18

Grace y el famoso rockero conocido por el nombre de Jimmy X se hallaban solos en la habitación empleada como leonera y sala de juegos. La Game Boy de Max estaba boca abajo. Tenía rota la tapa posterior, de modo que ahora las dos pilas estaban sujetas con celo. El cartucho del juego, abandonado junto a ella como si lo hubiera escupido, se llamaba Super Mario Five, que, desde la limitada perspectiva de Grace, parecía exactamente igual a las otras cuatro versiones de Super Mario.

Cora los había dejado solos y reanudado su papel de ciberdetective. Jimmy aún no había despegado los labios. Allí sentado, con los antebrazos apoyados en los muslos y la cabeza gacha, recordó a Grace la primera vez que lo vio en su habitación del hospital no mucho después de recuperar el conocimiento.

Jimmy quería que ella hablara primero. Grace se dio cuenta. Pero no tenía nada que decirle.

– Lamento venir tan tarde -dijo él por fin.

– Creía que esta noche actuabas.

– Ya hemos acabado.

– ¡Qué pronto! -comentó ella.

– Los conciertos suelen acabar a las nueve. A los promotores les gusta así.

– ¿Cómo sabías dónde vivo?

Jimmy se encogió de hombros.

– Supongo que siempre lo he sabido.

– ¿Eso qué significa?

Él no contestó, y Grace no insistió. La habitación se sumió en un profundo silencio durante varios segundos.

– No sé muy bien por dónde empezar -dijo Jimmy. Luego, tras una breve pausa, añadió-: Aún cojeas.

– Vas por buen camino -dijo ella.

Él intentó sonreír.

– Sí, cojeo.

– ¿Por…?

– Sí.

– Lo siento.

– Salí bien librada.

A Jimmy se le ensombreció el rostro. Volvió a agachar la cabeza, que al final se había atrevido a levantar, como si hubiera aprendido la lección.

Jimmy conservaba los mismos pómulos. Los famosos rizos rubios habían desaparecido, y si era por genética o por obra de la cuchilla, Grace no lo sabía. Era mayor, claro. Había dejado atrás la juventud, y Grace se preguntó si podía decirse lo mismo de ella.

– Esa noche lo perdí todo -dijo él. De pronto se interrumpió y meneó la cabeza-. No quería decir eso. No he venido para dar lástima.

Grace permaneció callada.

– ¿Te acuerdas de cuando fui a verte en el hospital?

Ella asintió.

– Había leído todos los artículos de los periódicos. Todos los artículos de las revistas. Había visto todos los noticiarios. Puedo hablarte de todos los chicos que murieron esa noche. De cada uno de ellos. Conozco sus rostros. Cierro los ojos y todavía los veo.

– ¿Jimmy?

Él volvió a alzar la vista.

– No deberías decirme esto. Esos chicos tenían familias.

– Lo sé.

– No soy yo quien puede absolverte.

– ¿Crees que he venido para eso?

Grace no contestó.

– Es sólo que… -Jimmy cabeceó-. No sé por qué he venido, ¿vale? Esta noche te he visto. En la iglesia. Y me he dado cuenta de que me has reconocido. -Ladeó la cabeza-. Por cierto, ¿cómo me has encontrado?

– No he sido yo.

– ¿El hombre con el que estabas?

– Carl Vespa.

– Dios mío. -Cerró los ojos-. El padre de Ryan.

– Sí.

– ¿Te ha llevado él?

– Sí.

– ¿Qué quiere?

Grace pensó por un momento.

– No creo que lo sepa.

Esta vez fue Jimmy quien calló.

– Cree que quiere una disculpa -añadió ella.

– ¿Lo cree?

– En realidad lo que quiere es recuperar a su hijo.

El aire parecía sofocante. Ella cambió de posición en la silla. El color había abandonado el rostro de Jimmy.

– Lo intenté, ¿sabes? Intenté pedir perdón. En eso, Vespa tiene razón. Se lo debo a esa gente. Es lo mínimo. Y no me refiero a ese estúpido montaje de la foto que me saqué contigo en el hospital. La quería mi representante. Yo estaba tan colocado que le seguí la corriente. Apenas podía tenerme en pie. -La miró. Tenía los mismos ojos intensos que lo habían convertido en unos de los preferidos de la MTV -. ¿Te acuerdas de Tommy Garrison?

Grace se acordaba. Había muerto en la desbandada. Sus padres se llamaban Ed y Selma.

– Su foto me conmovió. Bueno, en realidad, todas me conmovieron. Esas vidas, todas a punto de empezar… -Se calló otra vez, respiró hondo y volvió a intentarlo-. Pero Tommy… se parecía a mi hermano pequeño. No podía quitármelo de la cabeza. Así que fui a su casa. Quería pedir perdón a sus padres… -Se interrumpió.

