12

La mujer de las montañas tiene una vida difícil, mientras que el hombre es el señor de la casa. Si trabaja, va de visita o deambula por los bosques acompañado de perro y arma, no es asunto de nadie más que de sí mismo […]. Es del todo incapaz de concebir ninguna injerencia de la sociedad en sus asuntos. Si convierte su cereal en «trinque», lo hace porque es suyo.

WPA, Guía de Kentucky

Existían ciertas normas tácitas sociales en Baileyville y un dogma imperecedero era que no había que inmiscuirse en los asuntos privados de un hombre y su esposa. Había muchos que podían tener constancia de palizas en su «hondonada», de un hombre a una mujer y, en ocasiones, viceversa, pero pocos habitantes se habrían atrevido a intervenir, a menos que afectara de forma directa a sus propias vidas por no dejarles dormir o por causar alguna molestia. Las cosas eran así, sin más. Había gritos, golpes y, a veces, disculpas, o no; las magulladuras y cortes cicatrizaban y todo volvía a la normalidad.

Por suerte para Alice, Margery nunca había prestado mucha atención a lo que hacía la gente. Le limpió la sangre de la cara y le aplicó ungüento de consuelda en los moretones. No hizo ninguna pregunta y Alice no dijo nada, aparte de hacer muecas de dolor y apretar la mandíbula en el peor de los casos. Después, cuando la joven por fin se hubo acostado, Margery habló discretamente con Sven y acordaron hacer turnos para quedarse abajo antes de que amaneciera, de modo que si Van Cleve venía, vería que había ocasiones en las que un hombre no puede llevarse de nuevo a rastras a su mujer —o a su nuera— por mucho bochorno público que eso pudiera acarrearle.

Como era de esperar, tratándose de un hombre acostumbrado a salirse con la suya, Van Cleve sí que apareció poco antes del amanecer, aunque Alice nunca lo sabría, pues estaba en el cuarto de huéspedes de Margery, sumida en el sueño profundo de quien ha sufrido una fuerte conmoción. La cabaña de Margery no era accesible por carretera y se vio obligado a recorrer a pie el último kilómetro, por lo que llegó colorado y sudoroso a pesar de la nieve, sosteniendo una linterna ante él.

—¿O’Hare? —gritó. Y, a continuación, al no obtener respuesta—: ¡O’HARE!

—¿Le vas a responder? —Sven, que estaba preparando café, levantó la cabeza.

El perro ladraba furioso en la ventana, provocando un murmullo de maldiciones desde el exterior. En los establos, Charley dio una patada a su cubo.

—La verdad es que no veo por qué tengo que responder a un hombre que no dice mi nombre con educación, ¿no crees?

—No, no creo que tengas que hacerlo —respondió Sven con tono calmado. Había pasado la mitad de la noche sentado y haciendo un solitario, con un ojo en la puerta y un río de oscuros pensamientos recorriéndole la cabeza sobre hombres que dan palizas a mujeres.

—¡Margery O’Hare!

—Ay, Dios. La va a despertar si sigue gritando tan fuerte.

Sin decir nada, Sven le pasó a Margery su rifle y ella se acercó a la mosquitera de la puerta y la abrió con el arma caída en su mano izquierda cuando salió a los escalones, asegurándose de que Van Cleve pudiera verla.

—¿Qué desea, señor Van Cleve?

—Vengo a por Alice. Sé que está ahí dentro.

—¿Y eso cómo lo sabe?

—Esto ha ido ya demasiado lejos. Sácala y no habrá más discusión al respecto.

Margery se quedó mirando al suelo mientras pensaba.

—No creo que eso vaya a pasar, señor Van Cleve. Buenos días.

Se giró para entrar de nuevo y él elevó la voz:

—¿Qué? ¡Espera! ¡No te atrevas a cerrarme la puerta!

Margery se dio la vuelta despacio hasta que se quedó mirándolo.

—Y usted no se atreva a pegar a una mujer que le responde. No habrá una segunda vez.

—Alice hizo ayer una tontería. Confieso que me puse nervioso. Tiene que volver conmigo a casa para que podamos arreglar las cosas. En familia. —Se pasó una mano por la cara y suavizó la voz—. Sé razonable, O’Hare. Alice está casada. No puede quedarse aquí contigo.

—Tal y como yo lo veo, ella puede hacer lo que le plazca, señor Van Cleve. Es una mujer adulta. No un perro ni… una «muñeca».

La expresión de él se endureció.

—Le preguntaré qué quiere hacer cuando se despierte. Ahora tengo cosas que atender. Así que le agradecería que se fuera para poder fregar los platos del desayuno. Gracias.

Él se quedó mirándola un momento y bajó la voz:

—Te crees muy lista, ¿verdad, muchacha? ¿Crees que no sé lo que has hecho con esas cartas que has enviado a North Ridge? ¿Crees que no sé lo de esos libros tuyos obscenos y lo de esas chicas tuyas indecentes que están tratando de llevar a las mujeres de bien por el camino del pecado?

Durante unos segundos, el aire pareció desaparecer alrededor de los dos. Incluso el perro se quedó en silencio.

La voz de Van Cleve cuando volvió a hablar tenía un tono de amenaza:

—Vigila tus espaldas, Margery O’Hare.

—Que pase usted un buen día, señor Van Cleve.

Margery se dio la vuelta y entró de nuevo en la cabaña. Su voz era tranquila y su paso firme, pero se detuvo junto a la cortina y miró por un lado de la ventana hasta que estuvo segura de que Van Cleve había desaparecido.

—¿Dónde narices está Mujercitas? Juro que llevo semanas buscando ese libro. La última anotación que vi es que lo tenía la vieja Peg de la tienda, pero ella dice que lo devolvió y se tachó en el registro.

Izzy estaba examinando las estanterías pasando un dedo por los lomos de los libros mientras negaba con la cabeza con expresión de frustración.

—Albert, Alder, Allemagne… ¿Lo ha robado alguien?

—Quizá se haya roto y Sophia lo esté arreglando.

