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Grace llevaba la pistola en la funda sujeta al tobillo.

Arrancó el coche. El asiático iba sentado a su lado.

– Siga recto y luego gire a la izquierda.

Grace tenía miedo, claro, pero también sentía una calma extraña. Supuso que tenía que ver con el hecho de estar en el ojo del huracán. Por fin ocurría algo. Ahora tenía la posibilidad de encontrar respuestas. Intentó definir las prioridades.

Primero: tenía que alejarlo de los niños.

Eso era lo más importante. Emma y Max estarían bien. Los profesores se quedaban fuera hasta que recogían a todos los niños. Al ver que ella no aparecía, suspirarían con impaciencia y los llevarían a la secretaría. La vieja sargenta de la recepción, la señora Dinsmont, desaprobaría el comportamiento de la madre irresponsable chasqueando la lengua con fruición y haría esperar a los niños. Unos seis meses antes, Grace había llegado tarde a causa de unas obras en la carretera. Corroída por la culpa, imaginó que Max la esperaba como en una escena de Oliver Twist. Sin embargo, cuando llegó, Max estaba en la secretaría dibujando un dinosaurio. Quería quedarse.

Ya no se veía la escuela.

– Gire a la derecha.

Grace obedeció.

Su captor, si se le podía llamar así, había dicho que la llevaba a reunirse con Jack. Grace no sabía si era verdad, pero por alguna razón sospechaba que sí. Estaba segura, por supuesto, de que él no lo hacía por bondad. La habían advertido. Se había acercado demasiado. Ese hombre era peligroso; no necesitaba ver la pistola en la cintura para saberlo. Desprendía un chisporroteo, una electricidad, y Grace sabía, lo sabía sin más, que ese hombre causaba estragos a su paso.

Pero Grace necesitaba desesperadamente ver adónde conducía esa situación. Llevaba la pistola sujeta al tobillo. Si mantenía la calma, si tenía cuidado, podría jugar con el factor sorpresa. Eso era algo. Así que de momento le seguiría la corriente. De todos modos, no le quedaba más remedio.

Le preocupaba el manejo de la pistola y la funda. ¿Podría sacar la pistola fácilmente? ¿Se dispararía realmente al apretar el gatillo? ¿De verdad bastaba con apuntar y disparar? Y aunque pudiera sacar la pistola de la funda a tiempo -cosa que dudaba por la manera en que ese hombre la vigilaba-, ¿qué haría? ¿Apuntarle y exigirle que la llevara a donde estaba Jack?

No podía imaginar que eso diese resultado.

Tampoco podía dispararle sin más. No porque eso le supusiera un dilema ético ni por la duda de si tendría valor suficiente para apretar el gatillo. Él, ese hombre, podía ser su única conexión con Jack. Si lo mataba, ¿en qué posición quedaba ella? Habría silenciado a su única pista, tal vez la única posibilidad, para encontrar a Jack.

«Más vale esperar y ver qué pasa», se dijo, como si pudiera elegir.

– ¿Quién es usted? -preguntó Grace.

El hombre permaneció impertérrito. Cogió el bolso de Grace y vació su contenido en el regazo. Lo revisó todo, revolviendo los objetos y tirándolos al asiento de atrás. Encontró el móvil, le quitó la batería y lo arrojó atrás.

Ella siguió acribillándole a preguntas -dónde está mi marido, qué quiere de nosotros-, pero él siguió sin contestar. Cuando llegaron a un semáforo en rojo, el hombre hizo algo que ella no esperaba.

Le apoyó la mano en la rodilla de la pierna coja.

– Se hizo daño en la pierna -dijo.

Grace no supo qué contestar. El hombre la tocaba con suavidad, apenas rozándola. Y de pronto, sin previo aviso, le clavó los dedos como garras de acero. De hecho, los hundió bajo la rótula. Grace se dobló. Las yemas de los dedos del hombre desaparecieron en el hueco donde la rodilla se une a la tibia. El dolor fue tan repentino, tan intenso, que Grace ni siquiera pudo gritar. Tendió la mano y le cogió los dedos, intentó apartarlos de su rodilla, pero no cedieron en absoluto. Su mano era como un bloque de cemento.

Su voz era apenas un susurro.

– Si aprieto un poco más y luego tiro…

La cabeza le daba vueltas. Estaba a punto de perder el conocimiento.

– … podría arrancarle la rótula directamente.

Cuando el semáforo se puso en verde, la soltó. Grace casi se desplomó de alivio. Todo había transcurrido en no más de cinco segundos. El hombre la miró. Había un asomo de sonrisa en su rostro.

– Y ahora me gustaría que dejara de hablar, ¿entendido?

Grace asintió.

El hombre miró hacia delante.

– Siga conduciendo.


Perlmutter ordenó que se alertase a todos los coches patrulla. Charlaine Swain había tenido el buen tino de apuntar la marca y la matrícula. El coche estaba a nombre de Grace Lawson, como era de prever. Perlmutter iba en un coche particular, rumbo a la escuela. Lo acompañaba Scott Duncan.

