De pronto se producen desgarros. Asoman lágrimas en tu vida, profundas heridas de cuchillo que te atraviesan la carne. Tu vida es de una manera y de repente se hace trizas y se convierte en otra cosa. Se viene abajo como si la destripasen. Y también existen esos momentos en que tu vida simplemente se deshilacha. Alguien tira de una hebra suelta. Cede una costura. Al principio el cambio es lento, casi imperceptible.
Para Grace Lawson, empezó a deshilacharse en Photomat.
Se disponía a entrar en la tienda de revelado cuando oyó una voz vagamente familiar.
– ¿Por qué no te compras una cámara digital, Grace?
Grace se volvió hacia la mujer.
– No se me dan bien los aparatos modernos.
– Vamos, pero si la tecnología digital es tan fácil como chasquear los dedos. -La mujer levantó la mano y chasqueó los dedos, por si Grace no conocía el significado de la palabra-. Y las cámaras digitales son muchísimo más prácticas que las convencionales. Sólo tienes que borrar las fotos que no quieres. Como los archivos del ordenador. Para nuestra tarjeta de Navidad…, bueno, Barry debió de sacar un millón de fotos a los niños; ya sabes, una porque Blake parpadeó, otra porque Kyle miraba hacia donde no debía, lo que fuera, pero es que cuando sacas tantas, pues al final, como dice Barry, seguro que una te saldrá bien, ¿no?
Grace asintió. Intentaba rescatar del fondo de la memoria el nombre de la mujer, pero no lo conseguía. La hija -¿era Blake?- iba a la misma clase que el hijo de Grace, que estaba en primero. O tal vez habían coincidido el año anterior en el parvulario. Era difícil llevar la cuenta. Grace mantuvo la sonrisa fija en el rostro. La mujer era amable, pero se confundía con las demás. Grace se preguntó, no por primera vez, si también ella se confundía con el resto, si su antigua gran individualidad se había integrado en el desagradable torbellino de la uniformidad suburbana.
La idea no era reconfortante.
La mujer siguió hablando de las maravillas de la era digital. A Grace empezó a dolerle la sonrisa fija. Miró el reloj, confiando en que la tecnomamá captase la indirecta. Las tres menos cuarto. Casi la hora de recoger a Max en la escuela. Emma tenía clase de natación, pero ese día la llevaba otra madre. «El rebaño a darse un baño», como había comentado jocosamente la madre en exceso jovial con una risita. Sí, muy graciosa.
– Tenemos que vernos -sugirió la mujer cuando ya se le acababa la cuerda-. Con Jack y Barry. Creo que se llevarían bien.
– Claro.
Grace aprovechó la pausa para despedirse con la mano, abrir la puerta y entrar en Photomat. La puerta de cristal se cerró con un chasquido y sonó una campanilla. Lo primero que le llegó fue el olor a productos químicos, parecido al del pegamento. Se preguntó cuáles serían los efectos a largo plazo de trabajar en semejante entorno y decidió que los efectos a corto plazo ya eran bastante molestos.
El chico que trabajaba detrás del mostrador -y en este caso el uso por parte de Grace de la palabra «trabajar» era más bien generoso- tenía una pelusilla blanca debajo de la barbilla, el pelo teñido de un color que habría intimidado a Crayola y suficientes piercings para hacer las veces de un instrumento de viento. Llevaba enroscado un par de auriculares. La música estaba tan alta que Grace la sintió en el pecho. Tenía tatuajes, muchos. En uno se leía piedra, en otro aguafiestas. Grace pensó que debería llevar otro que rezara zángano.
– ¿Disculpe?
No alzó la vista.
– ¿Disculpe? -dijo, levantando un poco la voz.
Tampoco contestó.
– ¡Eh, tú, tío!
Eso sí que captó su atención. Soltó un gruñido y entrecerró los ojos, ofendido por la interrupción. Se quitó los auriculares a regañadientes.
– La papeleta.
– ¿Cómo?
– La papeleta.
Ah. Grace le dio el resguardo. A continuación, El Pelusilla le preguntó cómo se llamaba. Eso recordó a Grace las líneas de atención al cliente, que te piden que marques tu número de teléfono y luego, en cuanto se pone una persona real, vuelven a preguntarte el mismo número. Como si la primera vez que lo solicitan fuese sólo para practicar.
El Pelusilla -a Grace empezaba a gustarle el apodo- hurgó en un fichero lleno de paquetes de fotos y por fin sacó uno. Arrancó la etiqueta y le dijo un precio desorbitado. Ella le dio un cupón de Val-Pak, que desenterró de su bolso tras una excavación equiparable a la búsqueda de los manuscritos del Mar Muerto, y vio cómo el precio se reducía a algo más razonable.
