11

Fair Oaks fue construida alrededor de 1845 por el doctor Guildford D. Runyon, un shaker que renunció a su voto de celibato y proyectó la casa con vistas a su matrimonio con la señorita Kate Ferrel, quien murió antes de que estuviera acabada. El doctor Runyon siguió soltero hasta su muerte, en 1873.

WPA, Guía de Kentucky

Había quince muñecas sobre el tocador. Estaban sentadas una al lado de la otra, como una familia descabalada, con sus caras de porcelana pálidas y rosadas, y su pelo auténtico (Alice se estremeció, preguntándose de dónde lo habrían sacado) enroscado en unos tirabuzones brillantes e inmaculados. Fueron lo primero que Alice vio cuando se despertó por la mañana en el pequeño diván: aquellos rostros inexpresivos mirándola impasibles, con sus labios de color cereza esbozando vagas sonrisas de desdén y sus pololos blancos como la espuma asomando por debajo de sus largas faldas victorianas. La señora Van Cleve adoraba sus muñecas. Igual que adoraba los ositos de peluche, los adornitos y las tabaqueras de porcelana, y los salmos minuciosamente bordados que estaban colgados por toda la casa, cada uno de ellos el resultado de horas de intrincada costura.

A Alice todo aquello le hacía pensar a diario en una vida que había estado casi exclusivamente centrada en el interior de aquellas paredes, en llevar a cabo pequeñas tareas sin sentido. Unas tareas a las que no debería reducirse el día a día de ninguna mujer adulta, algo de lo que Alice estaba cada vez más convencida: hacer muñecas, bordar, limpiar el polvo y volver a ordenar con precisión unas baratijas en las que en realidad ningún hombre se fijaba. Hasta que ella se fue y se convirtieron en reliquias de una mujer a la que ellos aseguraban haber idolatrado.

Alice odiaba aquellas muñecas. Igual que odiaba el pesado silencio que flotaba en el ambiente y la inmovilidad infinita de una casa en la que nada podía avanzar y nada podía cambiar. Hasta ella parecía otra de esas muñecas. Sonriente, inmóvil, decorativa y silenciosa.

Bajó la vista hacia el retrato de Dolores van Cleve, que estaba en un gran marco dorado sobre la mesilla de noche de Bennett. La mujer sostenía una cruz de madera pequeña entre sus manos regordetas y tenía cara de desaprobación y tristeza, algo que para Alice se interponía entre ella y su marido cuando estaban a solas. «¿No podríamos poner a tu madre un poquito más lejos? ¿Aunque solo fuera… por la noche?», se había atrevido a preguntarle a Bennett, cuando este le había enseñado la habitación conyugal por primera vez. Pero este había fruncido el ceño con tanta incredulidad como si le hubiera sugerido alegremente profanar la tumba de su madre. Alice dejó de darle vueltas a aquello y ahogó un quejido mientras se lavaba la cara con el agua helada, antes de correr a ponerse encima un montón de capas. Ese día, las bibliotecarias solo estarían fuera media jornada para tener algo de tiempo para hacer las compras navideñas y una pequeña parte de ella tuvo que enfrentarse a su decepción ante la perspectiva de pasar menos tiempo en sus rutas.

Esa mañana vería a las hijas de Jim Horner. Eso ayudaba. Estarían esperando en la ventana para ver a Spirit subiendo por el sendero, luego saldrían corriendo por la puerta de madera, dando saltos de puntillas hasta que ella bajara del caballo, hablando una por encima de la otra mientras reclamaban ruidosamente información sobre lo que traía, dónde había estado y si se quedaría un poco más que la última vez. Luego se le colgarían del cuello con alegría, mientras leía para ellas, y le acariciarían el pelo con sus deditos o le darían besos en las mejillas como si, a pesar de la lenta recuperación de aquella pequeña familia, ambas estuvieran desesperadas por tener algún tipo de contacto femenino por alguna razón que apenas alcanzaban a entender. Y Jim, ya sin aquella mirada severa y recelosa, dejaría una taza de café a su lado y luego aprovecharía el tiempo que ella estuviera allí para cortar leña o, como hacía a veces últimamente, simplemente para sentarse y observar, como si le complaciera ver la alegría de sus hijas mientras presumían de lo que habían aprendido a leer esa semana. (Y vaya si eran inteligentes: leían mucho mejor que otros niños, gracias a las clases con la señora Beidecker). Sí, las niñas de los Horner eran todo un consuelo. Era una pena que unas niñas así fueran a recibir tan pocos regalos de Navidad.

Alice se enroscó la bufanda alrededor del cuello y se puso los guantes de montar, mientras se preguntaba rápidamente si debería ponerse otro par de medias para subir a la montaña. A esas alturas, todas las bibliotecarias tenían sabañones, los dedos de los pies rosados e hinchados del frío y los de las manos habitualmente blancos, como los de un cadáver, por la falta de sangre. La joven miró por la ventana y se fijó en el frío cielo gris. Ya nunca se miraba al espejo. Cogió el sobre que había dejado a un lado el día anterior y se lo guardó en la bolsa. Lo leería más tarde, cuando hubiera acabado las rondas. No tenía sentido preocuparse cuando había por delante dos silenciosas horas a caballo.

Alice miró hacia el tocador, antes de marcharse. Las muñecas seguían observándola.

—¿Qué? —les dijo.

Pero, esa vez, parecían estar transmitiéndole algo muy diferente.

—¿Para nosotras? —Millie se quedó tan boquiabierta que Alice casi pudo oír a Sophia advirtiéndole que le iban a entrar moscas en la boca.

Alice le dio la otra muñeca a Mae y sus enaguas crujieron mientras la niña se la ponía rápidamente en el regazo.

