54

El funeral fue una imagen borrosa. Grace solía llevar lentillas. Ese día se las quitó y no se puso las gafas. Viéndolo desdibujado, todo le pareció más fácil. Se sentó en el primer banco y pensó en Jack. Ya no se lo imaginaba en los viñedos ni en la playa. La imagen que más recordaba, la imagen que siempre llevaría consigo, era la de Jack con Emma en brazos cuando nació, la manera en que sus grandes manos sostenían aquella pequeña maravilla, cogiéndola como si fuera a romperse, temeroso de hacerle daño, la manera en que se volvió hacia Grace y la miró absolutamente sobrecogido. Eso veía.

El resto, todo lo que sabía sobre su pasado, era ruido blanco.

Sandra Koval fue al funeral. Se quedó en el fondo. Se disculpó por la ausencia de su padre. Estaba muy mayor y enfermo. Grace dijo que lo entendía. Las dos mujeres no se abrazaron. Asistió Scott Duncan. También Stu Perlmutter y Cora. Grace no tenía la menor idea de cuánta gente se había presentado. Tampoco le importaba mucho. Se aferró a sus dos hijos y capeó el temporal como pudo.


Dos semanas después los niños volvieron a la escuela. Hubo problemas, claro. Tanto Emma como Max sufrieron ansiedad por la separación. Eso era normal, Grace lo sabía. Los acompañaba a pie a la escuela. Iba a buscarlos antes de que sonara el timbre. Los niños lo pasaban mal. Ése, como Grace bien sabía, era el precio que se pagaba cuando se tenía un padre bueno y cariñoso. Ese dolor nunca desaparece.

Pero había llegado el momento de acabar con todo eso.

La autopsia de Jack.

Algunos dirían que la autopsia, cuando la leyó y la entendió, fue lo que volvió a desbaratar el mundo de Grace. Pero en realidad no fue eso. La autopsia sólo fue una confirmación independiente de lo que ella ya sabía. Jack había sido su marido. Ella lo había querido. Habían estado juntos doce años. Tuvieron dos hijos. Y si bien era evidente que él había mantenido secretos, había cosas que un hombre no podía esconder.

Ciertas cosas tienen que quedarse en la superficie.

Grace eso lo sabía.

Conocía su cuerpo. Conocía su piel. Conocía cada músculo de su espalda. Así que en realidad no necesitaba una autopsia. No necesitaba ver los resultados del examen externo para decirle lo que ella ya sabía.

Jack no tenía ninguna cicatriz importante.

Y eso significaba que -pese a lo que había dicho Jimmy, pese a lo que Gordon MacKenzie le había contado a Wade Larue- Jack nunca había recibido una herida de bala.


Primero Grace fue a Photomat y encontró a Josh el Pelusilla. Después volvió a Bedminster, a la urbanización donde vivía la madre de Shane Alworth. Acto seguido intentó descifrar el papeleo referente al fideicomiso de la familia de Jack. Grace conocía a un abogado de Livingstone que trabajaba como representante deportivo en Manhattan. Había dispuesto varios fideicomisos para sus acaudalados atletas. Repasó los documentos y se lo explicó todo para que lo entendiera.

Y finalmente, una vez reunida toda la información, fue a ver a Sandra Koval, su cuñada, a las oficinas de Burton y Crimstein en la ciudad de Nueva York.


Esta vez Sandra Koval no la recibió en recepción. Grace miraba la galería de fotos, deteniéndose una vez más ante el retrato de la luchadora, Pequeña Pocahontas, cuando una mujer con una blusa de campesina la invitó a seguirla. Condujo a Grace por el pasillo hasta la misma sala de reuniones donde Sandra y ella habían hablado por primera vez hacía una eternidad.

– La señora Koval vendrá enseguida.

– Perfecto.

La dejó sola. La sala estaba exactamente igual que la última vez, sólo que ahora había un bloc de papel amarillo y un bolígrafo Bic delante de cada silla. Grace no quería sentarse. Mientras caminaba de un lado a otro, con su peculiar cojera, lo repasó todo una vez más. Sonó el móvil. Habló brevemente y lo apagó. Lo dejó apagado. Por si acaso.

– Hola, Grace.

