Perlmutter le había dado la noticia a Lorraine Conwell con la mayor delicadeza posible.
Había dado malas noticias muchas veces. La mayoría tenían que ver con accidentes automovilísticos en la Carretera 4 o la autopista de Garden State. Lorraine Conwell se había deshecho en llanto, pero a eso había seguido el natural embotamiento y ya no lloraba.
Las fases del dolor: se supone que la primera es la negación. Eso no es verdad. La primera es todo lo contrario: la total aceptación. Uno oye la mala noticia y entiende exactamente lo que se le ha dicho. Entiende que el ser querido -el cónyuge, el padre, el hijo- nunca volverá a casa, que su vida ha terminado y nunca, nunca, volverá a verlo. Lo entiende de inmediato. Le tiemblan las rodillas. Se le encoge el corazón.
Ése era el primer paso: no sólo aceptación, no sólo comprensión, sino la verdad absoluta. Los seres humanos no están hechos para soportar esa clase de dolor. Es entonces cuando empieza la negación. La negación irrumpe rápidamente, curando las heridas o al menos cubriéndolas. Aun así, existe ese momento, misericordiosamente rápido, la verdadera primera fase, en que uno oye la noticia y contempla el vacío, y por horrible que sea, lo entiende todo.
Lorraine Conwell permaneció erguida. Le temblaban los labios. Tenía los ojos secos. Se la veía pequeña y sola, y Perlmutter tuvo que contenerse para no rodearla con los brazos y estrecharla.
– Rocky y yo -dijo-. Íbamos a reconciliarnos.
Perlmutter asintió, animándola a seguir hablando.
– Es mi culpa, ¿sabe? Yo obligué a Rocky a marcharse. No tenía que haberlo hecho. -Lo miró con sus ojos de color violeta-. Cuando nos conocimos, él era muy distinto, ¿sabe? Entonces tenía sueños. Estaba muy seguro de sí mismo. Pero cuando ya no pudo seguir jugando…, eso lo superó. Yo no lo soporté.
Perlmutter volvió a asentir. Deseaba ayudarla, deseaba hacerle compañía, pero en realidad no tenía tiempo para la versión no abreviada de la historia de su vida. Debía seguir adelante con el caso y marcharse de allí.
– ¿Alguien quería causar daño a Rocky? ¿Tenía enemigos o algo así?
Ella movió la cabeza en un gesto de negación.
– No, nadie.
– Estuvo en la cárcel.
– Sí, fue por una estupidez. Se metió en una pelea en un bar. Se pasó de rosca.
Perlmutter miró a Daley. Sabían lo de la pelea. Ya lo habían investigado por si la víctima había buscado venganza tardíamente. Parecía poco probable.
– ¿Tenía Rocky algún empleo?
– Sí.
– ¿Dónde?
– En Newark. Trabajaba en la fábrica de Budweiser, la que está cerca del aeropuerto.
– Usted llamó ayer a la comisaría -dijo Perlmutter.
Ella asintió con la mirada fija al frente.
– Habló con el agente DiBartola.
– Sí. Fue muy amable.
«No lo dudo», pensó él.
– Le dijo que Rocky no había vuelto del trabajo.
Ella asintió.
– Llamó a primera hora de la mañana. Le explicó que había trabajado la noche anterior.
– Sí.
– ¿Es que hacía el turno de noche en la fábrica?
– No, tenía otro empleo. -Ella se encogió, un poco avergonzada-. Cobraba en negro.
– ¿Y en qué consistía?
– Trabajaba para una mujer.
– ¿Y qué hacía?
Se enjugó una lágrima con un dedo.
– Rocky no hablaba mucho de eso. Entregaba citaciones judiciales, creo, cosas así.
– ¿Sabe cómo se llamaba esa mujer?
– Tenía un nombre extranjero. Soy incapaz de pronunciarlo.
Perlmutter no tuvo que pensárselo mucho.
– ¿Indira Khariwalla?
– Eso. -Lorraine Conwell alzó la vista-. ¿La conoce?
Sí la conocía. Había pasado mucho tiempo pero, sí, Perlmutter la conocía muy bien.
Grace le había entregado la foto a Scott Duncan, la foto donde salían las cinco personas. Él no podía apartar la mirada, en especial de la imagen de su hermana. Pasó el dedo por la cara. Grace apenas si resistía mirarlo.
