Grace puso un CD de Coldplay para el viaje, esperando que la distrajera. Lo consiguió sólo a medias. Por un lado entendía exactamente lo que le ocurría sin necesidad de interpretación. Pero la verdad, en cierto modo, era demasiado cruda. Enfrentarse a ella de cara la paralizaría. El surrealismo debía de derivarse de eso: del instinto de supervivencia, de la necesidad de protegerse e incluso filtrar lo que uno veía. El surrealismo le daba fuerzas para seguir, buscar la verdad, encontrar a su marido, frente al ojo de la realidad, descarnado y desnudo y solo, que la impulsaba a hacerse un ovillo o, tal vez, ponerse a gritar hasta que la encerrasen.
Sonó su móvil. Miró intuitivamente el visor antes de responder con el manos libres. De nuevo, no, no era Jack. Era Cora. Grace contestó:
– ¿Qué hay?
– Estas noticias no pueden calificarse de buenas ni malas, así que te lo plantearé de otra manera. ¿Prefieres que te diga primero la noticia rara o la noticia muy rara?
– La rara.
– No encuentro a Gus, el del pito pequeño. No coge el teléfono. Me salta el contestador.
Coldplay empezó a cantar, muy oportunamente, una inquietante canción titulada «Estremecimiento». Grace mantenía las dos manos firmes en el volante, a las diez y dos. Circulaba por el carril del medio sin superar el límite de velocidad. Los coches pasaban a toda velocidad a su derecha e izquierda.
– ¿Y la noticia muy rara?
– ¿Recuerdas que intentamos ver las llamadas de hace dos noches? ¿O sea, las que quizás hizo Jack?
– Sí.
– Pues he llamado a la operadora del móvil. Me he hecho pasar por ti. He supuesto que no te importaría.
– Has supuesto bien.
– Ya. De todos modos, da igual. La única llamada de Jack en los últimos tres días fue la que hizo ayer a tu móvil.
– Cuando yo estaba en la comisaría.
– Exacto.
– ¿Y eso qué tiene de raro?
– Nada. Lo raro tiene que ver con el teléfono fijo de tu casa.
Silencio. Grace seguía en la autopista de Merritt, con las manos en el volante a las diez y dos.
– ¿Y qué es?
– ¿Sabes lo de la llamada a la oficina de la hermana? -preguntó Cora.
– Sí, ésa la descubrí pulsando el botón de rellamada.
– Y su hermana, ¿cómo se llamaba?
– Sandra Koval.
– Eso, Sandra Koval. Te dijo que no estaba allí. Que no hablaron.
– Sí.
– La llamada duró nueve minutos.
Un estremecimiento repentino recorrió a Grace. Se obligó a seguir sujetando el volante en la misma posición.
– Por lo tanto, mintió.
– Eso parece.
– ¿Y qué le dijo Jack?
– ¿Y qué le contestó ella? -preguntó Cora.
– ¿Y por qué mintió?
– Siento haber tenido que decírtelo.
– No, yo me alegro.
– ¿Por qué?
– Es una pista. Antes, Sandra era un callejón sin salida. Ahora sabemos que tiene algo que ver.
– ¿Y qué vas a hacer?
– No lo sé -contestó Grace-. Hablar con ella, supongo.
Se despidieron y Grace colgó. Condujo un poco más, intentando imaginar las distintas posibilidades. En el compact comenzó a sonar Problemas. Se detuvo en una gasolinera de Exxon. Las de Nueva Jersey no tenían autoservicio, así que Grace primero se quedó esperando en el coche, sin darse cuenta de que tenía que llenarse el depósito ella misma.
Compró una botella de agua fría en el supermercado de la gasolinera y dejó el cambio en una hucha de beneficencia. Quería pensar un poco más en esa conexión con la hermana de Jack, pero no tenía tiempo para sutilezas.
Grace recordaba el número de teléfono del bufete de Burton y Crimstein. Sacó el móvil y pulsó los dígitos. Tras sonar dos veces, pidió que le pusieran con la línea de Sandra Koval. Se sorprendió cuando la propia Sandra Koval contestó:
– ¿Diga?