Sandra Koval entró en la habitación como un frente meteorológico turbulento. Fue directa a la nevera, la abrió y miró dentro.

– ¿Te apetece beber algo?

– No.

Con la cabeza todavía en la pequeña nevera, preguntó:

– ¿Cómo están los niños?

Grace no contestó. Sandra Koval sacó una Perrier. Desenroscó el tapón y se sentó.

– ¿Qué hay?

¿Debía probar la temperatura con la punta del pie o lanzarse sin más?

– No es verdad que tomaras a Wade Larue como cliente por mí -empezó sin preámbulos-. Lo tomaste porque querías estar cerca de él.

Sandra Koval se sirvió la Perrier en un vaso.

– Eso podría ser, hipotéticamente, cierto.

– ¿Hipotéticamente?

– Sí. Puede que, en un mundo hipotético, yo haya representado a Wade Larue para proteger a cierto miembro de mi familia. Pero en caso de que hubiera sido así, me habría asegurado igualmente de que representaba a mi cliente de la mejor manera posible.

– ¿Dos pájaros de un tiro?

– Tal vez.

– Y ese miembro de la familia, ¿sería tu hermano?

– Es posible.

– Es posible -repitió Grace-. Pero no fue eso lo que sucedió. Lo que tú pretendías no era proteger a tu hermano.

Sus miradas se cruzaron.

– Lo sé -dijo Grace.

– ¿Ah, sí? -Sandra bebió un sorbo-. En ese caso, ¿por qué no me lo cuentas?

– Tenías… ¿cuántos años? ¿Veintisiete? Acababas de salir de la Facultad de Derecho y trabajabas de abogada criminalista, ¿no?

– Sí.

– Estabas casada. Tu hija tenía dos años. Tenías ante ti una carrera fulgurante. Y de pronto tu hermano lo estropeó todo. Tú estabas allí esa noche, Sandra. En el Boston Garden. La otra mujer que entró en los camerinos eras tú, no Geri Duncan.

– Ya veo -dijo ella sin el menor asomo de inquietud-. ¿Y eso cómo lo sabes?

– Jimmy X dijo que una mujer era pelirroja, y ésa era Sheila Lambert, y la otra, la que lo azuzaba, era morena. Geri Duncan era rubia. Tú, Sandra, eras la morena.

Se echó a reír.

– ¿Y con eso qué pretendes demostrar?

– Nada por sí mismo. Ni siquiera sé si es relevante. Es probable que Geri Duncan también estuviera allí. Es posible que fuese ella quien distrajo a Gordon MacKenzie para que vosotros tres pudierais colaros en los camerinos.

Sandra Koval hizo un gesto vago con la mano.

– Sigue, esto se pone interesante.

– ¿Quieres que vaya al grano?

– Te lo ruego.

– Según Jimmy X y Gordon MacKenzie, tu hermano recibió un disparo esa noche.

– Así es -corroboró Sandra-. Estuvo ingresado en un hospital tres semanas.

– ¿En qué hospital?

No vaciló ni parpadeó ni reaccionó en lo más mínimo.

– El Mass General.

Grace movió la cabeza en un gesto de negación.

Sandra hizo una mueca.

– ¿Vas a decirme que has indagado en todos los hospitales de la zona de Boston?

– No ha sido necesario -replicó Grace-. Jack no tenía ninguna cicatriz.

Silencio.

– Verás, la herida de bala habría dejado una cicatriz, Sandra. Es lo más lógico. Tu hermano recibió un disparo. Mi marido no tenía cicatriz. Eso sólo tiene una explicación. -Grace apoyó las manos en la mesa. Le temblaban.

– Yo nunca estuve casada con tu hermano.

Sandra Koval no dijo nada.

– Tu hermano, John Lawson, recibió un disparo ese día. Sheila Lambert y tú lo sacasteis a rastras del tumulto. Pero su herida era mortal. Al menos eso espero, porque de lo contrario significaría que tú lo mataste.

– ¿Y por qué habría hecho algo así?

– Porque si lo llevabas al hospital, tendrían que denunciar el tiroteo. Si te presentabas con un cadáver, o si simplemente lo dejabas tirado en la calle, alguien investigaría y averiguaría dónde y cómo le dispararon. Tú, la prometedora abogada, estabas aterrorizada. Seguro que Sheila Lambert también. Cuando sucedió eso, el mundo entero enloqueció. El fiscal de Boston e incluso el propio Carl Vespa salieron por televisión reclamando sangre. Y todas las familias. Si te veías involucrada en eso, te detendrían o algo peor.

