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Tres meses antes

Mientras se abanicaban en la puerta de la tienda o pasaban bajo la sombra de los eucaliptos, todos coincidían en que hacía un calor poco habitual para estar en septiembre. La sala de juntas de Baileyville resultaba sofocante con los olores a jabón de sosa cáustica y perfume rancio, los cuerpos apelotonados con sus vestidos de popelina y sus trajes de verano. El calor había penetrado incluso en las paredes de tablones, de tal modo que la madera mostraba su protesta entre crujidos y suspiros. Apretada a la espalda de Bennett mientras este se abría paso por la fila de asientos ocupados, disculpándose cuando cada uno de los ocupantes tenía que levantarse de su asiento con un suspiro apenas disimulado, Alice habría jurado que podía notar cómo el calor de cada cuerpo se filtraba en el suyo mientras se inclinaban hacia atrás para dejarles pasar.

«Perdón. Perdón».

Bennett llegó por fin a dos asientos vacíos y Alice, con las mejillas encendidas por la vergüenza, se sentó sin hacer caso a las miradas de reojo de las personas que les rodeaban. Bennett bajó la mirada a su solapa para sacudirse una inexistente pelusa y, a continuación, le miró la falda.

—¿No te has cambiado? —murmuró.

—Has dicho que íbamos a llegar tarde.

—No era mi intención que salieras con la ropa de estar en casa.

Ella había tratado de preparar un típico pastel de carne inglés recubierto con puré de patatas para animar a Annie a poner algo en la mesa que no fuese comida sureña. Pero las patatas se le habían puesto verdes, no había sido capaz de medir el calor del fogón y la grasa le había salpicado por todo el cuerpo cuando dejó caer la carne sobre la plancha. Y cuando Bennett entró para buscarla (ella, naturalmente, había perdido la noción del tiempo), no fue capaz de entender por qué Alice no dejaba las tareas culinarias a la criada cuando estaba a punto de tener lugar una reunión importante.

Alice posó la mano encima de la mancha de grasa más grande que tenía en la falda y decidió mantenerla ahí durante una hora. Porque sería una hora. O dos. O, que Dios la asistiera, hasta tres.

Iglesia y reuniones. Reuniones e iglesia. A veces, Alice van Cleve se sentía como si simplemente hubiese cambiado una tediosa tarea rutinaria por otra. Esa misma mañana en la iglesia, el pastor McIntosh había pasado casi dos horas lanzando proclamas sobre los pecadores que, al parecer, estaban tramando llevar a cabo una escandalosa dominación sobre el pueblo y ahora se abanicaba y parecía alarmantemente dispuesto a empezar a hablar de nuevo.

—Vuelve a ponerte los zapatos —murmuró Bennett—. Podría verte alguien.

—Es este calor —respondió ella—. Son pies ingleses. No están acostumbrados a estas temperaturas. —Más que verla, sintió la tediosa reprobación de su marido. Pero estaba demasiado acalorada y cansada como para que le importase y la voz del orador tenía un tono narcótico que hacía que ella solo asimilara una de cada tres palabras aproximadamente —«germinando… vainas… cascarillas… bolsas de papel»— y le resultaba complicado interesarse por el resto.

La vida matrimonial, según le habían dicho, sería una aventura. ¡Viajar a un nuevo país! Al fin y al cabo, se había casado con un americano. ¡Comida nueva! ¡Una nueva cultura! ¡Nuevas experiencias! Se había imaginado en Nueva York, con un elegante traje de dos piezas en bulliciosos restaurantes y aceras atestadas. Escribiría a su familia presumiendo de sus nuevas experiencias. «Ah, ¿Alice Wright? ¿No es la que se casó con el atractivo americano? Sí, recibí una postal de ella. Estaba en la Ópera Metropolitana o el Carnegie Hall…». Nadie le había advertido de que aquello implicaría también tantas chácharas entre tazas de porcelana buena con ancianas tías, tantos zurcidos y confección de colchas sin sentido o, lo que era aún peor, tantos sermones mortalmente aburridos. Sermones y reuniones eternos que duraban décadas. ¡Ah, pero es que a estos hombres les encantaba el sonido de sus propias voces! Sentía como si la estuvieran riñendo durante horas cuatro veces a la semana.

