6

A mi madre no le gustaban los pasteles del día anterior, a no ser que fueran de carne. Era capaz de levantarse una hora antes para hornear una tarta antes del desayuno, pero nunca hacía los flanes, los pasteles de frutas, ni siquiera los de calabaza, el día antes de servirlos. Y, si lo hubiera hecho, mi padre no los habría comido.

DELLA T. LUTES, Farm Journal

Durante sus primeros meses en Baileyville, Alice casi había disfrutado de las cenas parroquiales semanales. Tener a una cuarta o quinta persona sentada a su mesa animaba un poco el ambiente de aquella casa tan lúgubre y, además, la comida que se servía era mejor que los alimentos grasientos que ponía Annie habitualmente. El señor Van Cleve solía mostrar su mejor cara y el pastor McIntosh, su invitado más asiduo, no era un mal tipo, aunque fuera un tanto aburrido. Alice había observado que lo más divertido de la sociedad de Kentucky era la cantidad de historias que contaban: las desgracias familiares, los cotilleos sobre los vecinos… Tenían una forma maravillosa de contar las anécdotas y lo hacían con tal gracia que todos los comensales se partían de risa. Si había más de un contador de historias a la mesa, aquello se convertía de inmediato en un deporte de competición. Pero lo más importante era que aquellos relatos tan animados permitían que Alice se comiera su comida sin que apenas nadie se fijara en ella o la molestara.

O, al menos, así solía ser.

—A ver, ¿cuándo piensan bendecir estos jovenzuelos a mi viejo amigo con uno o dos nietos, eh?

—Yo tampoco dejo de preguntárselo. —El señor Van Cleve señaló con el cuchillo a Bennett y luego a Alice—. Una casa no es un hogar sin un pequeño correteando por ella.

«Tal vez cuando nuestro cuarto no esté tan pegado al suyo como para oír su respiración», respondió Alice mentalmente, mientras removía con la cuchara el puré de patata que tenía en el plato. «Tal vez cuando pueda ir al baño sin tener que cubrirme hasta los tobillos. Tal vez cuando no tenga que escuchar esta conversación, como mínimo, dos veces por semana».

Pamela, la hermana del pastor McIntosh, que había ido de visita desde Knoxville, comentó, como siempre hacía alguien, que su hijo había dejado encinta a su nueva esposa el mismo día de la boda.

—Justo nueve meses después llegaron los gemelos. ¿No es increíble? Eso sí, lleva la casa como si fuera un reloj. Ya verán, al día siguiente de destetar a esos dos, estará encinta otra vez.

—¿No es usted una de esas bibliotecarias itinerantes, Alice? —preguntó el marido de Pamela, que miraba el mundo con recelo por debajo de sus espesas cejas.

—Sí, lo soy.

—¡Se pasa todo el día fuera de casa! —exclamó el señor Van Cleve—. Hay noches que vuelve tan cansada que apenas puede mantener los ojos abiertos.

—Con lo buen mozo que es usted, Bennett. Para empezar, ¡la joven Alice debería estar demasiado agotada como para subirse a un caballo!

—¡Aunque debería tener las piernas arqueadas como las de un vaquero!

Los dos hombres se rieron a carcajadas. Alice esbozó una tímida sonrisa forzada. Observó a Bennett, que removía concentrado las alubias negras del plato. Luego dirigió la vista a Annie, que sostenía la bandeja de boniato y la contemplaba con cara de satisfacción, para su incomodidad. Alice la miró con dureza, hasta que la otra mujer apartó la vista.

«Había manchas del mes en sus pantalones de montar», le había comentado Annie a Alice la noche anterior, entregándole un montón de ropa limpia doblada. «No he conseguido eliminarlas por completo, así que aún queda algún rastro», había continuado, antes de hacer una pausa y añadir: «Como el mes pasado».

A Alice se le habían puesto los pelos de punta al imaginarse a aquella mujer controlando sus «meses». De repente, había tenido la sensación de que medio pueblo comentaba que no conseguía quedarse embarazada. No podía ser culpa de Bennett, por supuesto. Él era su campeón de béisbol. Su chico de oro.

—¿Sabe? Mi prima, la de Berea, no conseguía quedarse encinta de ninguna manera. Y eso que su marido parecía un conejo. Fue a una de esas iglesias que tienen serpientes. Pastor, sé que lo desaprueba, pero tiene que oír esto. Le pusieron una culebra rayada alrededor del cuello y, a la semana siguiente, estaba preñada. Mi prima dijo que el bebé tenía los ojos dorados como los de una víbora cobriza. Claro que ella siempre ha sido un poco fantasiosa. Y mi tía Lola, igual. El pastor tenía a toda la congregación rezándole a Dios para que colmara su útero. Tardaron un año, pero ya tienen cinco hijos.

