Grace se quedó mirando el titular.
– ¿Lo asesinaron?
Cora asintió.
– ¿Cómo?
– Bob Dodd recibió un tiro en la cabeza delante de su mujer. Al estilo del hampa, dicen, sea lo que sea eso.
– ¿Detuvieron al autor del disparo?
– No.
– ¿Cuándo fue?
– ¿Cuándo lo asesinaron?
– Sí, ¿cuándo?
– Cuatro días después de llamarlo Jack.
Cora volvió al ordenador. Grace pensó en la fecha.
– No pudo ser Jack.
– Ya.
– Sería imposible. Jack no ha salido del estado desde hace más de un mes.
– Eso dices tú.
– ¿Qué insinúas?
– Nada, Grace. Estoy de tu lado, ¿vale? Tampoco yo creo que Jack haya matado a nadie, pero seamos realistas.
– ¿O sea?
– O sea, déjate de tonterías como eso de «no ha salido del estado». New Hampshire no es California. En coche te plantas allí en cuatro horas, y en avión, en una.
Grace se frotó los ojos.
– Y otra cosa -prosiguió Cora-. Ya sé por qué sale como Bob en lugar de Robert.
– ¿Por qué?
– Es periodista. Es el nombre con el que firma. Bob Dodd. Google da ciento veintiséis resultados con su nombre en los últimos tres años para el New Hampshire Post. En la necrológica lo describían como… a ver dónde estaba… «un periodista de investigación obstinado, famoso por sus revelaciones polémicas»; como si la mafia de New Hampshire se lo hubiera cargado para cerrarle la boca.
– ¿Y no crees que haya sido eso?
– ¿Quién sabe? Pero, después de echar una ojeada a sus artículos, tengo la impresión de que Bob Dodd era más bien uno de esos periodistas defensores de los desvalidos, ya sabes: encontraba a técnicos de lavavajillas que timan a viejas, fotógrafos de bodas que se esfuman con la paga y señal, cosas así.
– Quizás alguien se cabreó con él.
– Sí, es posible -respondió Cora con voz monótona-. Pero ¿crees que es casualidad que Jack llamase a ese tío antes de morir?
– No, eso no ha sido casualidad. -Grace intentaba asimilar lo que oía-. Espera.
– ¿Qué?
– Esa foto. Había cinco personas. Dos mujeres, tres hombres. Es una posibilidad entre mil…
Cora ya estaba tecleando.
– Pero ¿a lo mejor Bob Dodd es una de ellas?
– Hay buscadores de imágenes, ¿no? -preguntó Grace.
– Estoy en ello.
Los dedos volaron, el cursor señaló, el ratón se desplazó. Salieron dos páginas, con un total de doce imágenes para Bob Dodd. La primera mostraba a un cazador llamado igual que vivía en Wisconsin. En la segunda página -el decimoprimer resultado-, encontraron una foto de una mesa tomada en una función benéfica en Bristol, New Hampshire.
Bob Dodd, un periodista del New Hampshire Post, era el primero de la izquierda.
No tuvieron que examinarla con detenimiento. Bob Dodd era afroamericano. Todas las personas de la foto misteriosa eran blancas.
Grace frunció el entrecejo.
– De todos modos tiene que haber una relación.
– Déjame ver si encuentro su curriculum. A lo mejor fueron a la universidad juntos o algo así.
Alguien llamó a la puerta suavemente. Grace y Cora se miraron.
– Es tarde -dijo Cora.
Volvieron a llamar, otra vez con delicadeza. Había un timbre. Quien fuera había preferido no usarlo. Debía de saber que Grace tenía hijos. Grace se levantó y Cora la siguió. Al llegar a la puerta, encendió la luz exterior y miró por la ventana junto a la puerta. Tendría que haberse sorprendido más, pero tal vez, pensó, estaba curada de espanto.
– ¿Quién es? -preguntó Cora.
– El hombre que cambió mi vida -contestó Grace en un susurro.
Abrió la puerta. Jimmy X estaba en la entrada con la vista baja.
Wu tuvo que sonreír.