El chico le entregó las fotos. Grace le dio las gracias, pero él ya había vuelto a conectarse la música al cerebro. Ella se despidió con un gesto.
– No he venido por las fotos -dijo Grace-, sino por la amena conversación.
El Pelusilla bostezó y cogió su revista. El último número de Modem Slacker, «el Zángano Moderno».
Grace salió a la calle. Hacía fresco. El otoño había desplazado al verano con su ímpetu característico. Las hojas aún no habían empezado a caer, pero ya flotaba en el aire ese regusto a sidra. Los escaparates habían empezado a exhibir los adornos de Halloween. Emma, su hija de tercero, había convencido a Jack para que comprara un globo de dos metros y medio con Homer Simpson disfrazado de Frankenstein. Grace tenía que reconocer que era genial. A sus hijos les gustaban Los Simpson, lo que significaba que, pese a todos sus esfuerzos, quizá Jack y ella les estaban dando una buena educación.
Grace quería abrir el sobre allí mismo. Un carrete de fotos recién revelado siempre despertaba cierta emoción, esa expectación de cuando uno va a abrir un regalo, esa precipitación hacia el buzón a pesar de que nunca hay más que facturas, sensaciones que la fotografía digital, por práctica que fuese, nunca igualaría. Pero no tenía tiempo antes de la salida de la escuela.
Al subir por Heights Road al volante de su Saab, dio un pequeño rodeo para pasar por el mirador del pueblo. Desde allí se veían los edificios de Manhattan, sobre todo por la noche, extendidos como diamantes sobre terciopelo negro. La invadió la añoranza. Le encantaba Nueva York. Hasta cuatro años antes, esa maravillosa isla había sido su hogar. Tenían un loft en Charles Street, en el Village. Jack trabajaba en el equipo de investigación médica de un laboratorio farmacéutico. Ella pintaba en el taller de su casa al tiempo que se burlaba de sus homólogos de los suburbios, con sus cuatro por cuatro, sus pantalones de pana y sus conversaciones sobre niños. Ahora era ya uno de ellos.
Grace aparcó detrás de la escuela con las demás madres. Apagó el motor, cogió el sobre de Photomat y lo abrió. El carrete era del viaje anual a Chester para la cosecha de la manzana, que habían hecho la semana anterior. Jack no había parado de sacar fotos. Le gustaba ser el fotógrafo de la familia. Lo consideraba una obligación paterna y viril, eso de tomar fotos, como si fuera un sacrificio que todo padre debía realizar por su familia.
La primera imagen era de Emma, su hija de ocho años, y Max, su hijo de seis, en un carro lleno de paja, con los hombros encorvados, las mejillas sonrosadas por el viento. Grace se quedó mirándolos un momento. La asaltaron sentimientos de… sí, ternura maternal, primitiva y evolutiva a la vez. Eso era lo que ocurría con los niños. Ésas eran las pequeñas cosas que le llegaban al alma. Se acordó de que ese día hacía frío. El manzanar, lo sabía, estaría abarrotado de gente. Al principio no quería ir. Ahora, al ver la foto, se replanteó con asombro la idiotez de sus propias prioridades.
Las demás madres se agolpaban ante la valla de la escuela, parloteando y poniéndose de acuerdo a fin de que sus hijos se vieran para jugar. Era, por supuesto, la era moderna, el Estados Unidos posfeminista, y sin embargo, entre alrededor de ochenta personas que esperaban a sus niños, sólo había dos hombres. Grace sabía que uno era un padre que llevaba más de un año en el paro. Se le notaba en la mirada, el andar lento, el mal afeitado. El otro era un periodista que trabajaba en casa y siempre parecía demasiado interesado en hablar con las madres. Tal vez se sentía solo. U otra cosa.
Alguien llamó a la ventanilla del coche. Grace alzó la vista. Cora Lindley, su mejor amiga del pueblo, le hizo señas para que abriera la puerta. Grace obedeció. Cora se sentó a su lado.
– ¿Cómo fue tu cita de anoche? -preguntó Grace.
– Un desastre.
– Lo siento.
– El síndrome de la quinta cita.
Cora era una mujer divorciada y, en medio de todas aquellas «señoras que quedan para comer» nerviosas y excesivamente protectoras, resultaba un poco demasiado sexy. Vestida con una blusa escotada de piel de leopardo, malla de Spandex y zapatillas de color rosa, no encajaba en absoluto con el torrente de pantalones caquis y jerséis holgados. Las demás madres la miraban con recelo. Los residentes adultos de los suburbios pueden parecerse mucho a los adolescentes.
– ¿Y cuál es el síndrome de la quinta cita?
– Tú no tienes muchas citas, ¿eh?
– Pues no -contestó Grace-. Un marido y dos hijos me han cortado bastante el vuelo.