—Le he preguntado. Dice que no lo ha visto. Me fastidia porque hay dos familias que me lo han pedido y parece que nadie tiene idea de dónde está. Y ya sabéis el mal genio que le entra a Sophia cuando desaparecen libros. —Se ajustó la muleta bajo el brazo y se movió a la derecha para mirar de cerca los títulos.

Las voces cesaron cuando Margery entró por la puerta de atrás seguida de cerca por Alice.

—¿Te has llevado Mujercitas a algún sitio, Margery? Izzy está que echa fuego por la rabia y… ¡Madre mía! Parece que a alguien le han dado una paliza.

—Se ha caído del caballo —dijo Margery con un tono de voz que no admitía discusión. Beth se quedó mirando la cara hinchada de Alice y, después, miró a Izzy, que bajó los ojos al suelo.

Hubo un breve silencio.

—Espero que… no te hayas hecho mucho daño, Alice —murmuró Izzy.

—¿Lleva tus pantalones de montar? —preguntó Beth.

—¿Crees que yo tengo los únicos pantalones de cuero de todo el estado de Kentucky, Beth Pinker? No sabía que te fijaras tanto en la ropa de la gente. Cualquiera diría que no tienes nada mejor que hacer. —Margery se acercó al libro de registro que estaba en el escritorio y empezó a hojearlo.

Beth se tomó la reprimenda con buen humor.

—Reconoce que, en cualquier caso, a ella le quedan mejor que a ti. Señor, ahí afuera hace más frío que en el trasero de un pocero. ¿Alguien ha visto mis guantes?

Margery examinaba las páginas.

—A ver, Alice está un poco dolorida, así que, Beth, tú haces las dos rutas a Blue Stone Creek. La señorita Eleanor está en casa de su hermana, por lo que no va a necesitar libros nuevos esta vez. Izzy, ¿puedes encargarte tú de los MacArthur? ¿Te viene bien? Puedes atravesar ese campo de dieciséis hectáreas para llegar a tus rutas habituales. Ese que tiene el granero caído.

Accedieron sin quejas a la vez que miraban de reojo a Alice, que no decía nada y mantenía su atención puesta en algún punto perdido a un metro de sus pies con las mejillas en llamas. Cuando salía, Izzy tendió la mano y apretó con suavidad el hombro de Alice. Esta esperó a que hubiesen llenado sus bolsos y montado en sus caballos y, a continuación, se sentó con cuidado en la silla de Sophia.

—¿Estás bien?

Alice asintió. Se quedaron sentadas escuchando el sonido de los cascos desapareciendo por la calle.

—¿Sabes qué es lo peor de que un hombre te pegue? —preguntó Margery por fin—. No es el dolor. Es que en ese instante te das cuenta de lo que significa ser una mujer. Que no importa lo lista que seas, que se te dé mejor discutir, que seas mejor que ellos, punto. Es entonces cuando te das cuenta de que siempre podrán hacerte callar con un puñetazo. Sin más.

Alice recordó cómo había cambiado el comportamiento de Margery cuando el hombre del bar se había colocado entre las dos, la dureza con que había mirado el lugar en el que aquel hombre había tocado el hombro de Alice.

Margery cogió la cafetera y maldijo al ver que estaba vacía. Se quedó pensando un momento y, después, se enderezó y miró a Alice con una tensa sonrisa.

—Pero ten claro que eso solo pasa hasta que aprendes a responder con un golpe más fuerte.

A pesar de que las horas de luz eran ahora tan cortas, el día se hacía tedioso y extraño y la pequeña biblioteca quedaba invadida por una vaga sensación de incertidumbre, como si Alice no estuviese muy segura de si debería estar esperando que viniera alguien o que pasara algo. Los golpes de la noche anterior no le habían dolido tanto. Ahora entendía que esa había sido la reacción de su cuerpo a la conmoción. A medida que pasaban las horas, varias partes de ella habían empezado a inflamarse y a ponerse rígidas y un leve zumbido le apretaba partes de la cabeza que habían entrado en contacto con el puño rollizo de Van Cleve o el implacable tablero de la mesa.

Margery se marchó después de que Alice le asegurara que sí, que estaba bien, y que no, que no quería que más gente se quedara sin sus libros, y tras prometerle que echaría el cerrojo a la puerta durante todo el tiempo que estuviese fuera. En realidad, necesitaba estar un rato a solas, un rato en el que no tuviera que preocuparse de las reacciones de los demás delante de ella ni de ninguna otra cosa.

Y así, durante un par de horas, no hubo más que Alice en la biblioteca, a solas con sus pensamientos. La cabeza le dolía demasiado como para leer y, de todos modos, no sabía qué podía mirar. Sus pensamientos estaban turbios, enmarañados. Le costaba concentrarse, mientras que todas las preguntas sobre su futuro —dónde iba a vivir, qué iba a hacer, si trataría siquiera de regresar a Inglaterra— le parecían un esfuerzo tan enorme e intrincado que, al final, le pareció más fácil concentrarse sin más en las pequeñas tareas. Ordenar libros. Hacer café. Salir al retrete y, después, volver rápidamente y echar de nuevo el cerrojo.

A la hora del almuerzo alguien llamó a la puerta y ella se quedó inmóvil. Pero fue la voz de Fred la que oyó: «Solo soy yo, Alice», y se levantó de la silla para abrir el cerrojo y dar un paso atrás cuando él entró.

—Le he traído sopa —anunció a la vez que dejaba un cuenco tapado con un paño sobre el escritorio—. He pensado que podría tener hambre.

Fue entonces cuando le vio la cara. Ella se dio cuenta de la impresión, reprimida con la misma rapidez con que apareció para ser sustituida por algo más oscuro y furioso. Fue hasta el otro extremo de la habitación y se quedó allí un rato, de espaldas a ella, y fue como si, de repente, Fred estuviese hecho de algo más duro, como si su cuerpo se hubiese convertido en hierro.

—Bennett van Cleve es un imbécil —dijo, sin apenas mover la mandíbula, como si le estuviese costando contenerse.

—No ha sido Bennett.

Tardó un momento en entenderla.

—Maldita sea.

Volvió hacia atrás y se detuvo delante de ella. Alice miró hacia otro lado y el color apareció en sus mejillas, como si fuera ella quien hubiese hecho algo de lo que avergonzarse.

