26


Alice era la primera de la cola para entrar en el tribunal, el lunes por la mañana. Apenas había dormido y tenía los ojos irritados y doloridos. Había llevado pan de maíz recién horneado a la prisión a primera hora de la mañana, pero el ayudante del sheriff Dulles había bajado la vista hacia el molde y le había comunicado, como disculpándose, que Margery había dejado de comer.

—Apenas ha probado bocado en todo el fin de semana —le dijo el hombre, muy preocupado.

—Quédeselo de todas formas. Por si consigue que coma algo más tarde.

—Ayer no vino.

—Estaba ocupada.

Él frunció el ceño ante la brusquedad de la respuesta, pero al final decidió que las cosas ya estaban lo suficientemente feas en el pueblo esa semana como para que él las complicara aún más, y volvió a bajar a las celdas.

Alice ocupó su asiento, en la parte delantera de la tribuna del público, y echó un vistazo a la multitud. No estaban ni Kathleen, ni Fred. Izzy se sentó a su lado y luego llegó Beth, fumando el final de un cigarro que apagó con el pie.

—¿Se sabe algo?

—Todavía no —respondió Alice.

Y, entonces, se quedó estupefacta. Allí, dos filas más atrás, se encontraba Sven, con el rostro sombrío y unas profundas ojeras, como si llevara semanas sin dormir. Estaba inmóvil, mirando al frente con las manos sobre las rodillas. Había algo en la rigidez de su porte que sugería que estaba haciendo grandes esfuerzos para contenerse, y el mero hecho de verlo allí hizo que a Alice se le hiciera un nudo en la garganta. Se sobresaltó cuando Izzy le estrechó la mano, y le devolvió el apretón, intentando respirar de forma rítmica. Un minuto después, Margery entró, cabizbaja, con paso lento. Se quedó de pie, con expresión inescrutable, sin preocuparse ya siquiera de mirar a nadie a los ojos.

—Ánimo, Marge —susurró Beth, a su lado.

En ese momento, el juez Arthurs entró en la sala y todos se levantaron.

—La señorita Margery O’Hare, aquí presente, ha sido víctima de un desafortunado malentendido. Estaba, como se suele decir, en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Ya solo Dios sabrá la verdad de lo sucedido en lo alto de esa montaña, pero lo que sí sabemos es que el hecho de que haya un libro que, según todos los indicios, ha debido de viajar por medio condado de Lee, al lado de un cadáver que podía llevar allí ya unos seis meses, es una prueba muy poco fiable. —El abogado de la defensa levantó la vista cuando las puertas del fondo de la sala se abrieron, y todos se giraron en sus asientos para ver entrar a Kathleen Bligh, sudorosa y un tanto sofocada.

—Disculpen. Lo siento mucho. Lo siento. —La mujer fue corriendo hasta la parte delantera del tribunal, donde se inclinó para hablar con el señor Turner. Este miró hacia atrás y luego se levantó, llevándose una mano a la corbata, mientras la gente de la sala murmuraba, sorprendida.

—¿Señoría? Tenemos una testigo a la que le agradaría mucho decir algo ante el tribunal.

—¿Puede esperar?

—Señoría, es de vital importancia para el caso.

El juez suspiró.

—Abogados, por favor, acérquense al estrado.

Los dos hombres fueron a la parte delantera. Ninguno se molestó en bajar demasiado la voz, uno por urgencia y el otro por frustración, así que la sala pudo oír prácticamente todo lo que decían.

—Es la hija —dijo el señor Turner.

—¿Qué hija? —preguntó el juez.

—La hija de McCullough. Verna.

El abogado de la acusación miró hacia atrás y negó con la cabeza.

—Señoría, no nos han notificado con antelación la presencia de esta testigo y protesto firmemente por la introducción de la misma a estas alturas de…

El juez seguía mascando, pensativo.

—¿Los hombres del sheriff no habían subido a Arnott’s Ridge para intentar hablar con la muchacha?

El abogado de la acusación tartamudeó.

—Bueno, s-sí. Pero ella no quiso bajar. Hacía años que no salía de casa, según los conocidos de la familia.

El juez se recostó en la silla.