– Lástima. Verás, y no me preguntes por qué, pero en la quinta cita, los tíos siempre sacan el tema… ¿cómo decirlo con delicadeza?… del trío.
– Por favor, dime que no hablas en serio.
– Te hablo totalmente en serio. La quinta cita. Como muy tarde. El tío va y me pregunta, en plan puramente teórico, qué pienso de los tríos. Como si hablara de la paz en Oriente Medio.
– ¿Y tú qué contestas?
– Que en general me lo paso bien, sobre todo cuando los dos hombres se morrean.
Grace se echó a reír y las dos salieron del coche. A Grace le dolía la pierna mala. Aunque después de más de una década ya no debería sentirse cohibida por eso, seguía molestándole que la vieran cojear. Se quedó junto al coche y miró cómo se alejaba Cora. Cuando sonó el timbre, los niños salieron corriendo como disparados por un cañón. Al igual que las demás madres, Grace sólo veía a los suyos. El resto de la manada, por poco benévolo que pudiera parecer, era puro paisaje.
Max apareció en el segundo éxodo. Cuando Grace vio a su hijo -con el cordón de una zapatilla desatado, la mochila de Yu-Gi-Oh! demasiado grande para él, el gorro de lana de los Rangers de Nueva York ladeado como la boina de un turista-, volvió a invadirla el sentimiento de ternura. Max bajó por la escalera, ajustándose la mochila sobre los hombros. Ella sonrió. Al verla, Max le devolvió la sonrisa.
Se subió al asiento trasero del Saab. Grace lo ató a la sillita y le preguntó cómo le había ido el día. Max contestó que no lo sabía. Ella le preguntó qué había hecho. Max contestó que no lo sabía. ¿Había aprendido algo de matemáticas, inglés, ciencias, arte? Cómo única respuesta, Max se encogió de hombros y dijo que no lo sabía. Grace asintió con la cabeza. Un caso típico de la epidemia conocida como el Alzheimer de la escuela primaria. ¿Acaso drogaban a los niños para que se olvidaran de todo o los obligaban a jurar que no hablarían? Misterios de la vida.
Hasta que llegó a casa y dio a Max su Go-GURT para merendar -imaginen un yogur en un tubo que se aprieta como un tubo de pasta de dientes-, Grace no pudo ver el resto de las fotos.
La luz del contestador parpadeaba. Un mensaje. Comprobó el identificador de llamadas y vio que era un número anónimo. Apretó el botón para escuchar el mensaje y se llevó una sorpresa. La voz pertenecía a un viejo… amigo, supuso. Describirlo como «conocido» era demasiado superficial. Quizá sería más preciso decir «figura paterna», pero en un sentido muy poco común.
«Hola, Grace. Soy Carl Vespa.»
No le hacía falta decir quién era. Habían pasado años, pero ella siempre reconocería su voz.
«¿Podrías llamarme cuando tengas un rato? Necesito hablar contigo.»
El contestador emitió otro pitido. Grace no se movió, pero sintió una antigua palpitación en el estómago. Vespa. Carl Vespa, pese a la amabilidad con que siempre la había tratado, no era de quienes se andaban con charlas ociosas. Se planteó si devolverle la llamada y al final decidió que de momento no lo haría.
Grace entró en la habitación que había convertido en su taller improvisado. Cuando pintaba bien -cuando estaba, como cualquier artista o atleta, «en vena»- veía el mundo como si estuviera a punto de plasmarlo en el lienzo. Miraba las calles, los árboles, la gente, e imaginaba el tipo de pincel que usaría, las pinceladas, la mezcla de colores, las distintas luces y los tonos de sombras. Su obra debía reflejar lo que ella quería, no la realidad. Eso era arte para ella. Todos vemos el mundo a través de nuestro propio prisma, por supuesto. El mejor arte retorcía la realidad para mostrar el mundo del artista, lo que ella veía o, más concretamente, lo que ella quería que los demás viesen. No siempre era una realidad más hermosa. A menudo era más provocadora, tal vez más fea, más apasionante y magnética. Grace buscaba una reacción. Uno puede disfrutar con una hermosa puesta de sol, pero Grace quería que el espectador se sumergiera en su puesta de sol, que temiera apartarse de ella, que temiera no apartarse de ella.
Grace había pagado un dólar de más y pedido un segundo juego de fotos. Metió los dedos en el sobre y las sacó. Las dos primeras eran las de Emma y Max en el carro de paja. Luego había una de Max con el brazo extendido para coger una manzana Gala. Luego la habitual mancha borrosa de carne, la foto en la que Jack había acercado la mano demasiado a la lente. Su tontorrón. Había varias más de Grace y los niños con diversas manzanas, árboles, cestos. Tenía los ojos húmedos, como siempre que miraba fotos de sus hijos.