– ¿Qué pasó?

– Fui. Nos sentamos a la mesa de la cocina. Recuerdo que apoyé los codos en la mesa y se tambaleó. El suelo era de linóleo, y estaba medio levantado. El papel de la pared, horrible, de flores amarillas, se desprendía. Tommy era su único hijo. Vi sus vidas, sus rostros vacíos… No pude soportarlo.

Ella no dijo nada.

– Fue entonces cuando huí.

– ¿Jimmy?

Él la miró.

– ¿Dónde has estado?

– En muchos sitios.

– ¿Por qué?

– ¿Cómo que por qué?

– ¿Por qué lo dejaste todo?

Él se encogió de hombros.

– Tampoco había gran cosa. El negocio de la música, bueno, no voy a hablar de eso ahora, pero digamos que todavía no había ganado mucho dinero. Yo era nuevo. Se tarda un tiempo en ganar dinero de verdad. Y no me importaba. Lo único que quería era salir de allí.

– ¿Y adónde fuiste?

– Primero a Alaska. Aunque te parezca mentira, trabajé limpiando pescado. Durante un año más o menos. Después me dediqué a viajar, toqué con un par de bandas en bares. En Seattle encontré un grupo de viejos hippies. Antes se dedicaban a falsificar carnets para los miembros de Weather Underground, cosas así. Me proporcionaron documentación nueva. Lo más cerca que estuve de aquí fue cuando toqué un tiempo con un grupo telonero en un casino de Atlantic City. El Tropicana. Me teñí el pelo. Seguí con la batería. Nadie me reconoció, y si alguien me reconoció, le dio igual.

– ¿Eras feliz?

– ¿Quieres que te diga la verdad? No. Quería volver. Quería reparar el daño y seguir con mi vida. Pero cuanto más tiempo pasaba fuera, más me costaba y más lo deseaba. Era un círculo vicioso. Y entonces conocí a Madison.

– ¿La cantante de Rapture?

– Sí. Madison. ¿Verdad que es un nombre increíble? Ahora es muy popular. ¿Te acuerdas de la película Un, dos, tres… Splash, con Tom Hanks y cómo se llama?

– Daryl Hannah -dijo Grace mecánicamente.

– Eso, la sirena rubia. ¿Te acuerdas de la escena en que Tom Hanks le busca un nombre y dice varios como Jennifer o Stephanie y mientras caminan por Madison Avenue él menciona de pasada el nombre de la calle y ella dice que quiere llamarse así?, y es un gag de la película, eso de que una mujer se llame Madison. Ahora es un nombre de lo más corriente.

Grace se abstuvo de hacer comentario alguno.

– Total, que es de un pueblo agrícola de Minnesota. Se escapó de su casa y se fue a la Gran Manzana a los quince años, hasta que acabó colgada de las drogas y sin techo en Atlantic City. Fue a parar a un refugio para adolescentes fugados y al final encontró a Jesús. Ya conoces el rollo, cambió una adicción por otra, y entonces empezó a cantar. Tiene la voz como un ángel de Janis Joplin.

– ¿Sabe quién eres?

– No. Como Shania y Mutt Lange, ella cantando y él en la sombra, ¿sabes? Eso quería yo. Me gusta trabajar con ella. Me gusta la música, pero no quería llamar la atención. Al menos, es lo que me digo a mí mismo. Madison es muy tímida. Se niega a actuar si yo no salgo al escenario con ella. Ya se le pasará, pero de momento me ha parecido que la batería es un disfraz bastante eficaz.

Se encogió de hombros e intentó sonreír. Conservaba un atisbo del carisma del guaperas.

– Supongo que en eso me equivoqué.

Permanecieron un momento en silencio.

– Sigo sin entenderlo -dijo Grace.

Él la miró.

– Antes te he dicho que no soy yo quien puede absolverte. Lo he dicho en serio. Pero la verdad es que tú no disparaste la pistola esa noche.

Jimmy no se movió.

– Los Who. Cuando hubo esa desbandada en Cincinnati, lo superaron. Y los Rolling Stones, cuando el Ángel del Infierno mató a un tío en su concierto. Siguen tocando. Entiendo que quieras desaparecer por un tiempo, un año o dos…

Jimmy desvió la mirada hacia la derecha.

– Debería irme.

Se puso en pie.

– ¿Piensas desaparecer otra vez? -preguntó ella.

Él vaciló y luego se metió la mano en el bolsillo. Sacó una tarjeta y se la dio. Sólo había diez dígitos.

– No tengo una dirección ni nada, sólo un número de móvil.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta. Grace no lo siguió. En circunstancias normales, lo habría presionado, pero al final su visita fue un aparte, un aparte no muy importante tal y como estaban las cosas. Su pasado ejercía una atracción especial, nada más. Sobre todo ahora.