—Una para cada una. Hemos tenido una pequeña charla esta mañana y me han confesado que serían mucho más felices aquí, con vosotras, que donde vivían hasta ahora.

Las dos niñas admiraron embobadas aquellas caritas angelicales de porcelana y luego, al unísono, giraron la cabeza hacia su padre. La expresión de Jim Horner era inescrutable.

—No son nuevas, señor Horner —dijo Alice, con tacto—. Pero, en el lugar del que proceden, nadie las usa. Es… una casa de hombres. No era lógico tenerlas allí sentadas.

La joven pudo ver su indecisión, el «no sé» que se estaba formando en sus labios. Fue como si el aire de la cabaña enmudeciera, mientras las niñas contenían el aliento.

—Por favor, papá —susurró Mae. Las dos niñas estaban sentadas con las piernas cruzadas. Millie acariciaba con expresión ausente los brillantes tirabuzones castaños, dejando que luego cada uno de ellos volviera a su lugar, mientras miraba alternativamente la cara pintada de la muñeca y la de su padre. Aquellas muñecas, que a Alice le habían parecido siniestras y censuradoras durante meses, de pronto le parecían benévolas y alegres. Porque estaban en el lugar en el que debían estar.

—Son muy elegantes —dijo por fin el hombre.

—Bueno, todas las niñas merecen tener un poco de elegancia en sus vidas, señor Horner.

El señor Horner se pasó una mano áspera por la coronilla y apartó la vista. El rostro de Mae se oscureció, temiendo lo que su padre estaba a punto de decir. El hombre fue hacia la puerta.

—¿Le importaría salir fuera conmigo un momento, señora Van Cleve?

Alice oyó los suspiros de desánimo de las niñas mientras seguía al señor Horner hacia la parte de atrás de la cabaña, abrazándose a sí misma para mantener alejado el frío y repasando mentalmente los diferentes argumentos que pensaba utilizar para hacerle cambiar de opinión.

«Toda niña pequeña necesita una muñeca».

«Seguramente las tirarán, si las niñas no se las quedan».

«Por el amor de Dios, ¿va a permitir que su maldito orgullo se interponga en el camino de…?».

—¿Qué le parece?

Alice se detuvo en seco. Jim Horner levantó un trozo de saco de arpillera y destapó la cabeza de un venado enorme, un tanto andrajoso, con unas astas que se elevaban hacia el cielo un metro a cada lado y las orejas cosidas de cualquier modo a la cabeza. Estaba montada sobre una base de madera de roble toscamente tallada, que había sido pintada con brea.

La joven sofocó el sonido ahogado que emergió de su garganta.

—Le disparé en Rivett’s Creek, hace dos meses. Lo he disecado y montado yo mismo. Mae me ayudó a pedir los ojos de cristal por correo. Son muy realistas, ¿no cree?

Alice observó boquiabierta los ojos enormes y vidriosos del ciervo. Definitivamente, el izquierdo era un poco estrábico. El venado tenía un aspecto un tanto perturbador y siniestro, como una bestia de pesadilla fruto de un delirio febril.

—Es… realmente… imponente.

—Es mi primer intento. He pensado que podría comerciar con ellos. Hacer uno cada pocas semanas y venderlos en el pueblo. Para ayudarnos a ir tirando durante los meses de invierno.

—No es mala idea. Tal vez podría hacer también algunos animales más pequeños. Un conejo, o una ardilla de tierra.

Él lo sopesó y asintió.

—¿Qué? ¿Se lo queda?

—¿Disculpe?

—Por las muñecas. A modo de trueque.

Alice levantó las manos.

—Señor Horner, no es necesario que…

—No puedo aceptarlas a cambio de nada. —El hombre cruzó con firmeza los brazos sobre el pecho y esperó su respuesta.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Beth, mientras Alice se bajaba del caballo, agotada, y quitaba trozos de follaje de las astas del ciervo. Este se había ido enganchando en uno de cada dos árboles durante todo el camino de bajada de la montaña, lo que casi había hecho caer a Alice varias veces, y ahora parecía aún más desaliñado y andrajoso que en la cima, adornado con diversas ramas y hojas sueltas. La joven subió las escaleras y lo apoyó con cuidado en la pared mientras recordaba, como había hecho ya unas cien veces, la alegría en las caras de las niñas al saber que finalmente podían quedarse las muñecas, cómo las acunaban y les cantaban, y sus agradecimientos y besos sin fin. Y cómo se suavizaba la expresión facial de Jim Horner mientras las miraba.

—Es nuestra nueva mascota.

—¿Nuestra qué?

—No te atrevas a tocarle un solo pelo de la cabeza, o te disecaré peor de lo que el señor Horner ha disecado a este ciervo.

—Madre mía —le dijo Beth a Izzy, mientras Alice volvía a salir hacia su caballo—. ¿Recuerdas cuando Alice fingía ser una dama?

El servicio del almuerzo casi había terminado en el hotel White Horse de Lexington y el restaurante estaba empezando a vaciarse. Las mesas se quedaron cubiertas de servilletas sucias y vasos vacíos, mientras los huéspedes, revitalizados, se cubrían con sus bufandas y sombreros, preparados para aventurarse a salir de nuevo a las aceras repletas de compradores navideños de última hora. El señor Van Cleve, que acababa de darse un festín a base de solomillo con patatas fritas, se recostó en la silla y se frotó el estómago con ambas manos, un gesto que reflejaba una satisfacción que cada vez sentía menos en otros aspectos de su vida.

