Perlmutter cayó en la cuenta de que, legalmente, no tenían derecho a abrir el coche de Rocky Conwell. Hizo acercarse a Daley.
– ¿Está DiBartola de servicio?
– No.
– Pues llama a la mujer de Rocky Conwell y pregúntale si tiene un juego de llaves del coche. Dile que lo hemos encontrado y necesitamos que nos dé permiso para registrarlo.
– Es la ex mujer. ¿Tiene autoridad para darlo?
– La suficiente para nuestros intereses.
– De acuerdo.
Daley no tardó mucho. La mujer cooperó. Pasaron por los apartamentos de Maple Garden en Maple Street. Daley subió a toda prisa y recogió las llaves. Cinco minutos después estaban en el aparcamiento.
No había hasta el momento la menor sospecha de delito. Si acaso, encontrar el coche allí, en ese aparcamiento, inducía a extraer la conclusión contraria. La gente aparcaba en ese lugar para ir a otro sitio. Un autobús trasladaba a los conductores cansados al centro de Manhattan. Otro iba al extremo norte de la famosa isla, cerca del puente de George Washington. Y otros llevaban a los tres principales aeropuertos más cercanos -JFK, La Guardia, Newark Liberty- y en última instancia a cualquier parte del mundo. De modo que no, el hallazgo del coche de Rocky Conwell no suscitaba la menor sospecha de delito.
Al menos, no al principio.
Pepe y Pashaian, los dos policías que vigilaban el coche, no se habían dado cuenta. Perlmutter miró a Daley. Tampoco detectó nada en su rostro. Todos mantenían una actitud displicente, convencidos de que aquello no conduciría a nada.
Pepe y Pashaian se tiraron de los cinturones para reacomodarse la cintura del pantalón y se acercaron a Perlmutter.
– ¿Qué tal, capitán?
Perlmutter mantenía la mirada fija en el coche.
– ¿Quiere que preguntemos en las taquillas de la estación de autobuses? -preguntó Pepe-. Tal vez alguien se acuerde de haber vendido un billete a Conwell.
– Creo que no -contestó Perlmutter.
Los tres hombres más jóvenes percibieron algo en la voz de su superior. Cruzaron miradas y se encogieron de hombros. Perlmutter no se explicó.
El vehículo de Conwell era un Toyota Celica. Un coche pequeño, un modelo viejo. Pero en realidad el tamaño y la antigüedad eran lo de menos. Tampoco tenía la mayor trascendencia el hecho de que las llantas estuvieran oxidadas, de que faltaran dos tapacubos, de que los otros dos estuvieran tan sucios que no se veía dónde acababa el metal y empezaba la goma. No, nada de eso importó a Perlmutter.
Se quedó mirando el maletero del coche y pensó en esos sheriffs de pueblo de las películas de terror, un pueblo donde sucede algo muy raro, donde los habitantes empiezan a comportarse de una manera extraña y el número de muertos aumenta por momentos, y el sheriff, ese agente del orden bueno, listo, leal y desbordado por las circunstancias, no sabe qué hacer. Eso mismo sintió Perlmutter, porque la parte trasera del coche, el maletero, estaba muy baja.
Demasiado baja.
Sólo había una explicación. El maletero contenía algo pesado.
Podía ser cualquier cosa, claro. Rocky Conwell era jugador de fútbol. Seguramente levantaba pesas. Quizá transportaba un juego de pesas. La respuesta podía ser así de sencilla, el bueno de Rocky andaba trasladando sus pesas. Tal vez las llevaba al apartamento con jardín de Maple Street, donde vivía su ex. Ella se había preocupado por él. Estaban reconciliándose. Quizá Rocky cargó su coche… bueno, no todo el coche, sólo el maletero, porque, como Perlmutter vio, no había nada en el asiento trasero… En cualquier caso, quizá lo cargó para volver a vivir con ella.
Perlmutter se acercó al Toyota Celica agitando las llaves. Daley, Pepe y Pashaian se quedaron atrás. Perlmutter contempló el juego de llaves. La mujer de Rocky -creía que se llamaba Lorraine pero no estaba seguro- tenía un llavero con un casco de fútbol de la Universidad Estatal de Pensilvania. Estaba viejo y lleno de arañazos. Apenas se veía la mascota, el león de Nittany. Perlmutter se preguntó en qué pensaría ella cuando miraba el llavero, por qué seguía usándolo.
Se detuvo junto al maletero y olfateó el aire. No olió nada. Metió la llave en la cerradura y la hizo girar. El maletero se abrió con un chasquido reverberante. Perlmutter empezó a levantarlo. El aire que escapó de dentro era casi palpable. Y ahora sí, el olor era inconfundible.
Habían comprimido en el interior algo de gran tamaño, como una almohada descomunal. Sin previo aviso saltó como un enorme muñeco activado por un resorte. Perlmutter retrocedió de un salto cuando el cuerpo salió y, de cabeza, fue a topar violentamente contra el asfalto.
No importaba, claro. Rocky Conwell estaba muerto.