16

Ese es el problema de esta tierra: que todas las cosas, el clima, todo, perdura demasiado tiempo. Igual que nuestros ríos es nuestra tierra: opaca, lenta, violenta; modelando y creando la vida del hombre a su implacable y taciturna imagen y semejanza.

WILLIAM FAULKNER, Mientras agonizo

La lluvia llegó bien avanzado el mes de marzo, convirtiendo primero las veredas y piedras en pistas de hielo y, luego, por pura inexorabilidad, destruyendo la nieve y el hielo del terreno más bajo para volverlo una infinita sábana gris. El aliciente que la ligera subida de temperaturas, la perspectiva de días más cálidos, podían proporcionar era limitado. Porque no paraba de llover. Después de cinco días, la lluvia había convertido los caminos sin terminar en barro o, en algunas zonas, había hecho desaparecer por completo las capas superiores dejando al aire sobre la superficie las afiladas piedras y los agujeros que podrían pillar por sorpresa a los incautos. Los caballos esperaban fuera atados, con las cabezas agachadas con resignación y las colas escondidas entre los cuartos traseros, y los coches derrapaban y rugían por los resbaladizos caminos de las montañas. Los granjeros se quejaban en la tienda de comestibles mientras los tenderos comentaban que solo Dios sabía por qué quedaba aún tanta agua en el cielo.

Margery regresó de su ronda de las cinco de la mañana empapada hasta los huesos y vio a las bibliotecarias sentadas con las manos unidas por las puntas de los dedos y los pies inquietos junto a Fred.

—La última vez que llovió así, el río Ohio se desbordó —dijo Beth mirando por la puerta abierta, desde donde se podía oír el gorgoteo del agua bajando por la calle. Dio una última calada a su cigarro y lo apagó con el tacón de su bota.

—Demasiada agua como para salir a caballo, eso está claro —dijo Margery—. No voy a volver a sacar a Charley.

Fred había estado atento desde primera hora y había advertido a Alice de que era una mala idea y, aunque normalmente pocas cosas la detenían, ella le había hecho caso. Fred había subido sus caballos a un terreno más alto, donde los pudiera ver formando una piña resbaladiza y mojada.

—Los iba a meter en el establo —le había dicho a Alice cuando le ayudaba a subir los dos últimos—, pero aquí arriba están más seguros. —Su padre había perdido en una ocasión toda una yeguada cuando Fred era niño: el río la había inundado mientras la familia dormía y, cuando despertaron, solo sobresalía el pajar por encima del agua. Su padre se había echado a llorar mientras se lo contaba, la única vez que Fred había visto que eso ocurriera.

Le habló a Alice de la gran inundación del año anterior, de cómo el agua había derribado casas enteras y las había mandado río abajo; de la mucha gente que había muerto; de cómo habían encontrado una vaca enganchada a un árbol a ocho metros de altura cuando las aguas bajaron y tuvieron que dispararle para que no siguiera sufriendo. Nadie sabía cómo bajarla de allí.

Los cuatro se quedaron sentados en la biblioteca durante una hora. Nadie quería marcharse pero tampoco tenían motivos para seguir allí. Hablaron de fechorías que habían cometido de niños, de las mejores gangas en alimentos para animales, de un hombre que conocían tres de ellos que sabía silbar melodías a través del hueco de un diente que le faltaba y que, además, añadía su voz como si fuera un hombre-orquesta. Hablaron de que si Izzy estuviera allí les habría cantado una o dos canciones. Pero la lluvia se volvió más fuerte y, poco a poco, la conversación se fue desvaneciendo y todos se quedaron mirando hacia la puerta con una sensación cada vez más funesta.

—¿Qué opinas, Fred? —Fue Margery quien rompió el silencio.

—No me gusta.

—A mí tampoco.

En ese momento, oyeron el sonido de cascos de caballos. Fred fue a la puerta, quizá preocupado por que alguno se hubiera desbocado. Pero era el cartero, con el agua derramándose por el borde de su sombrero.

—El caudal del río está creciendo y con rapidez. Hay que avisar a la gente del lecho del arroyo pero no hay nadie en la oficina del sheriff.