—Por favor —susurró, sin estar segura de qué era lo que le estaba pidiendo.

—Deje que la vea. —Se puso delante de ella y levantó los dedos hacia su cara, estudiándola con el ceño fruncido. Ella cerró los ojos mientras recorría la línea de su mandíbula con dedos suaves. Estaba tan cerca que Alice podía sentir el calor de su piel, el leve olor a caballo que desprendía su ropa—. ¿La ha visto un médico?

Negó con la cabeza.

—¿Puede abrir la boca?

Obedeció. Después, volvió a cerrarla con un gesto de dolor.

—Esta mañana me he lavado los dientes. Creo que un par de ellos se agitaban un poco, como un cascabel.

Él no se rio. Las yemas de sus dedos subieron por los laterales de su cara, con tanta suavidad que ella apenas las sentía, ni siquiera al atravesar los cortes y las magulladuras, igual que si se movieran suavemente por el espinazo de un caballo en busca de alguna desalineación. Fred frunció el ceño cuando cruzó sus pómulos y llegó a la frente, donde vaciló y, después, apartó un mechón de pelo.

—Creo que no tiene nada roto. —Su voz era un sordo murmullo—. Aunque eso no me quita las ganas de darle un puñetazo.

La bondad siempre podía con todo. Ella sintió que una lágrima le bajaba lentamente por la mejilla y esperó que él no la viera.

Fred se apartó. Ella oyó que estaba ahora junto a la mesa, y notó el traqueteo de una cuchara sobre ella.

—Es de tomate. La he preparado con hierbas y un poco de nata. Me he imaginado que usted no habría traído nada. Y… no es necesario masticar.

—No conozco a muchos hombres que cocinen. —Su voz salió con un pequeño sollozo.

—Sí. Bueno. Ahora mismo estaría pasando bastante hambre si no lo hiciera.

Ella abrió los ojos y vio que estaba dejando la cuchara junto a su cuenco con una servilleta de cuadros bien doblada al lado. Por un momento, Alice recordó la imagen de la mesa puesta de la noche anterior, pero la hizo desaparecer. Este era Fred, no Van Cleve. Y se sorprendió al ver que estaba hambrienta.

Fred se sentó mientras ella comía, con los pies sobre una silla mientras leía un libro de poesía, al parecer contento de dejarla tranquila.

Alice se tomó casi toda la sopa, haciendo muecas de dolor cada vez que abría la boca y buscando de vez en cuando con la lengua los dos dientes sueltos. No dijo nada, porque no sabía qué decir. Una extraña e inesperada sensación de humillación se cernió sobre ella, como si, en cierto modo, ella hubiera provocado aquello, como si las magulladuras de su rostro fueran un reflejo de su fracaso. Se descubrió reviviendo una y otra vez los sucesos de la noche anterior. ¿Debería haberse quedado callada? ¿Debería haberse limitado a transigir? Y, aun así, haber hecho esas cosas la habría convertido en… ¿Qué? Nada que fuera mucho mejor que aquellas malditas muñecas.

La voz de Fred interrumpió sus pensamientos.

—Cuando supe que mi mujer me estaba engañando, creo que uno de cada dos hombres de aquí a Hoffman me preguntó por qué no le daba una buena paliza y la traía de nuevo a casa.

Alice movió la cabeza con rigidez para mirarle, pero él mantenía la mirada puesta en su libro, como si estuviese leyendo en él esas palabras.

—Decían que debía darle una lección. Nunca lo hice, ni siquiera durante el primer ataque de rabia, cuando pensaba que ella me había pisoteado el corazón. Cuando le das una paliza a un caballo puedes terminar rompiéndolo. Puedes conseguir someterlo. Pero nunca se olvidará. Y puedes estar seguro de que nunca te querrá. Así que, si no se lo hago a un caballo, jamás podría entender por qué debería hacérselo a un ser humano.

Alice apartó el cuenco despacio mientras él continuaba.

—Selena no era feliz conmigo. Yo lo sabía, pero no quería pensar en ello. Ella no estaba hecha para vivir aquí, con el polvo, los caballos y el frío. Era una chica de ciudad y probablemente yo no lo tuve muy en cuenta. Estaba tratando de sacar adelante el negocio después de la muerte de mi padre. Supongo que pensé que ella sería como mi madre, que estaría contenta de forjar su propio camino. Pasaron tres años y no tuvimos hijos. Yo debería haber sabido que el primer vendedor zalamero que le prometiera una vida distinta haría que ella le siguiera. Pero no, nunca le puse una mano encima. Ni siquiera cuando se plantó delante de mí, con la maleta en la mano, para detallarme todos los aspectos en los que yo no había conseguido ser un hombre para ella. Y supongo que la mitad de este pueblo aún piensa que soy poco hombre por ello.

«Yo no», quiso decirle ella pero, de algún modo, las palabras no le salían de la boca.

Se quedaron sentados en silencio un rato más, sumidos en sus pensamientos. Por fin, él se levantó, le sirvió un café, lo puso delante de ella y fue hacia la puerta con el cuenco vacío.

—Estaré trabajando con el potro de Frank Neilsen en el prado de al lado esta tarde. Está un poco descompensado y prefiere el terreno llano. Si le preocupa cualquier cosa, no tiene más que dar un golpe en esa ventana, ¿de acuerdo?

Ella no respondió.

—Estaré aquí mismo, Alice.

—Gracias —contestó.

—Es mi mujer. Tengo derecho a hablar con ella.

—¿Cree que me importa un pimiento lo que usted…?

Fred fue el primero que llegó hasta él. Ella había estado dormitando en la silla, pues estaba agotada hasta la médula, y se despertó con el sonido de las voces.

—No pasa nada, Fred —gritó ella—. Déjele pasar.

Retiró el cerrojo y abrió un poco la puerta.

—Pues, en ese caso, yo también entro. —Fred pasó detrás de Bennett, de modo que los dos hombres se quedaron allí un momento, quitándose la nieve de las botas y sacudiéndose la ropa.

Bennett hizo una mueca cuando la vio. Ella no se había atrevido a mirarse la cara, pero, por la expresión de él, tuvo bastante claro lo que necesitaba saber. Él respiró hondo y se frotó la nuca con la palma de la mano.