Los Van Cleve se habían detenido en no menos de trece iglesias de camino hasta ahí y el único sermón que le había gustado a Alice había tenido lugar en Charleston, donde el predicador se había extendido tanto que los congregados habían perdido la paciencia y habían decidido, todos a una, «callarlo con un cántico», ahogar su voz cantando por encima hasta que se había dado por enterado y, bastante airado, había echado el cierre por ese día a su establecimiento religioso. Sus vanos intentos por hablar por encima de ellos, mientras elevaban sus voces con decisión, la habían hecho reír.

Lamentablemente, los congregados en Baileyville, Kentucky, según había observado hacía más de una hora, parecían embelesados.

—Vuelve a ponértelos de una vez, Alice. Por favor.

Cruzó la mirada con la señora Schmidt, en cuyo salón había estado tomando el té dos semanas antes, y volvió a mirar al frente, en un intento por no parecer demasiado amistosa por si la invitaba una segunda vez.

—Pues muchas gracias, Hank, por ese consejo sobre el almacenamiento de semillas. Estoy seguro de que nos has dado mucho que pensar.

Mientras Alice deslizaba los pies dentro de sus zapatos, el pastor añadió:

—No, no se pongan de pie, damas y caballeros. La señora Brady ha pedido que le dediquemos un momento.

Alice, haciendo caso a estas palabras, volvió a quitarse los zapatos. Una mujer bajita y de mediana edad avanzó hacia la parte delantera, ese tipo de mujer que su padre habría descrito como «bien guarnecida», con el firme relleno y las sólidas curvas que suelen relacionarse con un buen sofá.

—Es por la biblioteca itinerante —dijo ella mientras se daba aire en el cuello con un abanico blanco y se ajustaba el sombrero—. Ha habido mejoras de las que me gustaría informarles.

»Todos somos conscientes de los…, eh…, devastadores efectos que la Depresión ha traído a este gran país. Se ha prestado tanta atención a la supervivencia que muchos otros aspectos de nuestras vidas han tenido que dejarse en un segundo plano. Puede que algunos de ustedes conozcan los enormes esfuerzos que el presidente y la señora Roosevelt han realizado para recuperar la atención sobre la alfabetización y el aprendizaje. Pues bien, esta misma semana he tenido el privilegio de asistir a una merienda con la señora Lena Nofcier, presidenta de los Servicios Bibliotecarios de la Asociación de Padres y Maestros de Kentucky, y nos ha contado que, dentro de estos servicios, la WPA, la Agencia para el Desarrollo del Empleo, ha establecido un sistema de bibliotecas itinerantes en varios estados e incluso un par de ellas aquí, en Kentucky. Quizá alguno de ustedes haya oído hablar de la biblioteca que han abierto en el condado de Harlan. ¿Sí? Pues ha resultado tener un éxito increíble. Con el patrocinio de la señora Roosevelt en persona y la WPA…

—Es episcopaliana.

—¿Qué?

—La señora Roosevelt. Es episcopaliana.

La mejilla de la señora Brady se movió con un tic.

—Bueno, no vamos a echarle eso en cara. Es nuestra primera dama y se está ocupando de hacer grandes cosas por nuestro país.

—De lo que debería ocuparse es de saber cuál es su sitio y no de ir sembrando cizaña por todas partes. —Un hombre con papada y traje claro de lino negó con la cabeza y miró a su alrededor buscando aprobación.

