Beatrice Smith era una viuda de cincuenta y tres años.
Eric Wu estaba otra vez en el Ford Windstar. Tomó por Ridgewood Avenue para ir a la autopista de Garden State en dirección norte. Se dirigió luego al este, hacia el puente de Tappan Zee, por la Interestatal 287. Salió por Armonk, en Nueva York. Ahora circulaba por carreteras secundarias. Sabía exactamente adónde iba. Había cometido errores, sí, pero seguía ateniéndose a los principios básicos.
Uno de esos principios básicos era: ten siempre a mano una residencia de reserva.
El marido de Beatrice había sido un cardiólogo muy conocido, llegó incluso a alcalde del pueblo. En vida de él, tenían muchos amigos, pero eran todos parejas. Cuando Maury -así se llamaba el marido- murió de un infarto, esos amigos siguieron al lado de Beatrice durante un par de meses y luego desaparecieron. Su único hijo, varón y médico como su padre, vivía en San Diego con su mujer y tres hijos. Ella conservó la casa, la misma casa que había compartido con Maury, pero era grande y solitaria. Beatrice estaba pensando en venderla y trasladarse a Manhattan, pero en esos momentos los precios andaban por las nubes. Y tenía miedo. Sólo conocía Armonk. ¿Sería peor el remedio que la enfermedad?
Le había contado todo eso por Internet al ficticio Kurt McFaddon, un viudo de Filaldelfia que estaba planteándose ir a vivir a Nueva York. Wu entró en su calle y disminuyó la velocidad. La zona era tranquila, boscosa y muy aislada. Era tarde. A esa hora una falsa entrega de un paquete no servía. No había tiempo ni necesidad de sutilezas. Wu no podría dejar con vida a esa anfitriona.
No existía ningún vínculo que relacionase a Beatrice Smith con Freddy Sykes.
En pocas palabras, nadie debía encontrar a Beatrice Smith. Nunca.
Wu aparcó, se puso los guantes -esta vez nada de huellas dactilares- y se acercó a la casa.