—Entonces, yo diría que, ya que se trata de la hija de la víctima, posiblemente la última testigo en verlo con vida, y dado que por fin ha accedido a bajar al pueblo para responder a las preguntas sobre ese último día, es probable que tenga información pertinente para el caso, ¿no está de acuerdo, señor Howard?

El abogado de la acusación volvió a mirar hacia atrás. Van Cleve se estaba inclinando hacia delante en su asiento, con la boca apretada en un gesto de desagrado.

—Sí, señoría.

—Bien. Escucharé a la testigo —dijo el juez, agitando un dedo.

Kathleen y el abogado hablaron en susurros durante unos instantes, y luego ella salió corriendo hacia el fondo de la sala.

—Cuando quiera, señor Turner.

—Señoría, la defensa llama a declarar a la señorita Verna McCullough, hija de Clem McCullough. ¿Señorita McCullough? ¿Es tan amable de subir al estrado? Se lo agradecería mucho.

Un murmullo de curiosidad recorrió la sala. La gente se tensó en sus asientos. La puerta del fondo de la sala se abrió y entró Kathleen del brazo de una mujer más joven, que caminaba un poco por detrás de ella. Y, mientras la sala la observaba en silencio, Verna McCullough recorrió el pasillo lenta y pausadamente, hasta llegar a la parte delantera de la sala, como si cada paso le supusiera un esfuerzo titánico. Llevaba una mano apoyada en la parte baja de la espalda y la precedía su barriga baja y prominente.

Se oyó un rumor de sorpresa y luego una sucesión de exclamaciones, cuando todos en la sala tuvieron el mismo pensamiento.

—¿Vive en Arnott’s Ridge?

Verna se había sujetado el pelo con una horquilla y jugueteaba con ella, como si la llevara mal puesta. Respondió con un susurro ronco.

—Sí, señor. Con mi hermana. Y antes, con nuestro padre.

—¿Podría hablar más alto, por favor? —le pidió el juez.

El abogado continuó.

—¿Los tres solos?

La muchacha se apoyó en el borde del estrado y miró a su alrededor, como si acabara de darse cuenta de cuánta gente había en la sala. La voz le falló por un instante.

—¿Señorita McCullough?

—Sí. Mi madre se fue cuando yo tenía ocho años y vivíamos los tres solos desde entonces.

—¿Su madre murió?

—No lo sé, señor. Nos despertamos una mañana y mi padre dijo que se había ido. Eso fue todo.

—Entiendo. ¿Así que no tiene claro qué fue de ella?

—Me imagino que estará muerta. Porque siempre decía que mi padre acabaría matándola.

—¡Protesto! —dijo el fiscal del estado.

—Que eso no conste en acta. Lo dejaremos en que se desconoce el paradero de la madre de la señorita McCullough.

—Gracias, señorita McCullough. ¿Y cuándo fue la última vez que vio a su padre?

—Unos tres días antes de Navidad.

—¿No volvió a verlo desde entonces?

—No, señor.

—¿Lo buscó?

—No, señor.

—¿No se preocupó cuando no volvió a casa en Navidad?

—No era algo… raro en nuestro padre. Creo que no es ningún secreto que le gustaba beber. Creo que el sheriff lo conoce…, lo conocía bien.

El sheriff asintió, casi a regañadientes.

—Señor, ¿podría sentarme? Me siento un poco mareada.

El juez le hizo un gesto al alguacil, que le acercó una silla, y la sala esperó mientras la colocaban y ella se sentaba. Alguien le llevó un vaso de agua. Solo se le veía la cara por encima del estrado, y la mayor parte del público de la tribuna se inclinó hacia delante para verla mejor.

—Así que el hecho de que no fuera a casa el… 20 de diciembre, señorita McCullough, ¿a usted no le pareció especialmente extraño?

—No, señor.

—Y, cuando se fue, ¿le dijo adónde iba? ¿A un bar, quizá?

Por primera vez, Verna vaciló un buen rato antes de hablar. La muchacha miró a Margery, que tenía los ojos clavados en el suelo.

—No, señor. Dijo… —La joven tragó saliva y luego se volvió hacia el juez—. Dijo que iba a devolver el libro de la biblioteca.