Aquella muchacha le causaba indigestión. En cualquier otro pueblo, tales faltas acabarían olvidándose, pero en Baileyville una rencilla podía durar un siglo y seguir dando que hablar. La gente de Baileyville descendía de los celtas, de familias escocesas e irlandesas que podían aferrarse al resentimiento hasta que estuviera más seco que la mojama y no guardara ya ningún parecido con su «yo» original. Y, aunque el señor Van Cleve era tan celta como el cartel cheroqui que había delante de la gasolinera, había asimilado a base de bien aquella facultad. Más aún, había heredado de su padre la costumbre de cogerle manía a una persona, agraviarla hasta la saciedad y culparla de todos sus males. Y esa persona era Margery O’Hare. Se levantaba con una maldición para ella en los labios y se iba a dormir con imágenes de ella burlándose de él.

A su lado, Bennett tamborileaba de forma intermitente en el borde de la mesa con los dedos. El hombre sabía que su hijo habría preferido estar en otra parte; en realidad, no parecía tener la concentración necesaria para los negocios. El otro día, había pillado a un grupo de mineros burlándose de su obsesión por la limpieza, fingiendo mancharlo con sus monos ennegrecidos al pasar. Cambiaron de actitud cuando lo vieron mirando, pero el hecho de verlos burlándose de su hijo le dolió. Al principio, casi se había sentido orgulloso de la determinación de Bennett por casarse con la muchacha inglesa. ¡Parecía que al fin estaba seguro de lo que quería! Dolores había mimado demasiado al chico, preocupándose por él como si fuera una niña. Parecía incluso un poco más alto de lo que era cuando le había comunicado a Van Cleve que él y Alice iban a casarse y, bueno, aunque lo de Peggy era una pena, qué se le iba a hacer. Le había alegrado verlo defender su opinión con firmeza, por una vez. Pero ahora veía cómo aquella muchacha inglesa, su lengua afilada y su forma extraña de comportarse iban debilitando poco a poco a su hijo y lamentaba el día en que le habían convencido para hacer aquel maldito viaje por Europa. Mezclarse nunca traía nada bueno. Ni con la gente de color ni con los europeos, al parecer.

—Te has dejado aquí unas migas, chico. —El señor Van Cleve clavó un dedo rollizo en la mesa. El camarero se disculpó y las limpió de inmediato, echándolas en un plato—. ¿Un bourbon, gobernador Hatch? ¿Para rematar?

—Bueno, si insiste, Geoff…

—¿Bennett?

—Yo no, papá.

—Tráeme un par de bourbons del condado de Boone. Rápido. Sin hielo.

—Sí, señor.

—Bennett, ¿puedes ir al sastre mientras el gobernador y yo hablamos de negocios? Pregúntale si tiene más camisas de etiqueta, ¿quieres? Yo voy ahora. —El señor Van Cleve esperó a que su hijo se levantara de la mesa antes de inclinarse hacia delante y seguir con la conversación—. Bien, gobernador, me gustaría discutir una cuestión algo delicada con usted.

—No tendrá más problemas en la mina, ¿verdad, señor Van Cleve? Espero que no tenga que enfrentarse al mismo caos que tienen allá abajo, en Harlan. Ya sabe que la policía estatal está preparada para actuar, si no logran poner orden por sí mismos. Están pasando ametralladoras y otras armas de un lado a otro de las fronteras estatales.

—Sabe que trabajamos duro para contener ese tipo de cosas en Hoffman. No puede salir nada bueno de los sindicatos, eso está claro. Nos hemos asegurado de tomar medidas para proteger nuestra mina ante el menor indicio de problemas.

—Me alegra oírlo. Me alegra mucho. Entonces, ¿cuál es el problema?

El señor Van Cleve se inclinó sobre la mesa.

—Es ese asunto… de la biblioteca. —El gobernador frunció el ceño—. De la biblioteca de las mujeres. La iniciativa de la señora Roosevelt. Esas mujeres que llevan libros a las familias rurales y eso.

—Ah, sí. Forma parte de la WPA, creo.

—Eso es. Pues verá, aunque suelo ser un gran defensor de dichas iniciativas y estoy totalmente de acuerdo con nuestro presidente y la primera dama en que deberíamos hacer todo lo posible para educar a nuestro pueblo, he de decir que las mujeres…, bueno, que ciertas mujeres de nuestro condado están causando problemas.

—¿Problemas?

—La biblioteca itinerante está fomentando la agitación social. Está alentando todo tipo de comportamientos irregulares. Por ejemplo, Minas Hoffman estaba planeando explorar nuevas zonas de North Ridge. Algo que llevamos haciendo de forma totalmente legítima durante décadas. Pues creo que esas bibliotecarias han estado extendiendo rumores y falsedades sobre ello, porque nos han llegado varias órdenes judiciales que nos prohíben ejercer nuestros derechos mineros en la zona. Y no ha sido solo una familia: un gran número de ellas se han unido para interponerse en nuestro camino.

—Qué infortunio —comentó el gobernador, antes de encender un cigarro y ofrecerle al señor Van Cleve el paquete, que este rechazó.

—Y tanto. Si hacen eso con otras familias, acabaremos sin poder extraer mineral en ningún sitio. ¿Y qué haremos entonces? Somos una de las principales empresas de esta zona de Kentucky. Proporcionamos un recurso vital a nuestra gran nación.

—Bueno, Geoff, ya sabe que hoy en día no hace falta mucho para que el pueblo se levante en armas contra la minería. ¿Tiene pruebas de que han sido las bibliotecarias las que han alborotado el gallinero?

—Bueno, esa es la cuestión. La mitad de las familias que ahora nos impiden el paso por medio de los tribunales no sabían leer ni una palabra hasta el año pasado. ¿De dónde iban a sacar información sobre asuntos legales, si no es de los libros de la biblioteca?

Los bourbons llegaron. El camarero los cogió de una bandeja de plata y los puso con reverencia delante de los hombres.

