Era la madre popular y parlanchina. Charlaine no le hizo caso. «Bien, Charlaine, piensa», se dijo.
¿Qué haría la heroína tonta?, se preguntó. Hasta ese momento había actuado de ese modo: imaginando qué habría hecho la mujer desvalida… para hacer todo lo contrario.
«Vamos, vamos…»
Charlaine intentó luchar contra el miedo que casi la paralizaba. No esperaba volver a ver a ese hombre. La policía lo buscaba. Eric Wu había herido a Mike. Había agredido a Freddy y lo había mantenido prisionero. La policía tenía sus huellas dactilares. Sabían quién era. Volverían a meterlo en la cárcel. Así pues, ¿qué hacía allí?
«¿Y eso qué más da, Charlaine? Haz algo.»
La respuesta no requería muchas luces: debía llamar a la policía.
Metió la mano en el bolso y sacó su Motorola. Las madres seguían ladrando como perros falderos. Charlaine abrió el móvil.
Estaba sin batería.
Típico, y sin embargo tenía su explicación. Lo había usado en la persecución. Lo había llevado encendido durante todo ese tiempo. El teléfono tenía dos años. Al maldito aparato se le agotaba la batería cada dos por tres. Volvió a dirigir la mirada hacia el otro extremo del patio. Eric Wu hablaba con Grace Lawson. Los dos empezaron a alejarse.
La misma mujer volvió a preguntar:
– ¿Pasa algo, Charlaine?
– Necesito usar tu móvil -dijo-. Ahora.
Grace se quedó mirando al hombre.
– Si me sigue, la llevaré a donde está su marido. Lo verá. Volverá dentro de una hora. Pero el timbre de la escuela sonará dentro de un minuto. Si no viene conmigo, sacaré una pistola. Dispararé a sus hijos. Dispararé a bulto contra cualquier niño. ¿Entendido?
Grace no podía hablar.
– No tiene mucho tiempo.
Recuperó la voz.
– Iré con usted.
– Usted conduce. Sólo tiene que caminar tranquilamente a mi lado. Le ruego que no cometa el error de intentar hacer una señal a alguien. Porque lo mataré. ¿Entendido?
– Sí.
– Tal vez se pregunte por el hombre encargado de protegerla -prosiguió-. Le puedo asegurar que ya no interferirá.
– ¿Quién es usted? -preguntó Grace.
– El timbre está a punto de sonar. -Apartó la mirada con un asomo de sonrisa en los labios-. ¿Quiere que yo continúe aquí cuando salgan sus hijos?
«Grita -pensó Grace-. Grita como una loca y echa a correr.» Pero vio el bulto de la pistola. Vio los ojos del hombre. Eso no era ningún farol. Hablaba en serio. Era capaz de matar.
Y tenía a su marido.
Empezaron a caminar hacia su coche, uno al lado del otro, como dos amigos. Grace dirigió la mirada hacia el patio. Vio a Cora. Cora la miró con expresión de perplejidad. Grace no quiso arriesgarse. Volvió la cara.
Grace siguió andando. Llegaron a su coche. Justo cuando acababa de abrir las puertas con el mando sonó el timbre.
La mujer parlanchina buscó en el bolso.
– Tenemos un plan de llamadas espantoso. A veces Hal es muy tacaño. Sólo nos alcanza para las llamadas de la primera semana y luego tenemos que vigilar el resto del mes.
Charlaine miró a las demás mujeres. Como no quería asustarlas, intentó hablar con naturalidad.
– Por favor, ¿alguien puede dejarme su móvil?
Tenía la mirada fija en Wu y Lawson. Ya habían cruzado la calle y estaban al lado del coche de Grace. Vio que Grace abría las puertas con un mando. Grace se detuvo junto a la puerta del conductor, Wu junto a la del acompañante. Grace Lawson no hizo el menor ademán de huir. Charlaine no le veía bien la cara, pero no parecía coaccionada.
Sonó el timbre.
Todas las madres se volvieron hacia las puertas, una reacción pavloviana, y esperaron a que salieran sus hijos.
– Toma, Charlaine.
Una de las madres, sin apartar la mirada de la puerta de la escuela, le dio su móvil a Charlaine. Ella intentó no cogerlo con precipitación. Justo cuando se lo acercaba a la oreja, miró una vez más a Grace y Wu. Se detuvo en seco.
Wu la miraba fijamente.
Cuando Wu volvió a ver a esa mujer, lo primero que hizo fue llevarse la mano a la pistola.
Iba a dispararle. Allí mismo. En ese preciso instante. Delante de todo el mundo.
Wu no era supersticioso. Comprendió que era lógico que esa mujer estuviera allí. Tenía hijos. Vivía en la zona. Allí debía de haber entre doscientas y trescientas madres. No era extraño que se encontrara entre ellas.
Aun así quería matarla.
Desde el punto de vista supersticioso, quería matar a ese demonio.
Desde el punto de vista práctico, así le impediría llamar a la policía. También sembraría el pánico, lo que le permitiría escapar. Si le disparaba, todo el mundo se precipitaría hacia la mujer herida. Sería una distracción perfecta.
Pero eso también planteaba problemas.
En primer lugar, la mujer estaba al menos a treinta metros. Eric Wu conocía sus puntos fuertes y sus puntos débiles. En un encuentro cuerpo a cuerpo no tenía parangón. Con una pistola, no pasaba de ser un tirador aceptable. Podía herirla solamente o, peor aún, errar. Sí, seguro que sembraría el pánico, pero si no caía nadie, tal vez no fuera ése el tipo de distracción que le convenía.
Su verdadero objetivo -la razón por la que estaba allí- era Grace Lawson. Ahora ya la tenía. Le obedecía. Se mostraba dócil porque todavía se aferraba a la esperanza de que su familia sobreviviría. Si Grace Lawson lo veía disparar, teniendo en cuenta que ella estaba fuera de su alcance, cabía la posibilidad de que sucumbiera al pánico y huyera.
– Entre -ordenó.
Grace Lawson abrió la puerta del coche. Eric Wu miró a la mujer en el otro extremo del patio. Cuando sus miradas se cruzaron, movió la cabeza en un lento gesto de negación y se señaló la cintura. Quería que lo entendiera. Ella ya lo había contrariado antes y él había disparado. Volvería a hacerlo.
Esperó a que la mujer bajara el teléfono. Sin apartar la mirada de ella, Wu entró en el coche. Arrancaron y se alejaron por Morningside Drive.