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«Esto es una locura», pensó Charlaine.

Avanzaba con paso firme hacia el jardín de Freddy Sykes, sin pensar ni sentir nada. Se le había pasado por la cabeza la idea de que acaso estuviera jugándosela por desesperación, por el ávido deseo de introducir cualquier clase de emoción en su vida. Pero ¿qué más daba? En realidad, si se paraba a pensar, ¿qué era lo peor que podía suceder? Por ejemplo, en el caso de que Mike se enterase. ¿La dejaría? ¿Sería eso tan terrible?

¿Quería que la descubriesen?

En fin, ya bastaba de tanto autoanálisis de aficionados. Tampoco pasaba nada si llamaba a la puerta de Freddy, en el papel de buena vecina. Dos años antes Mike había levantado una empalizada de un metro veinte de altura en el jardín trasero. Quería poner una más alta, pero las ordenanzas municipales sólo se lo permitían si tenía piscina.

Charlaine abrió la verja que separaba su jardín trasero del de Freddy. Curiosamente, era la primera vez que lo hacía. Nunca había abierto esa verja.

Al acercarse a la puerta trasera de Freddy, se dio cuenta de lo deteriorada que estaba la casa, con la pintura desconchada, el jardín abandonado. Las malas hierbas crecían en las grietas del sendero. Había césped seco por todas partes. Se volvió y miró su casa. Nunca la había visto desde allí. También parecía cansada.

Ya estaba ante la puerta trasera de Freddy.

Bien, ¿y ahora qué?

«Llama, idiota», se dijo.

Llamó. Primero golpeó con suavidad. Nada. Luego más fuerte. Y nada. Acercó el oído a la puerta. Como si eso sirviera de algo. Como si fuera a oír un grito ahogado o algo así.

Silencio.

Los estores seguían bajados, pero quedaban ángulos al descubierto. Se acercó a una abertura y miró. En el salón había un sofá de color verde lima tan desgastado que parecía derretirse. Ocupaba la esquina un sillón abatible de vinilo granate. El televisor parecía nuevo. En la pared colgaban cuadros viejos de payasos. El piano estaba cubierto de fotos en blanco y negro. Había una de una boda. Los padres de Freddy, supuso Charlaine. En otra aparecía un novio muy atractivo en uniforme militar. Y otra foto mostraba a ese mismo hombre con un bebé en brazos y una amplia sonrisa en el rostro. Luego el hombre -el soldado, el novio- ya no estaba. Las demás fotos eran de Freddy solo o con su madre.

La habitación estaba impecable; no, bien conservada, para ser más exactos. Detenida en el tiempo, intacta, sin usar. Había una colección de figurillas en una rinconera. Y más fotos. Toda una vida, pensó Charlaine. Freddy Sykes tenía una vida. Costaba imaginarlo, pero así era.

Charlaine rodeó la casa en dirección al garaje. Éste tenía una ventana en la parte de atrás. Una fina cortina de encaje falso colgaba de ella. Se puso de puntillas. Se sujetó al alféizar con los dedos. La madera estaba tan vieja que casi se rajó. La pintura se desprendió como caspa.

Miró dentro del garaje.

Había otro coche, o más exactamente monovolumen. Un Ford Windstar. Cuando uno vivía en un pueblo como aquél, conocía todos los modelos.

Freddy Sykes no tenía un Ford Windstar.

Tal vez pertenecía a su joven invitado asiático. Eso tendría sentido, ¿no?

No se quedó muy convencida.

¿Y ahora qué?

Charlaine, pensativa, bajó la vista. Se lo había estado planteando desde que decidió acercarse a la casa. Antes de abandonar la seguridad de su cocina ya sabía que no le abrirían la puerta. También sabía que espiar por las ventanas -¿espiar al espía?- no le serviría de nada.

La roca.

Estaba allí, en lo que antes había sido un huerto. Había visto a Freddy usarla una vez. En realidad no era una roca. Era uno de esos guardallaves, ya tan populares que seguramente los ladrones los buscaban antes de mirar debajo del felpudo.

Charlaine se agachó, cogió la roca y le dio la vuelta. Lo único que tenía que hacer era correr el panel y sacar la llave. Eso hizo. Tenía la llave en la palma de la mano, reluciente a la luz del sol.

Ésa era la línea. La línea más allá de la cual ya no había vuelta atrás.

Se dirigió hacia la puerta trasera.

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