—Por favor, no se sientan obligados a hacer eso —dijo Alice.

—Yo creo que es por montar tanto a caballo. No es bueno para una mujer estar a horcajadas todo el día. El doctor Freeman dice que sacude las entrañas de las mujeres.

—Sí, yo también he leído lo mismo —comentó el señor Van Cleve y, acto seguido, cogió el salero y lo agitó entre los dedos—. Es como si se agita demasiado una botella de leche, que acaba agriándose. O cortándose, por así decirlo.

—Mis entrañas no están cortadas, gracias —dijo Alice, fríamente—. Pero me encantaría echarle un vistazo a ese artículo —añadió, al cabo de unos instantes.

—¿Qué artículo? —preguntó el pastor McIntosh.

—El que han mencionado. Donde dice que las mujeres no deberían montar a caballo. Por riesgo de «sacudimiento». No estoy familiarizada con ese término médico. —Los dos hombres se miraron. Alice cortó con el cuchillo su trozo de pollo, sin levantar la vista del plato—. La información es importantísima, ¿no les parece? En la biblioteca solemos decir que, sin información, no somos nada. Si estoy poniendo mi salud en riesgo por montar a caballo, creo que lo más responsable por mi parte sería leer el artículo del que hablan. Tal vez podría traerlo el próximo domingo, pastor. —Levantó la cabeza y dedicó una sonrisa radiante a los comensales.

—Bueno, no sé si podré hacerme con él tan fácilmente —respondió el pastor McIntosh.

—El pastor tiene muchos papeles —lo justificó el señor Van Cleve.

—Lo curioso es que, en Inglaterra, prácticamente todas las damas de alta cuna montan a caballo. Salen a cazar y saltan zanjas, vallas, de todo. Es casi obligatorio. Y aun así paren hijos con extraordinaria eficiencia. Hasta la Familia Real. ¡Uno y otro y otro! ¡Como si desgranaran guisantes! ¿Saben cuántos hijos tuvo la reina Victoria? Y siempre iba a caballo. No había quien la bajara de él.

Se hizo el silencio en la mesa.

—Vaya… —repuso el pastor McIntosh—. Eso es… de lo más interesante.

—Aun así, no puede ser bueno, querida —dijo la hermana del pastor, amablemente—. En el mejor de los casos, la actividad física intensa no es buena para las jovencitas.

—Dios santo. Será mejor que se lo diga a algunas de las muchachas de las montañas que veo a diario. Esas mujeres cortan leña, cultivan huertos, limpian la casa para hombres que están demasiado enfermos o son demasiado vagos como para levantarse de la cama. Y, curiosamente, ellas también suelen tener un montón de bebés, uno detrás de otro.

—Alice —murmuró Bennett.

—No puedo imaginarme a muchas de ellas mariposeando, haciendo arreglos florales y tirándose a la bartola. O puede que sean biológicamente diferentes. Debe de ser eso. Tal vez haya alguna razón médica que yo también ignore.

—Alice —repitió Bennett.

—A mí no me pasa nada —susurró Alice, enfadada. El hecho de que le temblara la voz la enfureció aún más. Justo lo que necesitaban. El señor Van Cleve y el pastor intercambiaron miradas condescendientes.

—No te alteres, querida. No te estamos criticando —dijo el señor Van Cleve, mientras extendía su rechoncha mano sobre la mesa y la posaba sobre la de ella.

—Sabemos que puede resultar decepcionante no ser bendecida por el Señor de inmediato. Pero es mejor no obsesionarse demasiado con el tema —comentó el pastor—. Rezaré una pequeña oración por los dos la próxima vez que vayan a la iglesia.

—Es muy amable de su parte —le agradeció el señor Van Cleve—. A veces, las jóvenes no saben qué es lo que más les conviene. Y para eso estamos aquí, Alice, para proteger tus intereses. Vamos, Annie, ¿dónde está ese boniato? Se me está enfriando la salsa de carne.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Bennett a Alice, sentándose a su lado en el balancín, mientras los dos hombres más mayores permanecían en el salón, vaciando una botella del mejor bourbon del señor Van Cleve. Sus voces iban y venían, interrumpidas por carcajadas.

Alice estaba sentada con los brazos cruzados. Las noches eran cada vez más frías, pero aun así ella permaneció en un extremo del balancín, a más de veinte centímetros del calor del cuerpo de Bennett, con un chal sobre los hombros.

—¿A qué te refieres?

—Lo sabes perfectamente. Papá solo se preocupa por ti.

—Bennett, sabes que montar a caballo no tiene nada que ver con el hecho de que no me quede embarazada. —Él se quedó callado—. Me encanta mi trabajo. Me gusta muchísimo. Y no pienso dejarlo porque tu padre crea que mis entrañas se están sacudiendo. ¿Te ha dicho alguien que juegas demasiado al béisbol? No. Claro que no. Pero tus partes se sacuden a base de bien tres veces por semana.

