El Land Rover de color habano circulaba por carreteras secundarias. Grace no tenía ni idea de adónde iban. Jack estaba tumbado en el suelo del asiento de atrás. Había perdido el conocimiento. Tenía las piernas atadas con cinta adhesiva y las manos esposadas a la espalda. Grace seguía con las manos atadas por delante. Su captor, supuso, no había visto ninguna razón para volver a ponérselas tras la espalda.
Detrás Jack gimió como un animal herido. Grace miró a su captor, que tenía una mano en el volante y una plácida expresión en el rostro, como un padre que lleva a su familia de paseo un domingo. Estaba dolorida. Cada vez que respiraba se acordaba de lo que él le había hecho en las costillas. Tenía la rodilla como si se la hubiese destrozado la metralla.
– ¿Qué le ha hecho? -preguntó.
Se puso rígida, esperando el golpe. Casi ni le importaba. Estaba más allá de eso. Pero el hombre no hizo nada. Tampoco se quedó callado. Señaló a Jack con el pulgar.
– No tanto como lo que él le hizo a usted -contestó.
Ella se puso tensa.
– ¿Eso qué demonios significa?
Por primera vez, Grace vio una sonrisa sincera en su cara.
– Creo que ya lo sabe.
– No tengo ni la menor idea -replicó ella.
Él siguió sonriendo, y tal vez, en algún lugar dentro de ella, la desazón empezó a crecer. Intentó ahuyentarla, concentrarse en escapar de esa situación, en salvar a Jack. Preguntó:
– ¿Adónde nos lleva?
No contestó.
– He dicho…
– Es usted una mujer valiente -la interrumpió él.
Ella no dijo nada.
– Su marido la quiere. Usted lo quiere a él. Eso facilita las cosas.
– ¿Qué cosas?
Él la miró.
– Los dos están dispuestos a soportar el dolor. Pero ¿está dispuesta a dejar que yo le haga daño a su marido?
Ella no contestó.
– Como le he dicho ya a él: si vuelve a hablar, no le haré daño a usted; se lo haré a él.
El hombre tenía razón. Surtió efecto. Grace se calló. Miró por la ventana y vio pasar los árboles desdibujados. Iban por una carretera de dos carriles. Grace no tenía ni idea de dónde estaban. Era una zona rural. Eso sí lo veía. Cambiaron de carretera otras dos veces y por fin Grace supo dónde estaban: la autovía de Palisades en dirección sur, de regreso a Nueva Jersey.
La Glock seguía en la funda sujeta al tobillo.
Ahora sentía su presencia constantemente. El arma parecía llamarla, burlándose de ella, tan cerca y sin embargo tan fuera de su alcance.
Grace tendría que buscar una manera de cogerla. No le quedaba más remedio. Ese hombre iba a matarlos. De eso estaba segura. Antes quería sonsacarle información -por lo pronto, de dónde salió la foto-, pero en cuanto la tuviera, en cuanto se diera cuenta de que ella decía la verdad, los mataría a los dos.
Tenía que coger la pistola.
El hombre la miraba sin cesar. No le dejaba el menor resquicio. Grace reflexionó. ¿Esperaba a que él detuviera el coche? Eso ya lo había intentado antes, y no le había salido bien. ¿Se lanzaba sin más? ¿Se arriesgaba a sacarla allí mismo? Era una posibilidad, pero dudaba mucho que fuese lo bastante rápida. Tenía que levantarse la pernera del pantalón, desabrochar la tira de seguridad, coger la pistola, sacarla… ¿y todo eso antes de que él reaccionara?
Imposible.
Se planteó intentarlo lentamente. Podía bajar las manos un poco hacia el lado. Levantarse la pernera despacio. Fingir que se rascaba.
Grace se movió en el asiento y bajó la vista hacia la pierna. Y entonces sintió que el corazón le subía a la garganta…
La pernera se le había levantado.
La funda. Estaba a la vista.
