11

Eric Wu había visto a la mujer en camisón junto a la ventana.

La noche anterior había sido larga para Wu. No había previsto intromisiones, y si bien el hombre corpulento -según el billetero se llamaba Rocky Conwell- no había representado ninguna amenaza, Wu ahora tenía que deshacerse del cadáver y de otro coche. Eso significaba volver a Central Valley, en Nueva York.

Lo primero era lo primero. Metió a Rocky Conwell en el maletero de su Toyota Celica. A Jack Lawson, a quien había dejado antes en el maletero del Honda Accord, lo pasó al del Ford Windstar. Tras esconder los cuerpos, Wu cambió las placas de las matrículas, se deshizo de los tacs y volvió a Ho-Ho-Kus al volante del Ford Windstar. Aparcó el monovolumen en el garaje de Freddy Sykes. Tuvo tiempo de sobra de coger un autobús de regreso a Central Valley. Allí registró el coche de Conwell. Tras eliminar toda posible seña de identidad, lo llevó al aparcamiento suburbano de la Carretera 17. Encontró una plaza apartada cerca de la valla. Un coche aparcado allí varios días seguidos, incluso semanas, no era nada fuera de lo normal. Al final, el olor llamaría la atención, pero eso no ocurriría de manera inmediata.

El aparcamiento estaba a sólo cinco kilómetros de la casa de Sykes en Ho-Ho-Kus. Wu volvió a pie. A primera hora de la mañana siguiente, se levantó y cogió el autobús de vuelta a Central Valley. Recogió el Honda Accord de Sykes. En el camino de vuelta, dio un pequeño rodeo para pasar por delante de la casa de los Lawson.

Había un coche de la policía estacionado en el camino de entrada.

Wu se quedó pensando. No le preocupaba demasiado, pero tal vez debía atajar de buen principio toda intervención policial. Sabía exactamente cómo hacerlo.

Volvió a casa de Freddy y encendió el televisor. A Wu le gustaba la televisión de horario diurno. Le encantaban los programas de entrevistas como Springer y Ricki Lake. Mucha gente los despreciaba, pero Wu no. Sólo una sociedad realmente genial, una sociedad libre, podía permitir que se emitiesen semejantes tonterías. Pero sobre todo era porque la estupidez hacía feliz a Wu. Las personas eran como ovejas. Cuanto más débiles, más fuerte se sentía él. ¿Qué podía haber más reconfortante y entretenido?

Durante la publicidad -el tema del programa, según un rótulo en el borde inferior de la pantalla, era: «¡Mamá no me deja ponerme un arete en el pecho!»-, Wu se levantó. Había llegado el momento de ocuparse del problema potencial con la policía.

Wu no tuvo que tocar siquiera a Jack Lawson. Le bastó con pronunciar una sola frase: «Sé que tienes dos hijos».

Lawson cooperó. Llamó al móvil de su mujer y le dijo que necesitaba espacio.

A las once menos cuarto -mientras veía pelearse a una madre y una hija en un escenario ante una multitud que coreaba «¡Jerry! ¡Jerry!»- recibió una llamada de un conocido de la cárcel.

– ¿Todo bien?

Wu dijo que sí.

Luego sacó el Honda Accord del garaje. Mientras lo hacía, vio a la vecina de pie junto a la ventana. Llevaba un camisón corto. Wu no le habría dado mayor importancia a ese hecho -una mujer en prendas íntimas a las diez de la mañana- si no hubiese sido por que ella de repente se agachó…

Podría haber sido una reacción natural: una persona se pasea en ropa interior, olvidándose de correr la cortina, y de pronto ve a un desconocido. Mucha gente, quizá la mayoría, se apartaría o taparía. Así que tal vez no era nada.

Pero la mujer se había movido muy deprisa, como asustada. Más aún, no se había movido cuando salió el coche, sino sólo cuando vio a Wu. Si hubiese temido que la viesen, ¿no habría corrido la cortina o se habría agachado en cuanto oyó o vio el coche?

Wu caviló. De hecho, llevaba todo el día cavilando.

Cogió el móvil y pulsó el botón para marcar el número de la última llamada recibida.

– ¿Algún problema? -preguntó una voz.

– No lo creo. -Wu dio media vuelta y se encaminó otra vez hacia la casa de Sykes-. Pero es posible que me retrase.

Загрузка...