—¡Baja la voz!

—Vaya, lo olvidaba. No podemos hablar en voz alta, ¿verdad? No sobre tus partes sacudiéndose. No podemos hablar de lo que está pasando en realidad. Pero todo el mundo habla de mí. Es a mí a quien tratan como si fuera estéril.

—¿Por qué te importa tanto lo que diga la gente? De todos modos, actúas como si te dieran igual la mayoría de las personas de por aquí.

—¡Me importa porque tu familia y tus vecinos insisten en lo mismo una y otra vez! ¡Y van a seguir así a menos que les expliques lo que está pasando! O que… hagas algo al respecto.

Había ido demasiado lejos. Bennett se levantó con brusquedad del balancín y se alejó rápidamente, antes de cerrar de golpe la puerta mosquitera tras él. De pronto, se hizo el silencio en el salón. Mientras las voces masculinas volvían a alzarse de nuevo poco a poco, Alice siguió sentada en el balancín, escuchando a los grillos y preguntándose cómo podía estar en una casa llena de gente y, a la vez, en el lugar más solitario del mundo.

No había sido una buena semana en la biblioteca. Las montañas cambiaban el verde exuberante por el naranja ardiente, las hojas formaban una gruesa alfombra cobriza sobre el suelo que amortiguaba el sonido de los cascos de los caballos, las «hondonadas» se llenaban de densas nieblas matinales y Margery se dio cuenta de que la mitad de sus bibliotecarias estaban enfadadas. Observó la mandíbula apretada y los ojos ensombrecidos de Alice, algo nada habitual en ella. En otro momento, puede que hubiera hecho un esfuerzo para hacerle cambiar de humor, pero ella misma estaba nerviosa porque aún no había obtenido ninguna respuesta de Sophia. Por las noches, intentaba arreglar los libros más estropeados del catálogo, pero la pila era ya tan alta que se tambaleaba y el mero hecho de pensar en todo aquel trabajo o en todos aquellos libros inutilizados la desanimaba aún más. No tenía tiempo para hacer nada que no fuera volver a subirse al mulo con un nuevo cargamento.

El interés por los libros se había vuelto insaciable. Los niños las seguían por la calle, rogándoles que les dejaran algo para leer. Las familias a las que visitaban cada quince días les pedían que lo hicieran semanalmente, como a las de las rutas más cortas, y las bibliotecarias tenían que explicarles que solo eran cuatro y que ya se pasaban fuera todo el día. Los caballos cojeaban de vez en cuando por las largas horas de trabajo y los senderos pedregosos («Como tenga que volver a hacer subir de costado a Billy a Fern Gully, va a acabar con dos patas más largas que las otras»), y a Patch le habían salido llagas por el roce de las cinchas, así que había tenido que dejar de trabajar varios días.

Pero nada era suficiente y la tensión estaba empezando a aflorar. El viernes por la noche, tras aumentar el desorden de la biblioteca con el barro y las hojas que traían adheridos a las botas, Izzy le había gritado a Alice por tropezarse con su alforja y romperle la correa.

—¡Ten cuidado!

Alice se agachó para recogerla, bajo la atenta mirada de Beth.

—No deberías haberla dejado en el suelo, ¿no crees?

—Era solo un minuto. Estaba intentando bajar los libros y necesitaba el bastón. ¿Qué voy a hacer ahora?

—No lo sé. ¿Decirle a tu mamá que te compre otra?

Izzy se tambaleó como si le hubieran dado una bofetada y fulminó con la mirada a Beth.

—Retira eso.

—¿Que retire qué? Es la maldita verdad.

—Izzy, lo siento —dijo Alice, al cabo de un rato—. Ha sido… De verdad que ha sido un accidente. Intentaré buscar a alguien que la arregle el fin de semana.

—No hacía falta ser tan cruel, Beth Pinker.

—Caray. Eres más delicada que el ala de una libélula.

—¿Podéis dejar de discutir y traer vuestros libros? Me gustaría salir de aquí antes de medianoche.

—No puedo traer los míos porque tú no has traído los tuyos, y si yo pongo los míos se van a mezclar con los que tienes a tus pies.

—Los libros que están a mis pies, Izzy Brady, son los que tú dejaste ayer por no molestarte en colocarlos.

—¡Te dije que mi madre tenía que recogerme temprano para poder ir al grupo de confección de colchas!

—Ah, bueno. No vamos a entrometernos en un maldito grupo de confección de colchas, ¿no?

Las chicas habían empezado a levantar la voz. Beth miró a Izzy desde un rincón del cuarto, donde acababa de vaciar sus alforjas. Además, había sacado una fiambrera y una botella de limonada vacía.