El pánico se apoderó de ella. Dirigió una mirada furtiva a su captor, esperando que no la hubiera visto. Pero la había visto. Tenía los ojos abiertos de par en par. Le miraba la pierna.
Ahora o nunca.
Pero incluso mientras extendía los brazos, se dio cuenta de que no tenía la menor posibilidad. Le era absolutamente imposible alcanzar la pistola a tiempo. Su captor le apoyó otra vez la mano en la rodilla y apretó. El dolor la sacudió violentamente, dejándola casi inconsciente. Gritó. Con el cuerpo rígido, dejó caer las manos, ya inútiles.
Él la tenía.
Grace se volvió hacia él, lo miró a los ojos y no vio nada. Entonces, sin previo aviso, algo se movió detrás. Grace lanzó un grito ahogado.
Era Jack.
Había conseguido levantarse en el asiento trasero como una aparición. El hombre se volvió, más por curiosidad que por preocupación. Al fin y al cabo, Jack tenía las manos y los pies atados. Estaba exánime. ¿Qué daño podía hacer?
Con los ojos desorbitados y aspecto de animal, Jack echó la cabeza atrás y luego hacia delante con fuerza. Cogió al hombre desprevenido. La cabeza de Jack fue a topar contra su mejilla derecha. Se oyó un ruido sordo, hueco. El coche se detuvo de un frenazo. El hombre soltó la rodilla a Grace.
– ¡Corre, Grace!
Era la voz de Jack. Grace se dispuso a coger la pistola. Desabrochó la tira de seguridad. Pero el hombre ya se había enderezado.
Con una mano agarró a Jack por el cuello. Dirigió la otra hacia la rodilla de Grace. Ella se apartó. Él volvió a intentarlo.
Grace sabía que no tenía tiempo de alcanzar la pistola. Jack ya no podría ayudarla. Había agotado todas sus fuerzas, se había sacrificado, para ese único testarazo.
Y todo para nada.
El hombre asestó otro golpe a Grace en las costillas. La atravesaron cuchillos al rojo vivo. Una sensación de náusea le recorrió el cuerpo. Sintió que se desvanecía…
No podría aguantar…
Jack intentó arremeter de nuevo. Pero para el asiático era poco más que una molestia; le apretó el cuello. Jack emitió un sonido y se quedó quieto.
El asiático se volvió otra vez hacia ella. Grace cogió el tirador de la puerta.
El hombre la agarró por el brazo.
Grace no podía moverse.
Jack, sin fuerzas, dejó caer la cabeza y la deslizó por el hombro del asiático. La detuvo en el antebrazo. Y allí, con los ojos cerrados, abrió la boca y mordió con fuerza.
El hombre dejó escapar un alarido y soltó a Grace. Empezó a sacudir el brazo, intentando zafarse de Jack. Éste apretó más los dientes, aferrándose como un bulldog. El asiático lo golpeó en la cabeza con la palma de la mano libre. Jack se desplomó.
Grace accionó el tirador y recostó el cuerpo contra la puerta.
Se cayó del coche y fue a dar en el pavimento. Se alejó rodando, dispuesta a cualquier cosa con tal de apartarse de su captor. De hecho, llegó rodando hasta el otro carril de la autovía. Un coche la esquivó.
«¡Coge la pistola!»
Tendió de nuevo la mano. La tira ya estaba desabrochada. Se volvió hacia el coche. El hombre estaba saliendo. Se levantó la camisa. Grace vio su pistola. Lo vio cogerla. La pistola de Grace salió de la funda.
Ya no cabía la menor duda. No había ningún dilema ético. No tenía sentido plantearse si debía gritar o avisar, decirle que se detuviera, pedirle que pusiera las manos detrás de la cabeza. Ya no era cuestión de indignación moral. Ni de cultura, humanidad, años de civilización o educación.
Grace apretó el gatillo. La pistola se disparó. Volvió a apretarlo. Y otra vez. El hombre se tambaleó. Volvió a apretar. El sonido de las sirenas aumentó de volumen. Y Grace disparó una vez más.