PRÓLOGO


20 de diciembre de 1937

Escucha. Te encuentras a cinco kilómetros en las profundidades del bosque, justo por debajo de Arnott’s Ridge y en medio de un silencio tan denso que es como si vadearas por él. No se oye ningún canto de pájaro después del alba, ni siquiera en pleno verano, y mucho menos ahora, con un aire frío tan húmedo que las pocas hojas que aún cuelgan animosas de las ramas permanecen inmóviles. Entre el roble y el pecán nada se revuelve: los animales salvajes están en el profundo subsuelo, sus suaves pieles entrelazadas en estrechas cuevas o troncos ahuecados. La nieve es tan profunda que las patas del mulo desaparecen por debajo de sus corvejones y, cada pocos pasos, el animal se tambalea y resopla con recelo, comprobando si hay piedras sueltas y agujeros por debajo del blanco infinito. Solo el estrecho riachuelo de abajo se mueve confiado, con su agua clara murmurando y burbujeando por encima del lecho rocoso, dirigiéndose hacia un final que nadie de por aquí ha visto nunca.

Margery O’Hare comprueba el estado de los dedos de sus pies dentro de las botas, pero hace tiempo que ha dejado de sentirlos y se estremece al pensar en lo mucho que le van a doler cuando se le vuelvan a calentar. Tres pares de calcetines de lana y, con este tiempo, es como si fuera con las piernas al aire. Acaricia el cuello del gran mulo retirándole los cristales que se le forman sobre el espeso pelaje con sus pesados guantes de hombre.

—Esta noche tendrás ración doble, pequeño Charley —le dice, y observa cómo sacude hacia atrás sus enormes orejas. Se remueve para ajustarle las alforjas, asegurándose de que el mulo está bien equilibrado mientras van bajando hacia el arroyo—. Melaza caliente para cenar. Puede que hasta yo tome un poco.

Seis kilómetros y medio todavía, piensa, arrepentida de no haber desayunado más. Pasa por el escarpe indio, sube por el sendero de los pinos ponderosa, dos «hondonadas» más y aparecerá la vieja Nancy, cantando himnos, como siempre, con su voz clara y fuerte resonando por el bosque mientras camina balanceando los brazos como una niña para reunirse con ella.

—No tiene por qué andar ocho kilómetros para recibirme —le dice a la mujer cada dos semanas—. Es nuestro trabajo. Por eso vamos a caballo.

—Ustedes ya hacen bastante, muchachas.

Sabe cuál es la verdadera razón. Nancy, como Phyllis, su hermana postrada en cama en la diminuta cabaña de troncos de Red Lick, no puede permitir perderse siquiera una ocasión de su ración de anécdotas. Tiene sesenta y cuatro años y tres dientes buenos y es fanática de un atractivo vaquero:

—Ese Mack Maguire hace que me aletee el corazón como una sábana limpia en un tendedero. —Da una palmada y levanta los ojos al cielo—. Tal y como Archer lo escribe, es como si saliese de las páginas de ese libro y me montara con él a lomos de su caballo. —Se inclina hacia delante con gesto de complicidad—. No solo me gustaría montar sobre ese caballo. ¡Mi marido decía que yo tenía muy buen trasero cuando era joven!

—No lo dudo, Nancy —responde Margery en cada ocasión y la mujer estalla en carcajadas a la vez que se da palmadas en los muslos como si fuera la primera vez que lo dice.

Se oye el chasquido de una rama y las orejas de Charley se mueven rápidamente. Con unas orejas así, es probable que pueda oír de ahí a medio camino de Louisville.

—Por aquí, pequeño —dice mientras lo aleja de un afloramiento rocoso—. La oirás en un minuto.

—¿Vas a algún sitio?

Margery gira la cabeza de repente.

Él se tambalea un poco, pero su mirada es serena y fija. Ve que tiene el rifle amartillado y lo lleva, como un loco, con el dedo en el gatillo.

—Así que ahora sí que me miras, ¿eh, Margery?

Ella mantiene la voz tranquila mientras la mente se le dispara.

—Le estoy viendo, Clem McCullough.

—«Le estoy viendo, Clem McCullough». —El hombre escupe tras repetir sus palabras, como un niño maleducado en el patio del colegio. Tiene el pelo levantado por un lado, como si hubiese dormido sobre él—. Me ves al mirarme por encima de esa nariz tuya. Me ves como si te vieras barro en el zapato. Como si fueses alguien especial.

Nunca ha sido muy miedosa, pero está lo bastante familiarizada con estos hombres de la montaña como para saber que no debe discutir con un borracho. Sobre todo, con uno que lleva un arma cargada.

Hace un rápido listado de memoria de las personas a las que podría haber ofendido. Dios sabe que pueden ser unas cuantas, pero ¿McCullough? Aparte de lo que es evidente, no se le ocurre ningún motivo.

—Cualquier problema que su familia tuviera con mi padre, este se lo llevó a la tumba. Solo quedo yo y no tengo ningún interés en ninguna disputa familiar.