Margery miró a Beth y a Alice.

—Voy a por las bridas.

Izzy estaba tan sumida en sus pensamientos que no se dio cuenta cuando su madre le quitó el bordado del regazo y chasqueó la lengua con fuerza.

—Ay, Izzy, voy a tener que quitar esas puntadas. No se parecen en nada al patrón. ¿Qué has estado haciendo?

La señora Brady cogió un ejemplar de Woman’s Home Companion y pasó las páginas hasta que encontró el patrón que buscaba.

—No se parece nada en absoluto. Has hecho puntada corrida donde debía haber punto de cadeneta.

Izzy dirigió su atención a la muestra.

—Odio coser.

—Antes no te importaba. No sé qué te pasa últimamente. —Izzy no respondió, lo que hizo que la señora Brady chasqueara la lengua con más fuerza—. Nunca he conocido a una muchacha más malhumorada.

—Sabes muy bien qué me pasa. Me aburre estar aquí encerrada y no soporto que tú y papá os hayáis dejado convencer por un idiota como Geoffrey van Cleve.

—Esas no son formas de hablar. ¿Por qué no haces una colcha? Antes te gustaba. En mi cómoda de arriba tengo unas telas antiguas preciosas y…

—Echo de menos a mi caballo.

—No era tu caballo. —La señora Brady cerró la boca y guardó un silencio diplomático antes de volver a abrirla—. Pero he pensado que quizá podríamos comprarte uno si crees que quieres seguir montando.

—¿Para qué? ¿Para dar vueltas sin parar? ¿Para parecer bonita, como una estúpida muñeca? Echo de menos mi trabajo, madre, y echo de menos a mis amigas. Por primera vez en mi vida he tenido amigas de verdad. Era feliz en la biblioteca. ¿Es que eso no significa nada para vosotros?

—Ahora sí que estás siendo exagerada —dijo la señora Brady con un suspiro sentándose en el banco con su hija—. Mira, cariño, sé que te gusta mucho cantar. ¿Por qué no hablo con tu padre para que te den unas buenas clases? Quizá podríamos ver si hay alguien en Lexington que te pueda ayudar a trabajar la voz. Quizá cuando papá oiga lo buena que eres, cambie de opinión. Ay, Señor, pero tendremos que esperar a que esta lluvia pase. ¿Alguna vez has visto algo así?

Izzy no respondió. Se quedó sentada junto a la ventana del salón con la mirada puesta en el desenfocado paisaje.

—¿Sabes? Creo que voy a llamar a tu padre por teléfono. Me preocupa que el río se desborde. Perdí buenas amistades en las inundaciones de Louisville y, desde entonces, me preocupa el río. ¿Por qué no descoses esos últimos puntos y volvemos a hacerlos?

La señora Brady desapareció por el pasillo. Izzy pudo oír cómo marcaba el número del despacho de su padre y el suave murmullo de su voz. Miró desde la ventana a los cielos grises, recorriendo con el dedo los riachuelos que zigzagueaban por el cristal, mientras miraba con los ojos entrecerrados a un horizonte que ya no era visible.

—Bueno, tu padre piensa que deberíamos quedarnos aquí. Dice que podemos llamar a Carrie Anderson, que está en Old Louisville, para preguntarle si ella y su familia quieren pasar con nosotros uno o dos días, por si acaso. Dios sabe qué vamos a hacer con todos esos perritos suyos. No creo que podamos encargarnos de… ¿Izzy…? ¿Izzy? —La señora Brady se giró en medio del salón vacío—. ¿Izzy? ¿Estás arriba?

Recorrió el pasillo y fue a la cocina, donde la asistenta dejó de amasar la pasta y se giró, perpleja, mientras negaba con la cabeza. Y, entonces, la señora Brady vio la puerta de atrás, con el interior lleno de gotas de lluvia. La prótesis de la pierna de su hija yacía en el suelo de baldosas y sus botas de montar no estaban.