Sandra Koval permaneció callada.

– ¿Llamaste a tu padre? ¿Le preguntaste qué debías hacer? ¿Te pusiste en contacto con algún criminal, alguno de tus antiguos clientes, para que te ayudara? ¿O simplemente te deshiciste del cadáver por tu cuenta?

Sandra se rió.

– Qué imaginación tienes, Grace. Y ahora, ¿puedo preguntarte una cosa?

– Claro.

– Si John Lawson murió hace quince años, ¿con quién te casaste?

– Yo me casé con Jack Lawson -contestó Grace-, que antes se llamaba Shane Alworth.

Eric Wu no había retenido a dos hombres en el sótano, comprendió Grace. Sólo a uno. A un hombre que se había sacrificado para salvarla. A un hombre que debía de saber que iba a morir y quería dejar constancia de una última verdad de la única manera que le quedaba.

Sandra Koval casi sonrió.

– Es una teoría increíble.

– Y fácil de probar.

Sandra se echó atrás y se cruzó de brazos.

– Hay algo que no entiendo de tu versión de los hechos. ¿Por qué no me limité a esconder el cadáver de mi hermano y fingí que había huido?

– Demasiada gente haría preguntas -dijo Grace.

– Pero eso fue lo que les pasó a Shane Alworth y Sheila Lambert. Desaparecieron sin más.

– Eso es verdad -reconoció Grace-. Y tal vez la respuesta tenga que ver con el fideicomiso familiar.

Al oírla, Sandra se quedó petrificada.

– ¿El fideicomiso?

– Encontré los documentos del fideicomiso en el escritorio de Jack. Se los llevé a un amigo abogado. Se ve que tu abuelo creó seis fideicomisos. Tenía dos hijos y cuatro nietos. Olvídate por un momento del dinero. Hablemos del poder de voto. Todos teníais la misma participación, que se dividía en seis partes, pero tu padre tenía un cuatro por ciento más. De ese modo, tu lado de la familia controlaba el negocio, con un cincuenta y dos por ciento frente al otro cuarenta y ocho. Pero, y a mí estas cosas no se me dan muy bien, así que discúlpame, el abuelo quería que todo quedara en familia. Si cualquiera de vosotros moría antes de los veinticinco años, el poder de voto debía dividirse a partes iguales entre los cinco supervivientes. Si tu hermano moría la noche del concierto, por ejemplo, significaba que tu lado de la familia, tu padre y tú, ya no ocuparíais una posición mayoritaria.

– Estás loca.

– Es posible -dijo Grace-. Pero, dime, Sandra. ¿Por qué lo hiciste? ¿Fue por miedo a que te cogieran, o temías perder el control del negocio familiar? Tal vez por una mezcla de las dos cosas. En cualquier caso, sé que conseguiste que Shane Alworth ocupara el lugar de tu hermano. Será fácil demostrarlo. Desenterraremos viejas fotos. Podemos hacer una prueba del ADN. O sea, se ha acabado.

Sandra empezó a golpear la mesa con las yemas de los dedos.

– Si eso es verdad -dijo-, el hombre al que quisiste te mintió todos esos años.

– Eso es verdad al margen de todo -dijo Grace-. Por cierto, ¿cómo conseguiste que cooperara?

– Se supone que eso es una pregunta retórica, ¿no?

Grace se encogió de hombros y prosiguió:

– La señora Alworth me dijo que eran pobres de solemnidad. Su hermano Paul no podía pagarse la universidad. Ella vivía en un tugurio. Pero me atrevo a suponer que tú los amenazaste. Si un miembro de Allaw salía perjudicado por eso, todos se verían afectados. Es probable que él pensara que no le quedaba más remedio.

– Vamos, Grace. ¿De verdad crees que un pobretón como Shane Alworth podía hacerse pasar por mi hermano?