—Tienes que venir a casa, Alice —dijo. Y añadió—: No volverá a hacerlo.

—¿Desde cuándo tienes voz ni voto con respecto a lo que haga tu padre, Bennett? —preguntó ella.

—Me lo ha prometido. No quería darte tan fuerte.

—Solo un poco. Ah, pues entonces no hay problema —dijo Fred.

Bennett le fulminó con la mirada.

—Los ánimos estaban caldeados. Papá solo… En fin, no está acostumbrado a que una mujer le responda.

—¿Y qué va a hacer la próxima vez que Alice abra la boca?

Bennett se giró y se cuadró ante Fred.

—Oiga, Guisler, ¿le importa no entrometerse? Porque, por lo que yo sé, esto no es asunto suyo.

—Es asunto mío si veo a una mujer indefensa recibiendo semejante paliza.

—Y usted es experto en cómo tratar a una esposa, ¿eh? Porque todos sabemos lo que pasó con su mujer…

—Ya basta —intervino Alice. Se puso de pie despacio, pues los movimientos rápidos hacían que la cabeza le doliera, y miró a Fred—. ¿Nos deja un momento, Fred? ¿Por favor…?

Guisler clavó su mirada en ella, luego en Bennett y, después, de nuevo en ella.

—Estaré en la puerta —murmuró.

Se quedaron mirando al suelo hasta que la puerta se cerró. Ella levantó los ojos primero para mirar al hombre con el que se había casado apenas un año antes, un hombre, según veía ahora, que había representado una vía de escape más que una auténtica unión de mentes o almas. Al fin y al cabo, ¿qué sabían en realidad el uno del otro? Habían sido algo exótico el uno para el otro, una idea de un mundo distinto para dos personas que estaban atrapadas, cada uno a su manera, por las expectativas que en ellos tenían quienes les rodeaban. Y entonces, poco a poco, la diferencia de ella se había convertido en algo repugnante para él.

—Entonces, ¿te vienes a casa? —preguntó Bennett.

No fue un: «Lo siento. Podemos arreglarlo, hablarlo. Te quiero y he pasado toda la noche preocupado por ti».

—¿Alice?

Ni un: «Nos iremos a algún sitio los dos solos. Empezaremos de nuevo. Te he echado de menos, Alice».

—No, Bennett. No voy a volver.

Tardó un momento en asimilar lo que ella había dicho.

—¿Qué quieres decir?

—Que no voy a volver.

—Pero… ¿adónde vas a ir?

—Aún no estoy segura.

—Tú… no puedes irte sin más. Las cosas no son así.

—¿Quién lo dice? Bennett…, tú no me quieres. Y yo no puedo…, no puedo ser la esposa que tú necesitas que sea. Nos estamos haciendo tremendamente infelices el uno al otro y no hay nada…, nada que indique que eso vaya a cambiar. Así que no. No tiene sentido que vuelva.

—Esto es por la influencia de Margery O’Hare. Papá tenía razón. Esa mujer…

—Por el amor de Dios, yo sé lo que siento.

—Pero estamos casados.

Ella enderezó la espalda.

—No voy a regresar a esa casa. Y aunque tú y tu padre me saquéis de aquí cien veces, yo seguiré marchándome.

Bennett se frotaba la nuca. Movió la cabeza a un lado y a otro y apartó un poco la vista de ella.

—Sabes que él no lo va a aceptar.

—Él no lo va a aceptar.

Alice le miró a la cara, en la que distintas emociones parecían estar compitiendo entre sí, y se sintió por un momento abrumada por la tristeza de todo aquello, por el reconocimiento de que ese era de verdad el final. Pero había algo más ahí: algo que esperaba que él también pudiera detectar. Alivio.

—¿Alice? —dijo él.

Y ahí estaba de nuevo, la extraña esperanza, irreprimible como un brote de primavera, de que, aunque ya era tarde, él la pudiera tomar en sus brazos, jurarle que no podía vivir sin ella, que todo eso había sido un error espantoso y que estarían juntos, como él le había prometido. La creencia, bien arraigada dentro de ella, de que todas las historias de amor tenían, en el fondo, la posibilidad de un final feliz.

Ella negó con la cabeza.

Y, sin decir nada más, él se marchó.

La Navidad se abordó sin estridencias. Margery no celebraba normalmente la Navidad, pues no podía relacionarla con ningún buen recuerdo, pero Sven insistió y compró un pequeño pavo que rellenó y cocinó y también preparó galletas de canela hechas con la receta sueca de su madre. Margery tenía muchas virtudes, decía negando con la cabeza, pero como esperara a que ella cocinara se quedaría más flaco que el palo de aquella escoba.

Invitaron a Fred, cosa que, por algún motivo, hizo que Alice se mostrara cohibida y, cada vez que él la miraba desde el otro lado de la mesa, se las arreglaba para hacerlo en el segundo exacto en que ella levantaba la vista hacia él, y eso la hacía sonrojar. Llevó un pastel de frutas, preparado según la receta de su madre, y una botella de tinto francés que tenía en su bodega desde antes de que su padre muriera, y se la bebieron y hablaron de su curioso sabor, aunque Sven y Fred estuvieron de acuerdo en que no había nada mejor que una cerveza fría. No cantaron villancicos ni jugaron a nada, pero había algo reparador en la relajada compañía de cuatro personas que se tenían afecto y se sintieron agradecidos por la buena comida y por disfrutar de un día o dos sin trabajar.

A pesar de ello, Alice había estado temiendo todo el día que llamaran a la puerta, el inevitable enfrentamiento. Al fin y al cabo, el señor Van Cleve era un hombre acostumbrado a salirse con la suya y había pocas ocasiones que ofrecieran mayor garantía de calentar los ánimos que la Navidad. Y, de hecho, sí que llamaron a la puerta. Pero no fue como ella se esperaba. Alice se puso de pie de un brinco, miró por la ventana, peleándose por el espacio con un agitado Bluey que no paraba de ladrar, pero fue Annie la que apareció en el umbral, con el mismo gesto de enfado, aunque, dado que se trataba de un día de fiesta, Alice no podía culparla.