Margery y Beth trotaban a toda velocidad por la calle principal, en medio de un remolino de cascos y agua salpicada. Alrededor de ellas, por la carretera sin terminar, se deslizaba el agua cuesta abajo y les cubría los pies mientras las alcantarillas borboteaban, protestando por todo el peso. Cabalgaron con las cabezas agachadas y los cuellos de los abrigos alzados y, cuando llegaron a las orillas, redujeron la velocidad, mientras las patas de los caballos se hundían en la hierba pantanosa. En las zonas más bajas de Spring Creek, se colocaron a ambos lados del camino y desmontaron para echar a correr a cada puerta y golpearla con los puños mojados.

—El agua está subiendo —gritaban mientras los caballos tiraban de sus riendas—. Vayan a terrenos más altos.

Detrás de ellas, los ocupantes empezaban a moverse, con sus caras asomándose por las puertas y las ventanas mientras trataban de averiguar si debían tomarse en serio esas órdenes. Cuando habían recorrido medio kilómetro, algunos de los que dejaron atrás habían empezado a subir muebles a las plantas superiores de las casas que tenían doble altura y el resto cargaban carros y camionetas con todo lo que pudieran poner a salvo. Habían lanzado lonas por encima de las traseras de los vehículos abiertos, y aparecían caras de niños pequeños y quejumbrosos entre los rostros grises de los adultos. La gente de Baileyville tenía suficiente experiencia en inundaciones como para saber que eran una amenaza que había que tomarse en serio.

Margery llamó a golpes a la última puerta de Spring Creek, el pelo pegado a la cara por el agua.

—¿Señora Cornish…? ¿Señora Cornish?

Una mujer con un pañuelo mojado en la cabeza apareció en la puerta con expresión de inquietud.

—Ay, gracias a Dios. Margery, querida, no puedo llegar hasta mi mulo. —Se dio la vuelta y echó a correr haciéndoles señas para que fueran con ella.

El mulo estaba al fondo de su cercado, que daba al arroyo. Las pendientes más bajas, que ya eran cenagosas los días más secos, formaban ahora una densa capa de barro de color caramelo y el pequeño mulo marrón y blanco permanecía inmóvil, aparentemente resignado, hundido en él hasta el pecho.

—Parece que no puede moverse. Por favor, ayudadle.

Margery tiró del ronzal. Después, como vio que no había ningún cambio, dejó caer todo su peso contra él para tratar de tirar de una pata. El mulo levantó el hocico, pero ninguna otra parte de su cuerpo se movió.

—¿Ves? —La señora Cornish juntó sus viejas y retorcidas manos—. Está atrapado.

Beth corrió al otro lado e hizo también lo que pudo, azotándole el trasero, gritándole y empujándole con el hombro, sin conseguir nada. Margery dio un paso atrás y miró a Beth, que le contestó negando con la cabeza.

Volvió a probar empujándole con el hombro, pero aparte de una sacudida de orejas, el mulo no se movió. Margery se detuvo para pensar.

—No puedo dejarlo aquí.

—No vamos a dejarlo, señora Cornish. ¿Tiene el arnés? ¿Y cuerda? ¿Beth? Beth. Ven aquí. Señora Cornish, sujete a Charley, por favor.

Mientras la lluvia caía con fuerza, las dos mujeres más jóvenes fueron corriendo a por el arnés y volvieron con dificultad hasta donde estaba el mulo. El agua había crecido desde que habían llegado, elevándose por encima de la hierba. Lo que durante meses había sido el agradable sonido de un pequeño chorro, un riachuelo iluminado por el sol, ahora corría como un ancho torrente, amarillo e implacable. Margery pasó el arnés por encima de la cabeza del mulo y le abrochó las hebillas, deslizando los dedos sobre las tiras mojadas. La lluvia les rugía en los oídos de tal forma que tenían que gritarse y hacerse señales para entenderse, pero, tras meses trabajando juntas, habían aprendido a comunicarse con facilidad. Beth hizo lo mismo por el otro lado hasta que las dos gritaron: «¡Ya!». Abrocharon las correas a la sobrecincha y, después, pasaron la cuerda por el gancho metálico que tenía al hombro.

