23

No te voy a pedir que me quieras siempre como ahora, pero sí te pido que lo recuerdes. Pase lo que pase, siempre quedará en mí algo de lo que soy esta noche.

F. SCOTT FITZGERALD, Suave es la noche

Un ambiente casi circense se apoderó de Baileyville. Era el tipo de revuelo que hacía que la visita de Tex Lafayette pareciera una reunión de la escuela dominical. Cuando la fecha de inicio del juicio se difundió por el pueblo, los ánimos cambiaron y no precisamente a favor de Margery. El extenso clan de los McCullough empezó a llegar de fuera del pueblo, incluidos los primos lejanos de Tennessee, Míchigan y Carolina del Norte, algunos de los cuales apenas habían visto a McCullough en décadas, pero que parecían muy comprometidos con la idea de vengar a su querido pariente. Estos empezaron a reunirse de inmediato delante de la cárcel y de la biblioteca para gritar insultos y clamar venganza.

Fred había bajado dos veces de casa para intentar calmar los ánimos y, cuando eso no surtió efecto, para enseñar la pistola y recomendarles que permitieran a las mujeres seguir haciendo su trabajo. Fue como si el pueblo se dividiera en dos con su llegada: por una parte, estaban los que se inclinaban a considerar todos los errores de la familia de Margery como prueba de su propio resentimiento y, por otra, los que preferían guiarse por sus propias experiencias y le estaban agradecidos por llevarles libros y un poco de amabilidad a sus vidas.

Beth se había liado dos veces a puñetazos para defender la reputación de Margery, una vez en la tienda y otra en las escaleras de la biblioteca, y había empezado a andar con las manos cerradas, como si estuviera siempre preparada para dar un guantazo. Izzy lloraba a menudo en silencio y, si alguien le hablaba del tema, negaba con la cabeza sin decir nada, como si el mero hecho de hablar fuera demasiado para ella. Kathleen y Sophia apenas soltaban prenda, pero sus caras sombrías indicaban el rumbo que pensaban que tomarían las cosas. Alice ya no podía ir de visita a la prisión, de acuerdo con los deseos de Margery, pero sentía su presencia en la pequeña edificación de cemento como si estuvieran conectadas por hilos. Cuando pasaba por allí, el ayudante del sheriff Dulles le decía que comía un poco, pero que no hablaba mucho. Al parecer, pasaba mucho tiempo durmiendo.

Sven se fue del pueblo. Se compró una pequeña carreta y un caballo joven, hizo las maletas con las pertenencias que le quedaban y se mudó de la casa de Fred a una cabaña de una habitación, cerca de la nodriza, en la cara este de Cumberland Gap. No podía quedarse en Baileyville, con todo lo que comentaba la gente de ellos. Y menos aún para ver cómo la mujer a la que amaba se hundía todavía más y el llanto del bebé al alcance del oído de su madre. Tenía los ojos enrojecidos por el cansancio, y unos surcos nuevos y profundos a ambos lados de la boca, que nada tenían que ver con el bebé. Fred le prometió informarle de inmediato de cualquier acontecimiento.

—Le diré… Le diré… —balbuceó Fred, antes de darse cuenta de que no tenía ni idea de qué decirle a Margery. Ambos se miraron y se dieron unas palmadas en el hombro, la forma en que los hombres de pocas palabras expresaban su afecto, y Sven se alejó con el sombrero calado sobre la frente y la boca apretada en un gesto serio.

Alice también había empezado a hacer las maletas. En el silencio de la cabañita, había comenzado a separar la ropa en aquella que le resultaría útil en Inglaterra, en su futura vida, y la que no volvería a ponerse jamás. Levantaba las finas blusas de seda, las faldas de corte elegante, los picardías y los camisones de gasa y fruncía el ceño. ¿Alguna vez había sido esa persona? ¿Se había puesto vestidos de tarde floreados, color esmeralda, y cuellos de encaje? ¿De verdad había necesitado todos aquellos bigudíes, lociones moldeadoras y prendedores de perlas? Se sentía como si todos aquellos recuerdos pertenecieran a una desconocida.

Esperó a terminar aquella tarea para contárselo a las chicas. Por aquel entonces, por acuerdo tácito, se quedaban todas juntas en la biblioteca hasta mucho después de haber acabado sus turnos. Era como si aquel fuera el único lugar en el que soportaran estar. Dos noches antes de la fecha de inicio del juicio, Alice aguardó a que Kathleen empezara a reunir sus bolsas y se lo comunicó.

