A las cinco de la mañana, Grace se envolvió en un albornoz -el de Jack- y bajó. Siempre se ponía la ropa de Jack. Él le pedía gentilmente que usara lencería, pero ella prefería las chaquetas de los pijamas de él. «¿Qué?», preguntaba ella, posando. «No está mal -contestaba él-, pero ¿por qué no te pruebas sólo el pantalón? Eso sí sería espectacular.» Grace meneó la cabeza al acordarse y entró en la habitación del ordenador.
Lo primero que hizo fue comprobar la nueva dirección de correo electrónico empleada para recibir las respuestas de su spam con la foto. Lo que vio la sorprendió.
No había respuestas.
Ni una sola.
¿Cómo podía ser? Cabía la posibilidad, supuso, de que nadie hubiera reconocido a la mujer de la foto. Se había preparado para eso. Pero ya habían enviado cientos de miles de mensajes. Aun teniendo en cuenta los filtros de spam y demás, alguien debería de haber contestado, aunque fuese con un improperio, algún chiflado con demasiado tiempo libre, o alguien que, harto de la avalancha de spam, necesitara desahogarse.
Alguien.
Pero no había recibido ni una sola respuesta.
¿Eso qué significaba?
La casa estaba en silencio. Emma y Max aún dormían. También Cora. Ésta roncaba, tumbada cara arriba con la boca abierta.
«Cambia de táctica», pensó Grace.
Sabía que Bob Dodd, el periodista asesinado, era su mejor y, quizá, su única pista, y también una pista bastante endeble, como no le quedaba más remedio que aceptar. No tenía ningún número de teléfono de nadie relacionado con él, de ningún familiar, ni siquiera una dirección. Aun así, Dodd había trabajado para un periódico bastante importante, el New Hampshire Post. Decidió empezar por ahí.
Los periódicos en realidad nunca cierran, o al menos eso supuso Grace. Alguien tenía que estar de guardia en el Post, atendiendo las llamadas, por si surgía una noticia importante. Pensó asimismo que un periodista obligado a trabajar a las cinco de la mañana quizás estuviese aburrido y más dispuesto a hablar con ella. Así que descolgó el auricular.
Grace no sabía muy bien cómo plantearlo. Contempló distintas posibilidades; por ejemplo, podía hacerse pasar por una periodista que preparaba un artículo y quería pedir ayuda de colega a colega, pero no estaba segura de hacerlo de manera convincente.
Al final decidió atenerse a la verdad lo máximo posible.
Pulsó *67 para bloquear el identificador de llamada. El periódico tenía un teléfono de atención al público gratuito, pero Grace no lo usó. No se podía bloquear el identificador para llamar a números gratuitos. Lo había leído en algún sitio y lo había guardado en el armario del fondo del cerebro, el mismo donde guardaba información como la de que Daryl Hannah era la protagonista de Un, dos, tres… Splash o Esperanza Díaz la luchadora apodada Pequeña Pocahontas, el mismo que le había valido a Grace su fama, en palabras de Jack, de «Señora de los Datos Inútiles».
Las primeras dos llamadas al New Hampshire Post no condujeron a nada. El que estaba a cargo de las noticias de última hora no quiso ni tomarse la molestia de oírla. Había conocido muy poco a Bob Dodd y apenas la escuchó. Grace esperó veinte minutos y volvió a intentarlo. Esta vez le pusieron con la sección metropolitana, donde una mujer que parecía muy joven informó a Grace que acababa de entrar en el periódico, que ése era el primer trabajo de su vida y que no conocía a Bob Dodd, pero, caramba, ¿verdad que era horrible lo que le había ocurrido?
Grace volvió a comprobar el correo. Seguía sin llegar nada.
– ¡Mamá!
Era Max.
– ¡Mamá, ven enseguida!
Grace subió por la escalera a toda prisa.
– ¿Qué pasa, cariño?
Max estaba sentado en la cama y se señalaba el pie.
– Me está creciendo el dedo demasiado deprisa.
– ¿El dedo?
– Mira.
Grace se acercó y se sentó.
– ¿Lo ves?
– ¿Qué he de ver, cariño?
– El segundo dedo -explicó-. Es más grande que el dedo gordo. Está creciendo demasiado deprisa.