Se produjo un revuelo en la tribuna del público, no estaba muy claro si fruto de la sorpresa, por socarronería, o por una combinación de ambas. Margery, desde el banquillo de los acusados, levantó la cabeza por primera vez. Alice bajó la vista y vio que Izzy le estaba apretando tanto la mano que tenía los nudillos blancos.

El abogado de la defensa se volvió hacia el jurado.

—¿Puedo comprobar si he oído bien, señorita McCullough? ¿Ha dicho que su padre tenía intención de devolver un libro de la biblioteca?

—Sí, señor. Hacía poco que recibía libros de la Biblioteca Itinerante de la WPA y le parecía algo maravilloso. Había acabado de leer un buen libro y dijo que era un deber cívico devolverlo lo antes posible, para que otra persona pudiera disfrutar de su lectura.

El señor Howard, el fiscal del estado y su ayudante unieron las cabezas para mantener una conversación urgente. El fiscal levantó la mano, pero el juez desestimó su petición agitando la suya.

—Continúe, señorita McCullough.

—Mi hermana y yo insistimos mucho en que era mejor que no saliera, porque hacía muy mal tiempo y había nieve, hielo y todo eso. Le dijimos que podía resbalar y caerse, pero él había bebido bastante y no nos hizo caso. Insistió en que no quería devolver el libro con retraso.

La joven miró a la sala mientras hablaba, ya con voz firme y segura.

—Así que el señor McCullough se adentró solo, a pie, en la nieve.

—Sí, señor. Con el libro de la biblioteca.

—Para ir andando a Baileyville.

—Sí, señor. Aunque le advertimos que era una locura.

—¿Y no volvieron a verlo, ni a saber nada de él?

—No, señor.

—Y… ¿no se les ocurrió buscarlo?

—Mi hermana y yo no salimos de casa, señor. Desde que mi madre se fue, a mi padre no le gustaba que bajáramos al pueblo y no queríamos desobedecerle por el mal carácter que tenía. Salimos al jardín al anochecer y lo llamamos a gritos, por si se había caído, pero como la mayoría de las veces volvía cuando le daba la gana…

—Así que se limitaron a esperar que regresara.

—Sí, señor. Ya nos había amenazado antes con abandonarnos, así que, al ver que no volvía, creímos que había acabado haciéndolo. Y luego, en abril, el sheriff vino a decirnos que estaba… muerto.

—Y…, señorita McCullough, ¿puedo hacerle una pregunta más? Ha sido usted muy valiente al bajar de la montaña y completar este difícil testimonio. Se lo agradezco mucho. Una última pregunta: ¿recuerda qué libro era ese que le gustaba tanto a su padre y que tenía tanta prisa por devolver?

—Pues claro que lo recuerdo, señor. Perfectamente. —Entonces, Verna McCullough clavó sus ojos azul claro en los de Margery O’Hare, y puede que los que estuvieran más cerca captaran una leve sonrisa jugueteando en sus labios—. Era un libro llamado Mujercitas.

La sala se alborotó y el juez tuvo que dar seis, ocho golpes con el mazo para que la mayoría de la gente lo viera —o lo oyera— y se callara. Hubo carcajadas, exclamaciones de incredulidad y gritos de furia procedentes de diversas zonas de la estancia y el juez, con las cejas sobresaliendo como una cornisa, se puso lívido de ira.

—¡Silencio! No toleraré faltas de respeto en esta sala, ¿me oyen? ¡La próxima persona que haga el menor ruido será acusada de desacato! ¡Silencio en la sala! —La habitación se quedó en silencio. El juez esperó un momento para asegurarse de que todos habían captado el mensaje—. Abogados, ¿pueden acercarse al estrado?

Los tres mantuvieron una conversación en voz baja, esa vez inaudible para el público, y un zumbido de susurros empezó a elevarse peligrosamente. Al otro lado de la sala, el señor Van Cleve parecía a punto de explotar. Alice lo vio levantarse un par de veces, pero el sheriff se dio la vuelta y lo obligó físicamente a sentarse. Veía a Van Cleve señalando y moviendo la boca, como si no pudiera creer que él no tuviera también derecho a subir allí y discutir con el juez. Margery, incrédula, seguía sentada, totalmente inmóvil.

