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Cuando Mike por fin abrió los ojos, Charlaine le sostenía la mano.

Llamó a gritos a un médico, que declaró, como parecía bastante obvio, que eso era «buena señal». Mike sentía un intenso dolor. El médico le aplicó una bomba de morfina. Mike no quería volver a dormirse. Hizo una mueca e intentó aguantar. Charlaine permaneció a su lado, cogiéndolo de la mano. Cuando le dolía mucho, Mike le daba un apretón.

– Vete a casa -dijo Mike-. Los niños te necesitan.

Ella lo mandó callar.

– Intenta descansar.

– Aquí no puedes hacer nada por mí. Vete a casa.

– Chist.

Mike se adormeció. Ella lo miró. Se acordó de los días en Vanderbilt. Se sintió abrumada por la diversidad de emociones. Sentía amor y afecto, claro, pero en ese momento lo que inquietaba a Charlaine -incluso mientras le sostenía la mano, incluso mientras sentía ese fuerte vínculo con aquel hombre con el que compartía su vida, incluso mientras rezaba y pactaba con un dios al que no había prestado la menor atención en mucho tiempo- era la certidumbre de que esos sentimientos no durarían. Eso era lo terrible. En medio de semejante intensidad, Charlaine sabía que sus sentimientos morirían, que las emociones eran fugaces, y se odiaba a sí misma por saberlo.

Tres años antes, Charlaine asistió a un encuentro de autoayuda en el Continental Arena de East Rutherford. El orador había sido muy dinámico. A Charlaine le encantó. Se compró todas las cintas. Empezó a hacer exactamente todo lo que decía -fijarse metas, mantenerlas, reflexionar sobre qué esperaba de la vida, intentar ver las cosas objetivamente, organizar y reestructurar sus prioridades para poder alcanzar esas metas-, pero incluso mientras seguía cada uno de los pasos, incluso cuando su vida empezó a mejorar, sabía que no duraría, que sería un cambio temporal. Un nuevo régimen, un programa de ejercicios, una dieta: para ella era todo lo mismo.

No sería feliz por siempre jamás.

La puerta se abrió detrás de ella.

– Me han dicho que su marido se ha despertado.

Era el capitán Perlmutter.

– Sí.

– Me gustaría hablar con él.

– Tendrá que esperar.

Perlmutter avanzó otro paso.

– ¿Los niños siguen con su tío?

– Los ha llevado a la escuela. Queremos que sigan con su vida normal. -Perlmutter se acercó a Charlaine. Ella mantenía la mirada fija en Mike-. ¿Saben ya algo?

– El hombre que disparó contra su marido se llama Eric Wu. ¿Significa ese nombre algo para usted?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Cómo lo han averiguado?

– Por las huellas dactilares en casa de Sykes.

– ¿Tiene antecedentes?

– Sí. De hecho, está en libertad condicional.

– ¿Y qué hizo?

– Lo condenaron por amenazas y agresión, pero se cree que ha cometido varios crímenes.

Charlaine no se sorprendió.

– ¿Crímenes violentos?

Perlmutter asintió.

– ¿Puedo preguntarle algo?

Ella se encogió de hombros.

– ¿Significa algo para usted el nombre de Jack Lawson?

Charlaine frunció el entrecejo.

– ¿Tiene dos hijos en Willard?

– Sí -contestó Perlmutter.

– No lo conozco personalmente, pero Clay, mi hijo pequeño, todavía va a Willard. A veces veo a su mujer cuando voy a recogerlo.

– ¿A Grace Lawson?

– Creo que se llama así. Una mujer guapa. Tiene una hija que se llama Emma, creo. De un año o dos menos que Clay.

– ¿La conoce?

– No, en realidad, no. La veo en los conciertos de la escuela, cosas así. ¿Por qué?

– Por nada. Probablemente no tiene ninguna relación con esto.

Charlaine frunció el entrecejo.

– ¿Es que ha sacado ese nombre de un sombrero?

– Ha sido sólo una conjetura sin mucho fundamento -dijo él, intentando restarle importancia-. También quería darle las gracias.

– ¿Por qué?

– Por hablar con el señor Sykes.

– Tampoco me ha dicho gran cosa.

– Le ha dicho que Wu usaba el nombre de Al Singer.

– ¿Y qué?

– Nuestra experta en informática encontró ese nombre en el ordenador de Sykes. Al Singer. Creemos que Wu usaba ese alias en un servicio de contactos por Internet. Así conoció a Freddy Sykes.

– ¿Usaba el nombre de Al Singer?

– Sí.

– ¿Era un servicio de contactos gay, pues?

– Bisexual.

Charlaine meneó la cabeza y estuvo a punto de echarse a reír. Era increíble. Miró a Perlmutter, desafiándolo a reírse también. Pero él permanecía impertérrito. Los dos volvieron a dirigir la mirada hacia Mike. Éste despertó. Abrió los ojos y le sonrió. Charlaine le devolvió la sonrisa y le acarició el pelo. Él cerró los ojos y volvió a dormirse.

– ¿Capitán Perlmutter?

– Sí.

– Váyase, por favor -dijo ella.

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