Estaban en casa de Grace, sentados en la cocina. Llevaban hablando más de media hora.
– ¿Esto le llegó hace dos días? -preguntó Scott Duncan.
– Sí.
– Y luego su marido… Es él, ¿no? -Scott Duncan señaló la imagen de Jack.
– Sí.
– ¿Se fugó?
– Desapareció -dijo ella-. No se fugó.
– Ya. ¿Cree que… esto… que lo secuestraron?
– No sé qué le pasó. Sólo sé que tiene problemas.
Scott Duncan mantenía la mirada fija en la vieja foto.
– ¿Porque la avisó de algún modo? ¿Diciendo que necesitaba espacio o algo así?
– Señor Duncan, me gustaría saber cómo ha llegado esa foto a sus manos y, de paso, cómo me ha encontrado a mí.
– Usted la envió a través de un spam. Alguien reconoció la foto y me la envió. Yo localicé al spammer y lo presioné un poco.
– ¿Por eso no recibimos ninguna respuesta?
Duncan asintió.
– Antes quería hablar con usted.
– Ya le he dicho todo lo que sé. Iba a ver al chico de Photomat cuando usted se ha presentado.
– Lo interrogaremos, no se preocupe por eso.
Él podía desviar la mirada de la foto. Hasta el momento sólo había hablado ella. Él no le había contado nada, salvo que la mujer de la foto era su hermana. Grace señaló la cara tachada.
– Hábleme de ella -dijo Grace.
– Se llamaba Geri. ¿Le dice algo su nombre?
– Lo siento, pero no.
– ¿Su marido nunca la mencionó? Geri Duncan.
– No que yo recuerde. -Y añadió-: Ha dicho que se «llamaba».
– ¿Cómo?
– Ha dicho que se «llamaba» Geri, en pasado.
Scott Duncan asintió.
– Murió en un incendio a los veintiún años. En la habitación de su residencia.
Grace se quedó helada.
– Estudió en Tufts, ¿no?
– Sí. ¿Cómo lo sabía?
Ahora caía en la cuenta: por eso le sonaba la cara de la chica. Grace no la había conocido, pero en su día habían salido fotos en la prensa, cuando Grace hacía rehabilitación física y hojeaba demasiados periódicos.
– Recuerdo que lo leí. ¿No fue un accidente? ¿Un incendio por una avería eléctrica o algo así?
– Eso creía yo. Hasta hace tres meses.
– ¿Qué cambió entonces?
– La fiscalía capturó a un hombre que se hace llamar Monte Scanlon. Es un asesino a sueldo. Su trabajo consistió en hacerlo de manera que pareciese un accidente.
Grace intentó asimilarlo.
– ¿Y no se enteró hasta hace tres meses?
– Exacto.
– ¿Lo investigó?
– Sigo investigando, pero ha pasado mucho tiempo desde entonces. -Su tono de voz se había suavizado-. No quedan muchas pistas después de tantos años.
Grace se volvió.
– Me enteré de que Geri salía con un chico en esa época, un chico de allí que se llamaba Shane Alworth. ¿Le dice algo el nombre?
– No.
– ¿Seguro?
– Eso creo.
– Shane Alworth tenía antecedentes, nada serio, pero lo investigué.
– ¿Y qué?
– Ha desaparecido.
– ¿Desaparecido?
– Sin dejar el menor rastro. No encuentro constancia de ningún empleo ni actividad profesional. No consta ningún Shane Alworth en Hacienda. Su número de la seguridad social no sale en ninguna parte.
– ¿Desde cuándo?
– ¿Desde cuándo ha desaparecido?
– Sí.
– He retrocedido diez años. Y nada. -Duncan metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó otra foto. Se la dio a Grace-. ¿Lo reconoce?
Ella observó la foto atentamente. No cabía duda. Era el otro chico de la foto. Miró a Duncan para que se lo corroborase. Éste asintió.
– Es espeluznante, ¿no?
– ¿De dónde ha sacado esta foto? -preguntó ella.
– De la madre de Shane Alworth. Dice que su hijo vive en un pueblo de México, que es misionero o algo así, y por eso su nombre no aparece en ningún sitio. Shane también tiene un hermano que vive en San Luis. Es psicólogo. Confirma lo que dice la madre.