– Cuídate, Grace.

– Tú también, Jimmy.

Se quedó sentada en la leonera, sintiendo que el cansancio empezaba a pesarle en los hombros, y se preguntó dónde estaría Jack en esos momentos.


En efecto, condujo Mike. El asiático les llevaba un minuto de ventaja, pero lo bueno de su intrincada urbanización llena de calles sin salida, casas unifamiliares y jardines frondosos -esa maravillosa y serpenteante zona residencial- era que en realidad sólo había una vía de entrada y salida.

En esa parte de Ho-Ho-Kus, todas las calles conducían a Hollywood Avenue.

Charlaine puso al corriente a Mike lo más rápido que pudo. Se lo contó casi todo, cómo había mirado por la ventana, había visto al hombre y se había olido algo raro. Mike no la interrumpió. Su historia tenía lagunas considerables. Por ejemplo, para empezar, omitió el motivo por el que estaba mirando por la ventana. Mike debió de notar esas lagunas, pero en ese momento las pasó por alto.

Charlaine observó su perfil y se retrotrajo al día en que se conocieron. Ella estaba en primero en la Universidad de Vanderbilt. Había un parque en Nashville, no lejos del campus, con una reproducción del Partenón de Atenas. Construido originariamente en 1897 para la Exposición Internacional, se consideraba que la estructura era la imitación más realista del mundo de las famosas ruinas de la Acrópolis. Si alguien quería ver cómo era el Partenón en su momento de máximo esplendor, iba a Nashville, Tennessee.

Estaba ella allí sentada un cálido día de otoño, con sólo dieciocho años, contemplando el edificio, imaginando cómo debía de ser la vida en la Antigua Grecia, cuando una voz dijo:

– No sirve, ¿verdad?

Se volvió. Mike tenía las manos en los bolsillos. Estaba guapísimo.

– ¿Perdón?

Él se acercó un paso, con un asomo de sonrisa en los labios, moviéndose con una seguridad que a ella le gustó. Mike señaló la enorme estructura con la cabeza.

– Es una réplica exacta, ¿no? La miras, y eso es lo que veían los grandes filósofos como Platón y Sócrates, y sólo se me ocurre pensar -se interrumpió y encogió de hombros-: ¿No hay nada más?

Ella le sonrió. Vio que él abría los ojos y supo que la sonrisa había surtido efecto.

– No deja nada a la imaginación -dijo ella.

Mike ladeó la cabeza.

– ¿A qué te refieres?

– Ves las ruinas del auténtico Partenón e intentas imaginar cómo fue. Pero la realidad, que es esto, nunca estará a la altura de lo que evoca la mente.

Mike movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento mientras lo pensaba.

– ¿No te parece? -preguntó ella.

– Yo tenía otra teoría -dijo Mike.

– Me gustaría oírla.

Se acercó más y se agachó.

– No hay fantasmas.

Ahora fue ella quien ladeó la cabeza.

– Necesitas la historia. Necesitas a la gente en sandalias paseándose por ahí. Necesitas los años, la sangre, las muertes, el sudor de… ¿cuánto?… cuatrocientos años antes de Cristo. Sócrates nunca rezó ahí dentro. Platón no discutió junto a sus puertas. Las reproducciones no tienen fantasmas. Son cuerpos sin alma.

La joven Charlaine volvió a sonreír.

– ¿Eso se lo dices a todas?

– De hecho, es nuevo. Lo estoy probando. ¿Funciona?

Ella levantó la mano, con la palma hacia abajo, y la movió hacia un lado y hacia el otro.

– Más o menos.

Desde ese día Charlaine no había vuelto a estar con otro hombre. Durante años volvieron al Partenón falso para celebrar su aniversario. Ése había sido el primer año que no iban.

– Allí está -dijo Mike.

El Ford Windstar se dirigía hacia el oeste por Hollywood Avenue para coger la Carretera 17. Charlaine hablaba otra vez con una telefonista del 911. Por fin la tomaba en serio.

– Hemos perdido el contacto por radio con el agente en el lugar de los hechos -dijo.

– Va a tomar la Carretera Diecisiete dirección sur por la salida de Hollywood Avenue -informó Charlaine-. Conduce un Ford Windstar.

– ¿Matrícula?

– No la veo.

– Tenemos agentes acudiendo a los dos sitios. Ya pueden abandonar la persecución.

Charlaine apartó el teléfono.

– ¿Mike?

– De acuerdo.

Charlaine se reclinó en el asiento y pensó en su propia casa, en los fantasmas, en los cuerpos sin alma.


Eric Wu no se sorprendía fácilmente.

Cuando vio que lo seguían la mujer de la casa y ese hombre que supuso que era su marido… Desde luego nunca lo habría previsto. Se preguntó cómo afrontarlo.