Los padres de Grace habían muerto jóvenes. Su madre había fallecido a causa de un camión articulado que atravesó la mediana en la Carretera 46 de Totowa. Grace, que era hija única, tenía entonces once años. La policía no llamó a la puerta como en las películas. Su padre se enteró de lo sucedido por una llamada. Grace todavía se acordaba de cómo su padre, con su pantalón azul y chaleco de lana gris, contestó al teléfono con su voz musical, se quedó lívido y de pronto se desplomó y empezó a emitir sollozos primero ahogados y después quedos, como si no pudiese aspirar suficiente aire para expresar su dolor.
El padre de Grace la crió hasta que su corazón, debilitado por una fiebre reumática padecida en la infancia, falló cuando Grace cursaba su primer año de la universidad. Un tío de Los Ángeles se ofreció a acogerla, pero Grace ya era mayor de edad. Decidió quedarse allí y seguir sola.
Las muertes de sus padres fueron devastadoras, por supuesto, pero también infundieron a la vida de Grace una sensación de apremio. Los vivos quedaban imbuidos de un sentimiento de patetismo. Esas muertes realzaban lo trivial. Grace quería llenarse de recuerdos, saciarse de los momentos de la vida y -por morboso que parezca- asegurarse de que sus hijos tuvieran suficientes recuerdos de ella cuando ya no estuviera.
Fue entonces -cuando pensaba en sus padres, en lo mayores que se veían Emma y Max en comparación con la colección de fotos de la cosecha de manzanas del año anterior- cuando se topó con aquella foto extraña.
Grace frunció el entrecejo.
La foto estaba más o menos en la mitad de la pila. Tal vez más hacia el final. Era del mismo tamaño, y encajaba perfectamente con las demás, aunque el papel era más delgado. Más barato, pensó. Tal vez como una fotocopia de buena calidad.
Grace miró la siguiente foto. Para ésta, no había duplicado. Era raro. Una sola copia. Se quedó pensando. La foto debía de haberse traspapelado, procedente de otro carrete.
Porque esa foto no era de ella.
Era un error. Ésa era la explicación obvia. Si pensaba por un instante en la posible aptitud para el trabajo de, digamos, El Pelusilla… Sin duda era muy capaz de cometer un error, ¿no? De introducir la foto en el paquete que no debía.
Lo más probable era eso.
La foto de otra persona se había mezclado con las suyas.
O tal vez…
La foto parecía antigua: no en blanco y negro o en sepia. No, nada de eso. La instantánea era en color, pero los tonos parecían… como apagados: saturados, deslucidos por el sol, sin el brillo que cabía esperar en estos tiempos. La misma impresión daban las personas que aparecían en ella. La ropa, el pelo, el maquillaje: todo desfasado. De hacía quince, tal vez veinte años.
Grace la dejó en la mesa para observarla más detenidamente.
Las imágenes eran un poco borrosas. Había cuatro personas -no, un momento, asomaba otra en la esquina-, cinco personas. Dos hombres y tres mujeres, todos de unos veinte años; al menos los que se veían bien parecían aproximadamente de esa edad.
Estudiantes universitarios, pensó Grace.
Tenían los vaqueros, las sudaderas, el pelo despeinado, la actitud, la postura despreocupada de la independencia en ciernes. Parecía que les habían tomado la foto cuando no estaban del todo listos, mientras se preparaban para posar. Algunas cabezas estaban de lado y sólo se las veía de perfil. A una chica morena, justo en el borde de la foto, sólo se le veía de hecho la parte de atrás de la cabeza y una chaqueta vaquera. Junto a ella había otra chica, ésta con el cabello rojo intenso y los ojos muy separados.
Cerca del centro, una chica rubia tenía… Dios santo, ¿y eso qué era? Habían trazado una gran cruz sobre su rostro. Como si alguien la hubiera tachado.
¿Cómo había llegado esa foto…?
Mientras Grace seguía mirando, sintió una punzada en medio del pecho. No reconoció a ninguna de las tres mujeres. Los dos hombres se parecían bastante: misma estatura, mismo pelo, misma actitud. Al que estaba en el extremo izquierdo tampoco lo conocía.
Estaba segura, sin embargo, de que reconocía al otro hombre. O chico. No tenía edad suficiente para llamarlo hombre. ¿Tenía edad suficiente para alistarse en el ejército? Claro. ¿Tenía edad suficiente para llamarlo hombre? Estaba en medio, al lado de la rubia con el aspa en la cara…
Pero no podía ser. De entrada, tenía la cabeza vuelta. Una fina barba de adolescente le cubría buena parte de la cara…
¿Era su marido?