Esa mujer. En cuanto Wu vio las luces de la sirena, lo entendió todo. El ingenio de esa mujer era admirable e irritante a la vez.
Pero no había tiempo para eso.
¿Qué hacer…?
Jack Lawson estaba atado en el maletero. En ese momento Wu comprendió que debía haber huido en cuanto vio el guardallaves. Otro error. ¿Cuántos más podía permitirse?
Minimizar los daños. Ése era ahora el objetivo. Era imposible prevenirlo todo; o sea, todos los daños. De ésta saldría sin duda perjudicado. Tendría un coste para él. Sus huellas dactilares estaban en la casa. La vecina debía de haber dado a la policía una descripción. Encontrarían a Sykes, vivo o muerto. Tampoco podía hacer nada para evitarlo.
Conclusión: si lo cogían, lo meterían en la cárcel durante mucho tiempo.
El coche de la policía se detuvo en el camino de entrada.
Wu pasó a la táctica de supervivencia. Corrió escalera abajo. Por la ventana vio detenerse el coche patrulla. Ya era de noche, pero la calle estaba bien iluminada. Salió un hombre negro y alto. Se puso la gorra de policía. Llevaba la pistola en la funda.
Eso era buena señal.
En cuanto el policía negro apenas había llegado al camino, Wu abrió la puerta con una sonrisa de oreja a oreja.
– ¿En qué puedo ayudarlo, agente?
El policía no sacó el arma. Wu ya contaba con eso. Aquello era un barrio de familias que entraba en el amplio espectro conocido en Estados Unidos como «zonas residenciales». Un agente de la policía de Ho-Ho-Kus debía de responder a varios centenares de posibles allanamientos de morada a lo largo de su carrera. La mayoría, si no todos, eran falsas alarmas.
– Hemos recibido una llamada acerca de un posible robo -dijo el agente.
Wu frunció el entrecejo, simulando desconcierto. Avanzó un paso pero mantuvo las distancias. «Todavía no -pensó-. No te muestres amenazador.» Los movimientos de Wu eran intencionadamente parcos, para marcar un ritmo lento.
– Ah, ya sé. Me he olvidado la llave. Alguien ha debido de verme entrar por detrás.
– ¿Vive usted aquí, señor…?
– Chang -dijo Wu-. Sí. Ah, pero no es mi casa, si se refiere a eso. Es de mi colega, Frederick Sykes.
Wu se arriesgó a dar otro paso.
– Ya veo. ¿Y ese señor Sykes está…?
– Arriba.
– ¿Podría verlo, por favor?
– Claro, pase. -Wu le dio la espalda al agente y, volviéndose hacia la escalera, gritó-: ¿Freddy? Freddy, ponte algo. Ha venido la policía.
Wu no tuvo que darse la vuelta. Sabía que el negro alto se acercaba por detrás. Sólo estaba a cinco metros. Wu entró en la casa.
Sostuvo la puerta abierta y dirigió al agente lo que consideró una sonrisa afeminada. El agente -según la placa se llamaba Richardson- caminaba hacia la puerta.
Cuando sólo estaba a un metro, Wu atacó.
El agente Richardson había vacilado, tal vez porque intuyó algo, pero era demasiado tarde. El golpe, asestado con la palma de la mano, impactó de pleno en su vientre. Richardson se dobló como una silla plegable. Wu se acercó más. Pretendía incapacitarlo. No quería matar.
Un policía herido genera calor. Un policía muerto sube la temperatura diez veces más.
El policía estaba doblado por la cintura. Wu le golpeó las piernas por detrás. Richardson cayó de rodillas. Wu empleó una técnica de presión en un punto. Hundió los nudillos de los dedos índices a ambos lados de la cabeza de Richardson, introduciéndolos en la cavidad del oído por debajo del cartílago, una zona llamada Calentador Triple 17. Hay que saber encontrar el ángulo adecuado. Si se aprieta demasiado, se puede matar a alguien. Se requiere mucha precisión.
Richardson puso los ojos en blanco. Wu lo soltó. Richardson se desplomó como un títere con los hilos cortados.