—No sé. Por lo que tengo entendido, solo son un puñado de muchachas a caballo que reparten recetarios aquí y allá. ¿Qué daño pueden hacer? Creo que debería atribuirle ese golpe a la mala suerte, Geoff. Con todo el revuelo que hay en la actualidad alrededor de las minas, podría haber sido cualquiera.

El señor Van Cleve se dio cuenta de que el gobernador empezaba a perder el interés.

—No se trata únicamente de las minas. Están cambiando la propia dinámica de nuestra sociedad. Se las están arreglando para alterar las leyes de la naturaleza.

—¿Las leyes de la naturaleza?

Al ver que el gobernador parecía incrédulo, el señor Van Cleve siguió hablando.

—Se dice que nuestras mujeres se están entregando a prácticas antinaturales. —El gobernador se inclinó hacia delante. Por fin había logrado captar su atención—. Mi esposa y yo criamos a mi hijo, que Dios le bendiga, de acuerdo con los principios divinos, así que admito que no tiene demasiada experiencia en los temas conyugales. Pero me ha contado que su joven esposa, que trabaja en esa biblioteca, le ha hablado de un libro que las mujeres se pasan entre ellas. Un libro de contenido sexual.

—¡De contenido sexual!

—¡No grite!

El gobernador le dio un trago a la copa.

—Y… Veamos… ¿Qué abarcaría exactamente ese «contenido sexual»?

—Bueno, no quiero que se escandalice, gobernador. Prefiero no entrar en detalles.

—Puedo soportarlo, Geoff. Puede entrar en todos los detalles que quiera.

El señor Van Cleve miró hacia atrás y bajó la voz.

—Me ha dicho que su esposa, que por lo visto fue criada como una princesa, ya que es de muy buena familia, ya me entiende, le sugirió hacerle cosas en la alcoba más propias de un burdel francés.

—De un burdel francés. —El gobernador tragó saliva.

—Al principio, pensé que podía ser una cuestión cultural inglesa. Debido a su proximidad con las costumbres europeas, ya sabe. Pero Bennett me dijo que ella le había contado claramente que lo había sacado de la biblioteca. Están divulgando obscenidades. Sugerencias que harían que un hombre adulto se ruborizara. ¿Adónde vamos a llegar?

—¿Es esa rubia guapa? ¿La que conocí el año pasado en la cena?

—La misma. Alice. Delicada como la porcelana. El impacto de oír a una muchacha como esa proponer tales salacidades… En fin…

El gobernador bebió otro largo trago de su copa. Se le habían puesto los ojos un poco vidriosos.

—¿Él le dio detalles de las actividades exactas que ella le propuso? Solo por tener una visión global clara, ya sabe.

El señor Van Cleve negó con la cabeza.

—El pobre Bennett estaba tan afectado que tardó semanas incluso en confiármelo a mí. Desde entonces, no ha sido capaz de ponerle un dedo encima. Eso no está bien, gobernador. No está bien que una esposa decente, temerosa de Dios, sugiera tales desviaciones.

El gobernador parecía inmerso en sus pensamientos.

—¿Gobernador?

—Obscenidades… Ya. Lo siento, sí… Es decir, no.

—En fin. Me gustaría saber si en otros condados están teniendo los mismos problemas con sus mujeres y esas supuestas bibliotecas. Eso no me parece nada bueno, ni para nuestros trabajadores ni para las familias cristianas. Yo me inclinaría por acabar de raíz con el problema. Como con el asunto de los permisos de explotación minera.

El señor Van Cleve dobló la servilleta y la dejó sobre la mesa. Al parecer, el gobernador aún seguía considerando el tema detenidamente.

—O tal vez crea que la mejor manera de atajarlo sea simplemente… solucionar el asunto de la forma que consideremos adecuada.

Más tarde, el señor Van Cleve le comentó a Bennett que parecía que al gobernador se le había subido la bebida a la cabeza, porque estaba muy distraído hacia el final del almuerzo.

—Pero ¿qué ha dicho? —preguntó Bennett, que se había animado con la compra de unos pantalones de pana nuevos y un jersey de rayas.

—Le dije que tal vez fuera mejor que yo me ocupara de esos problemas como creyera oportuno y él respondió: «Sí, tal vez», y luego dijo que tenía que irse.

Querida Alice:

Lamento que la vida de casada no sea como esperabas. No sé a ciencia cierta cómo crees que debería ser el matrimonio, ni nos has dado detalles de aquello que encuentras tan desalentador, pero papá y yo nos preguntamos si no te habremos creado falsas expectativas. Tienes un marido apuesto, financieramente seguro y capaz de ofrecerte un buen futuro. Has entrado a formar parte de una familia decente con importantes ingresos. Creo que deberías aprender a valorar lo que tienes.

La felicidad no lo es todo en la vida. También son importantes el deber y la satisfacción de estar haciendo lo correcto. Teníamos la esperanza de que hubieras aprendido a ser menos impulsiva; pues bien, tú te lo has buscado, así que deberás aprender a vivir con ello. Puede que tener un bebé te ayude a ver las cosas de otra manera y a no preocuparte tanto por todo.

Si decides volver sin tu esposo, debo comunicarte que no podrás quedarte en esta casa.

Tu madre, que te quiere.

Alice había tardado en abrir la carta, tal vez porque sabía las palabras que encontraría dentro. Apretó la mandíbula, luego dobló el papel cuidadosamente y volvió a meterlo en el bolso. Al hacerlo, se fijó una vez más en que sus uñas, en su día sumamente pulcras y limadas, eran ahora irregulares o estaban cortadas con descuido, y una pequeña parte de sí se preguntó, como hacía a diario, si aquella era la razón por la que él se negaba a tocarla.