Grace se acercó más. Era, en el mejor de los casos, una foto de perfil. Ella no conoció a Jack tan joven. Su relación había empezado trece años antes en una playa de la Costa Azul, en el sur de Francia. Tras más de un año de operaciones y rehabilitación, Grace todavía no estaba del todo recuperada. Seguía con los dolores de cabeza y la pérdida de memoria. Cojeaba -como ahora- pero, agobiada por tanta publicidad y por la atención suscitada por aquella noche trágica, Grace había querido alejarse de todo durante un tiempo. Se matriculó en la Universidad de París para estudiar arte en serio. Fue en unas vacaciones, tumbada al sol en la Costa Azul, cuando conoció a Jack.
¿Seguro que era Jack?
Allí se le veía distinto, de eso no cabía duda. Tenía el pelo mucho más largo, y barba, aunque, a tan corta edad y con ese rostro de niño, todavía no le crecía demasiado poblada. Llevaba gafas. Pero había algo en la postura, la inclinación de la cabeza, la expresión.
Era su marido.
Miró rápidamente el resto de las fotos. Más carros, más manzanas, más brazos estirados. Vio una que le había sacado a Jack, la única vez que él le había dejado coger la cámara, con esa manía suya de controlarlo todo. Tenía los brazos tan estirados hacia arriba que se le había levantado la camisa y le quedaba el vientre al descubierto. Emma le había dicho: «¡Agh, qué asco!». Cosa que, por supuesto, indujo a Jack a levantarse más la camisa. Grace se rió. «¡A ver ese movimiento, cariño!», dijo entonces ella, y tomó la siguiente foto. Jack, para mayor tormento de Emma, obedeció y se contoneó.
– ¿Mamá?
Grace se volvió.
– ¿Qué pasa, Max?
– ¿Puedo comer una barrita de cereales?
– Cojamos una para el coche -dijo ella, levantándose-. Tenemos que salir.
El Pelusilla no estaba en Photomat.
Max miró los marcos de fotos sobre distintos temas: «Feliz cumpleaños», «Te queremos, mamá», esas cosas. El hombre que estaba detrás del mostrador, deslumbrante con su corbata de poliéster, su protector del bolsillo para evitar las manchas de tinta de los bolígrafos y la camisa de manga corta lo bastante fina para transparentarse debajo la camiseta de cuello en pico, llevaba una placa que informaba a todo el mundo que él, Bruce, era el subdirector.
– ¿En qué puedo ayudarla?
– Busco al joven que estaba aquí hace un par de horas -contestó Grace.
– Josh ya se ha ido. ¿Puedo hacer algo por usted?
– He recogido un carrete antes de las tres…
– ¿Sí?
Grace no sabía cómo decirlo.
– Había una foto que no se correspondía.
– Sintiéndolo mucho, no la entiendo.
– Una de las fotos. No la hice yo.
El hombre señaló a Max.
– Veo que tiene hijos pequeños.
– ¿Perdón?
El subdirector Bruce se reacomodó las gafas sobre el puente de la nariz.
– Sencillamente me he permitido observar que tiene hijos pequeños. O al menos, uno.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– A veces un niño coge la cámara. Cuando el padre o la madre no mira. Saca una foto o dos. Y luego vuelve a dejar la cámara donde estaba.
– No, no es eso. Esta foto no tiene nada que ver con nosotros.
– Ya veo. Bueno, lamento las molestias. ¿Tiene todas las fotos que tomó?
– Creo que sí.
– ¿No le falta ninguna?
– No lo he comprobado, pero creo que están todas.
El hombre abrió un cajón.
– Tenga, esto es un vale. El próximo carrete le saldrá gratis. Para fotos de siete por doce centímetros. Si las quiere de diez por quince, tendrá que pagar un pequeño recargo.
Grace hizo caso omiso de la mano tendida.
– El cartel en la puerta dice que revelan todas las fotos aquí mismo.
– Exacto. -Bruce dio unas palmadas a la gran máquina situada detrás de él-. Nos las hace la vieja Betsy.
– ¿Mi carrete, pues, se reveló aquí?
– Claro.
Grace le dio el sobre de Photomat.
– ¿Podría decirme quién reveló este carrete?
– Estoy seguro de que fue un error involuntario.
– No estoy diciendo eso. Sólo quiero saber quién reveló mi carrete.
Miró el sobre.
– ¿Puedo preguntarle por qué quiere saberlo?
– ¿Fue Josh?
– Sí, pero…
– ¿Por qué se ha ido?
– ¿Perdón?
– He recogido las fotos poco antes de las tres. Cierran a las seis. Y son casi las cinco.
– ¿Y?
– Me extraña que un turno acabe entre las tres y las seis en una tienda que cierra a las seis.
El subdirector se enderezó un poco.
– A Josh le ha surgido una urgencia familiar.