—Vamos —susurró Beth, agarrándose al banco con tal fuerza que se le quedaron los nudillos blancos—. Vamos. Vamos.

Entonces, al cabo de una eternidad, los dos abogados regresaron a sus asientos y el juez volvió a dar un golpe con el mazo.

—¿Podemos volver a llamar al médico, por favor?

Se oyó un suave murmullo, mientras volvían a llamar al médico al estrado. En la tribuna del público, la gente se levantaba de sus asientos y se hacía gestos entre sí.

El abogado de la defensa se puso en pie.

—Doctor Tasker. Una pregunta más: según su opinión profesional, ¿sería posible que los hematomas de la cara de la víctima fueran causados por el peso de un libro grande, de tapa dura, que le hubiera caído encima? Por ejemplo, si se hubiera resbalado y caído de espaldas. —El abogado se acercó al alguacil y levantó el ejemplar de Mujercitas—. ¿Uno del tamaño de esta edición, por ejemplo? Tome: para que vea cuánto pesa.

El médico sopesó el libro y se lo pensó un momento.

—Pues sí. Supongo que esa podría ser una explicación racional.

—No hay más preguntas, señoría.

El juez necesitó un par de minutos más de conversación legal para poder concluir. Golpeó el mazo para hacer callar al público. Entonces, de repente, hundió la cabeza entre las manos y se quedó así durante un minuto. Cuando la levantó, miró a la sala con expresión exhausta.

—A la luz de estas nuevas pruebas, creo que debo darle la razón al abogado defensor y dictaminar que ya no se puede considerar con certeza que esto sea un juicio por asesinato. Todas las pruebas concluyentes parecen indicar que esto fue un desafortunado accidente. Un buen hombre se disponía a hacer una buena acción y podríamos decir que, debido a las condiciones imperantes, sufrió un final prematuro. —El juez respiró hondo y juntó las manos—. Dado que las pruebas del estado de Kentucky en relación con este caso son enormemente circunstanciales y dependen en gran medida de este libro, y dado que la testigo ha prestado un testimonio firme y claro en cuanto a su localización anterior, he decidido sobreseer el caso y dejar constancia de un veredicto de muerte accidental. Señorita McCullough, le agradezco su esfuerzo por cumplir con su… deber cívico y me gustaría expresar públicamente mis más sinceras condolencias, una vez más, por su pérdida. Señorita O’Hare, por la presente la declaro libre de abandonar la sala. Alguaciles, hagan el favor de liberar a la acusada.

En ese momento, la sala enloqueció. De repente, Alice se encontró rodeada por las otras mujeres, que daban saltos, gritaban, lloraban y unían sus brazos, codos y pechos en un enorme abrazo. Sven saltó la barrera de la tribuna del público, acompañó a Margery mientras el guarda le quitaba las esposas y la rodeó con los brazos cuando esta estuvo a punto de desplomarse por la conmoción. Se la llevó rápidamente, medio andando, medio en brazos, y la sacó por la puerta de atrás con la protección del ayudante del sheriff Dulles, antes de que nadie pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo. En medio de todo aquello, se oyó a Van Cleve gritando que todo era una farsa. «¡Una auténtica farsa de la justicia!». Y los que tenían un oído especialmente bueno pudieron oír cómo la señora Brady replicaba: «¡Cierra el pico por una vez en la vida, viejo chocho!».

Entre todo aquel revuelo, nadie se dio cuenta de que Sophia había abandonado con discreción la zona de la tribuna del público destinada a la gente de color, sosteniendo con recato el bolso bajo el brazo, para desaparecer por la puerta y recorrer a paso ligero el corto camino hacia la biblioteca, cada vez más rápido.

Y solo aquellos con el oído más fino oyeron que Verna McCullough, mientras abandonaba la sala con gran determinación y con la mano aún en la parte baja de la espalda, susurraba al pasar al lado de las bibliotecarias: «Que se pudra».