– Pero usted no se lo cree.
– ¿Y usted?
Grace dejó la foto misteriosa en la mesa.
– Así que sabemos algo de tres personas de esta foto -dijo Grace, más para sí que para Duncan-. Tenemos a su hermana, que fue asesinada. Tenemos a su novio, Shane Alworth, este chico de aquí, cuyo paradero se desconoce. Y tenemos a mi marido, que desapareció al ver la foto. ¿Es así?
– Más o menos.
– ¿Qué más dijo la madre?
– Que Shane estaba ilocalizable. En la selva del Amazonas, o eso creía.
– ¿La selva del Amazonas? ¿En México?
– Sus conocimientos de geografía son un poco confusos.
Grace meneó la cabeza y señaló la foto.
– Así que sólo nos quedan las otras dos mujeres. ¿Tiene idea de quiénes son?
– No, todavía no. Pero ahora sabemos algo más. Pronto tendré información sobre la pelirroja. De la otra, la que está de espaldas, no sé si podremos averiguar algo.
– ¿Y no se ha enterado de nada más?
– En realidad, no. He exhumado el cadáver de Geri. Tardé un tiempo en conseguir autorización. Se está haciendo una autopsia completa, para ver si encuentran alguna prueba física, pero es una posibilidad remota. Ésta… -cogió la foto del spam-… ésta es la primera auténtica pista que consigo.
A Grace no le gustó el tono de esperanza en su voz.
– Quizá sólo sea una foto -dijo ella.
– No es eso lo que usted cree.
Grace apoyó las manos en la mesa.
– ¿Piensa que mi marido tuvo algo que ver con la muerte de su hermana?
Duncan se frotó la barbilla.
– Buena pregunta -contestó.
Grace esperó.
– Es probable que tuviera algo que ver. Pero no creo que la matase él, si se refiere a eso. Les pasó algo hace mucho tiempo. No sé qué fue. Mi hermana murió en un incendio. Su marido huyó al extranjero, supongo. ¿Ha dicho que a Francia?
– Sí.
– Y Shane Alworth también. O sea, está todo relacionado. Tiene que estarlo.
– Mi cuñada sabe algo.
Scott Duncan asintió.
– ¿Ha dicho que es abogada?
– Sí. Trabaja en Burton y Crimstein.
– Mala cosa. Conozco a Hester Crimstein. Si no quiere hablar, no podré presionarla demasiado.
– ¿Qué podemos hacer, pues?
– Seguiremos sacudiendo la jaula.
– ¿Sacudiendo la jaula?
Él asintió.
– La única manera de progresar es sacudir jaulas.
– Así que habrá que empezar sacudiendo a Josh en Photomat -dijo Grace-. Fue él quien me dio la foto.
Duncan se puso en pie.
– Parece un buen plan. ¿Piensa ir ahora? -preguntó Scott Duncan.
– Sí.
– Me gustaría acompañarla.
– Pues vamos.
– Dichosos los ojos, capitán Perlmutter. ¿A qué debo el placer?
Indira Khariwalla era una mujer menuda y arrugada. Su piel oscura -era, como sugería su nombre, de la India, en concreto de Bombay- parecía más dura y más gruesa. Seguía siendo atractiva, pero ya no era la mujer tentadora y exótica que había sido en sus buenos tiempos.
– Han pasado muchos años -dijo él.
– Sí. -La sonrisa, en su día irresistible, ahora le requería un gran esfuerzo y casi le resquebrajaba la piel-. Pero preferiría no desenterrar el pasado.
– Yo también.
Cuando Perlmutter empezó a trabajar en Kasselton, tenía como compañero a un veterano llamado Steve Goedert, una bellísima persona, al que le faltaba un año para jubilarse. Enseguida entablaron una profunda amistad. Goedert tenía mujer, Susan, y tres hijos, ya adultos. Perlmutter no sabía cómo había conocido Goedert a Indira, pero tuvieron una aventura. Y Susan se enteró.
Omitiremos los detalles de un desagradable divorcio.
Cuando los abogados acabaron con él, Goedert se quedó a dos velas. Acabó trabajando como investigador privado pero con un sesgo especial: se especializó en la infidelidad. O al menos eso decía. Al modo de ver de Perlmutter, era un timo, una incitación manifiesta a la comisión de un delito. Utilizaba a Indira como cebo. Ella abordaba al marido, lo seducía y luego Goedert sacaba las fotos. Perlmutter le aconsejó que lo dejara. La fidelidad no era un juego. No era una broma poner a prueba a un hombre de esa manera.