No muchos mulos habrían tolerado que una cuerda de su cincha les pasara por las patas, pero Charley era inteligente y solo necesitó que le tranquilizaran una vez. A continuación, Beth ató las correas al peto de su caballo Scooter y, actuando al unísono, empezaron a tirar cada una de su animal hacia delante por el suelo menos anegado.

—¡Vamos! ¡Venga, Charley! ¡Ahora! ¡Vamos, Scooter!

Las orejas de los animales se sacudían, Charley abrió los ojos de forma inusitada al sentir ese desconocido peso muerto detrás de él. Beth les instaba a él y a Scooter para que avanzaran mientras Margery tiraba de la cuerda, animando con gritos al pequeño mulo, que se sacudía, moviendo la cabeza arriba y abajo al sentir que tiraban de él.

—Así es, muchacho. Tú puedes.

La señora Cornish se agachó al otro lado, con dos anchos tablones sobre el barro delante del mulo, listos para darle algo a lo que sujetarse.

—¡Vamos, chicos!

Margery se giró y vio cómo Charley y Scooter tiraban, con sus flancos temblándoles por el esfuerzo mientras se hundían en el barro, tropezando, levantando terrones de barro a su alrededor, y, con desaliento, se dio cuenta de que el mulo estaba realmente atascado. Si Charley y Scotter seguían hundiendo así sus patas, también se quedarían pronto atascados.

Beth la miró, con el mismo pensamiento. Hizo una mueca de dolor.

—Tenemos que dejarlo, Marge. El agua está subiendo con rapidez.

Margery colocó una mano sobre la mejilla del pequeño mulo.

—No podemos abandonarlo.

Se giraron al oír un grito. Dos granjeros corrían hacia ellas desde las casas que estaban más atrás. Hombres robustos de mediana edad a los que Margery conocía solo de verlos en el mercado del maíz, con sus monos de peto y sus impermeables. No dijeron ni una palabra, se limitaron a deslizarse junto al mulo y empezaron a tirar del arnés junto a Charley y Scooter, con las botas hundidas en la tierra y sus cuerpos formando un ángulo de cuarenta y cinco grados.

—¡Vamos! ¡Vamos, muchachos!

Margery se unió a ellos, bajando la cabeza y tirando con todo su peso de la cuerda. Un centímetro. Otro más. Un fuerte sonido de succión y, entonces, la pata frontal del mulo que tenía más cerca quedó libre. El mulo levantó la cabeza sorprendido y los dos hombres volvieron a tirar a la vez, gruñendo por el esfuerzo y con los músculos en tensión. Charley y Scooter se tambaleaban delante de ellos, con las cabezas agachadas, las patas traseras temblando por el esfuerzo, y, de repente, con una sacudida, el mulo se elevó, cayó de lado y se arrastró medio metro por la hierba embarrada antes de que Charley y Scooter supieran que tenían que parar. Tenía los ojos abiertos de par en par por la sorpresa y las fosas nasales se le dilataron antes de levantarse trastabillando, de tal modo que los hombres tuvieron que dar un salto hacia atrás para apartarse.

Margery apenas tuvo tiempo para darles las gracias. Un breve asentimiento con la cabeza, un toque sobre el borde mojado de su sombrero y ya se habían ido, corriendo de nuevo entre el diluvio de vuelta a sus casas para recuperar lo que pudieran. Margery sintió un breve momento de auténtico amor por la gente con la que se había criado, personas que no iban a tolerar ver a un hombre —o un mulo— luchando a solas.

—¿Está bien el mulo? —le gritó a la señora Cornish, que le pasaba sus manos curtidas por las patas cubiertas de barro.

—Está bien —respondió.

—Tiene que irse a un sitio más alto.

—Ya me encargo yo, chicas. ¡Ahora, marchaos de aquí!

De repente, Margery se retorció al notar una molestia en algún músculo de su vientre que nunca antes había notado. Vaciló, dobló el cuerpo y, después, fue a trompicones hasta Charley mientras Beth soltaba las correas.

—¿Adónde vamos ahora? —gritó Beth mientras se subía a Scooter, que ya se ponía en marcha. Margery, jadeante tras el esfuerzo de subirse de nuevo a lomos de Charley, tuvo que doblarse un momento para recuperar el aliento antes de responder.