—El señor Van Cleve me ha pedido que traiga esto —dijo, sus palabras explotaron entre sus labios, como burbujas rabiosas. Le lanzó un sobre.

Alice sujetaba a Bluey, que se retorcía para soltarse, dar un salto y saludar a aquella nueva visita. No podía haber peor perro guardián, decía Margery con cariño, todo ruido y ni pizca de furia. El renacuajo de la camada. Siempre absurdamente contento de mostrar a todos lo feliz que le hacía el simple hecho de estar vivo.

Annie mantenía una mirada recelosa sobre él mientras Alice cogía el sobre.

—Y ha dicho que le desea feliz Navidad.

—Pero no podía levantarse de la mesa para venir a decirlo en persona, ¿no? —gritó Sven a través de la puerta. Annie le miró con el gesto torcido y Margery le reprendió en silencio.

—Annie, eres bienvenida si quieres quedarte a comer algo antes de irte —dijo—. Hace una tarde fría y estaríamos encantados de compartir la comida contigo.

—Gracias. Pero tengo que volver. —Parecía reacia a permanecer cerca de Alice, como si la mera proximidad supusiera un peligro de quedar contaminada por su predilección por las «pervertidas prácticas sexuales».

—Bueno, gracias de todos modos por venir hasta aquí —dijo Alice. Annie la miró con recelo, como si se estuviese riendo de ella. Se dio la vuelta y aligeró el paso al bajar la cuesta.

Alice cerró la puerta y soltó al perro, que de inmediato empezó a saltar y a ladrar por la ventana, como si se hubiera olvidado por completo de a quién acababa de ver. Alice se quedó mirando el sobre.

—¿Qué te ha dado?

Margery se sentó a la mesa. Alice notó la mirada que intercambiaban ella y Fred mientras abría la tarjeta, con una elaborada composición de purpurina y lazos.

—Estará intentando recuperarla —dijo Sven a la vez que apoyaba la espalda en la silla—. Eso sí que es romántico. Bennett está intentando impresionarla.

Pero la tarjeta no era de Bennett. Leyó lo que decía:

Alice, necesitamos que regreses a la casa. Ya ha sido suficiente y mi hijo te echa de menos. Sé que me porté mal contigo y estoy dispuesto a cambiar. Aquí tienes un detalle para que te compres algo elegante en Lexington y te lo envío con la esperanza de que sirva de aliciente para tu pronta vuelta al hogar. Esto siempre resultó ser una fructífera solución con mi querida y difunta Dolores y confío en que lo mires con los mismos buenos ojos.

Hagamos borrón y cuenta nueva.

Tu padre,

Geoffrey van Cleve

Miró la tarjeta, de la que cayó un billete nuevo de cincuenta dólares sobre el mantel. Se quedó contemplándolo.

—¿Es lo que creo que es? —preguntó Sven, inclinándose hacia delante para examinarlo.

—Quiere que vaya a comprarme un vestido bonito. Y que, después, vuelva a casa. —Dejó la tarjeta sobre la mesa.

Hubo un largo silencio.

—No vas a ir —dijo Margery.

Alice levantó la cabeza.

—No iría ni aunque me pagara mil dólares. —Tragó saliva y volvió a meter el dinero en el sobre—. Pero trataré de buscarme otro sitio donde quedarme. No quiero ser un estorbo.

—¿Estás de broma? Te quedarás todo el tiempo que quieras. No eres ningún estorbo, Alice. Además, Bluey está tan embobado contigo que me gusta no tener que competir con él para llamar la atención de Sven.

Solo Margery notó el suspiro de alivio de Fred.

—¡Muy bien! —exclamó Margery—. Está decidido. Alice se queda. ¿Por qué no quito todo esto? Después, nos serviremos las galletas de canela de Sven. Si no podemos comérnoslas, las podremos utilizar para practicar el tiro al blanco.

27 de diciembre de 1937

Querido señor Van Cleve:

Me ha dejado usted claro en más de una ocasión que piensa que soy una puta. Pero, al contrario que a las putas, a mí no se me puede comprar.

Por lo tanto, le devuelvo su dinero bajo la custodia de Annie.

Por favor, ¿podría ordenar que se me envíen mis cosas a la casa de Margery O’Hare por ahora?

Atentamente,

Alice

Van Cleve tiró la carta sobre el escritorio. Bennett levantó los ojos desde el otro extremo del despacho y se hundió un poco en su asiento, como si ya adivinara su contenido.

—Se acabó —dijo Van Cleve antes de arrugar la carta y formar una bola con ella—. Esa O’Hare se ha pasado de la raya.

Diez días después llegaron los pasquines. Izzy vio el primero volando por la calle junto a la escuela. Desmontó de su caballo, lo cogió y le quitó la nieve para poder leerlo mejor.

Personas de bien de Baileyville: cuídense del peligro moral

que supone la Biblioteca Itinerante.

Se aconseja a todos los vecinos honrados que renuncien a su uso.

LA RECTITUD MORAL DE NUESTRO PUEBLO ESTÁ EN JUEGO.

—Rectitud moral. Dicho por un hombre que abofeteó la cara de una muchacha en la misma mesa de su comedor —dijo Margery negando con la cabeza.

—¿Qué vamos a hacer?

—Ir a la reunión, supongo. Al fin y al cabo, somos vecinas honradas. —Margery parecía optimista, pero Alice vio el modo en que cerraba la mano alrededor del pasquín y se le tensaba un tendón en el cuello—. No voy a permitir que ese viejo…

La puerta se abrió. Era Bryn, con las mejillas rosadas y la respiración pesada por haber corrido.

—Señorita O’Hare, señorita O’Hare. Beth se ha caído con el hielo y se ha hecho una buena fractura en el brazo.

Salieron corriendo de la biblioteca y le siguieron por el camino cubierto de nieve hasta que se encontraron con la corpulenta figura de Dan Meakins, el herrero del pueblo, que cargaba sujeta contra su pecho con una Beth de cara pálida. La muchacha se agarraba el brazo y tenía unas llamativas manchas oscuras debajo de los ojos, como si no hubiese dormido en una semana.