– ¿Qué clase de urgencia?
– Mire, señora… -consultó el sobre-… Lawson, lamento el error y las molestias. Estoy seguro de que una foto de otro carrete se traspapeló entre las suyas. No recuerdo que haya pasado nunca, pero nadie es perfecto. Ah, espere.
– ¿Qué pasa?
– ¿Me permite ver la fotografía en cuestión, por favor?
Grace temió que quisiera quedársela.
– No la he traído -mintió.
– ¿De qué era la foto?
– Un grupo de gente.
El hombre asintió.
– Ya veo. ¿Y esa gente estaba desnuda?
– ¿Cómo? No. ¿Por qué lo pregunta?
– Está alterada. He supuesto que la foto la había ofendido por algo.
– No, no es eso. Sólo necesito hablar con Josh. ¿Podría decirme su apellido o darme su número de teléfono?
– De ninguna manera. Pero estará aquí mañana a primera hora. Puede hablar con él entonces.
Grace decidió no protestar. Dio las gracias al hombre y se marchó. Tal vez era mejor así, pensó. Había ido hasta allí movida por un impulso. Debía tener eso en cuenta. Seguramente se había excedido en su reacción.
Jack volvería a casa al cabo de un par de horas. Se lo preguntaría entonces.
Le tocaba a Grace recoger a las niñas de la clase de natación. Eran cuatro, de ocho y nueve años, todas con una energía encantadora. Subieron al monovolumen, dos en el asiento de atrás y las otras dos en el de «atrás, atrás» de todo. Un remolino de risas y saludos acompañado del olor a pelo mojado, el suave aroma del cloro de la piscina y el chicle, el ruido de las mochilas al quitárselas, los chasquidos de los cinturones de seguridad al atárselos. Los niños no podían viajar delante -las nuevas normas de seguridad- pero a Grace, pese a la sensación de chófer o tal vez debido a ella, le gustaba llevar y traer a los niños. Éstas hablaban con entera libertad en el coche; el conductor adulto bien podría no estar atento. Pero un padre o una madre podía enterarse de muchas cosas. Podía enterarse de quién molaba, quién no, quién era popular, quién no lo era, qué profesor era realmente guay y cuál no lo era en absoluto. Podía, si escuchaba con suficiente atención, descifrar qué lugar ocupaba un hijo en la jerarquía.
Por otra parte, era de lo más entretenido.
Como Jack saldría otra vez tarde del trabajo, cuando llegaron a casa Grace preparó rápidamente la cena para Max y Emma -hamburguesas vegetarianas (supuestamente más sanas, y si se les echaba ketchup, los niños no notaban la diferencia), buñuelos de carne y mazorcas de maíz congeladas. De postre, Grace peló dos naranjas. Emma hizo los deberes: una carga demasiado pesada para una niña de ocho años, pensó Grace. En cuanto dispuso de un momento, Grace recorrió el pasillo y encendió el ordenador.
Aunque a Grace no le interesase la fotografía digital, entendía la necesidad e incluso las ventajas de los gráficos por ordenador y de Internet. Tenía su propia página, donde exponía su obra y explicaba cómo comprarla, cómo encargar un retrato. Al principio le había parecido demasiado mercantil pero, como le recordó Farley, su agente, Miguel Ángel pintaba por dinero y por encargo. Igual que Leonardo da Vinci, Rafael y casi todo gran artista que ha conocido el mundo. ¿Quién era ella para ponerse por encima?
Grace escaneó sus tres fotos preferidas de la cosecha de la manzana para guardarlas y, más por capricho que por otra cosa, decidió escanear también la extraña foto. A continuación, fue a bañar a los niños. Primero le tocó a Emma. Justo cuando su hija salía de la bañera, Grace oyó la llave en la puerta de atrás.
– Hola -saludó Jack en un susurro-. ¿Hay por aquí alguna mona cachonda esperando a su semental?
– Los niños -dijo ella-. Los niños están despiertos.
– Ah.
– ¿Nos acompañas?
Jack subió los peldaños de la escalera de dos en dos. La casa tembló con su peso. Era un hombre grande, uno ochenta y cinco de estatura, noventa y cinco kilos de peso. A Grace le encantaba su corpulencia cuando dormía a su lado, el movimiento de su pecho al respirar, el olor viril, el suave vello, la manera en que su brazo la rodeaba por la noche, la sensación no sólo de intimidad sino también de seguridad. La hacía sentirse pequeña y protegida, y aunque tal vez no fuera políticamente correcto, le gustaba.
– Hola, papá -saludó Emma.
– ¿Qué tal, gatita? ¿Cómo ha ido la escuela?
– Bien.
– ¿Todavía te gusta ese tal Tony?
– ¡Uf!