Al otro lado, Peggy Foreman se inclinó hacia delante para colocarse bien la falda justo en el momento en que Alice fijaba la vista en ella, lo que hizo que pareciera que Alice llevaba rato mirándola. Peggy frunció el ceño y levantó su diminuta nariz y, a continuación, murmuró algo a la muchacha que tenía al lado, que se inclinó hacia delante para lanzar a Alice la misma mirada de antipatía. Alice volvió a apoyar la espalda en su asiento mientras trataba de reprimir el sofoco que empezaba a elevarse por sus mejillas.

«Alice, no vas a adaptarte hasta que hagas algunas amistades», le decía siempre Bennett, como si ella pudiese influir en Peggy Foreman y su pandilla de caras amargadas.

—Tu novia está lanzándome maleficios otra vez —murmuró Alice.

—No es mi novia.

—Pues ella creía que lo era.

—Ya te lo dije. Solo éramos unos niños. Te conocí y…, en fin, ahí terminó todo.

—Ojalá se lo dijeras a ella.

Bennett se inclinó hacia ella.

—Alice, por esa contención con la que siempre te comportas, la gente está empezando a pensar que eres un poco… estirada.

—Soy inglesa, Bennett. No estamos hechos para mostrarnos… acogedores.

—Yo solo digo que, cuanto más te impliques, mejor será para los dos. Papá opina lo mismo.

—Conque sí, ¿eh?

—No te pongas así.

La señora Brady les fulminó con la mirada.

—Como decía, debido al éxito de esos esfuerzos en los estados vecinos, la WPA ha destinado fondos para que podamos crear nuestra propia biblioteca itinerante en el condado de Lee.

Alice contuvo un bostezo.

En el aparador de la casa había una fotografía de Bennett con su uniforme de béisbol. Acababa de conseguir un home-run y en su cara se veía una expresión de especial intensidad y alegría, como si en ese momento estuviese viviendo alguna experiencia trascendental. Alice deseaba que él volviera a mirarla así.

Pero cuando se puso a pensar en ello, Alice van Cleve se dio cuenta de que su matrimonio había sido la culminación de una serie de sucesos aleatorios que habían empezado con un perro de porcelana roto cuando ella y Jenny Fitzwalter habían jugado al bádminton dentro de casa (había estado lloviendo, ¿qué otra cosa se suponía que podían hacer?), a lo que se había sumado la pérdida de su plaza en la escuela de secretariado debido a su continua impuntualidad y, por último, su aparentemente indecoroso arrebato contra el jefe de su padre durante la fiesta por Navidad («¡Pero si me puso la mano en el trasero mientras yo servía las bandejas de volován!», había protestado Alice. «No seas ordinaria, Alice», había replicado su madre con un escalofrío). Esos tres sucesos, junto con un incidente relacionado con los amigos de su hermano Gideon, demasiado ponche de ron y una alfombra destrozada (¡No se había dado cuenta de que el ponche llevaba alcohol! ¡Nadie se lo había dicho!), habían provocado que sus padres sugirieran lo que llamaron un «período de reflexión», que equivalía a «no dejar salir a Alice». Les había oído hablando en la cocina: «Siempre ha sido así. Es como tu tía Harriet», había dicho su padre con tono desdeñoso, y su madre había estado sin hablarle dos días enteros, como si la idea de que Alice fuese una consecuencia de su linaje genético le hubiese parecido insoportablemente ofensiva.

Y así, durante el largo invierno, mientras Gideon asistía a una infinidad de bailes y cócteles, desaparecía durante largos fines de semana en casas de amigos o salía de fiesta en Londres, ella fue cayendo de las listas de invitados de sus amigas y se quedaba sentada en casa realizando rudimentarios bordados con poco entusiasmo, mientras sus únicas salidas eran para acompañar a su madre a visitar a parientes ancianos o a reuniones del Instituto de la Mujer, donde los temas de conversación solían ser la pastelería, los arreglos florales y La vida de los santos. Era como si literalmente estuviesen tratando de matarla de aburrimiento. Poco tiempo después, dejó de preguntar a Gideon, pues su información hacía que se sintiera peor. En lugar de ello, se dedicó a enfurruñarse con partidas de canasta, a hacer trampas malhumoradamente en el Monopoly y a sentarse a la mesa de la cocina con la cara apoyada en los brazos mientras escuchaba la radio, que le hablaba de un mundo lejano más allá de sus agobiantes preocupaciones.