– ¿Realmente habría sido tan difícil? Seguro que tu padre y tú lo ayudasteis. No habría sido ningún problema conseguir documentos de identidad. Ya tenías el certificado de nacimiento de tu hermano y todos los documentos necesarios. Bastaba con decir que le habían robado la cartera. Entonces era más fácil falsificar documentos. Se habría sacado un nuevo permiso de conducir, un pasaporte, lo que sea. Encontraste otro abogado especializado en fideicomisos en Boston… mi amigo se fijó en que ya no era el de Los Ángeles… alguien que no hubiera visto nunca a John Lawson. Si tú, tu padre y Shane ibais juntos a su despacho, con todos los documentos de identidad en regla, ¿quién lo pondría en duda? Tu hermano ya se había licenciado en la Universidad de Vermont, así que tampoco tenía que presentarse allí con una cara nueva. Shane ya podía irse al extranjero. Si alguien se encontraba con él, pues nada, diría que se llamaba Jack y que era otro John Lawson. Tampoco es un nombre muy raro.

Grace esperó.

Sandra cruzó los brazos.

– ¿Y se supone que ahora es cuando debo venirme abajo y confesar?

– ¿Tú? No, no lo creo. Pero vamos, ya sabes que se ha acabado. No será difícil demostrar que mi marido no era tu hermano.

Sandra Koval se tomó su tiempo.

– Eso es posible -admitió, ahora midiendo más sus palabras-. Pero no creo que haya ningún delito en eso.

– ¿Por qué?

– Digamos, de nuevo hipotéticamente, que tienes razón. Digamos que es verdad que conseguí que tu marido se hiciera pasar por mi hermano. Eso ocurrió hace quince años. Hay una ley de prescripción de derechos. Puede que mis primos intenten enfrentarse a mí por el fideicomiso, pero no les conviene el escándalo. Lo resolveríamos. E incluso si lo que dices es verdad, mi delito no sería muy grave. Si yo estaba en el concierto esa noche… en fin, en los primeros días de toda esa locura, ¿quién me echaría la culpa por haberme asustado?

Grace habló en voz baja.

– Yo no te culparía por eso.

– Pues ya ves.

– Y al principio tampoco hiciste nada demasiado malo. Fuiste a ese concierto a pedir justicia para tu hermano. Te enfrentaste al hombre que robó una canción compuesta por tu hermano y su amigo. Eso no es ningún delito. Las cosas se torcieron. Tu hermano murió. No podías hacer nada para recuperarlo. Así que actuaste como te pareció mejor. Jugaste las terribles cartas que te tocaron.

Sandra Koval extendió los brazos.

– Entonces, ¿qué quieres ahora, Grace?

– Respuestas, supongo.

– Por lo visto, ya has recibido unas cuantas. -A continuación, levantó el dedo y añadió-: Eso en términos hipotéticos.

– Y tal vez quiera justicia.

– ¿Qué justicia? Tú misma acabas de decir que lo que sucedió es comprensible.

– Esa parte -dijo Grace, todavía en voz baja-. Si hubiera acabado allí, sí, es probable que lo hubiera dejado estar. Pero no se acabó allí.

Sandra Koval se reclinó y esperó.

– Sheila Lambert también tuvo miedo. Sabía que lo mejor que podía hacer era cambiar de nombre y desaparecer. Todos acordasteis dispersaros y callar. En cuanto a Geri Duncan, ella se quedó donde estaba. Eso no importó, al principio. Pero de pronto se enteró de que estaba embarazada.

Sandra sólo cerró los ojos.

– Cuando aceptó ser John Lawson, Shane, mi Jack, tuvo que romper todos los lazos e irse al extranjero. Geri Duncan no sabía adónde se había ido. Al cabo de un mes se enteró de que estaba embarazada. Quería encontrar al padre desesperadamente. Así que fue a verte. Sospecho que quería partir de cero. Quería contar la verdad y tener a su hijo haciendo borrón y cuenta nueva. Y tú ya conocías a mi marido. Jamás le habría dado la espalda si ella insistía en tener el hijo. A lo mejor él también habría querido hacer borrón y cuenta nueva. Y entonces, ¿qué habría sido de ti, Sandra?

Grace se miró las manos. Seguían temblando.

– Así que tuviste que silenciar a Geri. Eras abogada criminalista. Representabas a criminales. Y uno de ellos te ayudó a encontrar a un asesino a sueldo que se llamaba Monte Scanlon.