Satisfecho de la reacción, Jack besó a Grace en la mejilla. Max salió de su habitación, totalmente desnudo.
– ¿Listo para el baño, muchachito? -preguntó Jack.
– Listo -contestó Max.
Chocaron las palmas. Jack cogió a Max en brazos mientras éste se desternillaba de risa. Grace ayudó a Emma a ponerse el pijama. Le llegaban las risas de la bañera. Jack cantaba con Max una canción sobre una niña llamada Jenny Jenkins que no sabía de qué color vestirse. Jack decía un color y Max tenía que responder con una rima. En ese momento la letra explicaba que Jenny Jenkins no podía vestirse de amarillo porque parecería un «chiquillo». Y al instante los dos volvieron a reírse a carcajadas. Repetían más o menos las mismas rimas cada noche. Y cada noche se morían de risa.
Jack secó a Max, le puso el pijama y lo acostó. Le leyó dos capítulos de Charlie y la fábrica de chocolate. Max, absorto, no se perdía una sola palabra. Emma ya tenía edad para leer sola. Tendida en su cama, devoraba el último cuento de los huérfanos Baudelaire de Lemony Snicket. Grace se quedaba a dibujar con ella media hora. Era su hora del día preferida: cuando trabajaba en silencio en la misma habitación que su hija.
Cuando Jack acabó, Max le rogó que le leyera otra página. Jack se mantuvo firme. Era tarde, dijo. Max desistió a regañadientes. Conversaron un poco más sobre la inminente visita de Charlie a la fábrica de Willy Wonka. Grace los escuchaba.
Roald Dahl, coincidían sus dos hombres, era el no va más.
Jack atenuó la luz -tenían un regulador de intensidad porque a Max no le gustaba la oscuridad absoluta- y luego fue a la habitación de Emma. Se agachó para darle un beso de buenas noches. Emma, que era una auténtica niña de su papá, tendió los brazos, lo cogió por el cuello y se negó a soltarlo. Jack se derretía con la táctica que empleaba Emma cada noche para demostrar su afecto y aplazar la hora de irse a dormir.
– ¿Alguna novedad en el diario? -preguntó Jack.
Emma asintió. Tenía la mochila junto a la cama. Metió la mano y sacó su diario de la escuela. Pasó las páginas y se lo dio a su padre.
– Estamos haciendo poesía -dijo Emma-. Hoy he empezado una.
– Qué bien. ¿Quieres leerla?
Emma estaba radiante. Jack también. Se aclaró la garganta y empezó a recitar:
Pelotita, pelotita,
¿por qué eres tan redonda?
Y tanto como botas,
te quedas monda y lironda.
Pelotita, pelotita,
¿por qué sales tan lanzada?
Cuando te golpean con fuerza,
¿acabas muy mareada?
Grace observó la escena desde la puerta. Últimamente Jack llegaba muy tarde. En general a Grace no le importaba. Los momentos de tranquilidad escaseaban cada vez más. Necesitaba ese solaz. La soledad, precursora del aburrimiento, es propicia para el proceso creativo. En eso consistía la meditación artística: en aburrirse hasta tal punto que por fuerza tenía que surgir la inspiración, aunque sólo fuese para conservar la cordura. Un escritor amigo suyo le explicó una vez que la mejor cura para el bloqueo del escritor era leer una guía de teléfonos. Si uno se aburría lo suficiente, la Musa se vería obligada a abrirse paso incluso por las arterias más obstruidas.
Cuando Emma acabó, Jack se reclinó y exclamó:
– ¡Vaya!
Emma puso la cara que acostumbraba cuando se enorgullecía de sí misma pero no quería que se le notara. Se mordió el labio inferior.
– Es el mejor poema que he oído en la vida -dijo Jack.
Emma se encogió de hombros y agachó la cabeza.
– Sólo son las dos primeras estrofas.
– Pues son las dos mejores estrofas que he oído en mi vida.
– Mañana escribiré uno sobre hockey.
– Por cierto…
Emma se irguió.
– ¿Qué?
Jack sonrió.
– He comprado entradas para ver a los Rangers en el Garden este sábado.
Emma, perteneciente al grupo de seguidoras del equipo de hockey, rival del grupo que idolatraba al último conjunto musical de chicos, dio un grito de alegría y tendió las manos para abrazarlo otra vez. Jack puso los ojos en blanco y lo aceptó. Hablaron del último partido del equipo y de sus posibilidades de ganar a los Minnesota Wild. Poco después Jack se liberó de su abrazo. Le dijo a su hija que la quería. Ella le respondió que también lo quería. Jack se dirigió a la puerta.
– Tengo que comer algo -susurró a Grace.
– Hay sobras de pollo en la nevera.
– ¿Por qué no te pones algo más cómodo?
– La esperanza es lo último que se pierde.