Así que, dos meses después, cuando Bennett van Cleve apareció de forma inesperada una tarde de domingo en la fiesta de la primavera de la iglesia, con su acento americano, su mentón cuadrado y su pelo rubio, trayendo con él los aromas de un mundo que estaba a un millón de kilómetros de Surrey, la verdad es que podría haberse tratado del jorobado de Notre Dame y ella habría pensado que mudarse a un campanario era una grandísima idea, gracias.

Los hombres solían quedarse mirando a Alice y Bennett se quedó prendado de inmediato por aquella elegante y joven inglesa de enormes ojos y cabello rubio ondulado y corto cuya voz clara y entrecortada no se parecía a ninguna que hubiese escuchado antes allá en Lexington y que, como observó su padre, muy bien podría tratarse de una princesa británica a juzgar por sus exquisitos modales y su refinada forma de levantar la taza del té. Cuando la madre de Alice contó que podrían reclamar el título de duquesa por un matrimonio que se había celebrado en la familia dos generaciones atrás, el viejo Van Cleve a punto estuvo de morir de alegría. «¿Una duquesa? ¿Una duquesa real? Ay, Bennett, ¿no le habría encantado eso a tu querida madre?».

Padre e hijo estaban de visita en Europa con una comisión de la Iglesia Conjunta del Este de Kentucky ante Dios para estudiar el culto de los fieles fuera de Estados Unidos. El señor Van Cleve había financiado el viaje a varios de los asistentes en honor a su difunta esposa, Dolores, como le gustaba anunciar durante las pausas en las conversaciones. Quizá fuera un empresario pero eso no significaba nada, nada, si no trabajaba bajo el auspicio del Señor. Alice pensó que parecía un poco consternado por las pequeñas y bastante poco efusivas expresiones de fervor religioso en la iglesia comunal de St. Mary. Desde luego, los congregados se habían quedado atónitos ante los entusiastas bramidos del pastor McIntosh sobre el fuego y el azufre (a la pobre señora Arbuthnot la habían tenido que acompañar fuera por una puerta lateral para que tomara el aire). Pero la falta de devoción en los británicos, según observó el señor Van Cleve, quedaba más que compensada por sus iglesias, sus catedrales y toda su historia. ¿Y acaso no era eso una experiencia espiritual en sí misma?

Alice y Bennett, mientras tanto, estaban ocupados con su experiencia ligeramente menos sagrada. Se despidieron con las manos entrelazadas entre ardientes muestras de cariño, de esas que se intensifican ante la perspectiva de una separación inminente. Intercambiaron cartas durante las estancias de él en Reims, Barcelona y Madrid. Esas cartas alcanzaron un punto especialmente calenturiento cuando llegó a Roma y, en el camino de vuelta, solamente a los miembros más desvinculados de la casa les sorprendió que Bennett le propusiera matrimonio y Alice, con la celeridad de un pájaro al ver que la puerta de su jaula se abre, vaciló hasta medio segundo antes de decir que sí, que se casaría con su ahora enamoradísimo —y exquisitamente bronceado— americano. ¿Quién no iba a decir sí a un hombre atractivo de mentón cuadrado que la miraba como si estuviese hecha de seda hilada? Todos los demás habían pasado los últimos meses mirándola como si estuviese contaminada.

—Vaya, eres perfecta —le decía Bennett mientras rodeaba con el pulgar y el índice su estrecha muñeca cuando se sentaban en el columpio del jardín de sus padres, con los cuellos subidos para protegerse de la brisa mientras sus padres observaban complacientes desde la ventana de la biblioteca, los dos, cada uno por sus propios motivos, secretamente aliviados por aquella unión—. Eres tan delicada y refinada. Como un purasangre —Pronunció aquello con marcado acento sureño.