—Caramba. ¿Sabéis qué necesitamos?

—¿Qué? —preguntó Izzy, con recelo.

—Soltarnos un poco el pelo. Demasiado trabajo y poca diversión —contestó la muchacha, sonriendo—. Creo que necesitamos hacer una reunión.

—Esto ya es una reunión —dijo Margery.

—No esta clase de reunión. —Beth salió dando zancadas y sorteando con cuidado los libros. Abrió la puerta y salió fuera, donde su hermano pequeño la esperaba sentado en los escalones. De vez en cuando, le compraban a Bryn una bolsa de caramelos por hacerles los recados, y el chico levantó la vista, esperanzado—. Bryn, ve a decirle al señor Van Cleve que Alice tiene que quedarse hasta tarde en una reunión de política bibliotecaria y que la acompañaremos a casa cuando hayamos acabado. Luego ve a casa de la señora Brady y dile lo mismo. Espera, no le digas que es sobre política bibliotecaria. Aparecerá aquí antes de que podamos decir «Lena B. Nofcier». Dile… Dile que estamos limpiando las sillas de montar. Luego dile lo mismo a mamá y te compraré un paquete de Tootsie Rolls.

Margery entornó los ojos.

—Espero que esto no sea…

—Ahora vuelvo. Por cierto, Bryn. ¡Bryn! Como le digas a papá que he estado fumando, te arranco las malditas orejas, una detrás de la otra. ¿Me has oído?

—¿Qué está pasando? —preguntó Alice, mientras oían los pasos de Beth alejarse por la carretera.

—Yo podría preguntar lo mismo —dijo una voz.

Margery levantó la vista y vio a Sophia de pie en la puerta, con las manos entrelazadas y el bolso bajo el brazo. La mujer alzó una ceja al ver aquel caos.

—Santo cielo. Me advirtió que la cosa estaba mal, pero no que me iban a entrar ganas de volver gritando a Louisville —dijo Sophia. Alice e Izzy se quedaron mirando a aquella mujer alta, de vestido azul inmaculado. Ella las miró a los ojos—. No sé qué hacen ahí, cazando moscas. ¡Deberían estar trabajando! —Sophia posó el bolso y se desató la bufanda—. Se lo he dicho a William y se lo repito a ustedes. Trabajaré por las noches y lo haré a puerta cerrada, así que nada de airear que estoy aquí. Esas son mis condiciones. Y quiero el sueldo del que hablamos.

—Por mí bien —dijo Margery. Las dos muchachas más jóvenes, desconcertadas, se volvieron para mirarla. Margery sonrió—. Izzy, Alice, esta es la señorita Sophia. Nuestra quinta bibliotecaria.

Sophia Kenworth, les comentó Margery mientras empezaban a enfrentarse a las pilas de libros, había pasado ocho años en la biblioteca para gente de color de Louisville, en un edificio tan grande que tenían que dividir los libros no solo por secciones, sino por pisos enteros. La utilizaban los profesores y los académicos de la Universidad Estatal de Kentucky, y disponía de un sistema de tarjetas y sellos muy profesional que se usaba para apuntar las fechas de entrada y de salida de los libros. Sophia había recibido formación oficial y había realizado prácticas; dejó de trabajar allí porque su madre había muerto y William había tenido un accidente, todo en un breve plazo de tres meses, y eso la había obligado a marcharse de Louisville para cuidarlo.

—Eso es lo que necesitamos aquí —dijo Sophia, examinando los libros concienzudamente y fijándose en sus lomos—. Necesitamos sistemas. Dejádmelo a mí.

Una hora más tarde, las puertas de la biblioteca estaban cerradas con llave, la mayoría de los libros ya no se encontraban por el suelo y Sophia hojeaba con rapidez las páginas del registro, emitiendo suaves sonidos de desaprobación. Beth, entretanto, había vuelto y sostenía un tarro enorme de un líquido oscuro ante los ojos de Alice.

—No sé yo… —dudó esta.

—Dale un trago. Venga. No te va a matar. Es licor de tarta de manzana.

Alice miró a Margery, que ya lo había rechazado. A nadie pareció sorprenderle que ella no bebiera licor.

Alice se llevó el tarro a los labios, vaciló y volvió a echarse atrás.

—¿Qué pasará si llego a casa bebida?

—Bueno, pues que llegarás a casa bebida, supongo —dijo Beth.

—No sé… ¿Puede probarlo otra antes?

—Bueno, Izzy no creo que lo haga, ¿no?

—¿Quién ha dicho eso? —replicó Izzy.

