12

Grace no quería hacer la llamada.

Seguía en Nueva York. Estaba prohibido hablar por un móvil mientras se conducía a menos que fuese un manos libres, pero no era ése el motivo de sus dudas. Sujetando el volante con una mano, buscó a tientas con la otra por el suelo del coche. Encontró el auricular, consiguió desenredar el cable y se lo introdujo en el oído.

¿Se suponía que eso era más seguro que el móvil?

Encendió el teléfono. Aunque hacía años que Grace no llamaba a ese número, todavía lo tenía en su agenda. Para emergencias, suponía. Como ésa.

Descolgaron tras sonar una sola vez.

– Diga.

Ningún nombre. Ningún saludo. Ninguna identificación de empresa.

– Soy Grace Lawson.

– Un momento.

No tuvo que esperar mucho. Primero Grace oyó interferencias y luego:

– ¿Grace?

– Hola, señor Vespa.

– Por favor, llámame Carl.

– Sí, Carl.

– ¿Has oído mi mensaje? -preguntó él.

– Sí. -No le dijo a Carl Vespa que no era ésa la razón de su llamada. Se oía un eco en la línea. Preguntó-: ¿Dónde estás?

– En mi avión privado. Estamos a una hora de Stewart, más o menos.

Stewart era una base aérea militar y un aeropuerto civil situado aproximadamente a una hora y media de la casa de Grace.

Silencio.

– ¿Ocurre algo, Grace?

– Me dijiste que te llamara si alguna vez necesitaba algo.

– Y ahora, después de quince años, ¿necesitas algo?

– Creo que sí.

– Bien. No habrías podido ser más oportuna. Quiero enseñarte algo.

– ¿Qué es?

– Oye, ¿estás en casa?

– A punto de llegar.

– Te recogeré dentro de dos horas o dos horas y media. Hablaremos entonces, ¿de acuerdo? ¿Tienes a alguien que te cuide los niños?

– Encontraré a alguien.

– Si no, puedo dejar a mi ayudante en tu casa. Hasta luego.

Carl Vespa colgó. Grace siguió conduciendo. Se preguntó qué querría Carl Vespa ahora. Se preguntó si, para empezar, había hecho bien en llamar. Volvió a pulsar el primer número de las llamadas automáticas -el móvil de Jack-, pero siguió sin contestar.

A Grace se le ocurrió otra idea. Llamó a su amiga «antitríos», Cora.

– ¿Verdad que saliste con un tío que se dedicaba al envío de spam por correo electrónico? -preguntó Grace.

– Pues sí -contestó Cora-. Un obseso que se llamaba… no te lo pierdas… Gus. No sabes lo que me costó quitármelo de encima. Tuve que usar mi propia versión de arma antibúnker.

– ¿Y qué hiciste?

– Le dije a Gus que tenía el pito pequeño.

– Uf.

– Como te decía, el arma antibúnker. Es infalible, pero suele haber… esto… daños colaterales.

– Puede que necesite su ayuda.

– ¿Cómo?

Grace no sabía cómo explicarlo. Decidió centrarse en la rubia de la cara tachada, la que estaba segura de haber visto antes.

– Encontré una foto… -empezó.

– Ya.

– Y sale una mujer, de unos veinte años.

– Ajá.

– Es una foto vieja. Tendrá unos quince o veinte años. La cuestión es que necesito averiguar quién es esa chica. He pensado que a lo mejor podría enviarla a través de un spam, preguntando si alguien puede identificar a la chica para un proyecto de investigación o algo así. Sé que la mayoría de la gente borra esos mensajes, pero si unos pocos lo ven… no sé, a lo mejor alguien contesta.

– Es una posibilidad entre mil.

– Sí, lo sé.

– Y además, hablando de obsesos que salen como setas, ya te puedes imaginar las respuestas.

– ¿Se te ocurre alguna idea mejor?

– No, la verdad es que no. Podría dar resultado, supongo. Por cierto, ¿te has fijado en que no te he preguntado por qué necesitas averiguar la identidad de una mujer de una foto de hará quince o veinte años?

– Sí.

– Sólo quería que te constase.

– Me consta. Es una historia muy larga.