—Y tú eres disparatadamente atractivo. Como una estrella de cine.

—A mi madre le habrías encantado. —Le pasó un dedo por la mejilla—. Eres como una muñeca de porcelana.

Seis meses después, Alice estaba bastante segura de que ya no la veía como una muñeca de porcelana.

Se habían casado de inmediato, justificando las prisas por la necesidad del señor Van Cleve de volver a su trabajo. Alice sentía como si todo su mundo se hubiese puesto del revés; estaba tan feliz y excitada como desanimada se había sentido durante todo el largo invierno. Su madre le había preparado el baúl con el mismo placer ligeramente indecente con el que le había hablado a todo su círculo de amistades sobre el encantador marido americano de Alice y su rico padre empresario. Podría haber estado bien que se hubiera mostrado un poquito triste ante la idea de que su única hija se mudara a una parte de América que ninguno de sus conocidos había visitado jamás. Pero, por otro lado, era probable que Alice estuviese igual de ansiosa por marcharse. Solo su hermano se mostraba abiertamente triste, aunque estaba bastante segura de que se recuperaría con su próximo fin de semana fuera de casa.

—Claro que iré a verte —dijo Gideon. Los dos sabían que no lo haría.

La luna de miel de Bennett y Alice consistió en una travesía de cinco días de vuelta a Estados Unidos y, después, un viaje por carretera desde Nueva York hasta Kentucky. (Había buscado Kentucky en la enciclopedia y se había quedado encantada con todo lo de las carreras de caballos. Parecía como un Derby que durara todo el año). Daba chillidos de emoción con todo: su enorme coche, el tamaño del gran transatlántico, el colgante de diamante que Bennett le había regalado en una tienda de la Galería Burlington de Londres. No le importó que el señor Van Cleve les acompañara durante todo el viaje. Al fin y al cabo, habría resultado de mala educación dejarle solo y estaba demasiado abrumada por la emoción que le provocaba la idea de salir de Surrey, con sus silenciosas salas de estar los domingos y el constante ambiente de reprobación, como para que le importara.

Si Alice sintió una cierta insatisfacción por el modo en que el señor Van Cleve se pegaba a ellos como una lapa, la reprimía y hacía lo posible por mostrarse como la versión más encantadora de sí misma que aquellos dos hombres parecían esperar de ella. En el transatlántico entre Southampton y Nueva York, ella y Bennett consiguieron, al menos, pasear por las cubiertas a solas durante las horas posteriores a la cena mientras el padre se quedaba ocupándose de documentos de su negocio o hablando con los más mayores en la mesa del capitán. El brazo fuerte de Bennett la apretaba contra él y ella mantenía en alto la mano izquierda con su reluciente y nueva alianza de oro mientras se asombraba por el hecho de que ella, Alice, era una «mujer casada». Y cuando estuvieran de regreso en Kentucky, se dijo a sí misma, estaría casada de verdad, pues ya no tendrían que compartir camarote los tres, por muy dividido que estuviese el espacio por una cortina.

—No es el ajuar que yo tenía en mente —susurró vestida con su camiseta interior y sus pantalones del pijama. No se sentía cómoda con menos que eso después de que el señor Van Cleve padre, estando una noche medio dormido, confundiera la cortina de su doble camastro con la de la puerta del baño.

Bennett la besó en la frente.

—De todos modos, no estaría bien con papá tan cerca —le contestó entre susurros. Colocó la larga almohada entre los dos («Si no, es posible que no sea capaz de controlarme») y se tumbaron uno junto al otro, con las manos castamente agarradas en la oscuridad, respirando con fuerza mientras el enorme barco vibraba debajo de ellos.

Cuando echaba la vista atrás, aquella larga travesía estaba bañada de su deseo contenido, con besos furtivos tras los botes salvavidas y su imaginación viajando a toda velocidad mientras el mar se elevaba y caía debajo de ellos.

