Wu vio el guardallaves vacío.
La roca estaba en el sendero junto a la puerta trasera, vuelta del revés como un cangrejo moribundo. Habían corrido el panel. Wu vio que la llave ya no estaba. Se acordó de la primera vez que se había acercado a una casa profanada. Tenía seis años. La choza -de una habitación, sin agua corriente- era la suya. El Gobierno de Kim no se preocupaba por nimiedades como la llave. Habían derribado la puerta y se habían llevado a su madre a rastras. Wu la encontró al cabo de dos días. Colgada de un árbol. Nadie podía descolgarla, so pena de muerte. Al día siguiente la encontraron los pájaros.
Su madre había sido acusada falsamente de haber traicionado al Gran Líder, pero la culpabilidad o la inocencia era lo de menos. La usaron como escarmiento para los demás de todos modos: esto es lo que les ocurre a quienes nos desafían. O más bien, esto es lo que le ocurre a quienquiera que creamos que puede desafiarnos.
Nadie se hizo cargo del niño de seis años. Ningún orfanato lo acogió. No se convirtió en pupilo del Estado. Eric Wu huyó. Dormía en el bosque. Comía lo que encontraba en los cubos de basura. Sobrevivió. A los trece años, lo detuvieron por robo y lo encarcelaron. El jefe de los celadores, un hombre más malévolo que cualquiera de los reclusos, vio el potencial de Wu. Y así empezó.
Wu se quedó mirando el guardallaves vacío.
Había alguien en la casa.
Echó una mirada a la casa de al lado. Estaba seguro de que era la mujer que vivía allí. Le gustaba observar por la ventana. Debía de saber dónde escondía la llave Freddy Sykes.
Se planteó las distintas opciones. Tenía dos.
Una era simplemente marcharse de allí.
Jack Lawson estaba en el maletero. Wu tenía un vehículo. Podía irse, robar otro coche, emprender el viaje, instalarse en otro sitio.
Un problema: las huellas de Wu estaban en la casa, junto con Freddy Sykes gravemente herido, tal vez muerto. La mujer en camisón, si era ella, también podría identificarlo. Wu acababa de salir de la cárcel y estaba en libertad condicional. La fiscalía sospechaba que había cometido crímenes atroces, pero no pudo demostrarlo. Así que llegaron a un acuerdo a cambio de su testimonio. Wu había estado en un centro penitenciario de máxima seguridad de Walden, Nueva York. En comparación con lo que había vivido en su país, la cárcel parecía un hotel de cinco estrellas.
Pero eso no significaba que quisiera volver.
No, la primera opción no le convenía. Así que sólo le quedaba la segunda.
Wu abrió la puerta y entró sigilosamente.
Ya en la limusina, Grace y Carl Vespa permanecieron en silencio.
A Grace la asaltaba una y otra vez el recuerdo de la última vez que vio la cara de Jimmy X: quince años atrás, en el hospital. Lo habían obligado a ir a verla -una sesión fotográfica organizada por su representante para la prensa-, pero ni siquiera pudo mirarla, y menos hablar. Simplemente se quedó junto a su cama, con un ramo de flores en la mano y la cabeza gacha como un niño a la espera de que lo riñera la maestra. Ella no pronunció palabra. Al final, le dio las flores y se marchó.
Jimmy X dejó la música y desapareció. Corrió el rumor de que se fue a vivir a una isla privada cerca de Fiji. Ahora, quince años después, allí estaba, en Nueva Jersey, tocando la batería para un grupo de rock cristiano.
Cuando llegaron a su calle, Vespa dijo:
– Las cosas no han ido a mejor, ¿sabes?
Grace miró por la ventana.
– Jimmy X no disparó.
– Lo sé.
– Entonces, ¿qué quieres de él?
– Nunca ha pedido perdón.
– ¿Y eso bastaría?
Vespa, tras pensar por un momento, contestó:
– Hubo un chico que sobrevivió. David Reed. ¿Te acuerdas de él?
– Sí.
– Estaba al lado de Ryan. Uno junto al otro. Pero cuando empezó la desbandada, alguien levantó a ese chico y lo subió al escenario.