– ¿Y quién es ese Eric Wu? -preguntó Duncan.

Perlmutter se preguntó qué debía contarle, pero no vio ninguna razón para retener esa información.

– De momento sabemos que entró en una casa, agredió al propietario dejándolo temporalmente paralizado, disparó a otro hombre y creo que mató a Rocky Conwell, el hombre que seguía a Lawson.

Duncan no dijo nada.

Otros dos coches patrulla estaban ya allí. A Perlmutter eso no le gustó: coches de la policía en la escuela. Al menos habían tenido el sentido común de no encender las sirenas. Algo era algo. Los padres que recogían a sus hijos reaccionaron de dos maneras. Algunos llevaron a los niños al coche a toda prisa, con la mano alrededor de los hombros, como si los protegieran de los posibles disparos. Otros se dejaron llevar por la curiosidad. Caminaban con parsimonia, ajenos a todo, como si se negaran a creer que pudiera haber peligro en un entorno tan inocente.

Charlaine Swain estaba allí. Perlmutter y Duncan se acercaron a ella a paso rápido. Un joven policía de uniforme llamado Dempsey le hacía preguntas y tomaba nota. Perlmutter lo despachó y preguntó:

– ¿Qué ha ocurrido?

Charlaine le explicó que había ido a la escuela y buscado a Grace Lawson por lo que él, Perlmutter, le había dicho. Y le contó que había visto a Eric Wu con Grace.

– ¿No ha habido ninguna amenaza evidente? -preguntó.

– No -contestó Charlaine.

– De modo que es posible que haya ido con él por su propia voluntad.

Charlaine Swain dirigió una rápida mirada a Scott Duncan y luego volvió a fijarla en Perlmutter.

– No, no ha ido por su propia voluntad.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque Grace ha venido sola a recoger a los niños -contestó Charlaine.

– ¿Y qué?

– No los habría dejado así, sin más, por su propia voluntad. Oiga, no he podido llamarlos en cuanto lo he visto. Ese hombre ha sido capaz de dejarme paralizada desde el otro lado del patio.

– No sé si la entiendo -dijo Perlmutter.

– Si Wu ha podido hacer eso desde lejos -explicó Charlaine-, imagine lo que ha sido capaz de hacerle a Grace Lawson cuando estaba al lado de ella, susurrándole al oído.

Otro agente de uniforme, llamado Jackson, se acercó corriendo a Perlmutter. Tenía los ojos desorbitados y Perlmutter se dio cuenta de que hacía un esfuerzo para no dejarse llevar por el pánico. Los padres también lo percibieron. Se apartaron.

– Hemos encontrado algo -dijo Jackson.

– ¿Qué?

Se acercó más para que nadie lo oyera.

– Una furgoneta aparcada a dos manzanas. Creo que debería venir a ver esto.


Debería usar la pistola ya.

Grace sentía un dolor atroz en la rodilla. Era como si le hubiera estallado una bomba en la articulación. Tenía los ojos húmedos de contener las lágrimas. Se preguntó si podría caminar cuando se detuvieran.

Miraba de reojo al hombre que le había hecho tanto daño. Cada vez que lo hacía, veía que la observaba, todavía con esa expresión burlona. Grace intentó pensar, poner en orden sus pensamientos, pero la asaltaba sin cesar el recuerdo de la mano en su rodilla.

Le había causado ese dolor con absoluta naturalidad. Habría sido distinto si hubiese mostrado alguna emoción, cualquiera, ya fuera éxtasis o repulsión, pero no hubo nada de eso. Como si lastimar a alguien fuera un simple trámite burocrático. Sin el menor esfuerzo. Su fanfarronada, si podía llamarse así, no habían sido palabras huecas: de haber querido, habría podido sacarle la rótula como el tapón de una botella.

Habían atravesado la frontera estatal y ya estaban en Nueva York. Iban por la Interestatal 287 en dirección norte, hacia el puente de Tappan Zee. Grace no se atrevió a hablar. Sus pensamientos, como es natural, volvían siempre a los niños. Emma y Max ya debían de haber salido de la escuela. La habrían buscado. ¿Los habrían llevado a la secretaría? Cora había visto a Grace en el patio. También otras madres, eso sin duda. ¿Harían o dirían algo?

Todo eso era irrelevante y, sobre todo, una pérdida de energía mental. Ella no podía hacer nada. Ahora debía concentrarse en lo que tenía entre manos.

«Piensa en la pistola», se dijo.

Grace intentó imaginar cómo lo haría. Bajaría las dos manos. Se levantaría la pernera con la mano izquierda y cogería el arma con la derecha. ¿Cómo estaba sujeta? Grace intentó recordar. Tenía una tira por encima, ¿no? La había abrochado. Esa tira sujetaba la pistola para que no se moviera. Tendría que desabrocharla. Si intentaba sacar la pistola directamente, quedaría atrapada.