—Bueno… Tengo algo que contaros. Me marcho. Si alguien quiere alguna de mis cosas, dejaré un baúl de ropa en la biblioteca, para que le echéis un vistazo. Podéis quedaros con lo que deseéis.

—¿Adónde te vas?

—Pues… —Alice tragó saliva—. Tengo que volver a Inglaterra.

Se hizo un silencio abrumador. Izzy se tapó la boca con las manos.

—¡No puedes irte!

—Bueno, no puedo quedarme, a no ser que vuelva con Bennett. Van Cleve irá a por mí cuando tenga a Margery bien encerrada.

—No digas eso —le pidió Beth.

Se produjo un largo silencio. Alice intentó ignorar las miradas que se dirigían las mujeres.

—¿Tan malo es Bennett? —preguntó Izzy—. A lo mejor, si le convences para que deje de vivir a la sombra de su padre, podríais tener una oportunidad. Así podrías quedarte.

¿Cómo explicarles que le resultaría imposible volver con Bennett, dado lo que sentía por Fred? Prefería estar a un millón de kilómetros de este que tener que verlo todos los días y saber que tendría que volver a casa con otro hombre. Fred apenas la había tocado y ya tenía la sensación de que se entendían mejor de lo que ella y Bennett se habían entendido jamás.

—No puedo. Y sabéis que Van Cleve no descansará hasta librarse también de la Biblioteca Itinerante. Lo que nos dejará a todas sin trabajo. Fred lo ha visto con el sheriff y Kathleen lo vio dos veces, la semana pasada, con el gobernador. Está intentando destruirnos.

—Pero sin Margery y sin ti… —La voz de Izzy se apagó.

—¿Se lo has dicho a Fred? —preguntó Sophia.

Alice asintió.

Sophia la miró a los ojos, como para confirmar algo.

—¿Cuándo te vas? —quiso saber Izzy.

—En cuanto acabe el juicio. —Fred apenas había hablado de camino a casa. A Alice le habría gustado cogerle de la mano y decirle que lo sentía, que aquello no era en absoluto lo que deseaba, pero estaba tan paralizada por la tristeza que le causaba tener ya el billete impreso, que no era capaz de moverse.

Izzy se frotó los ojos y suspiró.

—Es como si todo se estuviera viniendo abajo. Todo por lo que hemos trabajado. Nuestra amistad. Este lugar. Todo se está derrumbando.

Normalmente, cuando una de ellas expresaba unos sentimientos tan dramáticos, las demás se le echaban encima diciéndole que dejara de decir tonterías, que estaba loca, que solo necesitaba dormir de un tirón toda la noche, comer algo, tranquilizarse, o que era el período quien hablaba. Pero, en esa ocasión, estaban todas tan deprimidas que ninguna dijo nada.

Sophia rompió el silencio. Respiró hondo y puso las palmas de las manos sobre la mesa.

—Bueno, por ahora vamos tirando. Beth, no puedo creer que hayas metido los libros de esta tarde. Si eres tan amable de traérmelos, te los arreglaré. Y, Alice, si me dices el día exacto que piensas marcharte, ajustaré tu salario.

Durante la noche, dos casas rodantes aparecieron en la calle de al lado del juzgado. En el pueblo había más policías estatales de lo normal y, el lunes a la hora del té, una multitud empezó a congregarse delante de la prisión, espoleada por un artículo del Lexington Courier titulado: «La hija de un fabricante de alcohol ilegal mata a un hombre con un libro de la biblioteca, en un sangriento altercado».

—Esto son patrañas —dijo Kathleen, cuando la señora Beidecker le enseñó un ejemplar en la escuela. Pero eso no impidió que la gente siguiera reuniéndose y que algunos de ellos empezaran a abuchear a Margery desde la parte trasera del edificio, para que esta los oyera a través de la ventana abierta de la celda. El ayudante del sheriff Dulles salió dos veces, levantando las palmas de las manos, para intentar calmarlos, pero un hombre alto, con bigote y un traje mal cortado, al que nadie había visto antes y que decía ser el primo de Clem McCullough, alegó que solo estaban ejerciendo el derecho divino de la libertad de expresión. Y que si él quería decir que O’Hare era una perra asesina, nadie podía impedírselo. Se empujaban unos a otros, alimentando sus osadas reivindicaciones con alcohol y, al anochecer, el patio que había delante de la cárcel estaba lleno de gente: algunos borrachos, algunos que gritaban insultos a Margery, otros que les respondían a gritos que ellos no eran de allí y que por qué no se iban con sus modales pendencieros a otra parte. Las mujeres mayores del pueblo se refugiaban en casa, murmurando, y algunos de los hombres más jóvenes, envalentonados por el caos, encendieron una hoguera al lado del taller de coches. Por un momento, fue como si en aquella pequeña localidad pudiera pasar casi cualquier cosa. Y ninguna de ellas buena.