– Me has mentido.
Silencio. Grace volvió a su coche.
– La llamada duró nueve minutos. Hablaste con Jack.
Más silencio.
– ¿Qué está pasando, Sandra?
– No lo sé.
– ¿Por qué te llamó Jack?
– Voy a colgar. Por favor, no intentes volver a hablar conmigo.
– ¿Sandra?
– Dijiste que él ya te llamó.
– Sí -contestó Grace.
– Te aconsejo que esperes a que vuelva a llamarte.
– No quiero tus consejos, Sandra. Quiero saber qué te dijo.
– Creo que deberías dejarlo.
– ¿Dejar qué?
– ¿Hablas por un móvil? -preguntó Sandra.
– Sí.
– ¿Dónde estás?
– En una gasolinera de Connecticut.
– ¿Por qué?
– Sandra, quiero que me escuches. -Se produjo una ráfaga de estática. Grace esperó a que pasara. Acabó de llenar el depósito y sacó el recibo-. Eres la última persona que habló con mi marido antes de su desaparición. Y me mentiste al respecto. Insistes en no contarme qué te dijo. ¿Por qué habría de contarte yo nada a ti?
– Tienes razón, Grace. Y ahora escúchame tú a mí. Voy a decirte una última cosa antes de colgar: vete a casa y ocúpate de tus hijos.
La línea se cortó. Grace ya estaba otra vez en el coche. Pulsó el botón de rellamada y pidió que le pasaran con la línea de Sandra. No lo cogió nadie. Volvió a intentarlo. Tampoco. ¿Y ahora qué? ¿Se presentaba otra vez en el bufete?
Salió de la gasolinera. Tras recorrer un par de kilómetros, vio un cartel donde se leía residencia geriátrica asistida starshine. Grace no sabía muy bien qué esperaba ver. Una de esas residencias de ancianos de su juventud, supuso, esos edificios de una planta de obra vista, la forma más pura de lo «esencial por encima del estilo», que, por alguna retorcida razón, le recordaba a las escuelas primarias. La vida, lamentablemente, era cíclica. Se empieza en uno de esos sencillos edificios de obra vista y se acaba en otro. Una vuelta, otra y otra más.
Pero la residencia geriátrica asistida Starshine era un hotel de tres plantas que imitaba la arquitectura victoriana. Tenía las torrecillas, los porches y el amarillo intenso de las mansiones de antaño, todo ello mezclado con un espantoso revestimiento de aluminio. El jardín estaba cuidado hasta el exceso, tanto que parecía de plástico. El sitio procuraba ofrecer una apariencia alegre, pero el esfuerzo se notaba demasiado. El resultado final recordó a Grace al Epcot Center de Disneylandia: una reproducción divertida pero que nunca se confundiría con la realidad.
En el porche había una anciana sentada en una mecedora. Leía el periódico. Saludó a Grace, y ella le contestó. También el vestíbulo pretendía transportar la memoria a un hotel de una era pasada. Contenía óleos con marcos chillones semejantes a esos cuadros de los remates de los Holiday Inn, donde todo se vende por 19,99 dólares. Saltaba a la vista que eran reproducciones de clásicos, aunque uno no conociese El almuerzo de remeros de Renoir o Noctámbulos de Hopper.
El vestíbulo estaba sorprendentemente concurrido. Había ancianos, claro, muchos, en diversos estados de deterioro. Algunos caminaban sin ayuda, otros arrastraban los pies; algunos llevaban bastón, otros andadores; algunos iban en sillas de ruedas. Muchos parecían rebosantes de vida; unos pocos dormitaban.
Aunque el vestíbulo estaba limpio y era alegre, se percibía -Grace se odió por pensar así- ese olor a viejo, el olor de un sofá mohoso. Intentaban disimularlo con el aroma a cerezas de un ambientador, que recordaba a Grace esos árboles que cuelgan de los taxis, pero algunos olores son imposibles de ocultar.