—Vale —dijo Margery, apareciendo de repente detrás de ella—. He encargado dos cinchas nuevas y una manta para la silla en Crompton’s y se me había ocurrido regalarle esto a Fred como agradecimiento. ¿Crees que le gustará? —Sostuvo en alto una bufanda de color verde oscuro. La dependienta de los grandes almacenes, paralizada por el ajado sombrero de cuero y los pantalones de montar de Margery (esta le había comentado a Alice que no le encontraba ningún sentido a cambiarse para ir a Lexington y tener que volver a hacerlo al regresar), había necesitado unos segundos para recordar quitársela y envolverla en papel—. Tendremos que ocultársela a Fred en el viaje de vuelta.

—Claro.

Margery la observó con los ojos entornados.

—Si ni siquiera la has mirado. ¿Qué te pasa, Alice?

—¿Qué es lo que no he mirado? Dios mío…, Bennett. Tengo que encontrar algo para Bennett.

Alice se llevó las manos a la cara, dándose cuenta de que ya no sabía lo que le gustaba a su marido, y mucho menos su talla de cuello. Cogió una caja de pañuelos de la estantería, adornada con un ramito de acebo. ¿Los pañuelos eran un regalo demasiado impersonal para un marido? ¿Cómo iba a ser íntimo el regalo, si no había visto más de un centímetro de su piel desnuda, como mucho, en las últimas seis semanas?

Se sobresaltó cuando Margery la cogió del brazo para llevarla a una zona tranquila de la sección de caballeros.

—Alice, ¿estás bien? Porque la mayoría de los días tienes cara de amargada.

—¿Y eso te molesta? —Alice bajó la vista hacia los pañuelos. ¿Estarían mejor si tuvieran sus iniciales bordadas? La joven intentó imaginarse a Bennett abriéndolos el día de Navidad por la mañana. No era capaz de imaginárselo sonriendo. Ya no era capaz de imaginárselo sonriendo por nada que ella hiciera—. De todos modos —añadió, a la defensiva—, tú tampoco eres muy habladora. Apenas has abierto la boca en los últimos días.

Aquello pilló desprevenida a Margery, que meneó la cabeza.

—Es que… tuve un pequeño contratiempo en una de mis rondas. —Tragó saliva—. Y he estado un poco nerviosa.

Alice pensó en Kathleen Bligh y en cómo la pena de la joven viuda había empañado su día.

—Lo entiendo. A veces es un trabajo más duro de lo que parece, ¿verdad? No se trata solo de repartir libros. Siento haberme mostrado abatida. Me repondré.

Lo cierto era que, cuando pensaba en la Navidad, a Alice le entraban ganas de llorar. No quería ni imaginarse sentada a aquella mesa tensa, con el señor Van Cleve fulminándola con la mirada y Bennett en silencio, rumiando lo último que ella hubiera hecho mal, fuera lo que fuera. Y Annie siempre vigilante, disfrutando del ambiente cada vez más enrarecido.

Distraída por aquel pensamiento, Alice tardó unos instantes en darse cuenta de que Margery la estaba observando atentamente.

—No me estoy metiendo contigo, Alice. Solo… —Margery se encogió de hombros, como si aquellas palabras no le resultaran familiares—. Te lo pregunto como una amiga.

«Una amiga».

—Ya me conoces. Toda mi vida he sido feliz sola. Pero en los últimos meses he… Bueno, he aprendido a disfrutar de tu compañía. Me gusta tu sentido del humor. Tratas a la gente con amabilidad y respeto. Así que me gustaría pensar que somos amigas. Todas las de la biblioteca, pero sobre todo tú y yo. Y verte así de triste todos los días me rompe el corazón.

Si hubieran estado en cualquier otro sitio, puede que Alice hubiera sonreído. Al fin y al cabo, aquello era una gran confesión por parte de Margery. Pero algo se había cerrado dentro de ella durante los últimos meses y ya no sentía las cosas como antes. —¿Quieres tomar una copa? —le preguntó Margery, finalmente.

—Si tú no bebes.

—Bueno, yo no se lo contaré a nadie si tú no lo haces. —Margery extendió un brazo y, al cabo de unos instantes, Alice la agarró de él y salieron de los grandes almacenes para dirigirse al bar más cercano.

—Bennett y yo… no tenemos nada en común —dijo Alice, por encima del ruido de la música y de los gritos de dos hombres que discutían en un rincón—. No nos entendemos. No hablamos. No nos hacemos reír, no nos echamos de menos, ni contamos las horas cuando estamos separados.

—Desde donde estoy sentada, eso me suena a matrimonio —observó Margery.

—Y, por supuesto, está… la otra cosa. —A Alice hasta le costaba pronunciar aquellas palabras.

—¿Todavía? Vaya, pues eso es un problema. —Margery pensó en el consuelo del cuerpo de Sven enroscado en el suyo esa misma mañana. En ese momento se sentía estúpida por haber tenido tanto miedo, por haberle pedido que se quedara, temblando como uno de los purasangres asustados de Fred. McCullough no había aparecido. Sven comentó que debía de estar borracho como una cuba. Que seguro que ni recordaba lo que había hecho.

—He leído ese libro. El que me recomendaste.

—¿Sí?

—Pero no hizo más que empeorar las cosas. —Alice levantó las manos—. ¿Qué voy a hacer? Odio estar casada. Odio vivir en esa casa. No sé cuál de nosotros es más infeliz. Pero él es todo lo que poseo. No voy a tener ningún bebé, algo que podría hacernos más dichosos a todos, porque… Bueno, ya sabes por qué. Y ni siquiera estoy segura de querer uno, porque entonces no podría seguir saliendo a caballo. Y eso es lo único que me aporta alguna felicidad. Así que estoy atrapada.

Margery frunció el ceño.

—No estás atrapada.

—Para ti es fácil decirlo. Tú tienes una casa. Sabes cómo arreglártelas sola.