El desmayo no duraría. Wu cogió las esposas prendidas del cinturón y le sujetó la muñeca al poste de la barandilla de la escalera. Le arrancó la radio del hombro.
Wu se acordó de la vecina. Estaría vigilando.
Con toda seguridad volvería a llamar a la policía. Consideró la opción, pero no tenía tiempo. Si intentaba atacarla, ella lo vería y cerraría la puerta con llave. Tardaría demasiado. Lo mejor que podía hacer era aprovechar el factor tiempo y sorpresa. Corrió al garaje y entró en el monovolumen de Jack Lawson. Comprobó la carga en el maletero.
Allí seguía Jack Lawson.
Wu se acomodó en el asiento del conductor. Tenía un plan.
Charlaine tuvo una premonición en cuanto vio al policía salir del coche.
Para empezar, iba solo. Había supuesto que acudirían dos, una pareja, influida también por la tele: Starsky y Hutch, Adam-12, Briscoe y Green. En ese momento comprendió que había cometido un error. Al llamar por teléfono, se había mostrado demasiado tranquila. Debería haber dicho que había visto algo amenazador, algo terrible, para que se presentasen más alertas, más preparados. En lugar de eso, había causado la impresión de ser una vecina fisgona, una chiflada que no tenía nada mejor que hacer que llamar a la policía por cualquier nimiedad.
El lenguaje corporal del policía no era el que correspondía. Caminó con parsimonia hacia la puerta, relajado y tranquilo, sin la menor preocupación. Charlaine no veía la puerta principal desde donde estaba, sólo el camino de entrada. Cuando el agente desapareció, Charlaine sintió un nudo en el estómago.
Pensó lanzarle un grito de advertencia. El problema era -aunque parezca extraño- las nuevas ventanas Pella que habían instalado el año anterior. Se abrían verticalmente mediante una manivela. Para cuando hubiera corrido los dos pestillos y accionado la manivela, bueno, ya habría perdido de vista al agente. Y de hecho, ¿qué podía gritar? ¿Qué clase de advertencia? En definitiva, ¿qué sabía ella?
Así que esperó.
Mike estaba en casa, abajo, en la leonera, viendo un partido de los Yankees en YES Network. La noche dividida. Ya nunca veían la televisión juntos. Él la sacaba de quicio con tanto zapping. No les gustaban los mismos programas. Pero en realidad Charlaine no creía que ése fuera el problema. Podía ver cualquier cosa. Aun así, Mike ocupaba la leonera y ella el dormitorio. Los dos veían la televisión solos, a oscuras. Tampoco sabía cuándo había empezado eso.
Los niños habían salido -el hermano de Mike los había llevado al cine-, pero cuando estaban, se encerraban en sus habitaciones. Charlaine intentaba limitar el tiempo de navegación por Internet, pero era imposible. Cuando era joven, los amigos se pasaban horas hablando por teléfono. Ahora cruzaban mensajes por Messenger y hacían quién sabía qué por Internet.
En eso se había convertido su familia: en cuatro entidades separadas y a oscuras, que se relacionaban sólo cuando era necesario.
Vio la luz encenderse en el garaje de Sykes. Tras la ventana, la que tenía la cortina de encaje fino, Charlaine percibió una sombra. Movimiento. En el garaje. ¿Por qué? El agente de policía no tenía por qué estar allí. Cogió el teléfono y marcó el 911 al tiempo que se encaminaba hacia la escalera.
– He llamado hace un rato -dijo a la telefonista del 911.
– ¿Sí?
– Porque habían entrado a robar en la casa de mi vecino.
– Ya ha ido un agente.
– Sí, lo sé. Lo he visto llegar.
Silencio. Se sintió estúpida.
– Creo que es posible que haya sucedido algo.
– ¿Qué ha visto?
– Creo que es posible que lo hayan atacado. A su agente. Por favor, envíe a alguien rápido.
Colgó. Cuantas más explicaciones diera, más tontas parecerían.