La única persona joven de la sala -una mujer de veintitantos años- estaba sentada detrás de un escritorio que también intentaba recrear el pasado pero parecía recién comprado en Bombay Company. Sonrió a Grace.
– Buenos días. Soy Lindsey Barclay.
Grace reconoció la voz del teléfono.
– Vengo a ver al señor Dodd.
– Bobby está en su habitación. En la segunda planta, la habitación doscientos once. Ya la acompaño.
Se levantó. Lindsey era bonita de una manera que sólo lo son las jóvenes, con ese entusiasmo y esa sonrisa que son patrimonio exclusivo de los inocentes o los captadores de las sectas.
– ¿Le importa subir por la escalera? -preguntó.
– En absoluto.
Muchos residentes se detuvieron a saludar. Lindsey tuvo tiempo para todos, devolviendo cada saludo con alegría, aunque Grace, con su natural cinismo, no pudo menos que preguntarse si todo eso no sería una escenificación para la visita. No obstante, Lindsey los conocía a todos por sus nombres. Siempre tenía algo que decir, algo personal, y daba la impresión de que los residentes lo agradecían.
– Parece que la mayoría son mujeres -advirtió Grace.
– Cuando estudiaba, decían que la proporción nacional en las residencias geriátricas asistidas era de cinco mujeres por cada hombre.
– Vaya.
– Sí. Bobby, en broma, dice que ha esperado toda su vida para una proporción así.
Grace sonrió.
Lindsey hizo un gesto para quitarle importancia.
– Sí, pero todo eso no es más que pura palabrería. Su mujer, la llama «su Maudie», murió hace treinta años. Y creo que desde entonces no ha vuelto siquiera a mirar a otra.
Después de eso callaron. El pasillo era de color verde bosque y rosado, y las paredes presentaban la decoración habitual: grabados de Rockwell, perros jugando al póquer, fotos en blanco y negro de películas antiguas como Casablanca y Extraños en un tren. Grace cojeaba junto a Lindsey, y ésta lo advirtió -Grace lo notó en sus furtivas miradas de soslayo- pero, como la mayoría de la gente, no dijo nada.
– En Starshine tenemos varios barrios -explicó Lindsey-. A esta clase de pasillos los llamamos así: barrios. Cada uno tiene un tema distinto. En el que estamos ahora se llama Nostalgia. Creemos que a los residentes los reconforta.
Se detuvieron ante una puerta. Una placa a la derecha rezaba: B. Dodd. Llamó a la puerta.
– ¿Bobby?
Silencio. De todos modos, abrió la puerta. Entraron en una habitación pequeña pero cómoda. Había una cocina americana minúscula a la derecha. En la mesita de centro, colocada de manera que podía verse tanto desde la puerta como desde la cama, había una gran foto en blanco y negro de una mujer de imponente belleza que se parecía un poco a Lena Horne. La mujer debía de tener unos cuarenta años, pero obviamente era una foto antigua.
– Ésa es su Maudie.
Grace asintió, quedándose por un momento absorta en esa imagen con el marco de plata. Volvió a pensar en «su Jack». Por primera vez se permitió contemplar lo impensable: que Jack no volviera a casa. Lo había eludido desde el momento en que oyó arrancar el monovolumen. Quizá no volvería a ver a Jack. Quizá no volvería a abrazarlo. Quizá no volvería a reírse de sus chistes malos. Quizás -una idea pertinente en un lugar así- no envejecer con él.
– ¿Está bien?
– Sí.
– Bobby debe de estar arriba con Ira, en Reminiscencia. Juegan a las cartas.
Salieron de la habitación.
– ¿Reminiscencia es otro… eh… barrio?
– No. Reminiscencia es el nombre de la tercera planta. Es para nuestros residentes con Alzheimer.
– Ah.
– Ira no reconoce a sus propios hijos; sin embargo, puede ser un difícil adversario en una partida de póquer.