—Qué guapa eres. Todo será distinto cuando lleguemos a casa —le murmuraba él al oído y ella le miraba el rostro esculpido y enterraba el suyo en el dulce olor de su cuello mientras se preguntaba cuánto tiempo más podría soportarlo.

Y entonces, tras el interminable viaje en coche y las paradas con tal sacerdote y tal pastor durante todo el trayecto desde Nueva York hasta Kentucky, Bennett le había anunciado que no vivirían en Lexington, como ella había supuesto, sino en un pueblo algo más al sur. Pasaron con el coche por la ciudad y siguieron avanzando hasta que las carreteras se estrecharon y se volvieron polvorientas y los edificios asomaron escasos en agrupaciones aleatorias, a la sombra de enormes montañas cubiertas de árboles. No pasa nada, le tranquilizó Alice ocultando su decepción al ver la calle principal de Baileyville, con su puñado de edificios de ladrillo y sus calles estrechas que se extendían hacia la nada. A ella le gustaba bastante el campo. Y podrían hacer excursiones a la ciudad, como hacía su madre cuando iba al restaurante Simpson’s in the Strand, ¿no? Trató de mostrar el mismo optimismo al descubrir que durante el primer año, al menos, vivirían con el señor Van Cleve («No puedo dejar a papá solo estando de luto por mamá. No por ahora, en cualquier caso. No pongas esa cara de abatimiento, cariño. Es la segunda casa más grande del pueblo. Y tendremos nuestra propia habitación»). Y luego, cuando por fin estuvieron en esa habitación, claro está, las cosas se torcieron un poco de un modo que ella no estaba siquiera segura de saber explicar.

Con el mismo apretar de dientes con que había soportado la época del internado y el club de hípica, Alice trató de adaptarse a la vida de aquel pueblo de Kentucky. Fue sin lugar a dudas un auténtico cambio cultural. Si se esforzaba podía ver cierta belleza escabrosa en el paisaje, con sus enormes cielos, sus caminos vacíos y su luz cambiante, sus montañas entre cuyos miles de árboles deambulaban osos salvajes de verdad y sobre cuyas copas de los árboles sobrevolaban águilas. Se quedó asombrada por el tamaño de todo, las enormes distancias que parecían siempre presentes, como si hubiese tenido que ajustar toda su perspectiva. Pero, en realidad, según escribía en sus cartas semanales a Gideon, todo lo demás le parecía bastante insufrible.

La vida en aquella casa grande le resultaba sofocante, aunque Annie, la criada casi muda, la liberaba de la mayor parte de las tareas de la casa. Sí que era una de las más grandes del pueblo, pero estaba llena de pesados muebles antiguos, cada superficie se hallaba cubierta con fotografías de la difunta señora Van Cleve, adornos o una variedad de imperturbables muñecas de porcelana sobre las que ambos hombres señalaban que era «la preferida de mamá» si alguna vez Alice trataba de mover alguna un centímetro. La devota y estricta influencia de la señora Van Cleve se tendía sobre la casa como un sudario.

«A mamá no le habría gustado que las almohadas se colocaran así, ¿verdad, Bennett?».

«No, no. Mamá tenía fuertes convicciones con respecto a la ropa de casa».

«A mamá le encantaban los libros de salmos bordados. ¿No decía el pastor McIntosh que no conocía a una mujer en todo Kentucky que hiciera un ganchillo más elegante?».

La constante presencia del señor Van Cleve la abrumaba; él decidía lo que hacían, qué comían, cada hábito diario. No podía mantenerse apartado de lo que fuera que estuviese ocurriendo, aunque solo se tratara de ella y Bennett poniendo música en el gramófono de su habitación y él entrara sin previo aviso: «Así que ahora tenemos música, ¿eh? Deberíais poner algo de Bill Monroe. No hay que olvidarse del bueno de Bill. Vamos, muchacho, quita ese ruido y pon al bueno de Bill».