Grace sonrió.
– Eso es normal, cariño.
– ¿Qué?
– Mucha gente tiene el segundo dedo más largo que el gordo. Tu padre lo tiene así.
– Imposible.
– Pues sí. Tiene el segundo dedo más largo que el primero.
Con eso pareció tranquilizarse. Grace sintió otra punzada.
– ¿Quieres ver Los Teletubbies?
– Eso es un programa para bebés.
– Pues vamos a ver qué dan en Playhouse Disney, ¿vale?
Daban Rolie Polie Olie, y Max se instaló en el sofá a verlo. Le gustaba taparse con los cojines, poniéndolo todo patas arriba. A Grace en ese momento le dio igual. Volvió a intentarlo con el New Hampshire Post. Esta vez preguntó por la sección de artículos de fondo.
El hombre que contestó tenía una voz ronca como el ruido de unos neumáticos viejos sobre una carretera de gravilla.
– ¿Qué pasa?
– Buenos días -dijo Grace, demasiado alegremente, sonriendo al teléfono como una imbécil.
El hombre emitió un sonido que, en traducción libre, significaba: «Vaya al grano».
– Busco información sobre Bob Dodd.
– ¿Con quién hablo?
– Preferiría no decirlo.
– Es broma, ¿no? Oiga, guapa, ahora mismo voy a colgar…
– Un momento. No puedo entrar en detalles, pero si esto se convierte en una gran primicia…
– ¿Una gran primicia? ¿Acaba de decir una gran primicia?
– Sí.
El hombre se echó a reír.
– ¿Qué pasa? ¿Se cree que soy el perro de Pavlov o algo así? ¿Que me basta con oír «gran primicia» para ponerme a babear?
– Sólo necesito información sobre Bob Dodd.
– ¿Por qué?
– Porque mi marido ha desaparecido y creo que puede existir alguna relación entre su desaparición y el asesinato de Bob Dodd.
Al oír eso, el hombre guardó silencio por un momento.
– Me está tomando el pelo, ¿no?
– No -contestó Grace-. Oiga, sólo necesito encontrar a alguien que conociese a Bob Dodd.
– Yo lo conocía -admitió el periodista con tono ya menos inflexible.
– ¿Lo conocía bien?
– Lo suficiente. ¿Qué quiere?
– ¿Sabe en qué estaba trabajando?
– Oiga, señora, ¿tiene información acerca del asesinato de Bob? Porque si es así, olvídese de todo ese rollo de la gran primicia y cuénteselo a la policía.
– No se trata de eso.
– Entonces, ¿qué es?
– He repasado las facturas de teléfono. Mi marido habló con Bob Dodd no mucho antes de que lo asesinaran.
– ¿Y quién es su marido?
– No se lo voy a decir. Es probable que sólo sea una coincidencia.
– Pero ¿dice que su marido ha desaparecido?
– Sí.
– ¿Y está lo bastante preocupada como para investigar esa antigua llamada?
– No tengo nada más -dijo Grace.
Se produjo un silencio.
– Va a necesitar algo más que eso -advirtió el hombre.
– No creo que sea posible.
Un silencio.
– Bah, ¿qué más da? Yo no sé nada. Bob nunca me confió nada.
– ¿Y en quién pudo confiarse?
– Puede intentarlo con su mujer.
Grace estuvo a punto de darse una palmada en la cabeza. ¿Cómo no se le había ocurrido antes algo tan obvio? Eso sí era una torpeza.
– ¿Sabe cómo puedo localizarla?
– No estoy seguro. Sólo la he visto… qué sé yo… una o dos veces.
– ¿Cómo se llama?
– Jillian. Con jota, creo.
– ¿Jillian Dodd?
– Supongo.
Lo anotó.
– Hay otra persona con la que podría intentarlo. Es el padre de Bob, Robert Dodd. Debe de rondar los ochenta años, pero creo que estaban muy unidos.
– ¿Tiene su dirección?
– Sí, está en una residencia de ancianos de Connecticut. Enviamos allí las cosas de Bob.
– ¿Las cosas?
– Yo mismo le vacié el escritorio. Metí sus efectos personales en una caja de cartón.
Grace frunció el entrecejo.
– ¿Y los envió a la residencia de ancianos de su padre?
