Mientras esperaba la llegada de Carl Vespa, Grace empezó a ordenar la habitación. Jack, lo sabía, era un marido y padre excelente. Era listo, divertido, cariñoso y entregado. Como contrapartida, Dios le había dado las dotes organizativas propias de un refresco de naranja. Era, en pocas palabras, un dejado. Reñirlo por ello -y Grace lo había intentado- era inútil. Así que dejó de hacerlo. Si para vivir feliz había que transigir, ahí tenía ocasión de demostrarlo.
Hacía tiempo que Grace había renunciado a que Jack retirara la pila de revistas tirada junto a su cama. La toalla mojada después de la ducha nunca volvía a su percha en el baño. No todas las prendas llegaban a su destino final. En ese momento, una camiseta colgaba del cesto de la ropa sucia como si la hubieran abatido de un disparo al intentar huir.
Por un instante Grace se quedó mirando la camiseta. Era verde, con el logo de fubu en el pecho, y tal vez en su día hubiera estado de moda. Jack se la compró por 6,99 dólares en T.J. Maxx, una tienda de ropa de saldo donde lo moderno va a morir. Se la había puesto con un pantalón corto que le quedaba demasiado holgado. Se plantó delante del espejo y empezó a envolverse el cuerpo con los brazos de distintas y extrañas maneras.
– ¿Qué haces? -preguntó Grace.
– Poses de gángster. ¿Qué te parece, muñeca?
– Que debería ponerte en tratamiento.
– Puaf -dijo él-. Bling bling.
– Ya. Hay que llevar a Emma a casa de Christina.
– Eh, perro, toma ésta…
– Por favor, ve. Ya mismo.
Grace recogió la camiseta. Siempre había mantenido una actitud cínica con los hombres en general. Era cauta con sus sentimientos. No se abría así como así. Nunca había creído en el amor a primera vista -seguía sin creer-, pero cuando conoció a Jack, la atracción había sido inmediata, con un cosquilleo en el estómago, y por mucho que quisiera negarlo ahora, una vocecilla le había dicho en ese mismo instante, en cuanto lo conoció, que ése era el hombre con el que se casaría.
Cram estaba en la cocina con Emma y Max. Emma se había recuperado de su anterior crisis. Se había recuperado de la única manera que pueden hacerlo los niños: deprisa y con muy pocos residuos. Comían todos varitas de pescado, incluido Cram, haciendo caso omiso a la guarnición de guisantes. Emma le leía un poema a Cram, que era un excelente público. Su risa, además de llenar una habitación, sacudía los cristales de la ventana. Al oírla, uno sonreía o se encogía.
Todavía tenía tiempo antes de que llegara Carl Vespa. No quería pensar en Geri Duncan, en su muerte, en su embarazo, en cómo miraba a Jack en la maldita foto. Scott Duncan le había preguntado qué quería realmente. Ella había contestado que quería recuperar a su marido. Seguía siendo así. Pero tal vez, con todo lo que estaba sucediendo, también necesitaba la verdad.
Con eso en mente, Grace bajó y encendió el ordenador. Fue a la página de Google y tecleó «Jack Lawson». Mil doscientos resultados. Demasiados para tener alguna utilidad. Intentó con «Shane Alworth». Ningún resultado. Interesante. Grace escribió «Sheila Lambert». Unos cuantos resultados de una jugadora de baloncesto que se llamaba igual. Nada pertinente. A continuación, probó distintas combinaciones.
Jack Lawson, Shane Alworth, Sheila Lambert y Geri Duncan: esas cuatro personas salían juntas en la foto. Tenían que estar relacionadas de alguna otra manera. Probó varias combinaciones. Primero un nombre, un apellido. Nada interesante. Seguía tecleando, comprobando los 227 resultados inútiles de las palabras «Lawson» y «Alworth», cuando sonó el teléfono.
Grace miró el visor y vio que era Cora. Lo cogió.
– ¿Qué tal?
– Lo siento -dijo Grace.
– No te preocupes, bruja.
Grace sonrió y siguió pulsando la flecha descendente. Los resultados eran inútiles.
– ¿Todavía quieres que te ayude? -preguntó Cora.
– Sí, supongo.