—Madre mía. Vamos allá —dijo Beth riéndose. Luego le quitó el tarro a Alice y se lo pasó a Izzy. Con una sonrisa pícara, Izzy sujetó el tarro con ambas manos y se lo llevó a la boca. Bebió un sorbito y empezó a toser en medio de un ataque de risa, abriendo los ojos de par en par, mientras intentaba devolverle el tarro a Beth—. ¡No hace falta bebérselo de un trago! —comentó esta, antes de beber un poco—. Como sigas bebiendo así, el martes te habrás quedado ciega.

—Pásamelo —dijo Alice. Bajó la vista para observar el contenido y respiró hondo. «Eres demasiado impulsiva, Alice».

Bebió un trago y sintió que el alcohol le quemaba la garganta como si fuera mercurio ardiente. Apretó los ojos con fuerza, esperando a que dejaran de llorarle. La verdad era que estaba delicioso.

—¿Bien? —Beth la miró con picardía, mientras ella volvía a abrir los ojos.

Alice asintió en silencio y tragó saliva.

—Sorprendentemente, sí —comentó con voz ronca—. Déjame tomar un poco más.

Algo cambió dentro de Alice aquella noche. Estaba harta de que todo el pueblo la observara, no soportaba más que la controlaran, que hablaran de ella y que la juzgaran. No soportaba estar casada con un hombre a quien todos los demás consideraban Dios Todopoderoso y que apenas se atrevía a mirarla.

Alice había recorrido medio mundo para descubrir que, para variar, allí también la consideraban imbécil. Pues bien, si aquello era lo que todo el mundo pensaba, se comportaría como tal.

Bebió otro sorbo y luego otro, y le apartó las manos a Beth con brusquedad cuando le recomendó que tuviera cuidado. Se sentía, tal y como les dijo cuando finalmente les devolvió el tarro, «agradablemente achispada».

—¡Agradablemente achispada! —repitió Beth, y las chicas se echaron a reír a carcajadas.

Margery sonrió, muy a su pesar.

—Pero ¿qué tipo de biblioteca es esta? —dijo Sophia, desde un rincón.

—Solo necesitan aliviar un poco la presión —comentó Margery—. Han estado trabajando duro.

—¡Hemos estado trabajando duro! ¡Y ahora, necesitamos música! —dijo Beth, levantando una mano—. Vamos a por el gramófono del señor Guisler. Seguro que nos lo deja.

Margery negó con la cabeza.

—No metas a Fred en esto. No tiene por qué presenciarlo.

—Querrás decir que no tiene por qué ver a Alice totalmente embriagada —dijo Beth, maliciosamente.

—¿Qué? —preguntó Alice, alzando la vista.

—No te metas con ella —dijo Margery—. Además, está casada.

—En teoría —susurró Alice, que ya casi veía doble.

—Ya. Pues sé como Margery y haz lo que te dé la gana, cuando te dé la gana —señaló Beth, mirándola de reojo—. Y con quien te dé la gana.

—¿Quieres que me avergüence por cómo vivo mi vida, Beth Pinker? Porque parece que tú estás esperando a que el cielo se desplome.

—Oye —replicó Beth—. Si un hombre tan guapo como Sven Gustavsson viniera a hacerme la corte, haría que me pusiera un anillo en el dedo tan rápido que ni se daría cuenta de cómo había llegado a la iglesia. Si tú quieres darle un mordisco a la manzana antes de meterla en la cesta, es cosa tuya. Pero asegúrate de sujetar bien la cesta.

—¿Y si no quiero una cesta?

—Todo el mundo quiere una cesta.

—Yo no. Nunca la he querido y nunca la querré. Nada de cesta.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Alice, antes de echarse a reír.

—Yo me he perdido en lo del señor Guisler —confesó Izzy, antes de soltar un suave eructo—. Santo cielo, me siento fenomenal. Creo que no me sentía así desde que me subí a la noria tres veces seguidas en la feria del condado de Lexington. Eso sin contar… No. Eso no acabó bien.

Alice se inclinó hacia Izzy y le puso una mano en el brazo.

—Siento mucho lo de la correa, Izzy. No pretendía romperla.

—Bah, no te preocupes. Le pediré a mi madre que me compre otra —contestó la muchacha. Por alguna razón, aquello les pareció a ambas graciosísimo.

Sophia miró a Margery y levantó una ceja.

Margery encendió las lámparas de aceite que había en la parte superior de cada estantería, intentando no sonreír. En realidad no era muy dada a los grupos grandes, pero aquello le gustaba mucho: las bromas, la alegría y la forma en que se podían ver surgir nuevas amistades en aquella habitación, como brotes verdes.

—¡Chicas! —dijo Alice, cuando logró controlar la risa—. ¿Qué haríais si pudierais hacer cualquier cosa que quisierais?

—Ordenar esta biblioteca —murmuró Sophia.

—En serio. Si pudierais hacer cualquier cosa, o ser cualquier cosa, ¿qué haríais?