– ¿Necesitas contársela a alguien?

– Es posible. También es posible que necesite que alguien se quede con los niños un par de horas.

– Estoy disponible y sola. -Pausa-. Diablos, tengo que dejar de decir eso.

– ¿Dónde está Vickie? -Vickie era la hija de Cora.

– Esta noche duerme en la McMansion con mi ex y la cara de caballo de su mujer. O como yo prefiero decir, duerme en el bunker de Adolf y Eva.

Grace consiguió esbozar una sonrisa.

– Tengo el coche en el taller -dijo Cora-. ¿Puedes venir a buscarme de camino?

– Pasaré después de recoger a Max.

Grace fue a buscar a su hijo a la salida del taller de enriquecimiento Montessori. Max estaba al borde de las lágrimas porque había perdido varios cromos de Yu-Gi-Oh! en un juego tonto con un compañero de clase. Grace intentó animarlo, pero él no estaba de humor. Desistió. Lo ayudó a ponerse la chaqueta. Le faltaba el gorro. También un guante. Otra madre sonreía y silbaba mientras envolvía a su niño en una bufanda, un gorro y, cómo no, unos guantes de lana a juego de varios colores (todo tejido a mano, seguro). Miró a Grace y fingió una sonrisa comprensiva. Grace no conocía a esa mujer, pero le despertó una profunda antipatía.

Ser madre, pensó Grace, se parecía mucho a ser artista: una se sentía siempre insegura, falsa, sabía que las demás son mejores. Esas madres que prodigaban obsesivas atenciones a sus hijos, ésas que realizaban sus monótonas tareas con una sonrisa de mujer perfecta en los labios y una paciencia sobrenatural, en fin, esas madres que siempre, siempre, tenían a mano el material adecuado para la actividad extraescolar ideal… eran, sospechaba Grace, mujeres profundamente trastornadas.

Cora esperaba en el camino de entrada de su casa, pintada de un rosa chicle. Todos los vecinos de la calle detestaban el color. Una en particular, una cursi llamada muy apropiadamente Missy, se dedicó durante una época a recoger firmas para exigirle a Cora que cambiase de color. Grace encontró a Missy la Cursi pasando la hoja en un partido de fútbol del primer curso, le pidió que se lo enseñara y lo rompió, tras lo cual se dio media vuelta y se fue.

El color tampoco entusiasmaba a Grace, pero las Missys de este mundo debían tomar buena nota: más les valía enmendarse.

Cora se acercó tambaleándose con sus tacones de aguja. Iba vestida con un poco más de recato -una sudadera encima de unos leotardos- pero en realidad daba igual. Algunas mujeres rezumaban sexo aunque se vistieran con un saco de arpillera. Cora era una de ellas. Cuando se movía, se formaban curvas nuevas incluso mientras desaparecían las anteriores. Cada frase pronunciada con su voz ronca, por inofensiva que fuera, parecía tener doble sentido. Cada movimiento de la cabeza parecía una invitación.

Cora entró en el coche y se volvió hacia Max.

– Hola, guapetón.

Max gruñó, sin alzar la vista.

– Igual que mi ex. -Cora se dio la vuelta-. ¿Tienes la foto?

– Sí.

– He llamado a Gus. Lo hará.

– ¿Le has prometido algo a cambio?

– ¿Te acuerdas de lo que te dije sobre el síndrome de la quinta cita? Bien pues… ¿estás libre el sábado por la noche?

Grace la miró fijamente.

– Es broma.

– Ya lo sabía.

– En fin, la cuestión es que Gus me ha dicho que escanees la foto y se la envíes por e-mail. Puede abrirte una cuenta con una dirección de correo electrónico anónima para que recibas las respuestas. Nadie sabrá quién eres. Lo acompañaremos de un texto muy escueto; sólo diremos que un periodista está escribiendo un artículo y necesita conocer el origen de la foto. ¿Te parece bien?

– Sí, gracias.

Llegaron a la casa. Max subió al primer piso y luego gritó:

– ¿Puedo ver la tele?