—El caballo se ha caído sobre un tramo de hielo justo al lado de la cantera de grava —dijo Dan Meakins—. Le he mirado y creo que está bien. Pero parece que ella ha recibido todo el impacto en el brazo.

Margery se acercó para examinar el brazo de Beth y el corazón le dio un vuelco. Ya estaba hinchado y cárdeno ocho centímetros por encima de la muñeca.

—Estáis exagerando —dijo Beth con los dientes apretados.

—Alice, ve a por Fred. Tenemos que llevarla al médico de Chalk Ridge.

Una hora después, los tres estaban en la sala de curas de la consulta del doctor Garnett mientras él colocaba con cuidado el brazo herido entre dos tablillas, tarareando algo en voz baja mientras lo vendaba. Beth mantenía los ojos cerrados y la mandíbula apretada, decidida a no dejar que se le notara el dolor, algo propio de quien se ha criado como la única chica en una familia de hermanos varones.

—Pero puedo seguir montando, ¿no? —preguntó Beth cuando el médico hubo acabado. Levantó el brazo por delante de ella mientras él le colocaba el cabestrillo alrededor del cuello y lo ataba con cuidado.

—Desde luego que no. Jovencita, vas a tener que pasar al menos seis semanas en reposo. Nada de montar ni de levantar cosas y trata de que el brazo no se golpee con nada.

—Pero tengo que montar a caballo. ¿Cómo si no voy a llevar los libros?

—No sé si habrá oído hablar de nuestra pequeña biblioteca, doctor… —empezó a decir Margery.

—Todos hemos oído hablar de su biblioteca. —Se permitió mirarla con una sonrisa irónica—. Señorita Pinker, por ahora la fractura parece limpia y confío en que curará bien. Pero insisto en lo importante que es protegerla de mayores daños. Si se infecta, tendríamos que enfrentarnos a una amputación.

—¿Amputación?

Alice sintió que algo le invadía, no estaba segura de si era repugnancia o miedo. De repente, Beth miraba con los ojos abiertos de par en par y había desaparecido su anterior serenidad.

—Nos las arreglaremos, Beth. —La voz de Margery sonaba más convencida de lo que se sentía por dentro—. Tú limítate a hacer caso al doctor.

Fred condujo todo lo rápido que pudo, pero, cuando llegaron a la reunión, ya llevaban más de media hora. Alice y Margery se dirigieron discretamente a la parte de atrás de la sala de reuniones, con Alice bajándose el sombrero por encima de la frente y dejando caer el pelo suelto sobre la cara para tratar de ocultar lo peor de sus magulladuras. Fred iba justo detrás de ella, como había hecho durante todo el día, como una especie de guardián. La puerta se cerró con suavidad tras ellos. Van Cleve estaba tan embalado en su discurso que nadie se detuvo a mirar siquiera cuando entraron.

—No me malinterpreten. Yo estoy completamente a favor de los libros y de la educación. Mi propio hijo, Bennett, fue el primero de su promoción en la escuela, como algunos de ustedes recordarán. Pero hay libros buenos y hay libros que hacen germinar ideas erradas, libros que difunden falsedades y pensamientos impuros. Libros que, si no se supervisan, pueden provocar divisiones en la sociedad. Y me temo que quizá hayamos sido laxos al dejar que esos libros circulen libremente por nuestra comunidad sin prestar la suficiente vigilancia para proteger a nuestras jóvenes y más vulnerables mentes.

Margery pasó la mirada por los asistentes para ver quién estaba y quién asentía. Costaba verlo bien desde atrás.

Van Cleve caminaba por delante de la primera fila de sillas negando con la cabeza, como si la información que tenía que dar le provocara verdadera tristeza.

—A veces, vecinos, mis buenos vecinos, me pregunto si el único libro que de verdad deberíamos leer es el de las Sagradas Escrituras. ¿No contiene todas las verdades y el aprendizaje que necesitamos?

—¿Y qué nos propone, Geoff?

—Bueno, ¿es que no es evidente? Tenemos que clausurar ese sitio.

Las caras entre la multitud se miraron entre sí, algunas con sorpresa y preocupación, otras asintiendo y mostrando su aprobación.

—Admito que se ha hecho un buen trabajo al repartir recetas y enseñar a los niños a leer y esas cosas. Y le doy las gracias por ello, señora Brady. Pero ya es suficiente. Debemos recuperar el control de nuestro pueblo. Y hay que empezar por el cierre de esa mal llamada biblioteca. Haré llegar esta propuesta al gobernador en cuanto tenga oportunidad y espero que todos los vecinos honrados que hay entre ustedes me apoyen.

Los asistentes se marcharon media hora después, en medio de un inusitado silencio difícil de interpretar, susurrándose unos a otros, algunos de ellos lanzando miradas de curiosidad a las mujeres que permanecían juntas en la parte de atrás. Van Cleve salió concentrado en su conversación con el pastor McIntosh y, o bien no las vio, o simplemente había decidido no hacer caso de su presencia.

Pero la señora Brady sí que las vio. Todavía con el pesado sombrero de piel que llevaba en la calle, miró hacia la parte posterior de la muchedumbre hasta ver a Margery y le hizo una señal para que se acercara al pequeño escenario.

—¿Es verdad lo del libro de Amor conyugal?

Margery no apartó la mirada.

—Sí.

La señora Brady dejó escapar una leve exclamación en voz baja.

—¿Se da cuenta de lo que ha hecho, Margery O’Hare?

—Es solo información, señora Brady. Información para ayudar a las mujeres a tomar el control de sus cuerpos, de sus vidas. No tiene nada de pecaminoso. Cielo santo, si hasta nuestro tribunal federal ha aprobado ese libro.

—Tribunal federal —repitió la señora Brady con un resoplido—. Sabe tan bien como yo que aquí estamos muy lejos de los tribunales federales y que a nadie le importa un pimiento lo que allí se decida. Sabe que nuestro pequeño rincón del mundo es de lo más conservador, sobre todo en lo concerniente a los asuntos de la carne. —Cruzó los brazos sobre su pecho y, de repente, las palabras le salieron como un estallido—. ¡Maldita sea, Margery, confiaba en que no iba a provocar ningún revuelo! Ya sabe lo sensible que es este proyecto. Ahora todo el pueblo está que arde con rumores sobre el tipo de material que está repartiendo. Y ese viejo loco está dispuesto a destrozarlo todo y a asegurarse de que se sale con la suya y nos echa el cierre.