—No estás obligada a respetar sus reglas de juego, Alice. No estás obligada a respetar las reglas de juego de nadie. Qué diablos, si quisieras, podrías hacer las maletas hoy mismo y volver a Inglaterra.

—No puedo. —Alice metió la mano en el bolso y sacó la carta.

—Hola, bellas damas. —Un hombre con un traje de hombros anchos, el bigote encerado y los ojos entornados en un gesto de cordialidad ensayada, se apoyó en la barra del bar, entre ambas—. Parecen tan enfrascadas en la conversación que casi no me atrevía a molestarlas. Pero luego me dije: «Joven Henry, a esas hermosas damas les vendría bien una copa». Y nunca me perdonaría dejarlas ahí sentadas, muertas de sed. Así que ¿qué quieren tomar? —El hombre rodeó con un brazo los hombros de Alice, mientras le echaba un vistazo a su pecho—. Déjeme adivinar su nombre, hermosura. Es una de mis habilidades. Una de mis muchas habilidades especiales. Mary Beth. Es lo suficientemente bella como para ser una Mary Beth. ¿Me equivoco?

Alice respondió que no, tartamudeando. Margery observó los escasos dos centímetros que separaban sus dedos del pecho de Alice, que era el verdadero objetivo de su abrazo.

—No. Ese no le hace justicia. Laura. No, Loretta. Una vez conocí a una muchacha preciosa llamada Loretta. Debe de ser ese. —El hombre se inclinó hacia Alice, que volvió la cabeza con una sonrisa insegura, como si no quisiera ofenderlo—. Me lo dirá, ¿verdad? ¿Verdad que sí?

—La verdad es que…

—Henry, ¿no? —dijo Margery.

—Así es. Y usted debe de ser una… ¡Déjeme adivinar!

—Henry, ¿puedo decirle algo? —Margery sonrió con dulzura.

—Puede decirme lo que quiera, querida. —El hombre alzó una ceja y sonrió con picardía—. Lo que quiera.

Margery se inclinó hacia delante, para poder susurrarle al oído.

—¿Ve la mano que tengo en el bolsillo? Estoy empuñando una pistola. Y si no le quita las manos de encima a mi amiga antes de que acabe de hablar, cerraré los dedos alrededor del gatillo y su cabeza grasienta saldrá volando hasta el otro lado del bar. —Sonrió con dulzura—. Y Henry, soy muy buena tiradora —añadió Margery, acercando más aún los labios a su oreja. El hombre se levantó dando un traspié del taburete en el que estaba sentado. No dijo ni una sola palabra, pero caminó con rapidez hasta el otro extremo del bar, mirando hacia atrás de vez en cuando—. ¡Ah, y es muy amable por su parte, pero ya tenemos nuestras bebidas!—exclamó Margery, levantando la voz—. ¡Gracias de todos modos!

—¡Caray! —dijo Alice, colocándose la blusa, mientras veía alejarse al hombre—. ¿Qué le has dicho?

—Solo que…, por muy amable que fuera su oferta, no me parecía caballeroso ponerle las manos encima a una dama sin su permiso.

—Muy bien dicho —comentó Alice—. A mí nunca se me ocurren las palabras adecuadas cuando las necesito.

—Ya, bueno… —Margery le dio un trago a su copa—. Últimamente he estado practicando.

Se quedaron un rato sentadas y dejaron que el parloteo del bar subiera y bajara a su alrededor. Margery le pidió al camarero otro bourbon, luego cambió de opinión y lo canceló.

—Sigue con lo que me estabas contando —dijo.

—Ah. Pues que no puedo volver a casa. Eso es lo que pone la carta. Mis padres no quieren que vuelva.

—¿Cómo? Pero ¿por qué? Eres su única hija.

—No encajo. Siempre he sido una especie de vergüenza para ellos. No sé. Las apariencias son lo más importante para mis padres. Es como si… Como si habláramos diferentes idiomas. De verdad creía que Bennett era la única persona que me quería tal y como era. —La joven suspiró—. Y, ahora, estoy atrapada.

Las mujeres se quedaron en silencio durante un rato. Henry se fue, lanzándoles miradas furiosas y tensas mientras se dirigía hacia la puerta.

—Voy a decirte algo, Alice —repuso Margery, mientras la puerta se cerraba detrás de aquel hombre. Posó una mano sobre el brazo de su amiga y lo apretó con una fuerza inusitada—. Siempre hay una solución para cualquier problema. Puede que sea desagradable. Puede que te haga sentir como si la tierra hubiera desaparecido bajo tus pies. Pero nunca estás atrapada, Alice. ¿Me oyes? Siempre hay una forma de salir.

—No me lo puedo creer.

—¿Qué? —Bennett estaba examinando las rayas planchadas de sus nuevos pantalones. El señor Van Cleve, que estaba de pie con los brazos extendidos mientras le tomaban las medidas para un chaleco nuevo, señaló la puerta con tal brusquedad que un alfiler se le clavó en la axila, lo que le hizo soltar un improperio—. ¡Maldita sea! ¡Ahí fuera, Bennett!

Bennett levantó la vista y miró por la ventana del escaparate del sastre. Para su asombro, allí estaba Alice, del brazo de Margery O’Hare, saliendo del Todd’s Bar, un tugurio sobre cuya puerta había un cartel oxidado que anunciaba: «TENEMOS CERVEZA BUCKEYE». Iban con las cabezas inclinadas la una hacia la otra y se reían a carcajadas.

—O’Hare —dijo Van Cleve, negando con la cabeza.

—Comentó que quería hacer unas compras, papá —declaró Bennett, con hastío.

—¿Eso te parecen compras navideñas? ¡La chica de los O’Hare la está corrompiendo! ¿No te dije que estaba hecha del mismo material que el inútil de su padre? Solo Dios sabe lo que le estará metiendo en la cabeza a Alice. Quítame los alfileres, Arthur. Vamos a llevárnosla a casa.