Grace accedió. Como todos los padres, Grace imponía estrictas reglas respecto a la televisión, prohibiendo a sus hijos verla durante el día. Como todos los padres, sabía que las reglas estaban hechas para incumplirlas. Cora fue derecha al armario de la cocina y preparó café. Grace se preguntó qué fotografía podía enviar y decidió usar la ampliada de la derecha, la de la rubia con el aspa en la cara y la pelirroja a su izquierda. No incluyó la imagen de Jack (en el supuesto de que fuera realmente Jack). No quería involucrarlo todavía. Decidió que si había dos personas en la foto tenía más posibilidades de que las identificaran y su solicitud no parecería obra de un acosador demente.

Cora miró la foto original.

– ¿Me permites que haga una observación?

– Sí.

– Esto es muy raro.

– Ese hombre -Grace lo señaló-, el de la barba, ¿a quién se parece?

Cora entornó los ojos.

– Supongo que podría ser Jack.

– ¿Podría ser o es?

– Dímelo tú.

– Jack ha desaparecido.

– ¿Cómo dices?

Grace contó a Cora lo sucedido. Cora escuchó, tamborileando en el mantel con una uña demasiado larga pintada con laca Rouge Noir de Chanel, un color muy semejante al de la sangre. Cuando Grace acabó, Cora dijo:

– Ya sabes, claro, que tengo una mala opinión de los hombres.

– Lo sé.

– Creo que la gran mayoría está dos pisos por debajo de las cagadas de perro.

– Eso también lo sé.

– Así que la respuesta evidente es que sí, es una foto de Jack. Que sí, esa rubita, la que lo mira como si fuera el Mesías, es un viejo amor. Que sí, Jack y María Magdalena tienen una aventura. Que alguien, tal vez su marido actual, quería que te enteraras y por eso te envió la foto. Y que se lió todo cuando Jack se dio cuenta de que lo habías descubierto.

– ¿Y por eso se marchó?

– Exacto.

– Eso no tiene sentido, Cora.

– ¿Tienes una teoría mejor?

– Estoy en ello.

– Menos mal -dijo Cora-, porque a mí tampoco me convence. Sólo hablo por hablar. La regla es la siguiente: los hombres son todos unos cerdos. Sin embargo, siempre he creído que Jack era la excepción que confirmaba la regla.

– Te quiero, lo sabes.

Cora asintió.

– Todo el mundo me quiere.

Grace oyó un ruido y miró por la ventana. Una limusina negra y reluciente se detuvo en el camino de entrada con la suavidad de una corista de la Motown. El chófer, un hombre con cara de rata y la complexión de un galgo, se apresuró a abrir la puerta trasera.

Había llegado Carl Vespa.

Pese a su supuesta vocación, Carl Vespa no se vestía de terciopelo al estilo de la familia Soprano, ni con trajes tan relucientes como si llevasen encima una capa de sellador. Prefería los pantalones caquis, los abrigos deportivos de Joseph Abboud y mocasines sin calcetines. Contaba unos sesenta y cinco años pero parecía diez años más joven. El pelo le rozaba los hombros, y era de un tono rubio canoso. Tenía el rostro tostado por el sol, de una suavidad cérea en la que parecía adivinarse el uso de algún cosmético inyectable, como el Botox. Tan notable era la intervención del dentista en su boca que daba la impresión de que sus incisivos hubiesen tomado hormonas del crecimiento.

Con un gesto, dio una orden al conductor con aspecto de galgo y se acercó a la casa solo. Grace abrió la puerta para recibirlo. Carl Vespa le dedicó una radiante sonrisa. Grace se la devolvió, alegrándose de verlo. Él la saludó con un beso en la mejilla. No cruzaron una sola palabra. No hacía falta. Él le cogió las dos manos y la miró. Ella vio que se le humedecían los ojos.

Max apareció a la derecha de su madre. Vespa le soltó las manos y retrocedió un paso.

– Max -dijo Grace-, éste es el señor Vespa.

– Hola, Max.

– ¿Ese coche es tuyo?

– Sí.

Max miró el coche y luego a Vespa.

– ¿Tiene una tele?

– Sí.

– ¡Qué guay!

Cora se aclaró la garganta.

– Ah, y ésta es mi amiga Cora.

– Encantado -saludó Vespa.

Cora miró el coche y luego a Vespa.

– ¿Eres soltero?

