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Grace se abalanzó hacia él.

– Jack? Jack?

Jack tenía los ojos cerrados y el pelo pegado a la frente. Aunque Grace seguía con las manos atadas, pudo cogerle la cara. Jack tenía la piel empapada en sudor y los labios secos y agrietados. Tenía las piernas inmovilizadas con cinta adhesiva y una esposa en torno a la muñeca derecha. Grace vio costras en la muñeca izquierda; también había estado esposada, y a juzgar por las señales, durante mucho tiempo.

Volvió a llamarlo. Nada. Acercó la oreja a su boca. Respiraba. Eso sí. Era una respiración superficial, pero respiraba. Grace se volvió y apoyó la cabeza de él en su regazo. El dolor en la costilla la traspasó, pero eso ahora daba igual. Él estaba tumbado de espaldas, y el regazo de ella le hacía las veces de almohada. Los pensamientos de Grace retrocedieron a los viñedos de Saint-Emilion. Entonces ya llevaban tres meses juntos, totalmente encaprichados el uno con el otro, en plena fase de «atravesar el parque corriendo con el corazón latiendo con fuerza cada vez que se veían». Grace había llevado paté, queso y, por supuesto, vino. Era un día soleado, con el cielo de ese azul que lo inducía a uno a creer en los ángeles. Se habían tumbado en una manta a cuadros rojos escoceses, él con la cabeza apoyada en su regazo igual que ahora mientras ella le acariciaba el pelo. Se había pasado más tiempo mirándolo a él que a las maravillas naturales de alrededor. Le recorría la cara con los dedos.

Grace le habló con suavidad, intentando contener el pánico.

– ¿Jack?

Abrió los ojos. Tenía las pupilas muy dilatadas. Tardó un momento en fijar la mirada, y entonces la vio. Por un instante se dibujó una sonrisa en sus labios resecos. Grace se preguntó si también él recordaba el mismo picnic. Aunque con el corazón roto, consiguió devolverle la sonrisa. Hubo un momento de serenidad, sólo un momento, y luego la realidad volvió a imponerse. Jack abrió más los ojos, presa del pánico. La sonrisa se desvaneció. Se le contrajo el rostro de angustia.

– Dios mío.

– No pasa nada -dijo ella, aunque dadas las circunstancias, no habría podido decir mayor tontería.

Él se esforzó por no llorar.

– Lo siento mucho, Grace.

– Calla, no pasa nada.

Jack buscó alrededor con la mirada, sus ojos como faros, hasta encontrar a su captor.

– Ella no sabe nada -dijo al hombre-. Suéltela.

El hombre se acercó. Se agachó.

– Si vuelve a hablar -dijo a Jack-, le haré daño. No a usted. A ella. Le haré mucho daño. ¿Entendido?

Jack cerró los ojos y asintió.

El hombre volvió a levantarse. Dio una patada a Jack apartándolo del regazo de Grace, agarró a Grace por el pelo y la puso en pie. Con la otra mano sujetó a Jack por el cuello.

– Tenemos que ir a dar una vuelta -dijo.

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