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Al tener que pasar a caballo todo el invierno, una bibliotecaria iba tan abrigada que resultaba difícil recordar cómo era su apariencia por debajo de tanta ropa: dos chalecos, una camisa de franela, un jersey grueso y una chaqueta con, quizá, una o dos bufandas encima. Ese era el uniforme diario para ir por las montañas, quizá con un par de guantes de cuero gruesos de hombre por encima de los propios, un sombrero bien calado y otra bufanda levantada sobre la nariz para que la respiración rebotara y le calentara un poco la piel. En casa, se desnudaba a regañadientes, dejando expuesto a los elementos el menor trozo de piel desnuda posible entre la ropa interior y deslizándose temblorosa bajo las mantas. Aparte de cuando se lavaba con un trapo, una mujer que trabajara para la Biblioteca Itinerante podía pasar semanas sin ver mucho su cuerpo.

Alice seguía sumida en su propia batalla privada con los Van Cleve, aunque, por suerte, parecían haberse tranquilizado por ahora. A menudo, podía vérsela en el bosque, tras la cabaña, practicando con la vieja escopeta de Fred, con los chasquidos y los silbidos de las balas al golpear contra las latas resonando por el aire en calma.

A Izzy apenas la vislumbraban, siguiendo a su madre con gesto triste por el pueblo. Y solo había apariciones intermitentes de Beth, la única persona en que se podía confiar que habría notado estas cosas o que habría hecho bromas al respecto, y ahora estaba fundamentalmente preocupada por su brazo y por lo que podía y no podía hacer. Así que nadie se dio cuenta de que Margery había ganado un poco de peso ni hizo ningún comentario sobre ello. Sven, que conocía el cuerpo de Margery como el suyo propio, sabía de las fluctuaciones que tenían lugar en la silueta femenina y disfrutaba de todas ellas por igual y fue lo suficientemente listo como para no decir nada.

La misma Margery se había acostumbrado a estar exhausta, al tratar de duplicar las rutas y enfrentarse cada día a tener que convencer a los incrédulos de la importancia de las historias, de la información, del conocimiento. Pero esto y el constante ambiente de presagio hacían que cada mañana le costara más levantar la cabeza de la almohada. El frío le había dejado huella tras varios meses de nieve y las largas horas que pasaba al aire libre le hacían sentir un hambre voraz y permanente. A una mujer así se la podía excusar por no darse cuenta de cosas que otras mujeres habrían sabido ver antes o, si lo había hecho, por esconder ese pensamiento bajo el montón de asuntos de los que se tenía que preocupar.

Pero siempre hay un momento en que este tipo de cosas son imposibles de ignorar. Una noche de finales de febrero, Margery le dijo a Sven que no fuera por su casa y añadió con engañosa despreocupación que tenía que ponerse al día con unas cuantas cosas. Ayudó a Sophia con los últimos libros, se despidió de Alice cuando esta salió a la noche nevada y cerró la puerta para quedarse sola en la pequeña biblioteca. La estufa estaba encendida porque Fred, bendito fuera, la había llenado de leña antes de irse a comer, con la mente puesta en otra persona. Se sentó en la silla y los pensamientos se cernieron sobre ella en medio de la oscuridad hasta que, por fin, se puso de pie, sacó un pesado libro de texto de la estantería y pasó las páginas hasta que encontró lo que buscaba. Con el ceño fruncido, estudió con atención la información. La memorizó y, después, contó con los dedos: «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, cinco y medio».

Y, después, lo hizo una segunda vez.

A pesar de lo que la gente del condado de Lee pudiera pensar de la familia de Margery O’Hare, sobre el tipo de mujer que debía de ser, dado su pasado, no era muy aficionada a maldecir. Ahora, sin embargo, maldijo en voz baja una, dos veces, y dejó que la cabeza le cayera en silencio entre las manos.

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