– Sí.

– ¡Qué guay!

Grace repitió las instrucciones a Cora por sexta vez. Cora fingió escuchar. Grace le dio veinte dólares para que pidieran unas pizzas y ese pan con queso que a Max le gustaba tanto últimamente.

A Emma la llevaría a casa la madre de una compañera de clase al cabo de una hora.

Grace y Vespa se dirigieron a la limusina. El chófer con cara de rata ya tenía la puerta abierta y estaba esperando.

– Te presento a Cram -dijo Vespa, y señaló al conductor. Cuando Cram le estrechó la mano, Grace tuvo que contener un grito.

– Encantado -dijo Cram. Su sonrisa sugería imágenes de un documental de Discovery Channel sobre depredadores marinos. Grace entró en el coche y Carl Vespa la siguió.

Había vasos de Waterford y una licorera a juego medio llena de un líquido de color caramelo y aspecto caro. Tenía, efectivamente, un aparato de televisión. Encima del asiento de Grace estaban el DVD, un compact disc de carga múltiple, los mandos del climatizador y botones suficientes para confundir a un piloto de aviación. Todo ello -los vasos, la licorera, la electrónica- resultaba excesivo, pero tal vez eso era lo que se esperaba en una limusina.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Grace.

– Es un poco difícil de explicar. -Estaban sentados uno al lado del otro con la vista al frente-. Preferiría enseñártelo, si no te importa.

Carl Vespa había sido el primer padre afligido que apareció junto a su cama del hospital. Cuando Grace salió del coma, la primera cara que vio fue la suya. No tenía ni idea de quién era, de dónde estaba, ni de qué día era. Más de una semana se había borrado de su banco de memoria. Carl Vespa se pasó días y días sentado en la habitación del hospital, durmiendo en la silla a su lado. Se aseguró de que tuviera una buena vista, música relajante, suficiente medicación para el dolor, enfermeras privadas. Se aseguró de que, en cuanto Grace pudo comer, el personal del hospital no le diera la típica bazofia.

Él nunca le pidió que le contara los detalles de esa noche porque, la verdad, ella tampoco podía darlos. En los siguientes meses hablaron durante horas y horas. Él le contaba historias, la mayoría sobre sus fracasos como padre. Había recurrido a sus contactos para entrar en su habitación del hospital la primera noche. Había pagado a la empresa de seguridad -curiosamente, la empresa del hospital estaba controlada por el crimen organizado- y luego simplemente se había sentado a su lado.

Después otros padres lo imitaron. Era extraño. Querían estar cerca de ella. Sólo eso. Así se consolaban. Su hijo había muerto en presencia de Grace y era como si una pequeña parte de sus almas, su hijo o hija perdidos para siempre, de algún modo siguiera viviendo dentro de ella. No tenía sentido y, sin embargo, Grace creía entenderlo.

Esos padres desolados iban para hablar de sus hijos muertos, y Grace los escuchaba. Suponía que les debía al menos eso. Sabía que quizás esas relaciones no fueran sanas, pero le era imposible rechazarlas. La verdad era que Grace tampoco tenía familia. Había disfrutado, al menos durante un tiempo, de su atención. Ellos necesitaban una hija; ella necesitaba unos padres. No era tan sencillo -este síndrome de la proyección mutua-, pero Grace no sabía si podía explicarlo mejor.

La limusina avanzaba hacia el sur por la autopista de Garden State. Cram encendió la radio. Por los altavoces se oyó música clásica, al parecer un concierto de violín.

– Ya sabes, claro, que se acerca el aniversario.

– Sí -contestó ella, aunque había hecho todo lo posible para pasarlo por alto. Habían transcurrido quince años desde aquella terrible noche en el Boston Garden. Los periódicos habían publicado los típicos artículos de conmemoración titulados «¿Dónde están ahora?». Los padres y los supervivientes lo vivían de manera distinta. La mayoría participaba porque lo veía como una forma de mantener vivo el recuerdo de lo sucedido. Se publicaron artículos desgarradores sobre los Garrison, los Reed y los Weider. El guardia de seguridad, Gordon MacKenzie, a quien se atribuía el mérito de haber salvado muchas vidas porque abrió las salidas de emergencia cerradas con llave, en la actualidad era capitán de policía en Brookline, un barrio residencial de Boston. Hasta Carl Vespa había permitido que lo fotografiaran con su mujer, Sharon, los dos sentados en su jardín, todavía con el mismo aspecto que si los hubiesen vaciado por dentro.