Esa mujer.

Ella le había tendido la trampa. Lo estaba siguiendo. Había llamado a la policía. Habían enviado a un agente. Wu sabía que volvería a llamar.

Sin embargo, había contado con poner suficiente distancia entre él y la casa de Sykes antes de que la policía respondiera a su llamada. Cuando se trataba de rastrear vehículos, la policía distaba mucho de ser omnipotente. Bastaba con ver lo sucedido con el francotirador de Washington unos años atrás. Tenían centenares de agentes. Tenían controles de carretera. Y durante un tiempo vergonzosamente largo fueron incapaces de encontrar a los dos aficionados.

Si Wu lograba alejarse unos cuantos kilómetros, estaría a salvo.

Pero ahora tenía un problema.

Esa mujer otra vez.

Esa mujer y su marido lo seguían. Comunicarían a la policía hacia dónde iba, en qué carretera estaba, qué dirección tomaba. No conseguiría poner distancia suficiente entre él y las autoridades.

Conclusión: Wu tenía que detenerlos.

Vio el cartel del centro comercial Paramus Park y tomó la salida que pasaba por encima de la autopista. La mujer y su marido lo siguieron. Era ya entrada la noche. Las tiendas estaban cerradas, el aparcamiento vacío. Wu entró. La mujer y su marido mantuvieron la distancia.

Eso estaba bien.

Porque había llegado el momento de desafiarlos.

Wu tenía una pistola, una Walther PPK. No le gustaba usarla. No porque se anduviera con remilgos. Simplemente prefería utilizar las manos. Con la pistola se defendía; con las manos era un experto. Las controlaba perfectamente. Formaban parte de él. Con una pistola había que confiar en la mecánica, en una fuente exterior. Eso a Wu no le gustaba.

Pero entendía la necesidad.

Detuvo el coche. Comprobó que la pistola estaba cargada. No había echado el seguro del coche. Abrió, salió del vehículo y apuntó.


– ¿Qué coño está haciendo? -preguntó Mike.

Charlaine vio el Ford Windstar entrar en el aparcamiento del centro comercial. No había más coches. El aparcamiento estaba bien iluminado, bañado por el resplandor fluorescente de los centros comerciales. Vio más adelante establecimientos de Sears, Office Depot, Sports Authority.

El Ford Windstar se detuvo.

– No te acerques -dijo ella.

– Estamos en un coche cerrado, con el seguro puesto -dijo Mike-. ¿Qué puede hacernos?

El asiático se movía con desenvoltura y agilidad, y sin embargo también lo hacía con calma, como si hubiera planeado con cuidado cada movimiento de antemano. Era una combinación extraña, esa manera de moverse, casi inhumana. Pero en ese momento se hallaba junto al coche, totalmente inmóvil. Levantó un brazo, sólo el brazo, el resto permaneció tan quieto que parecía una ilusión óptica.

Y de repente estalló el parabrisas.

El ruido fue súbito y ensordecedor. Charlaine gritó. Algo le salpicó la cara, algo húmedo y pegajoso. En el aire flotaba un olor metálico. Charlaine se agachó instintivamente. Los cristales del parabrisas le llovieron sobre la cabeza. Algo cayó sobre ella, empujándola hacia abajo.

Era Mike.

Volvió a gritar. El grito se mezcló con otra detonación. Tenía que moverse, tenía que salir de allí, tenía que sacarlo de allí. Mike no se movía. Lo apartó de un empujón y se arriesgó a levantar la cabeza.

Otra bala le pasó rozando.

No tenía ni idea de dónde había impactado. Volvió a agachar la cabeza. Oyó otra vez sus propios gritos. Transcurrieron unos segundos. Por fin Charlaine se atrevió a mirar.

El hombre caminaba hacia ella.

«¿Y ahora qué? Escapa. Huye», fue lo único que acudió a su mente.

¿Cómo?

Puso la marcha atrás. Mike seguía pisando el freno. Se inclinó y alargó el brazo para cogerle el tobillo inerte y apartar el pie del freno. Todavía encajonada en el espacio reservado a las piernas, Charlaine consiguió apretar el acelerador con la palma de la mano. Empujó con todas sus fuerzas. El coche retrocedió bruscamente. Charlaine no podía moverse. No tenía ni idea de hacia dónde iba.

Pero se movían.

Siguió apretando el pedal a fondo con la mano. El coche pasó por encima de algo, tal vez un bordillo. Con la sacudida se golpeó la cabeza contra el volante. Volvieron a chocar con algo. Ella no cejó. Ahora el camino se había vuelto más liso. Pero sólo por un momento. Charlaine oyó bocinazos, chirridos de frenos y el espantoso zumbido de coches que perdían el control.

Se produjo un impacto, un terrible sonido agudo y, pocos segundos después, oscuridad.

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