Estaban otra vez en el pasillo. Grace vio unas cuantas imágenes junto a la puerta de Bobby Dodd. Se acercó a mirar con más detenimiento. Era uno de esos casilleros que emplea la gente para exponer baratijas. Había medallas del ejército, una vieja pelota de béisbol, pardusca por el paso del tiempo, fotos de todas las etapas de la vida de un hombre. Una era de su hijo asesinado, Bob Dodd, la misma que había visto en el ordenador la noche anterior.
– Una caja de recuerdos -explicó Lindsey.
– Es bonito -comentó Grace, sin saber qué otra cosa decir.
– Todos los pacientes tienen una junto a la puerta. Es una manera de que los demás los conozcan.
Grace asintió. Resumir una vida en un casillero de treinta por veinte centímetros. Como todo lo demás en ese sitio, conseguía ser apropiado y espeluznante a la vez.
Para llegar a la planta Reminiscencia había que coger un ascensor que funcionaba con un teclado y un código numérico.
– Para que los residentes no se paseen por ahí -explicó Lindsey, detalle que encajaba con el estilo «todo muy lógico pero escalofriante» del lugar.
La planta Reminiscencia era cómoda, bien acabada, dotada de personal suficiente, y terrorífica. Algunos residentes se valían por sí mismos, pero la mayoría se marchitaban como flores en sus sillas de ruedas. Algunos, de pie, se movían desplazando el peso del cuerpo de una pierna a la otra continuamente. Varios hablaban solos en murmullos. Todos tenían la mirada vidriosa y perdida.
Una mujer octogenaria se dirigía hacia el ascensor agitando unas llaves.
– ¿Adónde vas, Cecile? -preguntó Lindsey.
La anciana se volvió hacia ella.
– Tengo que recoger a Danny en la escuela. Estará esperándome.
– No te preocupes -dijo Lindsey-. Todavía faltan dos horas para que acaben las clases.
– ¿Seguro?
– Claro. Venga, vamos a comer y ya irás luego a buscar a Danny, ¿vale?
– Hoy tiene piano.
– Lo sé.
Un miembro del personal se acercó y se llevó a Cecile. Lindsey la observó irse.
– En pacientes con un Alzheimer avanzado usamos la terapia de validación -explicó.
– ¿Terapia de validación?
– No discutimos con ellos ni intentamos hacerles ver la verdad. Por ejemplo, no le digo que Danny ahora es un banquero de sesenta y dos años con tres nietos. Simplemente intentamos desviarlos.
Recorrieron un pasillo -no, un «barrio»- lleno de muñecos de bebés de tamaño natural. Había una mesa para cambiar pañales y ositos de peluche.
– El barrio de la guardería -dijo.
– ¿Juegan a las muñecas?
– Las pacientes menos graves. Las ayuda a prepararse para las visitas de los bisnietos.
– ¿Y las demás?
Lindsey siguió caminando.
– Algunas creen que son jóvenes madres. Así se tranquilizan.
Inconscientemente, o tal vez no, aceleraron el paso. Poco después, Lindsey dijo:
– ¿Bobby?
Bobby Dodd se levantó de la mesa de juego. Al verlo, la primera palabra que acudía a la mente era: atildado. Se lo veía brioso y lozano. Tenía la piel de un color negro oscuro y gruesas arrugas como las de un caimán. Vestía elegantemente con una chaqueta de tweed, corbata roja con pañuelo a juego y mocasines de dos tonos. Llevaba el pelo cano cortado al uno y peinado hacia atrás.
Ofrecía un aspecto animado, incluso después de explicarle Grace que quería hablar con él de su hijo asesinado. Grace buscó señales de aflicción -humedad en los ojos, un temblor en la voz-, pero Bobby Dodd no exteriorizó nada. Sí, era cierto que Grace hacía referencia a su hijo de una manera vaga y general, pero se preguntó si no sería que la muerte y las grandes tragedias no afectaban a los ancianos tanto como a los demás. Los ancianos enseguida se ponían nerviosos por pequeñeces: atascos, colas en los aeropuertos, un mal servicio. Pero era como si las grandes cosas en realidad no los afectaran. ¿Traía la edad consigo un egoísmo extraño? ¿Acaso el hecho de acercarse a lo inevitable -tener esa perspectiva- hacía que uno interiorizara, bloqueara o apartara las grandes calamidades? ¿Sería que la fragilidad no puede resistir los grandes golpes e intervenía entonces un mecanismo de defensa, un instinto de supervivencia?