«Muy bien. Acuérdate: primero tienes que desabrocharla. Luego tirar.»

Pensó en cuál sería el momento más oportuno. Ese hombre era muy fuerte. Eso ya lo había visto. Debía de estar muy habituado a la violencia. Grace tendría que esperar una oportunidad. Para empezar -y eso era evidente-, cuando diera el paso no podía estar conduciendo. Tendrían que estar en un semáforo en rojo o aparcados o… quizá le convenía esperar a salir del coche. Eso tal vez diera resultado.

En segundo lugar, tendría que distraer al hombre. La vigilaba muy atentamente. También él iba armado. Llevaba un arma en el cinturón. Podría empuñarla más rápido que ella. Así que debía asegurarse de que no la miraba, de que su atención, de algún modo, se desviaba.

– Coja esta salida.

El cartel rezaba: Armonk. Sólo habían recorrido unos cinco o seis kilómetros de la 287. No iban a cruzar el puente de Tappan Zee. Grace había pensado que tal vez el puente le daría otra oportunidad. Allí había cabinas de peaje. Habría podido intentar escapar o hacer alguna señal al empleado, aunque dudaba que hubiese servido de algo. Si se hubiesen detenido junto a una cabina, su captor habría estado vigilándola. Seguro que habría apoyado la mano en su rodilla.

Giró a la derecha y cogió la vía de salida. Volvió a repasarlo todo mentalmente. Cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que lo mejor era esperar a llegar a su destino. Para empezar, si de verdad la llevaba a donde estaba Jack, bueno, Jack estaría allí, ¿no? Eso parecía más lógico.

Pero sobre todo, cuando se detuviera el coche, los dos tendrían que salir. Sí, claro, eso era obvio, pero tendría una oportunidad. Él saldría por su lado. Ella por el suyo.

Ésa podría ser la distracción.

De nuevo empezó a repasarlo todo mentalmente. Abriría la puerta del coche. Al sacar las piernas, se levantaría la pernera. Tendría las piernas en el suelo y el coche la taparía. Él no la vería. Si calculaba bien el tiempo, en ese momento él estaría saliendo del coche. Le daría la espalda. Entonces ella podría sacar el arma.

– Coja la próxima a la derecha -dijo él-. Y la segunda a la izquierda.

Atravesaban una población que Grace no conocía. Había más árboles que en Kasselton. Las casas parecían más viejas, más vividas, más privadas.

– Métase por ese camino de entrada. El de la tercera casa a la izquierda.

Grace sujetaba el volante con firmeza. Cogió el camino de entrada. Él le ordenó que se detuviera delante de la casa.

Grace respiró hondo y esperó a que él abriera la puerta y saliera.


Perlmutter nunca había visto algo así.

El hombre de la furgoneta, un hombre obeso con un chándal típico de mafioso, estaba muerto. Sus últimos momentos no habían sido agradables. Tenía el cuello plano, totalmente plano, como si una apisonadora hubiera pasado por encima de su garganta, dejando la cabeza y el torso intactos.

Daley, que nunca se quedaba sin palabras, observó:

– Un grave problema de sobrepeso. -A continuación añadió-: Me suena su cara.

– Richie Jovan -dijo Perlmutter-. Trabaja para Carl Vespa.

– ¿Vespa? -repitió Daley-. ¿Está metido en esto?

Perlmutter se encogió de hombros.

– Esto tiene que ser obra de Wu.

Scott Duncan palidecía.

– Pero ¿qué está pasando aquí?

– Es muy sencillo, señor Duncan. -Perlmutter se volvió hacia él-. Rocky Conwell trabajaba para Indira Khariwalla, una investigadora privada a la que usted contrató. El mismo hombre, Eric Wu, asesinó a Conwell, mató a este pobre desgraciado y la última vez que se le vio se iba de la escuela en un coche con Grace Lawson. -Perlmutter se acercó a él-. ¿Quiere contarnos usted qué está pasando?

Otro coche patrulla se detuvo de un frenazo. Salió Veronique Baltrus a toda prisa.

– Ya lo tengo.

– ¿Qué tienes?

– Eric Wu en yenta-match.com. Usaba el nombre de Stephen Fleisher. -Caminó a paso rápido hacia ellos, con el pelo moreno recogido en un moño apretado-. Yenta-match empareja a viudos judíos. Wu flirteaba en línea con tres mujeres al mismo tiempo. Una es de Washington, D.C. Otra vive en Wheeling, Virginia Occidental. Y la última, una tal Beatrice Smith, reside en Armonk, Nueva York.

Perlmutter echó a correr. Seguro, pensó. Seguro que Wu había ido allí. Scott Duncan lo siguió. No tardaría más de veinte minutos en llegar a Armonk.

– Llama al Departamento de Policía de Armonk -gritó a Baltrus-. Diles que manden a todas las unidades disponibles de inmediato.

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