Grace había seguido el camino contrario. Con su carrera artística en pleno auge, no quería dejar siquiera entrever que se aprovechaba de la tragedia. Había resultado herida, y nada más, y pretender otra cosa le habría recordado a esos actores acabados que de pronto salían de no se sabía dónde para derramar lágrimas de cocodrilo cuando moría una estrella a la que detestaban. No quería saber nada. La atención debía centrarse en los muertos y en quienes éstos dejaron atrás.

– Ha solicitado otra vez la libertad condicional -dijo Vespa-. Me refiero a Wade Larue.

Grace lo sabía, claro.

La culpa de la desbandada de esa noche había recaído en Wade Larue, que actualmente residía en la Penitenciaría de Walden, situada en las afueras de Albany, en el estado de Nueva York. Fue él el autor de los disparos que sembraron el pánico. El argumento de la defensa fue muy interesante: adujo que Wade Larue no lo hizo -a pesar de los restos de pólvora hallados en sus manos, de que el arma le pertenecía, de que las balas coincidían con el arma, de los testigos que lo vieron disparar-, pero si lo hizo, estaba demasiado drogado para acordarse. Ah, y por si ninguna de estas razones resultaba convincente, Wade Larue tampoco podía adivinar que disparar un arma causaría la muerte de dieciocho personas y heridas a varias docenas más.

El caso suscitó polémica. La fiscalía lo acusó de dieciocho asesinatos, pero el jurado no lo vio así. El abogado de Larue acabó pactando para rebajarlo a dieciocho homicidios sin premeditación. Nadie se preocupó mucho por la sentencia. El único hijo de Carl Vespa había muerto esa noche. ¿Qué pasó cuando murió el hijo de Gotti en un accidente automovilístico? Nunca más se oyó hablar del hombre que conducía el otro coche, un cabeza de familia. Algo parecido, pensaba casi todo el mundo, sucedería a Wade Larue, sólo que esta vez lo más probable era que el público en general aplaudiera el desenlace.

Durante un tiempo mantuvieron a Wade Larue aislado en la Penitenciaría de Walden. Grace no siguió la historia de cerca, pero los padres -padres como Carl Vespa- continuaron llamando y escribiendo. Necesitaban verla de vez en cuando. Como superviviente, se había convertido en una especie de receptáculo, un receptáculo portador de los muertos. Aparte de la recuperación física, esa presión emocional -esa responsabilidad enorme, imposible- fue en gran medida la razón por la que Grace se fue al extranjero.

Al final, trasladaron a Larue a la zona común con los demás reclusos. Corrió el rumor de que sus compañeros de presidio le propinaron palizas y abusaron de él pero, por alguna razón, sobrevivió. Carl Vespa había renunciado a asestar el golpe. Tal vez fuese una señal de misericordia. O tal vez fuese todo lo contrario. Grace no lo sabía.

– Al final dejó de declararse totalmente inocente, ¿lo sabías? -dijo Vespa-. Reconoce haber disparado, pero afirma que enloqueció cuando se fue la luz.

Lo cual tenía sentido. Por su parte, Grace había visto a Larue una sola vez. La llamaron a declarar, aunque su testimonio no tenía nada que ver con la culpabilidad o inocencia del acusado -prácticamente no recordaba nada de la desbandada, y menos aún de quién había disparado-, y sí mucho que ver con encender las pasiones del jurado. Pero Grace no necesitaba vengarse. Para ella, Wade Larue estaba desquiciado por la droga y no era más que un colgado más digno de compasión que de odio.

– ¿Crees que saldrá? -preguntó ella.

– Tiene una abogada nueva. Es muy buena.

– ¿Y si consigue sacarlo?

Vespa sonrió.

– No te creas todo lo que lees sobre mí. -A continuación añadió-: Además, Wade Larue no es el único culpable de lo que pasó esa noche.

– ¿A qué te refieres?