– ¡Qué entusiasmo el tuyo! Me encanta. Venga, ponme al corriente.
Grace no le dio muchos detalles. Confiaba en Cora, pero no quería verse obligada a confiar en ella. Sí, ya sabía que eso no tenía mucho sentido. Lo que pasaba era lo siguiente: si la vida de Grace estuviera en peligro, llamaría a Cora de inmediato. Pero si los niños estuvieran en peligro… bueno, ya no lo tendría tan claro. Lo peor de todo era que Cora debía de ser la persona en quien más confiaba, lo que significaba que nunca en su vida se había sentido tan aislada.
– ¿Estás introduciendo los nombres en los buscadores, pues? -preguntó Cora.
– Sí.
– ¿Y has encontrado algo que tenga relación?
– Absolutamente nada. -Y luego-: Espera, un momento.
– ¿Qué?
Pero una vez más, confiara o no en ella, Grace se preguntó qué sentido tenía decirle a Cora más de lo que necesitaba saber.
– Tengo que dejarte. Luego te llamo.
– Vale, bruja.
Grace colgó y se quedó mirando la pantalla. Empezó a acelerársele el pulso, aunque sólo un poco. Había agotado prácticamente todas las combinaciones posibles cuando se acordó de un artista amigo suyo que se llamaba Marlon Coburn. Siempre se quejaba de que escribían mal su nombre. En lugar de Marlon, ponían Marlin, Marian o Marlen, y en lugar de Coburn, Cohen o Corburn. Grace decidió intentarlo.
La cuarta combinación de errores tipográficos que probó fue «Lawson» y «Allworth», con dos eles en vez de una.
Salieron trescientos resultados -ninguno de los dos nombres era raro-, pero el cuarto fue el que le llamó la atención. Leyó la primera línea:
El blog de Crazy Davey
Grace sabía vagamente que un «blog» era una especie de diario público, donde la gente escribía sus pensamientos sueltos. A otras personas, por alguna extraña razón, les gustaba leerlos. Antes un diario era algo íntimo. Ahora consistía en intentar expresar algo lo bastante estridente para llegar a las masas.
En la breve muestra bajo el vínculo se leía:
«… John Lawson al teclado y Sean Allworth, que era sensacional con la guitarra…»
En realidad Jack se llamaba John. Sean se parecía bastante a Shane. Grace entró en la página. Era larguísima. Retrocedió y marcó con el ratón «caché». Al volver a la página, las palabras Lawson y Allworth saldrían resaltadas. Fue bajando y encontró una entrada de dos años antes:
26 de abril
Hola, chicos. Terese y yo nos fuimos a Vermont a pasar el fin de semana. Nos alojamos en la pensión Westerly. Fue genial. Tenían una chimenea y por la noche jugamos a las damas…
Crazy Davey siguió interminablemente. Grace meneó la cabeza. ¿Quién demonios leía esas bobadas? Se saltó otros tres párrafos.
Esa noche fui con Rick, un viejo amigo de la facultad, al Wino's. Es un antiguo bar de la Universidad de Vermont. Lo frecuentábamos cuando éramos estudiantes. Y agarraos: jugamos a la Ruleta del Condón como en los viejos tiempos. ¿La conocéis? Cada uno tiene que adivinar un color: hay Rojo Caliente, Negro Semental, Amarillo Limón, Naranja Naranja. Vale, los dos últimos los he dicho en broma, pero ya me entendéis. Había una máquina expendedora de condones en el lavabo. ¡Y sigue allí! Así que cada uno tiene que poner un pavo en la mesa. Y uno coge una moneda de veinticinco centavos, compra un condón y lo lleva a la mesa. Entonces vas y lo abres y, ¡zas!, si es de tu color, ganas. Esta vez lo adivinó Rick. Nos invitó a una jarra. Esa noche la orquesta era malísima. Me acordé de un grupo que oí cuando estaba en primero que se llamaba Allaw. Había dos tías y dos tíos. Me acuerdo de que una de las tías tocaba la batería. Los tíos eran John Lawson al teclado y Sean Allworth, que era sensacional con la guitarra. Por eso se llamaban así, creo. Allworth y Lawson. Al combinar los dos apellidos, da Allaw. Rick nunca oyó hablar de ellos. En cualquier caso, nos acabamos la jarra. Llegaron un par de tías buenas pero pasaron de nosotros. Empezamos a sentirnos viejos…
Y eso era todo. No había nada más.