Goedert debía de saber que eso estaba mal. Se dio a la bebida y ya no la dejó. También él tenía una pistola en su casa, y al final tampoco él la empleó para prevenir un allanamiento en su domicilio. Tras su muerte, Indira siguió por su cuenta. Se hizo cargo de la agencia, dejando el nombre de Goedert en la puerta.
– Ha pasado mucho tiempo -dijo ella en voz baja.
– ¿Lo querías?
– Eso no es asunto tuyo.
– Arruinaste su vida.
– ¿De verdad crees que puedo tener semejante poder sobre un hombre? -Cambió de posición en la silla-. ¿Qué puedo hacer por ti, capitán Perlmutter?
– Tienes un empleado que se llama Rocky Conwell.
Ella no contestó.
– Sé que trabaja extraoficialmente. Eso no me preocupa.
Seguía callada. Él puso en la mesa una Polaroid, una imagen descarnada del cadáver de Conwell.
Indira le lanzó una ojeada, dispuesta a restarle importancia, pero de pronto fijó la mirada.
– Dios mío.
Perlmutter esperó, pero Indira no dijo nada. Siguió mirando la foto por un momento y luego echó atrás la cabeza.
– Su mujer dice que trabajaba para ti.
Ella asintió.
– ¿Qué hacía?
– Turnos de noche.
– ¿Y qué hacía en los turnos de noche?
– En general, recuperaba artículos impagados. También entregaba alguna que otra citación.
– ¿Y qué más?
No dijo nada.
– Había unos cuantos objetos en su coche. Encontramos una cámara con teleobjetivo y unos prismáticos.
– ¿Y?
– ¿Estaba vigilando a alguien?
Ella lo miró. Tenía lágrimas en los ojos.
– ¿Crees que lo mataron mientras trabajaba?
– Es una suposición lógica, pero no lo sabré con certeza hasta que me digas qué estaba haciendo.
Indira apartó la mirada. Empezó a mecerse en la silla.
– ¿Estaba trabajando hace dos noches?
– Sí.
Más silencio.
– ¿Qué hacía, Indira?
– No puedo decirlo.
– ¿Por qué no?
– Tengo clientes. Y ellos tienen derechos. Ya te conoces la canción, Stu.
– No eres abogada.
– No, pero puedo trabajar para una.
– ¿Me estás diciendo que este caso era encargo de un abogado?
– No estoy diciendo nada.
– ¿Quieres echarle otro vistazo a la foto?
Ella casi sonrió.
– ¿Crees que eso me hará hablar? -dijo Indira, pero echó otro vistazo-. No veo sangre.
– No la hubo.
– ¿No le dispararon?
– No. No se usaron pistolas ni cuchillos.
Ella se mostró confusa.
– ¿Y cómo lo mataron?
– Todavía no lo sé. Están practicando la autopsia. Pero se me ocurre una posibilidad, ¿quieres oírla?
Aunque no quería, Indira asintió.
– Murió por asfixia.
– ¿Te refieres a que lo agarrotaron?
– Lo dudo. No había señales de ligadura en el cuello.
Ella frunció el entrecejo.
– Rocky era corpulento. Y fuerte como un toro. Tuvo que ser veneno, o algo así.
– No lo creo. Según el forense, presentaba considerables lesiones en la laringe.
Indira quedó desconcertada.
– En otras palabras, tenía la garganta aplastada como una cáscara de huevo.
– ¿Lo estrangularon con las manos, pues?
– No lo sabemos.
– Era demasiado fuerte para eso -insistió ella.
– ¿A quién seguía? -preguntó Perlmutter.
– Déjame hacer una llamada. Puedes esperar en el pasillo.
Perlmutter obedeció. No tuvo que esperar mucho.
Cuando Indira salió, tenía la voz entrecortada.
– No puedo hablar contigo -dijo-. Lo siento.
– ¿Órdenes del abogado?
– No puedo hablar contigo.
– Volveré. Pediré una orden judicial.
– Suerte -dijo ella, volviéndose, y Perlmutter pensó que tal vez se lo había deseado sinceramente.