Se oyó el chirrido familiar. Charlaine sabía qué era. La puerta eléctrica del garaje de Freddy. Ese hombre le había hecho algo al policía. Y ahora iba a huir.
Fue entonces cuando Charlaine decidió actuar de una manera realmente absurda.
Volvió a pensar en esas heroínas delgadas como escobas, esas descerebradas, y se preguntó si alguna de ellas, siquiera la más idiota, había cometido alguna vez semejante estupidez. Lo dudaba. Sabía que cuando volviera la vista atrás y recordara la elección que estaba a punto de hacer -eso suponiendo que sobreviviese-, se reiría y tal vez, sólo tal vez, respetaría un poco más a las protagonistas que entran en una casa a oscuras en bragas y sostén.
La cuestión era ésta: el asiático se disponía a huir. Había agredido a Freddy. Había agredido al agente, de eso no le cabía duda. Para cuando llegara la policía, él ya se habría largado. No lo encontrarían. Sería demasiado tarde.
Y si se escapaba, ¿qué pasaría luego?
La había visto. Charlaine estaba segura. Junto a la ventana. Y con toda probabilidad había deducido que quien había avisado a la policía era ella. Freddy podía estar muerto. Y el policía también. ¿Quién era el único testigo que quedaba?
Charlaine.
Volvería a por ella, ¿no? Y si no volvía, aun cuando la dejase en paz… bueno, como mínimo ella viviría con ese miedo. Estaría intranquila por las noches. De día lo buscaría entre la multitud. Quizás él simplemente desearía vengarse. Quizás iría a por Mike o los niños…
No lo permitiría. Tenía que impedirlo.
¿Cómo?
Querer evitar su fuga estaba muy bien, pero debía ser realista. ¿Qué podía hacer? En la casa no había una pistola. Charlaine no podía salir corriendo, saltar por detrás de él e intentar arañarle los ojos. No, tenía que obrar con más inteligencia.
Tenía que seguirlo.
A primera vista parecía ridículo, pero era la solución lógica: si ese hombre se escapaba, ella sería presa del miedo. Un terror puro, no adulterado, probablemente interminable hasta que lo cogieran, lo que tal vez no ocurriría nunca. Charlaine le había visto la cara a ese hombre. Le había visto los ojos. No podría vivir con eso.
Si analizaba las alternativas, «ir tras sus pasos» -como decían en televisión- tenía sentido. Lo seguiría con su coche. Mantendría las distancias. Llevaría el móvil. Podría informar a la policía de su paradero. El plan no requería tener que seguirlo mucho tiempo, sólo hasta que la policía la relevara. En ese momento, si no actuaba, sabía qué sucedería: llegaría la policía y el asiático ya no estaría en la casa.
No le quedaba otra opción.
Cuanto más lo pensaba, menos descabellado le parecía. Estaría en un coche en movimiento. Conduciría tranquilamente detrás de él. Permanecería en contacto con una telefonista del 911 por el móvil.
¿Acaso no era eso más seguro que dejarlo escapar?
Bajó corriendo por la escalera.
– ¿Charlaine?
Era Mike. Estaba allí, en la cocina, comiendo galletas de mantequilla de cacahuete junto al fregadero. Charlaine se detuvo un momento. Mike le escrutó el rostro como sólo él podía hacerlo, como sólo él había hecho. Charlaine se acordó de sus tiempos en Vanderbilt, cuando se enamoraron. La manera en que él la miraba entonces, la manera en que la miró ahora. En aquella época era más delgado y apuesto. Pero la mirada, los ojos, eran los mismos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Mike.
– Tengo… -Calló, recobró el aliento-. Tengo que ir a un sitio.
Esos ojos. Perspicaces. Charlaine se acordó de cuando lo conoció, un día soleado en el Centennial Park de Nashville. ¿Qué distancia habían recorrido? Mike todavía veía dentro de ella. Todavía veía en ella como nadie lo había hecho. Por un momento Charlaine fue incapaz de moverse. Pensó que iba a echarse a llorar. Mike tiró las galletas al fregadero y se dirigió hacia ella.
– Conduzco yo -dijo Mike.