– Lo sé.
– ¿Te acuerdas de lo que dijeron sus padres?
Grace se acordaba pero no dijo nada.
– Que Jesús había cogido en brazos a su hijo. Que fue la voluntad de Dios. -La voz de Vespa no había cambiado, pero Grace percibió la rabia oculta con la intensidad de un alto horno-. ¿Te das cuenta? Los señores Reed rezaban y Dios los recompensó. Fue un milagro, dijeron. Dios veló por su hijo, repitieron una y otra vez. Como si Dios no hubiera querido ni pretendido salvar al mío.
Callaron. Grace quiso decirle que ese día murieron muchas personas buenas, muchas personas con padres buenos que rezaban, que Dios no discriminaba. Pero Vespa eso ya lo sabía. No le proporcionaría el menor consuelo.
Cuando se detuvieron en el camino de entrada, anochecía. Grace vio las siluetas de Cora y los niños por la ventana de la cocina.
– Quiero ayudarte a encontrar a tu marido -dijo Vespa.
– Ni siquiera sé qué puedes hacer.
– Te sorprendería -contestó él-. Ya tienes mi número de teléfono. Cualquier cosa que necesites, llámame. Sea la hora que sea, da igual. Puedes contar conmigo.
Cram abrió la puerta. Vespa la acompañó hasta la entrada.
– Me mantendré en contacto -dijo él.
– Gracias.
– También ordenaré a Cram que vigile tu casa.
Grace miró a Cram. Éste esbozó una especie de sonrisa.
– No hace falta.
– Hazlo por mí -rogó él.
– No, de verdad, no quiero. Por favor.
Vespa pensó en ello.
– ¿Si cambias de idea…?
– Te lo diré.
Vespa se volvió para irse. Grace lo miró mientras regresaba al coche y se preguntó si hacía bien en tratar con el diablo. Cram abrió la puerta. La limusina pareció engullir a Vespa por entero. Cram saludó a Grace con la cabeza. Grace no se movió. Consideraba que tenía bastante buen criterio para juzgar a las personas, pero Carl Vespa la había hecho cambiar de parecer. Nunca vio ni intuyó la menor maldad en él. Pero sabía que estaba allí.
La maldad -la verdadera maldad- era así.
Cora puso agua a hervir para la pasta. Echó un tarro de salsa de tomate Prego en una cazuela y luego se inclinó junto a Grace para hablarle al oído.
– Voy a bajar el correo por si ha llegado alguna respuesta -susurró Cora.
Grace asintió. Estaba ayudando a Emma con las tareas y haciendo un esfuerzo sobrehumano para mostrarse interesada. Su hija llevaba un jersey de baloncesto de los Jason Kidd Nets. Decía que se llamaba Bob. Quería ser jockey. Grace no sabía qué pensar al respecto, pero suponía que era mejor que comprar revistas de adolescentes y suspirar por grupos musicales de chicos inofensivos.
La señora Lamb, la maestra joven pero cada día más envejecida de Emma, les estaba enseñando las tablas de multiplicar. Iban por la del seis. Grace la repasaba con Emma. Cuando llegaron a seis por siete, Emma hizo una larga pausa.
– Deberías sabértela de memoria -dijo Grace.
– ¿Por qué? Puedo calcularla sola.
– No se trata de eso. Tienes que aprendértela de memoria para luego poder multiplicar números de varias cifras.
– La señora Lamb no ha dicho que tengamos que aprenderlas de memoria.
– Pues deberías.
– Pero la señora Lamb…
– Seis por siete.
Y así siguieron.
Max tenía que encontrar un objeto para poner en la «Caja Secreta». Había que poner algo en la caja -en este caso, un disco de hockey- e inventar tres pistas para que los compañeros del parvulario adivinaran qué era. Primera pista: el objeto era negro. Segunda pista: se usaba en un deporte. Tercera pista: hielo. Suficiente.
Al volver del ordenador, Cora movió la cabeza en un gesto de negación. Todavía nada. Cogió una botella de Lindemans, un chardonnay decente pero barato de procedencia australiana, y la descorchó. Grace llevó a los niños a la cama.
