña en su bolso. Se acordó de Josh el Pelusilla y de que la tienda no había abierto. Había llegado el momento de contarlo. En realidad, tenía que habérselo contado a Daley cuando fue a su casa.

– No sé si viene al caso -empezó a decir mientras cogía el bolso. Sacó una copia de la foto y se la entregó a Perlmutter.

El capitán cogió unas gafas de leer, las limpió con el faldón de la camisa y se las puso. Daley se acercó y se inclinó por encima de su hombro. Grace les explicó que había encontrado la foto entre las demás. Los dos policías la miraron como si hubiera sacado una navaja y hubiera empezado a afeitarse la cabeza.

Cuando Grace acabó, el capitán Perlmutter señaló la foto y preguntó:

– ¿Y está segura de que ése es su marido?

– Eso creo.

– Pero ¿no está segura?

– Estoy bastante segura.

Él asintió como hace uno cuando cree estar hablando con un loco.

– ¿Y las otras personas de la foto? ¿La joven con la cara tachada?

– No las conozco.

– Pero su marido… Dijo que no era él, ¿no?

– Sí.

– Así que si no es él…, bueno, esta foto sería intrascendente. Y si es él… -Perlmutter se quitó las gafas-. Pues le mintió. ¿No es así, señora Lawson?

Sonó el móvil. Grace lo cogió en el acto y miró el número.

Era Jack.

Por un momento no se movió. Grace quería disculparse, pero Perlmutter y Daley la observaban. Dadas las circunstancias, no podía pedir que la dejaran sola. Pulsó el botón para responder y se acercó el teléfono al oído.

– ¿Jack?

– ¿Qué tal?

Al oír su voz, debería haber sentido un profundo alivio. Pero no fue así.

– Te he llamado a casa. ¿Dónde estás? -preguntó Jack.

– ¿Que dónde estoy yo?

– Oye, no puedo hablar mucho tiempo. Siento haberme marchado así.

Intentaba hablar con naturalidad, pero no lo conseguía.

– Necesito unos días -dijo él.

– Pero ¿qué dices?

– ¿Dónde estás, Grace?

– En la comisaría.

– ¿Has llamado a la policía?

Grace cruzó una mirada con Perlmutter. Él le hizo una seña como si dijera: «Deme el teléfono, señora. Ya me ocuparé yo».

– Oye, Grace, sólo te pido unos días. Yo… -Jack calló. Y a continuación dijo algo que aumentó su pavor-. Necesito espacio.

– Espacio -repitió ella.

– Sí, un poco de espacio. Eso es todo. Por favor, dile a la policía que me disculpe. Tengo que colgar. ¿De acuerdo? Volveré pronto.

– ¿Jack?

No contestó.

– Te quiero -dijo Grace.

Pero se había cortado la comunicación.

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