Bobby Dodd quería ayudarla, pero en realidad no sabía gran cosa. Grace se dio cuenta enseguida. Su hijo iba a verlo dos veces al mes. Sí, le habían enviado los efectos personales de Bob, pero no se había molestado en abrir la caja.
– Está guardada en el almacén -informó Lindsey a Grace.
– ¿Le importa si la examino?
Bobby Dodd le dio unas palmadas en la pierna.
– En absoluto, hija mía.
– Tendremos que enviársela -dijo Lindsey-. El almacén no está aquí.
– Es muy importante.
– Puedo tenerla mañana.
– Gracias.
Lindsey los dejó solos.
– Señor Dodd…
– Bobby, por favor.
– Bobby -dijo Grace-. ¿Cuándo fue la última vez que lo visitó su hijo?
– Tres días antes de que lo mataran.
Pronunció las palabras rápidamente y sin pensárselo. Grace por fin vio una vacilación detrás de la fachada de indiferencia y se replanteó sus observaciones anteriores acerca de la mayor impasibilidad de los ancianos ante la tragedia. ¿No sería que simplemente la máscara se volvía más eficaz?
– ¿Estaba distinto, su hijo?
– ¿Distinto?
– Más distraído o algo así.
– No. -Y a continuación añadió-: O al menos yo no lo noté.
– ¿De qué hablaron?
– Nunca teníamos gran cosa de qué hablar. A veces hablábamos de su madre. En general, veíamos la televisión. Aquí tienen televisión por cable, ¿sabe?
– ¿Y Jillian venía con él?
– No.
Contestó demasiado deprisa. Se le ensombreció el rostro.
– ¿Venía alguna vez?
– A veces.
– Pero ¿no la última?
– Así es.
– ¿Eso lo sorprendió?
– ¿Eso? No, eso -dijo con énfasis- no me sorprendió.
– ¿Y qué lo sorprendió?
Apartó la mirada y se mordió el labio.
– No fue al entierro.
Grace creyó que no lo había oído bien. Bobby Dodd asintió como si le hubiera adivinado el pensamiento.
– Exacto. Su propia esposa.
– ¿Tenían problemas de pareja?
– Si era así, Bob nunca me dijo nada.
– ¿Tenían hijos?
– No. -Se ajustó la corbata y apartó un momento la mirada-. ¿Por qué me pregunta todo esto, señora Lawson?
– Grace, por favor.
Él no contestó. La miró con unos ojos que transmitían sabiduría y tristeza. Tal vez la respuesta a la frialdad de los ancianos es mucho más sencilla: esos ojos habían visto el mal, y no querían ver más.
– Mi marido ha desaparecido -dijo Grace-. Aunque no estoy segura, creo que los dos casos podrían estar relacionados.
– ¿Cómo se llama su marido?
– Jack Lawson.
El anciano negó con la cabeza. El nombre no significaba nada para él. Grace le preguntó si tenía un número de teléfono o si sabía cómo ponerse en contacto con Jillian Dodd. Él volvió a negar con la cabeza. Se dirigieron hacia el ascensor. Bobby no sabía el código, así que un camillero los acompañó. Bajaron desde la tercera planta a la primera en silencio.
Cuando llegaron a la puerta, Grace le dio las gracias por el tiempo que le había dedicado.
– Su marido -dijo él-, usted lo quiere, ¿verdad?
– Mucho.
– Espero que sea más fuerte que yo.
A continuación Bobby Dodd se alejó. Grace pensó en la foto con el marco de plata de su habitación, en su Maudie, y salió.