– Exacto.
– ¿Y por qué no a Jillian, su mujer?
Siguió una breve pausa.
– No lo sé, la verdad. Creo que quedó muy tocada con lo del asesinato. Lo mataron delante de ella. Espere un momento, voy a buscar el número de teléfono de la residencia de ancianos. Podrá preguntarlo usted misma.
Charlaine deseaba sentarse junto a la cama del hospital.
Era lo que se veía siempre en las películas y la televisión -la esposa afligida sentada junto a la cama, cogiendo de la mano a su ser querido-, pero en esa habitación no había ninguna silla que lo permitiese. El único asiento era demasiado bajo, una de esas butacas plegables para poder dormir, y sí, eso quizá fuese útil más tarde, pero en ese momento lo que Charlaine quería era sentarse y cogerle la mano a su marido.
Así pues, estaba de pie. De vez en cuando se sentaba en el borde de la cama, pero temía molestar a Mike. Así que volvía a levantarse. Y tal vez fuese mejor así. Tal vez le sirviese en cierto modo de penitencia.
La puerta se abrió a sus espaldas. No se molestó en volverse. La voz de un hombre, una voz que nunca había oído, preguntó:
– ¿Cómo se encuentra, señora Swain?
– Bien.
– Ha tenido suerte.
Ella asintió.
– Me siento como si me hubiera tocado la lotería.
Charlaine alzó la mano y se tocó la frente vendada. Unos cuantos puntos y posiblemente una leve conmoción. A eso se habían reducido sus heridas en el accidente: arañazos, moretones, unos cuantos puntos.
– ¿Cómo está su marido?
No se molestó en contestar. La bala había alcanzado a Mike en el cuello. Si bien, según los médicos, «lo peor ya había pasado» -a saber qué querían decir con eso-, aún no había recobrado el conocimiento.
– El señor Sykes vivirá -informó el hombre detrás de ella-. Gracias a usted. Le debe la vida. Unas horas más en esa bañera…
El hombre -Charlaine supuso que era otro agente de policía- bajó la voz gradualmente. Ella se volvió por fin y lo miró. En efecto, era un policía. Aunque de uniforme. La insignia en el brazo indicaba que pertenecía al Departamento de Policía de Kasselton.
– Ya he hablado con los inspectores de Ho-Ho-Kus -dijo ella.
– Lo sé.
– No sé nada más, ¿agente…?
– Perlmutter -dijo-. Capitán Stuart Perlmutter.
Ella se volvió otra vez hacia la cama. Mike tenía el torso desnudo. El vientre le subía y bajaba como si se lo hinchasen con la bomba de aire de una gasolinera. Pesaba unos kilos de más y daba la impresión de que respirar, la simple acción de respirar, le representaba un esfuerzo excesivo. Tenía que haberse cuidado más. Ella debería haber insistido.
– ¿Quién está con sus hijos? -preguntó Perlmutter.
– El hermano de Mike y su mujer.
– ¿Quiere que le traiga algo?
– No.
Charlaine cambió la postura de la mano con que tenía cogida la de Mike.
– He leído su declaración.
Ella no dijo nada.
– ¿Le importaría si le hago un par de preguntas de seguimiento?
– No sé si lo entiendo -dijo Charlaine.
– ¿Perdón?
– Vivo en Ho-Ho-Kus. ¿Qué tiene que ver Kasselton con esto?
– Sólo estoy echando una mano.
Sin saber por qué, ella asintió.
– Ya veo.
– Según su declaración, cuando usted miró por la ventana de su dormitorio vio el guardallaves en el camino trasero de la casa del señor Sykes. ¿Es así?
– Sí.
– ¿Y por eso llamó a la policía?
– Sí.
– ¿Conoce usted al señor Sykes?
Ella se encogió de hombros, sin desviar la mirada del vientre que subía y bajaba.
– Sólo de saludarnos.
– Es decir, ¿como vecinos?
– Sí.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con él?
– No nos hablábamos. O sea, nunca hablé con él.
– Sólo se saludaban como buenos vecinos.
Ella asintió.
– ¿Y cuándo fue la última vez que se saludaron?
– ¿Que nos saludamos con la mano?
– Sí.
– Pues no lo sé. Hará una semana, tal vez.