—Lo único que he hecho es ser franca con la gente.

—Pues si hubiese sido más lista se habría dado cuenta de que, a veces, hay que comportarse como los políticos para conseguir lo que se quiere. Al actuar como lo ha hecho usted, le ha dado exactamente la munición que él esperaba.

Margery se removió incómoda.

—Vamos, señora Brady. Nadie va a hacerle caso al señor Van Cleve.

—¿Eso cree? Pues el padre de Izzy, para empezar, se ha mostrado firme.

—¿Qué?

—El señor Brady ha insistido esta noche en que Izzy se retire del programa.

Margery la miró boquiabierta.

—Es una broma.

—Le aseguro que no lo es. Esta biblioteca depende de la buena voluntad de los habitantes del pueblo. Está sustentada en la idea de que se trata de un bien público. Sea lo que sea lo que ha hecho ha generado una polémica y el señor Brady no quiere que su única hija se vea arrastrada por ella.

De repente, se llevó una mano a la mejilla.

—Dios mío. A la señora Nofcier no le va a gustar nada cuando se entere. No le va a gustar nada en absoluto.

—Pero…, pero Beth Pinker se acaba de romper un brazo. Ya hemos perdido a una bibliotecaria. Si perdemos también a Izzy, la biblioteca no va a poder salir adelante.

—Pues quizá debería haberlo pensado antes de empezar a liar las cosas con su… literatura radical. —Fue entonces cuando vio la cara de Alice. Parpadeó, la miró con el ceño fruncido y, después, movió la cabeza a un lado y a otro, como si eso también fuese una prueba de que algo estaba yendo realmente mal en la Biblioteca Itinerante. A continuación se fue, con Izzy mirándolas desesperada mientras le tiraban de la manga en dirección a la puerta.

—Vaya, pues menudo desastre.

Margery y Alice estaban en la puerta de la ahora vacía sala de reuniones mientras las últimas calesas y parejas desaparecían entre murmullos. Por primera vez, Margery parecía realmente desconcertada. Seguía sujetando en la mano un pasquín arrugado y, en ese momento, lo tiró al suelo y lo aplastó con el tacón entre la nieve del escalón.

—Yo voy a hacer mi ruta mañana —dijo Alice. Su voz aún sonaba amortiguada desde su boca hinchada, como si hablara a través de una almohada.

—No puedes. Espantarías a los caballos y, más aún, a las familias. —Margery se frotó los ojos y respiró hondo—. Yo haré todas las rutas que pueda. Pero Dios sabe que la nieve ya lo hace todo más difícil.

—Nos quiere destruir, ¿verdad? —preguntó Alice sin entusiasmo.

—Sí, eso quiere.

—Es por mí. Le dije dónde podía meterse sus cincuenta dólares. Está tan enfadado que haría lo que fuera por castigarme.

—Alice, si no le hubieses dicho tú dónde podía meterse sus cincuenta dólares, lo habría hecho yo y con letras mayúsculas. Van Cleve es del tipo de hombres que no puede soportar que una mujer ocupe ninguna clase de lugar en el mundo. No puedes culparte por lo que haga un hombre así.

Alice se metió las manos en los bolsillos.

—Quizá el brazo de Beth se cure más rápido de lo que ha dicho el médico.

Margery la miró de reojo.

—Ya se te ocurrirá algo —añadió Alice, como si se lo estuviese diciendo a sí misma—. Siempre te pasa.

Margery soltó un suspiro.

—Vamos. Volvamos a casa.

Alice bajó dos escalones y se ciñó con fuerza la chaqueta de Margery alrededor del cuerpo. Se preguntó si Fred iría con ella a recoger sus últimas pertenencias. Le daba miedo ir sola.

Entonces, una voz interrumpió el silencio.

—¿Señorita O’Hare?

Kathleen Bligh apareció por la esquina del edificio de la sala de reuniones sosteniendo delante de ella una lámpara de aceite con una mano y las riendas de un caballo en la otra.

—Señora Van Cleve.

—Hola, Kathleen. ¿Cómo se encuentra?

—He estado en la reunión. —Su rostro parecía demacrado bajo la fuerte luz—. He oído lo que ese hombre de ahí ha estado diciendo de todas ustedes.

—Sí. Bueno, cada uno tiene una opinión en este pueblo. No hay que creer todo lo que…

—Yo iré con ustedes.

Margery inclinó la cabeza, como si no estuviese segura de haber oído bien.

—Iré con el caballo. He oído lo que le ha dicho a la señora Brady. La madre de Garrett cuidará de los niños. Iré con ustedes. Hasta que el brazo de esa muchacha esté curado.

Al ver que ni Margery ni Alice respondían, añadió:

—Conozco al dedillo los caminos de cada «hondonada» en treinta kilómetros. Sé montar a caballo igual de bien que cualquier otro. La biblioteca me ha ayudado a seguir adelante y no quiero que ningún viejo estúpido la cierre.

Las mujeres se miraron entre sí.

—¿A qué hora voy mañana?

Fue la primera vez que Alice veía a Margery sin saber qué decir. Tartamudeó un poco antes de volver a hablar.

—Pasadas las cinco estará bien. Tenemos mucho camino que recorrer. Por supuesto, si es demasiado complicado porque sus hijos…

—A las cinco estaré. Tengo mi propio caballo. —Levantó el mentón—. El caballo de Garrett.

—Le estoy muy agradecida.

Kathleen se despidió de las dos con un movimiento de la cabeza y, después, se montó en el gran caballo negro, le dio la vuelta y se perdió en la oscuridad.