Vespa abrió la boca pero guardó silencio. Por fin respondió:

– Ya te lo he dicho. Prefiero enseñártelo.

Por algo en su tono, Grace decidió cambiar de tema.

– Has dicho que estabas soltero -observó Grace.

– ¿Cómo?

– Le has dicho a mi amiga que estabas soltero.

Vespa agitó el dedo. No llevaba sortija.

– Sharon y yo nos divorciamos hace dos años.

– Lo siento.

– Hacía tiempo que las cosas no iban bien. -Se encogió de hombros y desvió la mirada-. ¿Cómo está tu familia?

– Bien.

– Noto cierta vacilación.

Ella se encogió ligeramente de hombros.

– Por teléfono me has dicho que necesitabas ayuda.

– Creo que sí.

– ¿Y bien? ¿Qué pasa?

– Mi marido… -Se interrumpió-. Creo que mi marido tiene un problema.

Le contó la historia. Él, con la mirada fija al frente, eludía la mirada de Grace. De vez en cuando asentía, pero de una manera que parecía curiosamente fuera de contexto. No cambiaba de expresión, lo cual era raro. Carl Vespa solía estar más animado. Cuando Grace paró de hablar, él permaneció un rato callado.

– Esa foto… -dijo Vespa-, ¿la llevas encima?

– Sí. -Se la dio. Advirtió que a Carl le temblaba un poco la mano.

– ¿Puedo quedármela? -preguntó él.

– Tengo copias.

Vespa seguía con la mirada fija en las imágenes.

– ¿Te importa si te hago unas cuantas preguntas personales? -inquirió él.

– Supongo que no.

– ¿Quieres a tu marido?

– Mucho.

– ¿Y él te quiere a ti?

– Sí.

Carl Vespa sólo había visto a Jack una vez. Les había enviado un regalo de boda cuando se casaron. También enviaba regalos de cumpleaños a Emma y Max. Grace le escribía dándole las gracias y los donaba a la beneficencia. No le importaba relacionarse con él, pero no quería ver a sus hijos… ¿cómo decirlo?… mancillados por esa relación.

– Os conocisteis en París, ¿no?

– En realidad en el sur de Francia. ¿Por qué?

– ¿Y cómo volvisteis a veros?

– ¿Y eso qué importancia tiene?

Él vaciló un segundo de más.

– Supongo que intento averiguar hasta qué punto conoces a tu marido.

– Llevamos diez años casados.

– Lo entiendo. -Cambió de posición en el asiento-. Cuando os conocisteis, ¿estabas allí de vacaciones?

– No sé si lo llamaría exactamente vacaciones.

– Estabas estudiando. Pintabas.

– Sí.

– Y bueno, sobre todo huías.

Grace calló.

– ¿Y Jack? -prosiguió Vespa-. ¿Por qué estaba allí?

– Por la misma razón, supongo.

– ¿Huía?

– Sí.

– ¿De qué?

– No lo sé.

– En ese caso, ¿puedo decir lo evidente?

Grace esperó.

– Aquello de lo que huía, fuera lo que fuese -Vespa señaló la foto-, lo ha alcanzado.

Grace había pensado lo mismo.

– Ha pasado mucho tiempo desde entonces.

– También desde la Matanza de Boston. Cuando huiste, ¿conseguiste dejarlo atrás?

Por el espejo retrovisor, Grace vio que Cram la miraba, en espera de una respuesta. Permaneció inmóvil.

– Nada se queda en el pasado, Grace. Lo sabes.

– Quiero a mi marido.

Él asintió.

– ¿Me ayudarás? -preguntó Grace.

– Sabes que sí.

El coche salió de la autopista de Garden State. Más adelante, Grace vio una estructura enorme y anodina con una cruz encima. Parecía un hangar. Un cartel de neón anunciaba que todavía quedaban entradas para los «Conciertos con el Señor». Tocaba una orquesta llamada Rapture. Cram estacionó la limusina en un aparcamiento lo bastante grande como para concederle la categoría de estado.

– ¿Qué hacemos aquí?

– Buscar a Dios -contestó Vespa-. O tal vez su contrario. Vamos adentro, quiero enseñarte algo.

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