– No puedes demostrar nada de esto -dijo Sandra.

– Los años pasan -prosiguió Grace-. Ahora mi marido es Jack Lawson. -Grace se interrumpió y se acordó de cuando Carl Vespa le dijo que Jack Lawson la había buscado. Había algo allí que seguía sin encajar-. Tenemos hijos. Le digo a Jack que quiero volver a Estados Unidos. Él no quiere. Yo insisto. Tenemos hijos. Quiero volver a mi país. Es mi culpa, supongo. Ojalá me hubiera dicho la verdad…

– ¿Y cómo habrías reaccionado, Grace?

Pensó por un momento.

– No lo sé.

Sandra Koval sonrió.

– Y supongo que él tampoco.

En eso tenía razón, Grace lo sabía, pero no era el momento para esa clase de reflexiones. Continuó:

– Al final nos fuimos a Nueva York. Pero ya no sé qué pasó después, Sandra, así que tendrás que ayudarme tú en eso. Creo que al celebrarse el aniversario y al salir en libertad Wade Larue, Sheila Lambert, o tal vez incluso Jack, decidió que había llegado el momento de decir la verdad. Jack nunca dormía bien. Tal vez los dos necesitaban descargar sus culpas, no lo sé. Pero tú eso no podías aceptarlo, claro. A ellos podían perdonarlos, pero no a ti. Tú mandaste asesinar a Geri Duncan.

– Y de nuevo te pregunto: ¿La prueba es…?

– Ya llegaremos a eso -dijo Grace-. Me mentiste desde el principio, pero sí me dijiste la verdad en una cosa.

– Ah, qué bien. -El sarcasmo era evidente-. ¿Y se puede saber en qué?

– Cuando Jack vio esa vieja foto en la cocina, buscó a Geri Duncan en el ordenador. Se enteró de que había muerto en un incendio, pero sospechó que no fue un accidente. Así que te llamó. Ésa fue la llamada de nueve minutos. Temiste que fuera a derrumbarse, así que pensaste que debías actuar rápido. Le dijiste a Jack que se lo explicarías todo pero no por teléfono. Concertaste un encuentro en la autopista de Nueva York. Después llamaste a Larue y le dijiste que era el momento perfecto para vengarse. Supusiste que Larue le pediría a Wu que matara a Jack, no que lo retuviera como hizo.

– No tengo por qué escuchar esto.

Pero Grace no se detuvo.

– Mi gran error fue mostrarte la foto ese primer día. Jack no sabía que yo había hecho una copia. Allí estaba, una foto de tu hermano muerto y su nueva identidad para que la viera el mundo entero. También tenías que hacerme callar a mí. Así que enviaste a ese hombre, al que llevaba la fiambrera de mi hija, para asustarme. Pero yo no le hice caso. Así que usaste a Wu. Tenía que averiguar qué sabía yo y luego matarme.

– Ya he oído suficiente. -Sandra Koval se puso en pie-. Sal de mi oficina.

– ¿No tienes nada que añadir?

– Sigo esperando pruebas.

– En realidad no las tengo -dijo Grace-. Pero es posible que confieses.

Sandra respondió con una carcajada.

– Vamos, ¿te crees que no sé que llevas un micrófono oculto? No he dicho ni he hecho nada que pueda incriminarme.

– Mira por la ventana, Sandra.

– ¿Qué?

– La ventana. Mira la acera. Ven, te lo enseñaré yo.

Grace se dirigió cojeando al ventanal y señaló la calle. Sandra Koval se acercó con cautela, como si se esperara que Grace fuera a tirarla por la ventana. Pero no era eso. No era eso en absoluto.

Cuando Sandra Koval bajó la vista, dejó escapar un grito ahogado. Abajo, en la acera, dando vueltas como dos leones, estaban Carl Vespa y Cram. Grace se apartó y fue hacia la puerta.

– ¿Adónde vas? -preguntó Sandra.

– Ah, sí -dijo Grace. Anotó algo en un papel-. Éste es el número de teléfono del capitán Perlmutter. Puedes elegir. Puedes llamarlo y marcharte con él. O puedes arriesgarte a salir a la calle.

Dejó el papel en la mesa de reuniones. Y luego, sin mirar atrás, Grace salió de la sala.

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