Grace tecleó «Allaw» en el buscador. Y nada.
Probó más combinaciones. En vano. Sólo salía esa única vez en el blog. Crazy Davey había escrito mal el nombre de Shane, además de su apellido. Jack siempre se había llamado Jack, o al menos desde que lo conocía Grace, pero quizás en aquella época empleaba el nombre de John. O quizá Crazy Davey no se acordaba bien o lo había visto escrito.
Sin embargo, Crazy Davey había mencionado a cuatro personas: dos chicas y dos chicos. En la foto había cinco personas, pero la mujer, la que salía muy borrosa cerca del borde de la foto, tal vez no era un miembro del grupo. ¿Y qué había dicho Scott sobre la última llamada de su hermana?
«Pensé que quería hablarme de lo último en que andaba metida: la aroma terapia, su nuevo grupo de rock…»
Grupo de rock. ¿Sería eso? ¿Era la foto de un grupo de rock?
Buscó en la página de Crazy Davey un número de teléfono o un nombre completo. Sólo salía una dirección de correo electrónico. Grace marcó el vínculo con el ratón y tecleó rápidamente: «Necesito su ayuda. Tengo que hacerle una pregunta muy importante sobre Allaw, el grupo de música que vio de estudiante. Por favor, llámeme a cobro revertido».
Añadió su número de teléfono y envió el mensaje.
«Así pues, ¿qué significa esto?», se preguntó.
Intentó encajar todas las piezas de distintas maneras. Nada tenía sentido. Pocos minutos después, una limusina se detuvo en el camino de entrada. Grace miró por la ventana. Había llegado Carl Vespa.
Tenía otro chófer, un hombre fornido con el pelo cortado al uno y expresión ceñuda, que no parecía ni la mitad de peligroso que Cram. Grace añadió el blog a su carpeta de Favoritos antes de recorrer el pasillo para abrir la puerta.
Vespa entró sin saludar. Seguía elegante, con una chaqueta blazer que parecía confeccionada por los dioses, pero por lo demás presentaba un aspecto extrañamente desaliñado. Siempre iba despeinado -ésa era su imagen habitual-, pero existe una fina línea entre ir despeinado y no arreglarse el pelo en absoluto. Él había traspasado esa línea. Tenía los ojos inyectados en sangre. Las arrugas que convergían en las comisuras de los labios eran más profundas, más pronunciadas.
– ¿Qué ocurre?
– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar? -preguntó Vespa.
– Los niños están con Cram en la cocina. Podemos ir al salón.
Vespa asintió. Desde lejos les llegó la risa sonora de Max. Al oírla, Vespa se puso tenso.
– Tu hijo tiene seis años, ¿no?
– Sí.
Vespa sonrió. Grace no sabía qué le rondaba por la cabeza, pero su sonrisa la conmovió.
– A los seis años, a Ryan le dio por los cromos de béisbol.
– Pues a Max le ha dado por Yu-Gi-Oh!
– ¿Yu-Gi-qué?
Grace meneó la cabeza dando a entender que no valía la pena explicarlo.
– Ryan solía jugar a un juego con los cromos. Los dividía por equipos y luego los extendía sobre la alfombra como si fuera un campo de béisbol. Ya sabes, el jugador de la tercera base -en aquel entonces era Graig Nettles- en la tercera base, tres jugadores en medio del campo; incluso tenía a los lanzadores de reserva en la zona de calentamiento a la derecha.
Le resplandecía la cara al recordarlo. Miró a Grace. Ella le sonrió, con la mayor delicadeza posible; aun así, no pudo disimular su ánimo. A Vespa se le demudó el rostro.
– Va a salir en libertad condicional.
Grace no dijo nada.
– Wade Larue. Van a soltarlo antes. Mañana.
– Ah.
– ¿Qué te parece?
– Lleva en la cárcel casi quince años -dijo ella.
– Murieron dieciocho personas.