—Sophia —dijo, de repente—. Voy a ver cómo está Sophia. Si esta casa está inundada, entonces la de Sophia y William también lo estará. Tú ve a las casas que hay al otro lado del arroyo.

Beth asintió, dio la vuelta al caballo y se fue.

Kathleen y Alice cargaron la carretilla de libros y los cubrieron con arpillera para que Fred los pudiera empujar por el camino empapado hasta su casa. Solo tenían una carretilla y las mujeres la cargaban todo lo deprisa que podían, llevaban los libros por montones hacia la puerta de atrás y, después, iban detrás de él cargadas con tantos otros como les cabían en cuatro alforjas, con las piernas cediéndoles por el peso y las cabezas agachadas bajo la lluvia. Habían vaciado, más o menos, una tercera parte de la biblioteca en la última hora pero, desde entonces, el agua había subido hasta el segundo escalón y Alice tenía miedo de que no consiguieran sacar mucho más antes de que el agua subiera del todo.

—¿Estás bien? —Fred se cruzó con Alice en el camino de vuelta. Estaba envuelto con una tela impermeable y un reguero de agua le caía por el lateral del sombrero.

—Creo que Kathleen debería marcharse. No debe estar alejada de sus hijos.

Fred levantó los ojos al cielo y, después, los bajó a la carretera, donde las montañas desaparecían en una nube gris.

—Dile que se vaya —contestó.

—Pero ¿qué vais a hacer? —exclamó Kathleen minutos después—. No se puede mover todo esto solo entre dos.

—Salvaremos lo que podamos. Tienes que irte a casa.

Como vio que ella volvía a vacilar, Fred le puso la mano en el brazo.

—Solo son libros, Kathleen.

No volvió a protestar. Se limitó a asentir, montó en el caballo de Garrett y dio la vuelta para salir a medio galope carretera arriba en medio del agua que salía salpicada detrás de ella.

Descansaron un momento y se quedaron brevemente bajo la protección de la cabaña, viéndola alejarse, con sus pechos jadeantes por el esfuerzo. El agua les caía de los impermeables formando charcos en el suelo de madera.

—¿Seguro que estás bien, Alice? Es un trabajo duro.

—Soy más fuerte de lo que parezco.

—Bueno, eso es verdad.

Intercambiaron una pequeña sonrisa. Casi sin pensar, Fred levantó una mano y, con cuidado, le limpió una gota de lluvia de debajo del ojo con el dedo pulgar. Alice se quedó inmóvil un momento por la descarga eléctrica que le provocó el contacto de su piel y por la inesperada intensidad de sus ojos gris claro, sus pestañas empapadas hasta parecer puntos de un negro brillante. Alice sintió el extraño deseo de coger ese pulgar, llevárselo a la boca y morderlo. Se quedaron mirándose y ella sintió que la respiración trataba de salirle de los pulmones, con el rostro sonrojado, como si él pudiera leerle la mente.

—¿Os puedo ayudar?

Se separaron de un brinco al ver a Izzy en la puerta, con el coche de su madre aparcado de cualquier forma junto a la barandilla y sus botas de montar en la mano. El rugir de la lluvia sobre el techo de metal había amortiguado el sonido de su llegada.

—¡Izzy! —La voz de Alice salió con una oleada de vergüenza, demasiado aguda y demasiado chillona. Dio un paso adelante de forma impulsiva y la abrazó—. ¡Cómo te hemos echado de menos! ¡Mira, Fred, es Izzy!

—He venido a ver si puedo ayudar —dijo Izzy, ruborizada.

—Eso… es una gran noticia. —Fred iba a añadir algo más, pero bajó la mirada y se dio cuenta de que Izzy no llevaba puesta la prótesis de la pierna—. No vas a poder caminar por el sendero, ¿verdad?

—No muy rápido —respondió.

—De acuerdo. Déjame pensar. ¿Has venido en esta cosa de aquí? —preguntó, incrédulo.

Izzy asintió.