Cuando después echara la vista atrás, Alice recordaría el mes de enero como el más oscuro de todos. No era solo que los días fueran cortos y gélidos y que buena parte de sus trayectos se hicieran ahora en completa oscuridad, con los cuellos subidos y los cuerpos envueltos en tanta ropa como podían ponerse sin que les impidiera moverse; las familias a las que visitaban estaban a menudo azules por el frío, los niños y ancianos, metidos juntos en la cama, algunos tosiendo y con los ojos legañosos, acurrucados en torno a fuegos a medio apagar y, aun así, todos desesperados por la diversión y la esperanza que una buena historia les podría traer. Llevarles los libros se había vuelto infinitamente más duro: las rutas estaban a veces intransitables, los caballos tropezaban entre la profunda nieve o se resbalaban sobre el hielo de los senderos en pendiente, de tal modo que Alice tenía que desmontar e ir caminando, obsesionada con la imagen del brazo enrojecido e hinchado de Beth.

Tal y como había prometido, Kathleen aparecía a las cinco de la mañana cuatro días a la semana sobre el alto y negro caballo de su marido, recogía dos bolsas de libros y salía sin decir nada hacia el interior de las montañas. Rara vez necesitó revisar sus rutas y las familias a las que repartía la recibían con las puertas abiertas y muestras de alegría y respeto. Alice se dio cuenta de que salir de casa le hacía bien a Kathleen, a pesar de las penurias del trabajo y de las largas horas alejada de sus hijos. En pocas semanas se le notó un nuevo aire, si no de felicidad, sí de serena sensación de realización, e incluso aquellas familias influenciadas por el enérgico deseo de desmantelamiento de la biblioteca por parte del señor Van Cleve se convencieron de seguir con ella en vista de la insistencia de Kathleen de que la biblioteca era «algo bueno y que ella y Garrett tenían buenas razones para creerlo así».

Pero, con todo, fue duro. Aproximadamente una cuarta parte de las familias de la montaña se habían dado de baja y también una buena cantidad de las del pueblo, y se había corrido la voz a toda velocidad, de tal forma que quienes antes las habían recibido de buena gana ahora las miraban con recelo.

«El señor Leland dice que una de vuestras bibliotecarias ha sido madre sin estar casada después de volverse loca con una novela de amor».

«Yo he oído que cinco hermanas de Split Willow se niegan a ayudar a sus padres en la casa después de que les hayan llenado la cabeza con textos políticos que les habían escondido en los libros de recetas. A una de ellas le ha crecido pelo en el dorso de las manos».

«¿Es verdad que vuestra muchacha inglesa es, en realidad, una comunista?».

En ocasiones, incluso recibieron insultos y malos tratos por parte de la gente a la que visitaban. Habían empezado a evitar pasar junto a los garitos de la calle principal porque los hombres les gritaban obscenidades desde las puertas o las seguían por la calle escenificando lo que según ellos aparecía en el material de lectura. Echaban de menos la presencia de Izzy, sus canciones y sus alegres e incómodas muestras de entusiasmo, y, aunque nadie hablaba abiertamente de ello, la ausencia del apoyo de la señora Brady les hacía sentir como si hubiesen perdido el coraje. Beth pasó por allí alguna vez, pero estaba tan gruñona y desanimada que decidió —y, al final, también las demás— que le resultaría más fácil si dejaba de aparecer. Sophia pasaba las horas que ya no tenía que dedicar a registrar libros fabricando más álbumes de recortes. «Todavía pueden cambiar las cosas», decía a las dos mujeres más jóvenes con voz firme. «Hay que mantener la fe».

Alice se armó de valor y fue a la casa de los Van Cleve acompañada de Margery y de Fred. Se sintió aliviada al ver que el señor Van Cleve no estaba y fue Annie quien, en silencio, le dio dos maletas bien preparadas y cerró la puerta con un golpe demasiado enérgico. Pero una vez de vuelta en la cabaña de Margery, a pesar de lo mucho que esta le insistía en que podría quedarse todo el tiempo que quisiera, Alice no pudo evitar sentirse como una intrusa, una refugiada dentro de un mundo cuyas reglas aún no entendía del todo.

Sven Gustavsson se mostró solícito. Era un tipo de hombre que nunca hacía sentir a Alice que no era bien recibida y dedicaba un rato durante cada visita a hacerle preguntas sobre ella, su familia en Inglaterra, lo que había hecho durante el día, como si fuese una invitada de honor a la que siempre estaba encantado de ver allí, en lugar de un alma perdida que les había ocupado la casa.

Él le contaba lo que de verdad ocurría en las minas de Van Cleve: la crueldad, la presencia de los antisindicalistas, los cuerpos destrozados y las condiciones que ella apenas soportaba tener que imaginar. Le explicaba todo con un tono que indicaba que las cosas eran así sin más, pero ella sentía una profunda vergüenza al pensar que las comodidades con las que ella había vivido en la gran casa las habían proporcionado esas ganancias.

Se retiraba a un rincón a leer uno de los ciento veintidós libros de Margery o se tumbaba despierta en el colchón de heno de la habitación delantera durante las horas de oscuridad con sus pensamientos interrumpidos de vez en cuando por los sonidos que salían del dormitorio de Margery y su frecuencia. El carácter desinhibido de los dos y su inesperada felicidad le provocaban, al principio, una fuerte turbación y, una semana después, una curiosidad teñida de tristeza al ver cómo la experiencia amorosa de Margery y Sven podía ser tan distinta de la suya.

Pero, sobre todo, miraba a hurtadillas cómo se comportaba él con Margery, su forma de verla moverse con callada aprobación, su forma de tocarla con una mano siempre que la tenía cerca, como si el roce de su piel con la de Margery le fuese tan necesario como el respirar. Se maravillaba al ver cómo él hablaba del trabajo de Margery, como si fuese algo de lo que se sintiera orgulloso, ofreciéndole ideas o palabras de apoyo. Veía cómo atraía a Margery hacia él sin ninguna vergüenza ni incomodidad, murmurándole secretos al oído o compartiendo sonrisas iluminadas con intimidades de las que no hablaban, y era entonces cuando algo se vaciaba dentro de Alice, hasta que sentía en su interior algo cavernoso, un enorme agujero que crecía cada vez más hasta amenazar con tragársela entera.

«Concéntrate en la biblioteca», se decía mientras se subía la colcha hasta el mentón y se tapaba las orejas. «Mientras tengas eso, tienes algo».

Загрузка...