– ¿Dónde está papá? -preguntó Max.
Emma, haciéndose eco del sentimiento expresado por su hermano, comentó:
– Ya he escrito la estrofa del hockey para mi poema.
Grace respondió con una vaguedad, algo sobre una urgencia en el trabajo. Los niños la miraron con suspicacia.
– Me encantaría oír el poema -dijo Grace.
Emma sacó su diario con desgana.
Palo de hockey, palo de hockey,
¿te gusta marcar?
Cuando golpeas el disco,
¿te entran ganas de brincar?
Emma alzó la vista. Grace exclamó «¡Guau!» y aplaudió, pero no se le daba tan bien mostrar entusiasmo como a Jack. Se despidió de los dos con un beso de buenas noches y bajó. La botella de vino estaba abierta. Cora y ella empezaron a beber. Echaba de menos a Jack. Hacía menos de veinticuatro horas que se había ido -se había ausentado por viajes de trabajo más largos muchas veces- y sin embargo tenía la sensación de que la casa se le caía encima. Era como si hubiese perdido algo de manera irreparable. La añoranza de él ya se había convertido en un dolor físico.
Grace y Cora bebieron un poco más. Grace pensó en sus hijos.
Pensó en una vida, toda una vida, sin Jack. Haríamos cualquier cosa para proteger a nuestros hijos del dolor. Perder a Jack sin duda destrozaría a Grace. Pero eso no era lo grave. Ella lo sobrellevaría. Su dolor, sin embargo, no sería nada en comparación con lo que significaría para esos dos niños que estaban allí arriba despiertos -lo sabía-, intuyendo que ocurría algo.
Grace miró las fotos que decoraban las paredes.
Cora se acercó a ella.
– Es un buen hombre.
– Ya.
– ¿Estás bien?
– Demasiado vino -contestó Grace.
– Yo diría que no el suficiente, más bien. ¿Adónde te ha llevado ese mafioso?
– A ver a un grupo de rock cristiano.
– Una primera cita ideal.
– Es una larga historia.
– Soy toda oídos.
Pero Grace negó con la cabeza. No quería pensar en Jimmy X. Se le ocurrió una idea. Le dio vueltas y dejó que se asentara.
– ¿Qué? -preguntó Cora.
– A lo mejor Jack hizo más de una llamada.
– ¿Además de la que hizo a su hermana, quieres decir?
– Sí.
Cora asintió.
– ¿Tienes cuenta abierta en Internet?
– Tenemos AOL.
– No, me refiero a la factura de teléfono.
– Todavía no.
– Pues qué mejor momento que éste. -Cora se puso en pie. Se tambaleó ligeramente al caminar. El vino las había hecho entrar en calor-. ¿Qué compañía usas para las llamadas interurbanas?
– Cascade.
Estaban otra vez delante del ordenador de Jack. Cora se sentó ante el escritorio, hizo crujir los nudillos y se puso manos a la obra. Encontró la página de Cascade. Grace le facilitó la información necesaria: dirección, número de la seguridad social, tarjeta de crédito.
Dieron una contraseña. Cascade envió un mensaje a la dirección de Jack para confirmar que acababa de solicitar la facturación en línea.
– Listo -dijo Cora.
– No lo entiendo.
– Ya hemos abierto una cuenta para facturación en línea. Acabo de pedirla. Ahora puedes ver y pagar la factura del teléfono por Internet.
Grace miró por encima del hombro de Cora.
– Ésa es la factura del mes pasado.
– Exacto.
– Pero no saldrán las llamadas de anoche.
– Mmm. Voy a pedirlas. También podemos telefonear a Cascade y preguntar.
– No atienden las veinticuatro horas al día. Inconvenientes de la tarifa con descuento. -Grace se acercó a la pantalla del ordenador-. A ver si llamó a su hermana antes de anoche.
Repasó la lista. Nada. Tampoco constaba ningún número desconocido. Ya no le resultaba extraño hacer eso, espiar al marido al que quería y en el que confiaba, cosa que, por supuesto, ya de por sí le resultaba extraña.
– ¿Quién paga las facturas? -preguntó Cora.
– Casi todas Jack.