—Yo viajaría por el mundo —dijo Beth, que ya se había hecho un respaldo de libros y se disponía a hacer unos reposabrazos a juego—. Iría a la India, a África y a Europa, y tal vez a Egipto a echar un vistazo. No tengo intención de quedarme aquí toda la vida. Si por mis hermanos fuera, seguiría cuidando de mi padre hasta que se le cayera la baba. Quiero ver el Taj Mahal y la Gran Muralla china, y ese lugar donde construyen cabañitas redondas con bloques de hielo, y un montón de sitios más que salen en las enciclopedias. Iba a decir que iría a Inglaterra a conocer al rey y a la reina pero, como tenemos a Alice, ya no nos hace falta. —Las otras mujeres se echaron a reír.

—¿Izzy?

—Bah, es una locura.

—¿Más que lo de Beth y su Taj Mahal?

—Venga —la animó Alice.

—Pues… Bueno, sería cantante —dijo Izzy—. Cantaría en la radio o grabaría discos de gramófono. Como Dorothy Lamour o… —miró a Sophia, que intentó por todos los medios no alzar demasiado las cejas— Billie Holiday.

—Seguro que tu padre puede conseguir que lo hagas. Él conoce a todo el mundo, ¿no? —dijo Beth.

De repente, Izzy pareció sentirse incómoda.

—Las personas como yo no se hacen cantantes.

—¿Por qué? —dijo Margery—. ¿No sabes cantar?

—Con eso basta —añadió Beth.

—Ya sabéis a qué me refiero.

Margery se encogió de hombros.

—La última vez que te vi, no parecías necesitar la pierna para cantar.

—Pero la gente no me escucharía. Estarían distraídos mirando mi prótesis.

—Vamos, no te hagas la interesante, Izzy. Por aquí hay un montón de gente con aparatos ortopédicos. O simplemente… —Margery hizo una pausa—. Ponte un vestido largo.

—¿Qué canta, señorita Izzy? —preguntó Sophia, que estaba ordenando los lomos por orden alfabético.

Izzy volvía a estar sobria. Tenía la piel un tanto ruborizada.

—Pues me gustan los himnos, el bluegrass, el blues, todo, la verdad. Una vez, hasta probé a cantar un poco de ópera.

—Ponte a cantar ahora mismo —dijo Beth, antes de encender un cigarro y soplarse los dedos cuando la cerilla ardió demasiado—. Vamos, chica, enséñanos lo que sabes hacer.

—Ah, no —respondió Izzy—. En realidad, solo canto para mí misma.

—Pues la sala de conciertos va a estar un poco vacía —declaró Beth.

Izzy las miró. Luego se puso de pie. Tomó aire entrecortadamente y empezó a cantar:

En polvo se ha convertido el arrullo de mi amado

Y sus cariñosos besos en óxido se han transformado

Lo llevaré en mi corazón por muy lejos que se encuentre

Y como una estrella nocturna mi amor perdurará siempre

Con los ojos cerrados, la muchacha llenó la pequeña habitación con una voz suave y dulce, como si estuviera recubierta de miel. Izzy empezó a transformarse ante ellas en alguien nuevo, mientras alargaba el torso y abría más la boca para llegar a las notas. En ese momento, estaba en un lugar muy distante, en un sitio al que amaba. Beth se balanceaba suavemente y empezó a sonreír. En su rostro se reflejaba un placer puro y transparente, derivado de aquel giro inesperado que habían dado los acontecimientos. Dejó escapar un «¡Sí, señor!», como si no fuera capaz de contenerlo. Y entonces Sophia, al cabo de un rato, como movida por un impulso irrefrenable, se unió a Izzy con una voz más profunda, siguiendo el camino de esta y complementándolo. Izzy abrió los ojos y las dos mujeres se sonrieron mientras cantaban, elevando sus voces y meciéndose al ritmo de la música, mientras el aire de la pequeña biblioteca se elevaba con ellas.

Aunque su luz es distante, me sigue reconfortando

Y a mil kilómetros del cielo, aquí seguiré esperando

A que mi amado regrese y mi gozo sea tan radiante

Como el brillo de las estrellas sobre las colinas de Kentucky

Alice las miraba con el licor corriendo por las venas. La calidez y la música entonaban su espíritu y sintió que algo cedía en su interior, algo primigenio relacionado con el amor, la pérdida y la soledad. Miró a Margery, cuya expresión se había relajado y estaba perdida en su propia ensoñación personal, y pensó en los comentarios de Beth sobre un hombre que Margery no había desmentido. Tal vez consciente de que estaba siendo observada, Margery se volvió hacia ella y sonrió, y Alice se dio cuenta, horrorizada, de que las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas.

Margery arqueó las cejas, en una pregunta silenciosa.