Nadie quería dejar sola a Margery, así que se la llevaron a la biblioteca y cerraron con llave ambas puertas, conscientes de que los periódicos de más tirada de Kentucky, además de la mitad del pueblo, pronto querrían hablar con ella. Apenas abrió la boca durante el corto camino y sus movimientos eran lentos e inusitadamente débiles, como si hubiera estado enferma, aunque se comió medio cuenco de sopa de alubias que Fred le bajó de su casa, mirándola fijamente, como si fuera la única certeza que había a su alrededor. Las mujeres comentaban a gritos entre ellas lo impactantes que habían sido el veredicto, la furia impotente de Van Cleve y el hecho de que la joven Verna hiciera lo que había prometido.

Esta había pasado la noche anterior en la cabaña de Kathleen, que la había bajado a lomos de Patch, pero estaba tan nerviosa por tener que enfrentarse a toda esa gente del pueblo que Kathleen temía que, al despertarse, la joven hubiera desaparecido. Hasta que Fred llegó por la mañana en la camioneta para llevarlas al juicio, Kathleen no creyó que fueran a tener una oportunidad, e incluso entonces aquella muchacha era tan extraña e impredecible que no tenían ni idea de lo que acabaría diciendo.

Margery escuchaba todo aquello como de lejos, con expresión impasible y distraída, como si tanto ruido y escándalo fueran demasiado después de todos esos meses de silencio casi absoluto.

Alice quería abrazarla, pero había algo en el comportamiento de Margery que se lo impedía. Ninguna de ellas sabía qué decirle y se sorprendieron hablándole como si fuera casi una desconocida. ¿Quería más agua? ¿Necesitaba algo? Solo tenía que decirlo.

Y entonces, casi una hora después de su llegada, alguien dio un par de golpes en la puerta y Fred, al oír una voz grave que le resultaba familiar, fue a abrir. Entornó la puerta, contempló algo que quedaba oculto al resto de los presentes y sonrió de oreja a oreja. Dio un paso atrás y Sven subió los dos pequeños escalones con el bebé, que llevaba puesto un vestido de color amarillo claro y unos pololos. La niña tenía los ojitos brillantes como dos soles y se aferraba a la manga de su padre con los puñitos.

Margery levantó la cabeza y se llevó lentamente las manos a la boca, al verla. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se puso de pie, poco a poco.

—¿Virginia? —dijo con voz quebrada, como si apenas pudiera creer lo que veía. Sven se acercó a ella y le entregó el bebé a su madre. Margery y la niña se miraron a los ojos y esta la observó a conciencia, como para cerciorarse de algo. Siguieron mirándose durante un rato, hasta que la niñita recostó la cabeza bajo la barbilla de su madre, con el dedo pulgar en la boca. Margery cerró los ojos y se echó a llorar en silencio. Su pecho se agitaba con violencia y tenía el rostro contorsionado, como si estuviera exorcizando algún dolor terrible. Sven se acercó a ellas y las rodeó con los brazos, estrechándolas contra él, con la cabeza gacha. Conscientes de que aquel era un momento íntimo, Fred y las bibliotecarias abandonaron de puntillas la biblioteca y recorrieron en silencio el camino a la casa de Fred.

Las mujeres de la Biblioteca Itinerante de la WPA eran un equipo, sí, y los equipos debían permanecer unidos. Pero había momentos en los que había que estar a solas.

Hasta varios días después, las otras bibliotecarias no se fijaron en que el libro de registros que el sheriff creía desaparecido en las grandes inundaciones estaba con los demás, en el estante que había a la izquierda de la puerta. Con fecha del 15 de diciembre de 1937, constaba un préstamo a nombre del «señor C. McCullough, de Arnott’s Ridge», de un «ejemplar de tapa dura de Mujercitas, de Louisa May Alcott (con una página suelta y la contraportada un poco estropeada)». Solo aquellos que se fijaran mucho podrían darse cuenta de que la entrada se encontraba entre dos líneas y de que la tinta tenía un color ligeramente diferente al de las demás. Y solo si eras de verdad muy desconfiado, podrías preguntarte por qué había una entrada con una única palabra al lado, escrita con la misma tinta, que ponía: «Sin devolver».

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