—No —dijo Bennett.

Van Cleve giró la cabeza.

—¿Qué? ¡Tu mujer ha estado bebiendo en una maldita tasca! ¡Tienes que empezar a hacerte cargo de la situación, hijo!

—Déjala.

—¿Es que esa mujer te ha arrancado las puñeteras pelotas? —bramó Van Cleve, rompiendo el silencio de la tienda.

Bennett miró al sastre, cuya expresión revelaba que aquel era el tipo de pormenor que más tarde comentaría con avidez con sus compañeros.

—Ya hablaré con ella. Vámonos a casa.

—Esa chica está sembrando el caos. ¿Crees que es bueno para esta familia que arrastre a tu esposa a un bar de mala muerte? Hay que meterla en cintura y si no lo haces tú, Bennett, lo haré yo.

Alice estaba tumbada en el diván del vestidor, mirando al techo, mientras Annie preparaba abajo la cena. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de ofrecerle su ayuda porque, hiciera lo que hiciera, ya fuera pelar, cortar o freír, era recibido con un desagrado mal disimulado, y estaba harta de los comentarios maliciosos de Annie.

A Alice ya no le importaba que Annie supiera que dormía en el vestidor, aunque no le cabía la menor duda de que la mujer se lo había contado a medio Baileyville. Ya no le importaba que fuera obvio que todavía tenía el mes. ¿Para qué tratar de fingir? De todos modos, fuera de la biblioteca, había poca gente a la que le importara impresionar. Entonces, la joven oyó el enérgico rugido del Ford del señor Van Cleve deteniéndose en el camino de grava y el portazo de la mosquitera que el hombre parecía incapaz de cerrar con cuidado. Habían vuelto. Alice ahogó un suspiro. Cerró los ojos unos instantes. Luego se levantó y fue hacia el baño, dispuesta a acicalarse para la cena.

Cuando Alice bajó, los dos hombres ya estaban sentados uno frente al otro a la mesa del comedor, con los platos y los cubiertos ordenados con eficiencia delante de ellos. Por la puerta de vaivén se filtraban pequeñas nubes de vapor y, en el interior de la cocina, el ruido de las tapas de las ollas de Annie indicaba que la cena ya casi estaba lista. Los hombres levantaron la vista cuando Alice entró en la habitación y la muchacha creyó que era porque se había arreglado un poco más de lo habitual. De hecho, llevaba puesto el mismo vestido que cuando Bennett se le había declarado, se había cepillado el pelo con esmero y se lo había recogido. Pero tenían cara de pocos amigos.

—¿Es verdad?

—¿El qué? —A la joven se le pasaron por la cabeza todas las cosas censurables que había hecho ese día. «Beber en bares. Hablar con desconocidos. Comentar el libro Amor conyugal con Margery O’Hare. Escribirle a su madre para preguntarle si podía volver a casa».

—¿Dónde está la señorita Christina?

—¿La señorita qué?

—¡La señorita Christina!

Alice miró a Bennett y luego otra vez a su padre.

—Yo no… No tengo ni idea de qué está hablando.

El señor Van Cleve meneó la cabeza, como si Alice fuera deficiente mental.

—La señorita Christina. Y la señorita Evangeline. Las muñecas de mi mujer. Annie dice que no están.

Alice se relajó. Echó hacia atrás una silla, ya que nadie iba a hacerlo por ella, y se sentó a la mesa.

—Ah. Esas. Me las he llevado.

—¿Cómo que te las has «llevado»? ¿Adónde te las has llevado?

—Hay dos niñas encantadoras en mis rutas que han perdido a su madre no hace mucho. No iban a tener regalos de Navidad y sabía que, si se las donaba, las haría más felices de lo que pueda imaginar.

—¿Si se las donabas? —A Van Cleve se le salieron los ojos de las órbitas—. ¿Has regalado mis muñecas? ¿A unos… montañeses?

Alice se puso la servilleta con cuidado sobre el regazo. Luego observó a Bennett, que miraba fijamente su plato.

—Solo dos de ellas. No creí que a nadie le importara. Estaban ahí sentadas, sin hacer nada, y aún quedan muchas muñecas. No creí que siquiera fueran a darse cuenta, a decir verdad. —La joven intentó esbozar una sonrisa—. Al fin y al cabo, ya son unos hombres hechos y derechos.

—¡Eran las muñecas de Dolores! ¡De mi querida Dolores! ¡Tenía a la señorita Christina desde que era una niña!

—Pues lo siento. No creí que tuviera importancia.

—¿Qué diablos te pasa, Alice?

Ella miró fijamente un punto del mantel, un poco más allá de su cuchara. Cuando por fin consiguió hablar, lo hizo con voz tensa.

—Estaba siendo caritativa. Como usted siempre me dice que era la señora Van Cleve. ¿Para qué quiere usted dos muñecas, señor Van Cleve? Es un hombre. Le importan tan poco las muñecas como el resto de fruslerías que hay en esta casa. ¡Son cosas inanimadas! ¡Sin importancia!

—¡Eran reliquias familiares! ¡Para los hijos de Bennett!

Alice abrió la boca, incapaz de reprimirse.

—Pero Bennett no va a tener ningún hijo, ¿verdad?

La joven levantó la vista y vio a Annie en la puerta, con los ojos abiertos de par en par, encantada por el giro que habían dado los acontecimientos.

—¿Qué acabas de decir?

—Que Bennett no va a tener ningún puñetero hijo. Porque… no tenemos ese tipo de relación.

—Si no tenéis ese tipo de relación, muchacha, es por culpa de tus repugnantes ideas.

—¿Disculpe?