– Estoy un poco confuso, señora Swain, así que quizá pueda ayudarme. Usted vio un guardallaves en el camino y decidió llamar a la policía.
– También vi movimiento.
– ¿Disculpe?
– Movimiento. Vi algo moverse en la casa.
– ¿Como si hubiera alguien dentro?
– Sí.
– ¿Y cómo sabía que no era el señor Sykes?
Ella se volvió.
– No lo sabía. Pero también vi el guardallaves.
– Allí en el suelo. A la vista de todos.
– Sí.
– Entiendo. ¿Y ató cabos?
– Exacto.
Perlmutter asintió como si acabase de comprenderlo todo de pronto.
– Y si el señor Sykes hubiera usado el guardallaves, no lo habría dejado tirado en el sendero. ¿Fue eso lo que pensó?
Charlaine no contestó.
– Porque verá, señora Swain, eso es lo que me extraña. ¿Por qué dejaría el guardallaves a la vista de todos el hombre que entró en la casa y agredió al señor Sykes? ¿No habría sido más lógico esconderlo o llevárselo a la casa?
Silencio.
– Y hay otro detalle. El señor Sykes sufrió las lesiones al menos veinticuatro horas antes de que lo encontráramos. ¿Cree que el guardallaves estuvo en el camino todo ese tiempo?
– Eso no puedo saberlo.
– No, supongo que no. Tampoco es que se pase usted el día observando el jardín trasero del vecino ni nada por el estilo.
Ella se limitó a mirarlo.
– ¿Por qué lo siguieron su marido y usted? Me refiero al hombre que entró en la casa de Sykes.
– Ya le he dicho al otro agente…
– Que querían ayudar, para que no se nos escapara.
– También tenía miedo.
– ¿De qué?
– De que supiera que yo había llamado a la policía.
– ¿Y eso por qué habría de preocuparla?
– Yo estaba mirando por la ventana. Cuando llegó la policía, él se volvió, miró y me vio.
– ¿Y qué pensó? ¿Que iría a buscarla?
– No lo sé. Tenía miedo, eso es todo.
Perlmutter volvió a asentir con la cabeza.
– Supongo que todo encaja. O sea, algunas piezas… bueno, hay que forzarlas un poco, pero eso es normal. La mayoría de los casos no son del todo lógicos.
Ella se dio media vuelta.
– Dice que ese hombre conducía un Ford Windstar.
– Sí.
– Salió del garaje con ese vehículo, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Y le vio la matrícula?
– No.
– Mmm. ¿Por qué cree que lo hizo?
– Hizo ¿qué?
– Aparcar en el garaje.
– No tengo ni idea. Tal vez para que nadie viera su coche.
– Ya, claro, eso tiene sentido.
Charlaine volvió a coger de la mano a su marido. Se acordó de la última vez que estuvieron cogidos de la mano. Dos meses antes, cuando fueron a ver una comedia de Meg Ryan. Curiosamente, a Mike le encantaban las películas para mujeres. Se le humedecían los ojos con las películas románticas malas. En la vida real, Charlaine sólo recordaba haberlo visto llorar una vez, cuando murió su padre. Pero si uno lo observaba en el cine, sentado a oscuras, veía un ligero temblor en su cara y luego, sí, se le saltaban las lágrimas. Esa noche él tendió la mano y cogió la suya, y lo que Charlaine más recordaba -lo que la atormentaba ahora- fue que ella no se conmovió. Mike intentó entrelazar los dedos, pero ella movió los suyos justo lo suficiente para impedírselo. Tan poco había significado para ella, nada en realidad, que ese hombre obeso peinado con una raya al lado le tendiese la mano.
– ¿Le importaría marcharse ya? -pidió a Perlmutter.
– Ya sabe que no puedo.
Ella cerró los ojos.
– Sé lo de su problema con los impuestos.
Charlaine permaneció inmóvil.
– De hecho, por eso ha llamado usted a H amp;R Block esta mañana, ¿no es así? Es donde trabajaba el señor Sykes.
Charlaine no quería soltar la mano de Mike, pero tuvo la sensación de que él la apartaba.
– ¿Señora Swain?
– Aquí no -dijo Charlaine a Perlmutter. Soltó la mano de Mike y se levantó-. No delante de mi marido.