«Solo es un poco de nostalgia», se dijo Alice en respuesta. Y en realidad era cierto. Lo que no tenía muy claro era que hubiera estado ya en ese lugar que tanto añoraba.

Margery la agarró del codo y salieron afuera en la oscuridad para bajar al cercado, donde los caballos pastaban tranquilamente al lado de la valla, ajenos al ruido del interior.

Margery le tendió un pañuelo a Alice.

—¿Estás bien?

Alice se sonó la nariz. El aire frío del exterior hizo que empezara a recuperar la sobriedad de inmediato.

—Sí. Sí… —Levantó la vista hacia el cielo—. En realidad, no. No lo estoy.

—¿Puedo ayudarte?

—No creo que nadie pueda hacerlo.

Margery se recostó contra el muro y alzó la vista hacia las montañas que había detrás de ellas.

—No hay muchas cosas que no haya visto u oído en estos treinta y ocho años. Estoy segurísima de que lo que tienes que decir no me va a sorprender.

Alice cerró los ojos. Si lo verbalizaba, se convertiría en algo real, en algo auténtico y verdadero, y tendría que hacer algo al respecto. Volvió a mirar a Margery y apartó de nuevo la vista.

—Y si crees que soy de las que van hablando por ahí, Alice van Cleve, es que no me conoces en absoluto.

—El señor Van Cleve no para de preguntar por qué no tenemos hijos.

—Ya, es lo normal por aquí. En cuanto te pones un anillo en el dedo, todos empiezan la cuenta atrás.

—De eso se trata. Es Bennett —dijo Alice, retorciéndose las manos—. Ya han pasado meses y… él no…

Margery dejó reposar las palabras. Esperó, como para comprobar que había oído bien.

—¿Él no…?

Alice respiró hondo.

—Todo empezó muy bien. Llevábamos tanto tiempo esperando, con lo del viaje y todo, y en realidad fue maravilloso y luego justo cuando las cosas… estaban a punto de… Bueno… El señor Van Cleve gritó algo desde el otro lado de la pared, creo que él pensó que lo estaba animando, y ambos nos quedamos un poco azorados, y luego todo se cortó y yo abrí los ojos y Bennett ni siquiera me estaba mirando y parecía muy molesto y distante, y cuando le pregunté si iba todo bien él me dijo que… —Alice tragó saliva—. Que era impropio de una dama preguntar eso. —Margery esperó a que continuara—. Así que volví a tumbarme y aguardé. Y él… Bueno, creí que entonces aquello iba a pasar. Pero oímos al señor Van Cleve paseando ruidosamente por la habitación de al lado y bueno… Eso fue todo. Y yo intenté susurrarle algo, pero él se molestó y actuó como si fuera culpa mía. Pero en realidad yo no lo sé. Porque nunca… Así que no puedo saber a ciencia cierta si estoy haciendo algo mal yo o si es él, pero, en cualquier caso, su padre está siempre en la habitación de al lado y las paredes son tan finas que…, bueno, Bennett… Actúa como si no quisiera volverse a acercar a mí nunca más. Y no es una de esas cosas de las que se puedan hablar. —Las palabras le salieron de forma atropellada, sin control. Notó que su rostro se ruborizaba—. Quiero ser una buena esposa. En serio. Pero me parece algo… imposible.

—A ver si lo he entendido bien. Entonces, no has…

—¡No lo sé! ¡Porque no sé cómo se supone que tiene que ser! —Alice negó con la cabeza y se cubrió la cara con las manos, como si le horrorizara estar pronunciando aquellas palabras en voz alta.

Margery bajó la vista, con el ceño fruncido.

—Espérame aquí —dijo.

Desapareció dentro de la cabaña, donde las chicas cantaban cada vez más alto. Alice aguzó el oído, preocupada, temiendo que las voces cesaran de repente, lo que implicaría que Margery la había traicionado. Pero, en lugar de ello, la canción sonó aún con más fuerza, un pequeño aplauso festejó una floritura musical y Alice escuchó cómo Beth reprimía un grito de alegría. Luego la puerta se abrió, las voces se hicieron más intensas por un instante y Margery volvió a bajar los escalones con un librito azul, que le entregó a Alice.

—Vale, esto no está en el registro. Se lo dejamos a mujeres que necesitan un poco de ayuda con algunos de los temas que has mencionado.

Alice se quedó mirando el libro, encuadernado en piel.

—Solo es un poco de información. Le prometí a una mujer de Miller’s Creek que se lo dejaría en la ruta del lunes, pero puedes echarle un vistazo el fin de semana y ver si hay algo que te sirva de ayuda.

Alice hojeó el libro y se alarmó al leer palabras como «sexo», «desnudo» y «útero». La muchacha se ruborizó.

—¿Esto va con los libros de la biblioteca?