Las bibliotecarias se enteraron al volver de sus rutas y, después de guardar los caballos, se sentaron en silencio con la puerta abierta durante un rato, escuchando los sonidos distantes de la protesta.

«¡Perra asesina!».

«¡Te van a dar lo que te mereces, zorra!».

«Vamos, caballeros. Que hay damas presentes. Mantengan la calma».

—Cuánto me alegro de que Sven no esté aquí para ver esto —comentó Beth—. Sabéis que no toleraría que hablaran así de Margery.

—No puedo soportarlo —dijo Izzy, que estaba asomada a la puerta—. Imaginad cómo se sentirá al tener que oír todo eso.

—Además, estará muy triste sin su bebé.

Alice no podía pensar en nada más. Debía de resultar terrible ser la receptora de tanto odio, sin poder recibir ni una palabra de consuelo por parte de tus seres queridos. La forma en que Margery se había aislado hacía que Alice tuviera ganas de llorar. Era como un animal que se iba deliberadamente a algún lugar solitario para morir.

—Que Dios la ayude —musitó Sophia.

Entonces, la señora Brady entró por la puerta, mirando hacia atrás, con las mejillas coloradas y el pelo encrespado de rabia.

—Os juro que creía que este pueblo era más sensato. Mis vecinos me han dejado asombrada, de verdad. No quiero ni imaginarme lo que diría la señora Nofcier si llegara a enterarse de esto.

—Fred cree que seguirán ahí toda la noche.

—Sencillamente, no sé adónde va a ir a parar este pueblo. No tengo ni idea de por qué el sheriff Archer no los echa a latigazos. Os prometo que nos estamos volviendo peores que los de Harlan.

Entonces, oyeron la voz de Van Cleve que se elevaba por encima del jaleo de la multitud:

—¡No podéis decir que no os lo advertí! Es un peligro para los hombres y para este pueblo. El tribunal se va a enterar de hasta qué punto O’Hare es una influencia maligna, acordaos de lo que os digo. ¡Solo hay un sitio para ella!

—Diablos, encima se pone a alborotar más las cosas —se lamentó Beth.

—Amigos, os vais a enterar de lo abominable que es esa muchacha. ¡Contradice las leyes de la naturaleza! ¡No os creáis nada de lo que dice!

—¡Se acabó! —dijo Izzy, y apretó la mandíbula. La señora Brady se volvió para mirar a su hija, mientras Izzy se ponía en pie de un salto. La joven cogió el bastón y fue hacia la puerta—. ¿Madre? ¿Me acompañas?

Las mujeres se pusieron las botas y los sombreros en silencio, como si fueran una sola persona. Y luego, sin mediar palabra, se reunieron todas en lo alto de las escaleras: Kathleen y Beth, Izzy y la señora Brady y, tras unos instantes de vacilación, Sophia, que se levantó de la mesa con expresión tensa pero determinada, y cogió el bolso. Las demás se la quedaron mirando. Entonces, Alice, con un nudo en la garganta, le ofreció el brazo y Sophia enlazó en él el suyo. Y las seis mujeres salieron de la biblioteca formando un grupo compacto, para recorrer la carretera resplandeciente y dirigirse a la prisión en silencio, muy serias y con paso resuelto.

La multitud se apartó cuando llegaron, en parte por la fuerza bruta de la señora Brady, que llevaba los codos hacia afuera y estaba encolerizada, pero en parte también por la sorpresa de ver a una mujer de color entre ellas, del brazo de la mujer de Bennett van Cleve y de la viuda de Bligh.

La señora Brady se puso al frente de la multitud, de espaldas a la cárcel.

—¿No les da vergüenza? —les gritó—. ¿Qué tipo de hombres son ustedes?

—¡Es una asesina!

—En este condado creemos en la presunción de inocencia a menos que se demuestre lo contrario. ¡Así que ya pueden coger sus repugnantes palabras y sus consignas y dejar a esa muchacha en paz de una puñetera vez, hasta que la ley les dé la razón! —La señora Brady señaló al hombre del bigote—. ¿Y usted, qué pinta aquí? Estoy segura de que algunos han venido solo a causar problemas. Porque, desde luego, usted no es de Baileyville.