– ¿La factura del teléfono la envían a casa?
– Sí.
– ¿Y tú la miras?
– Claro.
Cora asintió.
– Jack tiene un móvil, ¿no?
– Sí.
– ¿Y qué hay de esa factura?
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿La miras?
– No, es de él.
Cora sonrió.
– ¿Qué?
– Cuando mi ex me engañaba, usaba el móvil porque yo nunca miraba esas facturas.
– Jack no me engaña.
– Pero es posible que tenga secretos, ¿no?
– Podría ser -admitió Grace-. Bueno, sí, es probable.
– Así que, ¿dónde podría guardar las facturas de su móvil?
Grace buscó en el archivador. Guardaba las facturas de Cascade. Miró en la uve para Version Wireless. Nada.
– No están aquí.
Cora se frotó las manos.
– ¡Uy, qué sospechoso! -Estaba embalada-. Pues imaginemos que ellos hacen lo que nosotras hacemos.
– ¿Y qué hacemos exactamente?
– Supongamos que Jack te esconde algo. Lo más probable es que rompa las facturas en cuanto le llegan, ¿no?
Grace meneó la cabeza.
– Esto es muy raro.
– Pero ¿tengo razón?
– Sí, vale, si Jack tiene secretos conmigo…
– Todo el mundo tiene secretos. Vamos, tú ya lo sabes. ¿Me estás diciendo que todo esto te sorprende?
En circunstancias normales, semejante verdad habría hecho vacilar a Grace, pero no había tiempo para esa clase de licencias.
– Bien, pues supongamos que Jack realmente rompió las facturas del móvil -dijo Grace-. ¿Cómo vamos a conseguirlas?
– Igual que las que acabo de conseguir ahora. Abrimos otra cuenta por Internet, esta vez con Version Wireless. -Cora empezó a teclear.
– ¿Cora?
– Dime.
– ¿Puedo preguntarte una cosa?
– Adelante.
– ¿Cómo sabes hacer todo esto?
– Por experiencia práctica. -Paró de teclear y miró a Grace-. ¿Cómo te crees que me enteré de lo de Adolf y Eva?
– ¿Los espiaste?
– Ajá. Compré un libro llamado Espionaje para idiotas o algo así. Está todo ahí. Quería asegurarme de que tenía todos los datos antes de enfrentarme a ese patético personaje.
– ¿Y qué dijo cuando se lo echaste en cara?
– Que lo sentía. Que no volvería a hacerlo. Que renunciaría a Ivana la de los Implantes y no volvería a verla.
Grace observó teclear a su amiga.
– Lo quieres mucho, ¿verdad?
– Más que a la propia vida. -Sin dejar de teclear, Cora añadió-: ¿Y si abrimos otra botella de vino?
– Sólo si esta noche no conducimos.
– ¿Quieres que me quede aquí a dormir?
– No deberíamos conducir, Cora.
– Trato hecho.
Cuando Grace se puso en pie, sintió que la cabeza le daba vueltas por el vino. Fue a la cocina. Cora a menudo bebía demasiado, pero esa noche Grace se alegraba de poder acompañarla. Abrió otra botella de Lindemans. Como el vino estaba a temperatura ambiente, echó abundante hielo en los vasos. Una torpe solución, sí, pero a las dos les gustaba frío.
Cuando Grace volvió al despacho, la impresora estaba en marcha. Le pasó a Cora un vaso y se sentó. Se quedó mirando el vino y movió la cabeza en un gesto de pesar.
– ¿Qué?
– Por fin he conocido a la hermana de Jack.
– ¿Y?
– O sea, date cuenta. Sandra Koval. Antes ni siquiera sabía cómo se llamaba.
– ¿Nunca le has preguntado a Jack por ella?
– En realidad no.
– ¿Por qué no?
Grace bebió un sorbo.
– No sabría explicarlo.
– Inténtalo.
Alzó la vista y se lo pensó.
– Me pareció que era lo más sano. Ya me entiendes, respetar la intimidad del otro respecto a algunas cosas. Yo huía de algo. Él nunca me presionó por ello.
– ¿Y tú tampoco lo presionaste a él?
– Fue más que eso.