Grace no quería hablar de eso con él. Ese número -el dieciocho- no significaba nada. Sólo importaba uno. Ryan. Desde la cocina Max volvió a reír. El sonido atravesó la habitación. El rostro de Vespa permaneció impasible, pero Grace vio que algo sucedía en su interior. Un torbellino. Vespa no dijo nada. No era necesario. Lo que pensaba en ese momento era evidente: ¿Y si hubiera sido Max o Emma? ¿Grace también habría pensado que era sólo un perdedor que se había drogado y dejado llevar por el pánico? ¿Lo habría perdonado tan fácilmente?
– ¿Te acuerdas del guardia de seguridad, Gordon MacKenzie? -preguntó Vespa.
Grace asintió. Había sido el héroe de la noche porque encontró la manera de abrir dos de las salidas de emergencias cerradas con llave.
– Murió hace unas semanas. De un tumor cerebral.
– Lo sé.
Los artículos sobre el aniversario habían concedido a Gordon MacKenzie un lugar destacado.
– ¿Crees en la vida después de la muerte, Grace?
– No lo sé.
– ¿Y tus padres? ¿Los verás algún día?
– No lo sé.
– Vamos, Grace, quiero saber qué piensas.
Vespa clavó su mirada en la de ella. Grace se movió inquieta en su asiento.
– Por teléfono me has preguntado si Jack tenía una hermana.
– Sandra Koval.
– ¿Por qué me lo has preguntado?
– Luego te lo diré -contestó Vespa-. Quiero saber qué piensas. ¿Adónde vamos cuando morimos, Grace?
Grace se dio cuenta de que no serviría de nada discutir con él. Desprendía una vibración desagradable, una sensación de malestar. No se lo preguntaba por curiosidad, como amigo, como figura paterna. Su voz transmitía un desafío. Incluso ira. Grace se preguntó si había bebido.
– Hay una cita de Shakespeare -dijo ella-. De Hamlet. Dice que la muerte es… y creo que son las palabras textuales… un país sin descubrir de cuyo territorio no retorna ningún viajero.
Vespa hizo una mueca.
– En otras palabras, no tenemos ni idea.
– Así es, más o menos -convino Grace.
– Ya sabes que eso es una estupidez.
Grace no dijo nada.
– Ya sabes que no hay nada. Que yo no volveré a ver a Ryan. Sólo que a la gente le cuesta mucho aceptarlo. Los débiles se inventan a dioses invisibles y jardines y reuniones en el paraíso. Y luego hay otros, como tú, que no se tragan esas bobadas, pero, aun así, os resulta demasiado doloroso aceptar la verdad. Por lo tanto, tendéis a racionalizar con eso de «¿Cómo vamos a saberlo?». Pero sí lo sabes, Grace, ¿verdad?
– Lo siento, Carl.
– ¿Qué sientes?
– Siento que sufras. Pero, por favor, no me digas qué crees.
Algo ocurrió en los ojos de Vespa. Se dilataron un momento y fue casi como si hubiera estallado algo en su interior.
– ¿Cómo conociste a tu marido?
– ¿Qué?
– ¿Cómo conociste a Jack?
– ¿Y eso qué tiene que ver con nada?
Vespa se acercó un paso. Un paso amenazador. La miró desde lo alto, y por primera vez Grace supo que todas las historias, todos los rumores sobre él, sobre lo que hacía, eran verdad.
– ¿Cómo os conocisteis?
Grace intentó no encogerse.
– Ya lo sabes.
– ¿En Francia?
– Sí.
La miró con dureza.
– ¿Qué ocurre, Carl?
– Wade Larue va a salir a la calle.
– Eso has dicho.
– Mañana su abogada dará una rueda de prensa en Nueva York. Irán las familias. Quiero que vayas.
Grace esperó. Sabía que había algo más.
– Su abogada estuvo brillante. Deslumbró a la comisión que dictaminó la libertad condicional. Seguro que también deslumbrará a la prensa.
Se interrumpió y esperó. Por un instante Grace se sintió confusa, pero de pronto una sensación de frío surgió en el centro de su pecho y se extendió por sus miembros. Carl Vespa se dio cuenta. Asintió y retrocedió.
– Háblame de Sandra Koval -dijo él-. Porque, la verdad, no entiendo cómo es posible que tu cuñada, precisamente, acabara representando a alguien como Wade Larue.