—Digamos que es parte extraoficial de nuestro servicio, ya que tiene un historial un tanto accidentado en los tribunales. No está en el registro, ni en nuestras estanterías. Es algo que queda entre nosotras.

—¿Lo has leído?

—De principio a fin y más de una vez. Y puedo asegurarte que me ha reportado una buena dosis de regocijo. —Margery arqueó una ceja y sonrió—. Y no solo a mí, precisamente.

Alice parpadeó. Le resultaba impensable que su situación actual pudiera ser motivo de regocijo, por mucho que lo intentara.

—Buenas noches, señoras.

Las dos mujeres se volvieron y vieron a Fred Guisler bajando el sendero hacia ellas, con una lámpara de aceite en la mano.

—Parece que hay una fiesta.

Alice vaciló y le devolvió bruscamente el libro a Margery.

—Mejor… Mejor no.

—Solo es información, Alice. Nada más.

Alice pasó rápidamente por delante de ella y volvió a la biblioteca. —Puedo solucionarlo sola. Gracias. —Subió las escaleras a todo correr y cerró la puerta de golpe tras entrar.

Fred se detuvo al llegar al lado de Margery. Ella percibió un leve gesto de decepción en su cara.

—¿He dicho algo malo?

—No van por ahí los tiros, Fred —respondió Margery, posando una mano sobre su brazo—. Pero ¿por qué no entras y te unes a nosotras? Salvo por esos cuatro pelos que tienes en la barbilla, bien podrías ser nuestra bibliotecaria honorífica.

Más tarde, Beth dijo que apostaría lo que fuera a que aquella había sido la mejor reunión de bibliotecarias que jamás había tenido lugar en el condado de Lee. Izzy y Sophia habían cantado todas las canciones que recordaban, se habían enseñado la una a la otra las que no sabían y se habían inventado algunas sobre la marcha, con unas voces cada vez más descontroladas y estridentes a medida que iban ganando confianza, pataleando y gritando, mientras las chicas aplaudían al compás. Habían convencido a Fred Guisler, que, efectivamente, les había dejado con gusto su gramófono, para que bailara con todas ellas, y su estilizada figura tuvo que encorvarse para adaptarse a Izzy, que disimuló su cojera con algunos giros de lo más oportunos, perdiendo la vergüenza y riendo hasta que las lágrimas le rodaron por las mejillas. Alice sonreía y daba golpecitos al ritmo de la música, pero evitaba mirar a Margery a los ojos, como si todavía le avergonzara haber hablado de más, y Margery se dio cuenta de que lo mejor era no decir nada y esperar a que su sensación de vulnerabilidad y humillación, aunque fuera injustificada, desapareciera. En medio de todo aquello, Sophia cantaba y balanceaba las caderas, como si ni siquiera su rigor y su cautela pudieran resistirse a la música.

Fred, que había declinado todos los ofrecimientos para que bebiera licor, las llevó a casa en la oscuridad, apiñadas en el asiento de atrás de su camioneta. Primero dejó a Sophia, bajo la supervisión del resto, y todos vieron cómo se alejaba, todavía canturreando, por el camino de entrada de su pulcra casita de Monarch Creek. Luego llevaron a Izzy. Los neumáticos del automóvil recorrieron el enorme camino de acceso y todos vieron la cara de sorpresa de la señora Brady al ver el cabello empapado en sudor de su hija y su cara sonriente. «Nunca había tenido unas amigas como vosotras», había exclamado Izzy mientras iban a toda velocidad por la carretera oscura, aunque sabían que en parte era el licor el que hablaba. «En serio, ni siquiera se me había pasado por la cabeza que pudieran caerme bien otras chicas, hasta que me hice bibliotecaria». La muchacha las había abrazado una por una, con un vertiginoso entusiasmo infantil.

Alice estaba ya completamente sobria cuando la dejaron en casa, y apenas dijo nada. Los dos hombres Van Cleve estaban sentados en el porche, a pesar del aire frío y de lo tarde que era, y Margery percibió una clara renuencia en la forma de caminar de la joven, mientras esta recorría lentamente el sendero hacia ellos. Ninguno de los dos se levantó. Nadie sonrió bajo la parpadeante luz del porche, ni se acercó a saludarla.

Margery y Fred hicieron el resto del camino hasta la cabaña de ella en silencio, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos.

—Saluda a Sven de mi parte —dijo el hombre, mientras ella abría la cancela y Bluey bajaba la cuesta dando saltos para recibirla.

—Lo haré.

—Es un buen hombre.

—Tú también. Tienes que buscarte a otra, Fred. Ya ha pasado mucho tiempo.

Él abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero volvió a cerrarla.

—Que tengas una buena noche —dijo finalmente. Luego inclinó la frente, como si aún llevara puesto el sombrero, giró el volante y volvió a la carretera.

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