Jack enarcó una ceja.
– ¿Sigues temiendo no ser suficiente mujer para mí?
– Ah, por cierto, tengo que contarte algo.
– ¿Qué?
– Algo sobre la cita de Cora de anoche.
– ¿Interesante?
– Enseguida bajo.
Jack enarcó la otra ceja y bajó silbando. Grace esperó a que la respiración de Emma fuera más profunda antes de seguirlo. Apagó la luz y se quedó mirando un momento. Ésa era función de Jack. Por las noches recorría los pasillos, insomne, vigilándolos en sus camas. A veces ella se despertaba en plena noche y se encontraba con el espacio a su lado vacío. Jack estaba junto a alguna de las puertas, con los ojos vidriosos. Ella se acercaba y él decía: «Los quiere uno tanto…». No necesitaba decir nada más. Ni siquiera necesitaba decir eso.
Jack no la oyó acercarse, y por alguna razón, una razón que Grace no desearía expresar con palabras, ella procuró no hacer ruido. Jack estaba de pie con la cabeza agachada, tenso, de espaldas a ella. Eso resultaba insólito. Por lo general, Jack era un hombre muy activo, en continuo movimiento. Al igual que Max, era incapaz de estar quieto. No paraba de moverse. Cuando se sentaba, le temblaba la pierna. Era pura energía.
Pero en ese momento mantenía la mirada fija en la encimera de la cocina -en la extraña fotografía concretamente-, inmóvil como una estatua.
– ¿Jack?
Él se enderezó, sobresaltado.
– ¿Y esto qué coño es?
Tenía el pelo, advirtió Grace, un poco más largo de lo debido.
– Dímelo tú.
Jack no contestó.
– Ése eres tú, ¿no? ¿El de la barba?
– ¿Qué? No.
Ella lo miró. Él parpadeó y desvió la vista.
– Hoy he ido a recoger las fotos -explicó ella-. A Photomat.
Él no dijo nada. Ella se acercó.
– Esa foto estaba con las demás.
– Un momento. -Jack levantó la mirada repentinamente-. ¿Estaba con nuestras fotos?
– Sí.
– ¿Qué fotos?
– Las que sacamos en el manzanar.
– Eso es absurdo.
Ella se encogió de hombros.
– ¿Quiénes son las personas de la foto?
– ¿Y yo qué sé?
– La rubia a tu lado -dijo Grace-. Con el aspa en la cara. ¿Quién es?
Sonó el móvil de Jack. Lo sacó como un pistolero que desenfunda su arma en un duelo. Murmuró un saludo, escuchó, tapó el micrófono con la mano y dijo: «Es Dan». El investigador con el que trabajaba en el Laboratorio Pentocol. Agachó la cabeza y se dirigió a la leonera.
Grace subió a su habitación. Empezó a prepararse para irse a la cama. Lo que había empezado como una ligera molestia se volvía más intenso, más persistente. Recordó los años que vivieron en Francia. Él nunca quiso hablar de su pasado. Tenía una familia rica y un fondo de fideicomiso, eso ella lo sabía, pero él no quería saber nada de ninguna de las dos cosas. Había una hermana, una abogada en Los Ángeles o San Diego. Su padre vivía pero era de edad muy avanzada. Grace deseaba saber más, pero Jack se negaba a dar más explicaciones, y ella, guiándose por una premonición, tampoco insistió.
Se enamoraron. Ella pintaba. Él trabajaba en un viñedo en Saint-Emilion, en Burdeos. Vivieron en Saint-Emilion hasta que Grace se quedó embarazada de Emma. Entonces algo despertó en ella el deseo de volver a casa, el deseo, por cursi que pudiera parecer, de criar a sus hijos en la tierra de los hombres libres y la patria de los valientes. Jack quería quedarse, pero Grace insistió. Ahora Grace se preguntaba por qué.
Pasó media hora. Grace se acostó y esperó. Al cabo de diez minutos, oyó el motor del coche. Grace miró por la ventana.
El monovolumen de Jack se alejaba.
A Jack le gustaba ir de compras por la noche, Grace lo sabía: ir al supermercado cuando había poca gente. De manera que no era raro que saliera así. Sólo que, claro, no le había avisado ni le había preguntado si necesitaba algo.
Grace intentó llamarlo al móvil, pero le salió el buzón de voz. Se sentó y esperó. Nada. Intentó leer. Las palabras pasaban ante ella en una nebulosa carente de significado. Al cabo de dos horas, Grace intentó llamar otra vez al móvil. De nuevo el buzón de voz. Fue a ver a los niños. Dormían profundamente, ajenos a todo, y mejor así.
Cuando ya no pudo más, Grace bajó. Buscó en el paquete de fotos.
La extraña fotografía había desaparecido.