– ¿Qué?
Grace reflexionó.
– Yo nunca entré en todo ese rollo de «no hay secretos entre nosotros». Jack tenía una familia rica y no quería saber nada de ella. Se habían peleado. Eso era lo único que yo sabía.
– ¿De qué eran ricos?
– ¿A qué te refieres?
– ¿A qué se dedican?
– Es una sociedad de cartera o algo así, una empresa que fundó el abuelo de Jack. Tienen fondos fiduciarios, opciones y acciones con derecho a voto, cosas por el estilo. No son Onassis, pero no les va mal, supongo. Jack no quiere saber nada. No vota. Se niega a tocar el dinero. Llegó a un acuerdo para que el fideicomiso pase a la siguiente generación.
– ¿Para que lo hereden Emma y Max?
– Sí.
– ¿Y eso qué te parece?
Grace se encogió de hombros.
– ¿Sabes de qué me estoy dando cuenta? -dijo.
– Soy toda oídos.
– ¿Sabes por qué nunca presioné a Jack? No tenía nada que ver con el respeto a la intimidad.
– Entonces, ¿qué era?
– Lo quería. Lo quería más que a cualquier hombre de cuantos había conocido…
– Intuyo que aquí viene un «pero».
Grace sintió las lágrimas asomar a sus ojos.
– Pero me parecía todo tan frágil. ¿Entiendes lo que quiero decir? Cuando estaba con él… esto te parecerá estúpido, pero con Jack fui feliz como no lo había sido desde que… no sé, desde que murió mi padre.
– Has sufrido mucho -dijo Cora.
Grace no contestó.
– Te daba miedo perderlo. No querías exponerte a más dolor.
– ¿Y por eso elegí la ignorancia?
– Oye, se supone que en la ignorancia está la felicidad, ¿no?
– ¿Y tú te lo crees?
Cora se encogió de hombros.
– Si yo nunca hubiese espiado a Adolf, lo más probable es que él hubiera tenido su aventurilla y luego se le hubiese pasado. Quizás ahora viviría con el hombre al que quiero.
– Todavía puedes volver con él.
– Imposible.
– ¿Por qué?
Cora reflexionó.
– Necesito la ignorancia, supongo. -Cogió el vaso y bebió un largo trago.
La impresora se detuvo. Grace cogió las hojas y las examinó. Conocía la mayoría de los números. De hecho, los conocía casi todos.
Pero uno enseguida le llamó la atención.
– ¿De dónde es el prefijo seis cero tres? -preguntó Grace.
– Ni idea. ¿Qué llamada es?
Grace se la enseñó en la pantalla. Cora la señaló con el cursor.
– ¿Qué haces? -preguntó Grace.
– Si haces clic en el número con el ratón, sale el nombre de la persona a quien llamó.
– ¿En serio?
– Oye, ¿en qué siglo vives? Ahora las películas ya son sonoras.
– ¿O sea que sólo tienes que marcar el vínculo?
– Y te lo dice todo. A menos que el número no figure en la guía. Cora apretó el botón izquierdo del ratón. Salió un rótulo en el que se leía:
número no registrado
– Vaya, no está en la guía.
Grace miró el reloj.
– Sólo son las nueve y media -dijo-. No es demasiado tarde para llamar.
– Según las reglas del juego del marido desaparecido, no, no es demasiado tarde para llamar.
Grace descolgó el auricular y marcó el número. Un pitido agudo, no muy distinto del sonido de los altavoces en el concierto de Rapture, le atravesó el tímpano. A continuación: «El número al que ha llamado -la voz grabada recitó el número- ha sido desconectado. No disponemos de más información».
Grace frunció el entrecejo.
– ¿Qué?
– ¿Cuándo fue la última vez que Jack llamó a ese número?
Cora lo miró.
– Hace tres semanas. Habló dieciocho minutos.
– Está desconectado.
– Mmm, el prefijo es el seis cero tres -observó Cora, pasando a otra página web. Tecleó «prefijo seis cero tres» y pulsó la tecla intro. La respuesta llegó de inmediato-. Es de New Hampshire. Espera, vamos a ver qué sale en Google.