—Soy primo segundo de Clem. Tengo tanto derecho como cualquiera a estar aquí. Me importaba mi primo.

—¿Que le importaba su primo? ¡Y un pepino! —exclamó la señora Brady—. ¿Dónde estaba usted cuando sus hijas se morían de hambre y tenían el pelo lleno de piojos? ¿Cuando robaban comida de los huertos de los vecinos, porque él estaba demasiado borracho como para preocuparse de alimentarlas? ¿Dónde estaba usted entonces, eh? A usted le da igual esa familia.

—Solo se está justificando. Todos sabemos lo que han estado haciendo las bibliotecarias.

—¡Usted no sabe nada! —replicó la señora Brady—. Y usted, Henry Porteous, creía que ya tenía edad para ser más sensato. En cuanto a ese majadero —la mujer señaló a Van Cleve—, creía de verdad que nuestros vecinos tendrían suficiente sentido común como para no confiar en un hombre que se ha hecho rico a base de generar miseria y destrucción, principalmente a costa de este pueblo. ¿Cuántos de ustedes han perdido sus hogares por culpa de este saco de estiércol? ¿A cuántos de ustedes puso sobre aviso la señorita O’Hare, para que se salvaran? Y, aun así, basándose en rumores y chismorreos infundados, prefieren castigar a una mujer que enfrentarse al verdadero delincuente que hay aquí.

—¡Eso son calumnias, Patricia!

—¡Pues denúncieme, Geoffrey!

Van Cleve se puso rojo como un tomate.

—¡Ya se lo advertí! ¡Es una influencia maligna!

—¡Usted es la única influencia maligna de por aquí! ¿Por qué cree que su nuera preferiría vivir en un establo antes que pasar una noche más bajo el mismo techo que usted? ¿Qué tipo de hombre le da una paliza a la esposa de su hijo? Y aún tiene el valor de erigirse en una suerte de árbitro moral. Desde luego, la forma en que juzgamos el comportamiento de los hombres hacia las mujeres en este pueblo es realmente alarmante.

La multitud empezó a murmurar.

—¿Qué tipo de mujer mata a un hombre decente sin que la haya provocado?

—Esto no tiene nada que ver con McCullough y lo saben. ¡Tiene que ver con vengarse de una mujer que ha sacado a la luz su verdadera cara!

—¿Lo ven, damas y caballeros? Estos son los auténticos frutos de la supuesta biblioteca: la vulgarización del discurso femenino y el comportamiento inapropiado. ¿O les parece correcto que la señora Brady hable de esa manera?

La multitud se abalanzó hacia delante pero, de repente, se oyeron dos disparos al aire y esta se detuvo. Alguien gritó. La gente se agachó, mirando a su alrededor, nerviosa. El sheriff Archer apareció en la puerta trasera de la prisión y echó un vistazo a la multitud.

—De acuerdo. He sido un hombre paciente, pero no quiero oír ni una sola palabra más aquí fuera. El tribunal juzgará este caso a partir de mañana y se celebrará un juicio justo. Y como alguno más de ustedes se pase de la raya, acabará en la cárcel, con la señorita O’Hare. Eso va por ustedes, Geoffrey y Patricia. No dudaré en encerrar a cualquiera de los dos. ¿Me han oído?

—¡Tenemos derecho a la libertad de expresión! —gritó un hombre.

—Así es. Y yo tengo derecho a asegurarme de que lo ejerzan desde una de las celdas de aquí abajo.

La multitud empezó a gritar de nuevo cosas horribles, con voces ásperas y estridentes. Alice miró a su alrededor y se echó a temblar, al ver el veneno y el odio grabado en los rostros de personas a las que antes daba los buenos días alegremente. ¿Cómo podían volverse así contra Margery? Notó cómo el temor y el pánico crecían en su pecho, mientras el aire que la rodeaba se cargaba con la energía de la muchedumbre. Kathleen le dio un codazo y Alice vio que Izzy había dado un paso al frente. Mientras los manifestantes despotricaban y coreaban consignas a su alrededor, sin parar de repartir empujones y empellones, la muchacha se abrió paso cojeando ante ellos, un tanto insegura y apoyada en el bastón, para colocarse debajo de la ventana de la celda. Y, mientras todos la miraban, Izzy Brady, que solía pasarlo mal delante de un público compuesto por cinco personas, se volvió hacia la agitada multitud, miró a su alrededor y respiró hondo. Y, entonces, empezó a cantar.