—No se me da muy bien el embrague con mi pierna izquierda, pero si puedo presionarlo con el bastón no pasa nada.

Fred la miró con sorpresa pero, rápidamente, cambió su expresión.

—Margery y Beth se han ido a hacer las rutas más próximas a la parte sur del pueblo. Acércate con el coche todo lo que puedas a la escuela y diles a los del otro lado del arroyo que tienen que subir a terrenos más altos. Pero ve por el puente peatonal. No intentes cruzar el agua con esa cosa, ¿de acuerdo?

Izzy fue corriendo a por el coche, cubriéndose la cabeza con los brazos, y se montó, tratando de dar sentido a lo que acababa de ver: Fred acariciando con ternura el rostro de Alice, los dos a apenas unos centímetros de distancia. De repente, se sintió como cuando estaba en el colegio, cuando nunca formaba parte de cualquier cosa que pasara, pero apartó de su mente ese pensamiento, tratando de sofocarlo con el recuerdo de la alegría de Alice al verla. «¡Izzy! ¡Cómo te hemos echado de menos!».

Por primera vez en un mes, Izzy volvía a sentirse de nuevo ella misma. Presionó el bastón contra el embrague, metió la marcha atrás del coche, dio la vuelta y salió en dirección al otro extremo del pueblo, con gesto de determinación. De nuevo, era una mujer con una misión.

Monarch Creek estaba ya con treinta centímetros de agua cuando llegaron. Era uno de los puntos más bajos del condado. Había una razón por la que esa zona se había dejado especialmente para la población de color. Era rica, sí, pero propensa a las inundaciones. Había muchos mosquitos y beatillas en el aire durante los meses de verano. Ahora, mientras Charley bajaba por la colina entre la cortina de lluvia, Margery solo podía distinguir a Sophia, con una caja de madera sobre la cabeza, vadeando entre las aguas, con el vestido flotando a su alrededor. Había un montón de pertenencias de ella y de William en las pendientes del bosque que tenían arriba. Desde la puerta, William miraba con expresión de preocupación, con su muleta de madera calzada bajo la axila.

—¡Ay, gracias a Dios! —gritó Sophia cuando Margery se acercó—. Tenemos que poner a salvo nuestras cosas.

Margery bajó del mulo de un salto y corrió hacia la casa, metiéndose en el agua. Sophia había colocado una cuerda entre el porche y un poste de telégrafos junto al camino y Margery se sirvió de ella para atravesar el arroyo. El agua estaba helada y la corriente llevaba una inquietante fuerza, aunque solo le llegaba a las rodillas. Dentro de la casa, los preciados muebles de Sophia se habían volcado. Las piezas más pequeñas se movían en el agua. Margery se quedó un momento paralizada: ¿qué había que salvar? Cogió las fotografías de la pared, libros y adornos, metiéndoselos en el abrigo para poder agarrar una mesita que llevó hacia la puerta y sacó a la hierba. Le dolía el vientre por debajo de la pelvis e hizo una mueca de dolor.

—No se puede salvar nada más —le gritó a Sophia—. El agua está subiendo muy deprisa.

—Todo lo que tenemos está aquí dentro. —La voz de Sophia sonaba desesperada.

Margery se mordió el labio.

—Entonces, un viaje más.

William se movía por la habitación inundada y usaba los brazos para agarrarse a la pared, mientras trataba de acorralar algunos objetos esenciales —una sartén, una tabla de cortar, dos cuencos— que aferraba entre sus enormes manos.

—¿Esa lluvia no va a amainar?

—Es hora de salir, William —dijo ella.

—Deja que coja un par de cosas más.

¿Cómo decirle a un amputado orgulloso que no servía de ayuda? ¿Cómo decirle que el simple hecho de que estuviera ahí dentro no solo suponía un estorbo, sino que probablemente iba a ponerlos en peligro a todos ellos? Margery se guardó sus palabras y cogió la caja de costura de Sophia, se la colocó bajo el brazo y empezó a vadear por el agua hacia el exterior, donde agarró una silla de madera del porche con la otra mano para subirla al terreno seco entre gruñidos por el esfuerzo. Después, el montón de mantas, sujetas sobre la cabeza. Dios sabía cómo las iban a secar. Bajó la mirada al sentir de nuevo la aguda protesta de su vientre. El agua le llegaba ya a la entrepierna y su largo abrigo se le arremolinaba entre los muslos. ¿Diez centímetros más en los últimos diez minutos?