McCullough está ahora bloqueándole el paso, con las piernas hundidas en la nieve y el dedo aún en el gatillo. Su piel presenta las manchas púrpura y azuladas del que está demasiado borracho como para ser consciente del frío que tiene. Probablemente demasiado borracho como para acertar en el tiro, pero ella no quiere correr el riesgo.

Margery endereza su peso y hace que el mulo se detenga a la vez que mira de reojo a los lados. Las orillas del arroyo son demasiado empinadas y están demasiado arboladas como para que pueda pasar por ellas. No le queda más remedio que convencerle de que se mueva o pasar por encima de él, y la tentación de hacer esto último es bastante fuerte.

El mulo mueve las orejas hacia atrás. En medio del silencio, ella puede oír los latidos de su propio corazón, un zumbido insistente en sus oídos. Piensa distraída que no está segura de haberlo oído nunca de una forma tan fuerte.

—Solo cumplo con mi deber, señor McCullough. Le agradecería que me deje pasar.

El hombre frunce el ceño, percibe el posible insulto en su modo excesivamente educado de dirigirse a él y, cuando mueve el arma, ella se da cuenta de su error.

—Tu deber… Te crees muy superior y poderosa. ¿Sabes qué necesitas? —Escupe ruidosamente mientras espera a que ella responda—. He dicho que si sabes lo que necesitas, niña.

—Sospecho que mi versión de lo que podría necesitar va a ser muy distinta de la suya.

—Vaya, tienes respuesta para todo. ¿Crees que no sabemos lo que habéis estado haciendo todas? ¿Crees que no sabemos qué es lo que has estado difundiendo entre las mujeres decentes y temerosas de Dios? Sabemos qué es lo que pretendes. Tienes al demonio dentro de ti, Margery O’Hare, y solo hay una forma de sacar al demonio de una muchacha como tú.

—Bueno, pues me encantaría pararme a averiguarlo, pero ahora estoy ocupada con mis entregas y quizá podamos continuar con esta…

—¡Cierra el pico!

McCullough levanta su arma.

—¡Cierra esa maldita boca que tienes!

Ella la cierra de golpe.

Él da dos pasos en su dirección y deja las piernas abiertas y bien apuntaladas.

—Bájate del mulo.

Charley se remueve inquieto. Ella siente el corazón como una piedra helada en la boca. Si se da la vuelta y echa a correr, él le pegará un tiro. La única salida que hay es seguir por el arroyo. El lecho del bosque es escabroso y la arboleda demasiado densa como para poder ver un camino por delante. Se da cuenta de que no hay nadie en varios kilómetros, nadie aparte de la vieja Nancy abriéndose camino despacio por la cumbre de la montaña.

Está sola y lo sabe.

Él baja la voz.

—He dicho que te apees del mulo.

Da dos pasos hacia delante, y sus pies hacen crujir la nieve.

Y esa es la única verdad para ella y para todas las mujeres que hay por allí. No importa lo inteligente, lo lista o lo independiente que seas. Siempre podrá contigo un estúpido con un arma. El cañón del rifle está ahora tan cerca que ella se ve mirando por el interior de dos agujeros negros e infinitos. Con un gruñido, él lo deja caer de pronto, haciendo que se balancee hacia atrás colgado de su correa, y agarra las riendas. El mulo se da la vuelta y ella se echa hacia delante torpemente sobre su cuello. Nota cómo McCullough la agarra del muslo mientras echa la otra mano hacia atrás para coger el rifle. Su aliento es agrio por el alcohol y su mano está áspera por la suciedad. Cada célula de su cuerpo siente repugnancia al notarla.

Y entonces, la oye. Es la voz de Nancy a lo lejos.

¡Oh, qué paz a menudo perdemos!

Oh, qué dolor tan innecesario soportamos…

Él levanta la cabeza. Ella oye un «¡No!», y una parte lejana de sí misma reconoce sorprendida que ha salido de su propia boca. Los dedos la agarran y tiran de ella, un brazo la rodea por la cintura y le hace perder el equilibrio. Entre sus manos fuertes y su fétido aliento, ella siente que su futuro se va convirtiendo en algo negro y terrible. Pero el frío hace que él se muestre torpe. Balbucea mientras trata de coger de nuevo su rifle, de espaldas a ella, y en ese momento ve que tiene una oportunidad. Mete la mano izquierda en su alforja y, mientras él gira la cabeza, ella suelta las riendas, coge el otro extremo con la mano derecha y balancea el pesado libro con todas sus fuerzas, golpeándole con él en la cara. El hombre suelta el arma, el sonido tridimensional de un fuerte estallido rebota en los árboles y ella nota que el cántico queda en silencio un momento y que los pájaros se elevan en el aire como una resplandeciente nube negra de alas en movimiento. Cuando McCullough cae al suelo, el mulo corcovea y da una sacudida hacia delante, asustado, tropezando con él y haciendo que ella ahogue un grito y tenga que agarrarse al cuerno de la silla de montar para no caerse.

Y, a continuación, se va por el lecho del riachuelo, mientras aguanta la respiración y el corazón le late con fuerza confiando en que las patas seguras del mulo sepan sostenerse en medio del chapoteo sobre el agua helada, sin atreverse a mirar atrás para ver si McCullough ha conseguido ponerse de pie para salir detrás de ella.

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