No me abandones; el crepúsculo llegará raudo;

la oscuridad se hace más profunda; Señor, no me abandones.

La joven hizo una pausa, cogió aire y echó un vistazo a su alrededor.

Cuando me falten apoyos y ya nadie me consuele,

Auxilio de los desamparados, no me abandones.

Al principio, la multitud se quedó en silencio porque no sabía qué estaba pasando. La gente de detrás del todo se puso de puntillas para poder ver. Un hombre la abucheó y alguien le insultó. Izzy se quedó allí, con las manos entrelazadas delante de ella, un poco temblorosa, y cantando con una voz cada vez más fuerte e intensa.

El breve día de la vida se desvanece y veloz llega a su fin;

las alegrías terrenales se oscurecen; sus goces desaparecen;

no percibo más que veleidad y decadencia a mi alrededor;

Oh, Señor inmutable, no me abandones.

La señora Brady se puso recta, dio dos pasos, luego tres, avanzó entre la multitud y se colocó al lado de su hija, con la espalda contra la parte exterior del muro de la prisión y la barbilla levantada. Mientras cantaban juntas, Kathleen, Beth y, finalmente, Sophia y Alice, todavía agarradas del brazo, se acercaron a ellas y alzaron sus voces, también con la cabeza erguida y la mirada fija, enfrentándose a la multitud. Mientras los hombres las insultaban, el volumen de aquellas seis voces aumentaba cada vez más, sofocándolos con determinación y valentía.

No acudas con violencia, como Rey de Reyes,

sino con benevolencia y bondad, y con Tus alas sanadoras,

lágrimas para todos los males, un corazón para cada súplica:

ven, Amigo de los pecadores, y nunca me abandones.

Cantaron hasta que la multitud se quedó en silencio, bajo la atenta mirada del sheriff Archer. Cantaron todas unidas, cogidas de la mano sin vacilar, con el corazón acelerado pero con voz firme. Unas cuantas personas del pueblo se adelantaron y se unieron a ellas: la señora Beidecker, el hombre de la tienda de piensos, Jim Horner y sus hijas, todos de la mano y alzando sus voces para ahogar el sonido del odio, sintiendo la reverberación de cada palabra, enviando consuelo, e intentando a la vez ofrecerse un poco de esa escurridiza sustancia a sí mismos.

Unos centímetros más allá, al otro lado de la pared, Margery O’Hare yacía inmóvil en el catre, con mechones húmedos de pelo pegados a la cara, y la piel pálida y caliente. Llevaba allí tumbada al menos ya cuatro días, con los pechos doloridos y los brazos sin fuerzas. Se sentía como si alguien hubiera metido la mano dentro de ella y le hubiera arrancado lo que la mantenía en pie. ¿Por qué iba a luchar ahora? ¿Qué esperanza le quedaba? Estaba anormalmente inmóvil, con los ojos cerrados, la áspera arpillera contra la piel, oyendo vagamente a la multitud que la insultaba fuera. Alguien había conseguido lanzar una piedra por la ventana hacía un rato y le había dado en la pierna, dejándole un largo arañazo rojo y ensangrentado.

Sostén Tu cruz ante mis ojos cerrados,

ilumina la oscuridad y guíame hacia los cielos.

Abrió los ojos al oír un sonido que le resultaba a la vez familiar y extraño, parpadeó mientras se centraba y, poco a poco, se dio cuenta de que se trataba de Izzy. Su voz inolvidable y dulce se elevaba en el aire al otro lado de la alta ventana, tan cerca que casi podía tocarla. Hablaba de un mundo mucho más allá de aquella celda, de bondad y generosidad, de un cielo grande e infinito en el que elevar la voz. Margery se apoyó en un codo, para escucharla. Entonces, otra voz más profunda y grave se unió a la suya, y luego, mientras se erguía, aparecieron otras voces distintas que podía distinguir perfectamente entre las demás: eran las de Kathleen, Sophia, Beth y Alice.

La aurora celestial despunta y las sombras banales de la tierra huyen.

No me abandones, Señor, ni en la vida ni en la muerte.

Las escuchó y se dio cuenta de que estaban cantando para ella. Oyó a Alice gritar, cuando el himno llegó a su fin, con una voz todavía clara y cristalina:

—¡Sé fuerte, Margery! ¡Estamos contigo! ¡Estamos aquí, a tu lado!

Margery O’Hare bajó la vista, se cubrió la cara con las manos y, finalmente, se echó a llorar.

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