—¡Tenemos que irnos! —gritó mientras Sophia, con la cabeza agachada, volvía a entrar—. No hay más tiempo.

Sophia asintió con un gesto de dolor. Margery consiguió salir del agua sintiendo que la arrastraba, moviéndose insistente. Arriba en la orilla, Charley se movía nervioso, con las riendas sujetas al poste, dejando claro su deseo de alejarse de allí. No le gustaba el agua, nunca le había gustado, y ella dedicó un segundo a tranquilizarle:

—Lo sé, amigo. Lo estás haciendo muy bien.

Margery colocó las últimas pertenencias de Sophia en el montón y las cubrió con la lona impermeable mientras se preguntaba si podría llevar algunas de ellas un poco más arriba. Algo se agitó en su interior y se alarmó hasta que supo qué era. Se detuvo, se colocó la mano sobre el vientre y volvió a sentirlo, invadida por una emoción que no sabía identificar.

—¡Margery!

Se giró y vio que Sophia se agarraba a la manga de William. Parecía que había llegado una especie de aluvión y ahora estaba hundida hasta la cintura. Margery vio que el agua se había vuelto negra.

—Ay, Dios —murmuró—. ¡Quedaos ahí!

Sophia y William habían bajado con cuidado los escalones que estaban bajo el agua, cada uno con una mano sujeta a la cuerda y el brazo libre de Sophia bien apretado alrededor de la cintura de su hermano. El agua oscura pasaba a gran velocidad junto a ellos y su fuerza proyectaba en el aire una extraña energía. William miraba hacia abajo, con los nudillos apretados mientras trataba de mover su muleta hacia delante a través del río desbordado.

Margery bajó la colina medio corriendo, medio tambaleándose, sin apartar la mirada de ellos, que iban abriéndose paso en su dirección.

—¡Seguid avanzando! ¡Podéis hacerlo! —gritó resbalándose hasta detenerse en el borde. Y entonces… ¡Zas! La cuerda cedió y tanto Sophia como William perdieron el equilibrio y se vieron lanzados río abajo. Sophia soltó un chillido. Cayó de cabeza, con los brazos extendidos, desapareció un momento y, después, volvió a emerger. Consiguió agarrarse a un arbusto, con las manos bien aferradas a sus ramas. Margery corría al lado de ella, con el corazón en la garganta. Se tumbó boca abajo y agarró la muñeca mojada de Sophia. Esta soltó el arbusto para sujetarse a la otra muñeca de Margery y, un segundo después, Margery había tirado de ella y la había subido a la orilla, donde cayó de espaldas y Sophia se quedó agachada sobre sus manos y rodillas embarradas, la ropa negra y empapada y jadeando por el esfuerzo.

—¡William!

Margery se giró al oír la voz de Sophia y vio que William estaba medio sumergido, con la cara torcida por el esfuerzo mientras trataba de tirar de sí por la cuerda. Su muleta había desaparecido y el agua le llegaba a la cintura.

—¡No puedo seguir! —gritó.

—¿Sabe nadar? —preguntó Margery a Sophia.

—¡No! —gimió Sophia.

Margery corrió hacia Charley, con la ropa mojada arrastrándose a cada paso. En algún momento había perdido el sombrero y el agua le lanzaba el pelo sobre la cara, de tal modo que tenía que apartárselo constantemente para poder ver.

—Muy bien, muchacho —murmuró mientras desataba las riendas de Charley del poste—. Ahora necesito que me ayudes.