– ¿Qué quieres buscar? ¿New Hampshire?
– El número de teléfono.
– ¿Para qué?
– El número no sale en la guía, ¿no?
– No.
– Espera, voy a enseñarte algo. Esto no funciona siempre, pero mira. -Cora tecleó el número de teléfono de Grace en el buscador-. Buscará esa secuencia de números en toda la red, no sólo en las guías. Eso no nos sirve porque, como has dicho, el número no sale en la guía. Pero…
Cora pulsó la tecla intro. Apareció un resultado. Era la página de un premio de arte concedido por la Universidad de Brandeis, donde estudió Grace. Cora hizo clic en el vínculo. Salieron el nombre y el número de teléfono de Grace-. ¿Has estado en el jurado de un premio de pintura?
Grace asintió.
– Era para una beca de arte.
– Pues ahí estás. Tu nombre, tu dirección y tu número de teléfono junto con los demás miembros del jurado. Debiste de darles tus datos.
Grace cabeceó.
– Ya puedes tirar tus cintas de ocho pistas y bienvenida a la Era de la Información -dijo Cora-. Y ahora que sé cómo te llamas, puedo hacer un millón de búsquedas distintas. Saldrá la página de tu galería. Tu universidad. Lo que sea. Ahora probemos con este número del seis cero tres…
Los dedos de Cora empezaron a volar otra vez. Pulsó la tecla intro.
– Un momento. Tenemos algo. -Miró la pantalla con los ojos entornados-. Bob Dodd.
– ¿Bob?
– Sí. No Robert. Bob. -Cora miró a Grace-. ¿Te suena ese nombre?
– No.
– La dirección es un apartado de correos de Fitzwilliam, en New Hampshire. ¿Has estado allí?
– No.
– ¿Y Jack?
– No lo creo. O sea, fue a la universidad en Vermont, así que es posible que haya visitado New Hampshire, pero nunca hemos ido juntos.
Se oyó un ruido arriba. Max lloraba dormido.
– Ve -dijo Cora-. Entretanto, veré qué encuentro sobre nuestro amigo el señor Dodd.
Mientras se dirigía hacia el dormitorio de su hijo, Grace sintió otra punzada en el pecho: Jack era el centinela nocturno de la casa. Él era quien se ocupaba de las pesadillas y de llevar vasos de agua por la noche. Él era quien sostenía la frente de los niños a las tres de la mañana cuando se despertaban para vomitar. De día, Grace se ocupaba de quitar mocos, comprobar la temperatura, calentar el caldo de pollo, obligarlos a tomar el jarabe Robitussin. El turno de noche le tocaba a Jack.
Cuando llegó a la habitación, Max sollozaba. El llanto ahora era suave, más bien un gimoteo, y eso por alguna razón daba más pena que un alarido. Grace lo abrazó. Le temblaba todo el cuerpo. Ella lo meció y le habló con ternura. Le susurró que su mamá estaba allí, que no pasaba nada, que no corría ningún peligro.
Max tardó en serenarse. Grace lo llevó al cuarto de baño. Aunque Max apenas tenía seis años, orinaba como un hombre; es decir, nunca acertaba al apuntar al váter. Se balanceó, durmiéndose de pie. Cuando acabó, Grace lo ayudó a subirse el pantalón del pijama de Buscando a Nemo. Lo acostó y le preguntó si quería hablarle de su sueño. Él negó con la cabeza y volvió a dormirse.
Grace se quedó mirando el movimiento de su pequeño pecho. ¡Cómo se parecía a su padre!
Al cabo de un rato bajó. No se oía nada. Cora ya no tecleaba. Grace entró en el despacho. La silla estaba vacía. Cora se hallaba en un rincón con el vaso de vino en la mano.
– ¿Cora?
– Ya sé por qué el teléfono de Bob Dodd está desconectado.
Se percibía tensión en su voz, un tono que Grace nunca había oído. Esperó a que su amiga continuase, pero ésta parecía encogerse en el rincón.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Grace.
Cora bebió un sorbo rápido.
– Según un artículo del New Hampshire Post, Bob Dodd está muerto. Lo asesinaron hace dos semanas.