Annie empezó a sacar las bandejas. Tenía las orejas como tomates.

Van Cleve se inclinó sobre la mesa, con la mandíbula apretada.

—Bennett me lo ha contado.

—Papá… —le advirtió el joven.

—Pues sí. Me ha contado lo de tu libro asqueroso y las cosas depravadas que intentaste hacerle.

Annie dejó caer la bandeja estrepitosamente delante de Alice y se escabulló a la cocina.

Alice palideció y se volvió hacia Bennett.

—¿Le has hablado a tu padre de lo que pasa en nuestra cama?

Bennett se frotó la mejilla.

—Tú… No sabía qué hacer, Alice. Tú… Me dejaste desconcertado.

El señor Van Cleve echó bruscamente la silla hacia atrás y fue dando zancadas hacia donde Alice estaba sentada. La joven se encogió involuntariamente mientras él se inclinaba hacia ella, salpicando saliva al hablar.

—Sí, lo sé todo sobre ese libro y tu supuesta biblioteca. ¿Sabes que ese libro ha sido prohibido en este condado? ¡Así de depravado es!

—Sí, y también sé que un juez federal retiró dicha prohibición. Sé lo mismo que usted, señor Van Cleve. Yo también me informo.

—¡Eres una víbora! ¡Margery O’Hare te ha corrompido y ahora tú intentas corromper a mi hijo!

—¡Intentaba ser una esposa para él! ¡Y ser una esposa es algo más que ordenar muñecas y estúpidos pájaros de porcelana!

Annie se asomó a la puerta con la última bandeja, y se quedó inmóvil.

—¡No te atrevas a criticar las preciosas posesiones de mi Dolores, desgraciada ingrata! ¡No le llegas ni a la suela de los zapatos! Y mañana por la mañana subirás a las montañas para recuperar mis muñecas.

—De eso nada. No pienso quitarles las muñecas a dos niñas sin madre.

Van Cleve levantó un dedo rechoncho y se lo puso ante la cara.

—Pues entonces te prohíbo volver a esa maldita biblioteca, ¿me oyes?

—No. —Alice ni parpadeó.

—¿Cómo que no?

—Ya se lo he dicho. Soy una mujer adulta. No puede prohibirme nada.

Más tarde, recordó haber pensado vagamente que el viejo Van Cleve tenía la cara tan roja que parecía que le iba a dar un infarto. Pero no fue eso lo que ocurrió. El hombre levantó el brazo y, antes de que ella se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, notó un dolor ardiente en un lado de la cabeza, las rodillas se le doblaron y cayó contra la mesa.

Todo se volvió negro. Alice se aferró al mantel y las bandejas cayeron sobre ella, mientras agarraba el tejido de damasco blanco y tiraba de él hasta que sus rodillas chocaron contra el suelo.

—¡Papá!

—¡Estoy haciendo lo que tú deberías haber hecho hace mucho tiempo! ¡Hacer entrar en razón a tu esposa! —bramó Van Cleve, dando un golpe con su puño gordo sobre el mantel que hizo temblar toda la sala. Acto seguido, antes de que ella pudiera recuperarse, el hombre la agarró del pelo con fuerza, tiró de ella hacia atrás y le asestó otro golpe, esa vez en la sien, que hizo que su cabeza rebotara contra el borde de la mesa. Mientras la habitación giraba sin que ella fuera apenas consciente de movimiento alguno, Alice empezó a gritar y los platos cayeron estrepitosamente al suelo. La joven levantó un brazo, intentando protegerse, preparándose para el siguiente golpe. Pero por el rabillo del ojo vio a Bennett delante de su padre, intercambiando voces que el pitido de los oídos apenas le permitía percibir.

Alice se puso en pie como pudo, con el dolor nublándole la mente, y se tambaleó. Mientras la habitación giraba a su alrededor, apenas alcanzó a ver el rostro estupefacto de Annie en la puerta de la cocina. Un sabor metálico inundó la parte posterior de su garganta.

Alice oyó cómo Bennett gritaba a lo lejos: «No… ¡Papá, no!», y se dio cuenta de que aún tenía la servilleta en la mano, hecha una bola. La joven bajó la vista. Estaba manchada de sangre. Alice la miró fijamente, parpadeando, intentando discernir lo que estaba viendo. Luego se enderezó, se tomó unos instantes para que la habitación dejara de girar, y la dejó cuidadosamente al lado de uno de los platos que quedaban.

Y, entonces, sin pararse a coger el abrigo, Alice pasó tambaleándose por delante de los dos hombres, salió al pasillo, abrió la puerta delantera y se alejó por el camino cubierto de nieve.

Una hora y veinticinco minutos después, Margery entreabrió la puerta, entornó los ojos en la oscuridad y no se encontró con McCullough ni nadie de su clan, sino con la figura delgada de Alice van Cleve, temblorosa, con un vestido azul claro, las medias rotas y los zapatos cubiertos de nieve. Le castañeteaban los dientes, tenía un lado de la cabeza ensangrentado y el ojo izquierdo entrecerrado, rodeado por un moratón violáceo. La sangre había dejado manchas de color óxido y escarlata en el cuello de su vestido, y tenía algo que parecía salsa de carne esparcida por el regazo. Las mujeres se miraron fijamente la una a la otra, mientras Bluey ladraba frenéticamente en la ventana.

Cuando Alice por fin consiguió hablar, lo hizo con dificultad, como si tuviera hinchada la lengua.

—¿Dijiste… que éramos amigas?

Margery desamartilló su rifle y lo apoyó en el marco de la puerta, antes de abrirla y agarrar a su amiga por el codo.

—Entra. Vamos, pasa. —Echó un vistazo a la ladera de la montaña y luego cerró la puerta con llave a sus espaldas.

Загрузка...