Tiró de él por la orilla hasta el agua, donde ella entró vadeándola, con la mano libre extendida a un lado para no perder el equilibrio, pisando con cuidado con sus botas por si notaba algún obstáculo. Al principio, el mulo se quedó inmóvil, con las orejas echadas hacia atrás y los ojos en blanco, pero, cuando ella tiró, él dio un paso con cautela y luego otro y, sacudiendo las orejas adelante y atrás al compás del sonido de la voz de Margery, fue chapoteando a su lado, avanzando contra el torrente. William estaba jadeando cuando llegaron hasta él, sujeto con las dos manos a la cuerda. Se agarró a ciegas a Margery, su rostro con expresión de pánico, y ella le gritó para que le pudiera oír por encima del ruido del agua.

—Agárrate a su cuello, William, ¿de acuerdo? Ponle los brazos alrededor del cuello.

William se aferró al mulo, con su enorme cuerpo apretado al de Charley, y, entre gruñidos de esfuerzo, Margery los giró a los dos bajo las profundidades de la crecida para volver hacia la orilla, con el mulo protestando en silencio a cada paso. El agua negra le llegaba a Margery ya al pecho y Charley, asustado, levantó el hocico y trató de dar brincos hacia delante. Otro aluvión de agua les golpeó y, mientras a su alrededor todo se precipitaba, Margery notó que las piernas se le levantaban y se vio invadida por un repentino terror, como si el suelo fuera a desaparecer para siempre. Pero justo cuando creía que ellos también iban a ser arrastrados, notó que sus botas rozaban de nuevo el suelo, supo que a Charley le había pasado igual y sintió que avanzaba con otro paso vacilante.

—¿Estás bien, William?

—Estoy aquí.

—Buen chico, Charley. Sigue así.

El tiempo se detuvo. Parecían avanzar por centímetros. Ella no tenía ni idea de lo que había debajo. Un cajón de madera con ropa bien doblada flotaba delante de ellos, seguido de otro y, después, un perrito muerto. Lo registraba tan solo con una parte lejana de su cerebro. El agua negra se había convertido en un ser vivo que respiraba. Se agarraba de su abrigo y tiraba de él, impidiéndole avanzar, exigiendo que se entregaran. Era incesante, ensordecedora y hacía que el miedo se le alojara, como un hierro, en el cuello. Margery estaba ahora amoratada por el frío, con la piel apretada contra el cuello castaño de Charley, la cabeza sacudiéndose contra los enormes brazos de William y toda su conciencia reducida a una sola cosa.

«Llévame a casa, muchacho, por favor».

«Un paso».

«Dos».

—¿Estás bien, Margery?

Notó la enorme mano de William sobre el brazo, agarrándola, y no supo bien si era por su seguridad o por la de ella. El mundo se había reducido hasta solo quedar William, ella y el mulo, el rugir en sus oídos, la voz de William murmurando una oración que no sabía distinguir, Charley tirando valientemente a contracorriente, su cuerpo azotado por una fuerza que no comprendía, el suelo resbalándose y desapareciendo debajo de él cada pocos pasos, y luego, otra vez. Un tronco pasó a toda velocidad al lado de ellos. Demasiado grande, demasiado rápido. A Margery le escocían los ojos, llenos de arena y agua. Apenas podía ver a Sophia, que extendía los brazos desde la orilla, como si pudiera tirar de los tres con el impulso. Desde la orilla llegaron otras voces unidas a la de ella. Un hombre. Más hombres. Ya no podía ver entre el agua de sus ojos. No podía pensar en nada, sus dedos, ahora entumecidos, entrelazados en la crin de Charley y la otra mano sobre su brida. «Seis pasos más. Cuatro pasos más. Un metro».

«Por favor».

«Por favor».

«Por favor».

Y, entonces, el mulo dio una sacudida hacia delante y hacia arriba y ella pudo notar unas fuertes manos extendidas hacia ella, tirando de sus hombros, de sus mangas, su cuerpo como un pescado en el suelo, la voz temblorosa de William: «¡Gracias, Señor! ¡Gracias!». Margery sentía cómo el río iba perdiendo su fuerza, y pronunció las mismas palabras en silencio a través de sus labios congelados. Su puño apretado, con pelo de Charley aún enmarañado en sus dedos, se movió de forma instintiva hacia su vientre.

Y, entonces, todo quedó en negro.

Загрузка...