Si se había tomado una o dos copas de bourbon, esas afirmaciones se volvían densas y rápidas y Annie buscaba excusas para ir a la cocina antes de que él se encolerizara y empezara a ponerle peros a la cena. Es que estaba triste, murmuraba Bennett. No se puede culpar a un hombre por no querer estar solo.

Descubrió rápidamente que Bennett jamás contradecía a su padre. En las pocas ocasiones en que ella había hablado para decir con tono calmado que no, que lo cierto era que nunca había sido muy aficionada a las chuletas de cerdo —o que la música de jazz le parecía bastante apasionante—, los dos hombres habían dejado caer sus tenedores y se habían quedado mirándola con el mismo asombro y desaprobación que si se hubiese quitado la ropa y se hubiese puesto a bailotear encima de la mesa del comedor.

—¿Por qué tienes que llevar siempre la contraria, Alice? —le susurraba Bennett cuando su padre salía para gritarle órdenes a Annie. Ella se dio cuenta enseguida de que era más seguro no expresar opinión alguna.

Fuera de la casa las cosas no iban mucho mejor. Entre los habitantes de Baileyville era observada con los mismos ojos escrutadores con que miraban cualquier cosa «forastera». La mayor parte de la gente del pueblo eran granjeros. Parecían pasar toda la vida dentro de un radio de pocos kilómetros y lo sabían todo unos de otros. Al parecer, había extranjeros en Minas Hoffman, que albergaba a unas quinientas familias dedicadas a la minería procedentes de todo el planeta bajo la supervisión del señor Van Cleve. Pero como la mayoría de los mineros vivían en casas que les proporcionaba la empresa, compraban en la tienda propiedad de la empresa, asistían a la escuela y al médico propiedad de la empresa y eran demasiado pobres como para tener vehículos o caballos, pocos entraban nunca en Baileyville.

Cada mañana, el señor Van Cleve y Bennett salían en el automóvil del señor Van Cleve hacia la mina y regresaban poco después de las seis. Mientras tanto, Alice mataba el tiempo en una casa que no era suya. Trató de hacer amistad con Annie, pero aquella mujer le había dejado claro, mediante una mezcla de silencios y quehaceres domésticos excesivamente briosos, que no tenía intención de entablar conversación. Alice se había ofrecido a cocinar, pero Annie le había dejado claro que el señor Van Cleve era muy especial con respecto a su dieta y solo le gustaba la comida sureña, suponiendo sin equivocarse que Alice no la conocía en absoluto.

La mayoría de las casas cultivaban sus propias frutas y verduras y había pocas que no tuviesen un cerdo o un corral de gallinas. Había una tienda de comestibles, con enormes sacos de harina y azúcar junto a la puerta y estantes llenos de latas. Y solo había un restaurante: el «Nice ’N’ Quick», con su puerta verde, la norma estricta de que los clientes debían llevar zapatos y que servía cosas de las que ella nunca había oído hablar, como tomates verdes fritos y berzas y cosas a las que llamaban «galletas», pero que, en realidad, eran un cruce entre dumplings y scones. En una ocasión había tratado de cocinarlas, pero habían salido de los caprichosos fogones no tiernas ni esponjosas como las de Annie, sino lo bastante sólidas como para hacer un fuerte ruido al dejarlas caer en un plato (Alice habría jurado que Annie las había gafado).

La habían invitado varias veces a merendar algunas señoras del pueblo y había tratado de entablar conversación, pero había descubierto que tenía poco que contar, al no saber nada sobre la elaboración de colchas, que parecía ser la obsesión local, ni conocer tampoco los nombres de las personas sobre las que chismorreaban. Cada merienda después de la primera parecía tener que empezar con la historia de cómo Alice había ofrecido «galletas» con su té en lugar de «pastas» (a las otras mujeres esto les parecía desternillante).

Al final, resultó más fácil limitarse a sentarse en la cama de la habitación que compartía con Bennett para volver a leer las pocas revistas que se había traído de Inglaterra o escribir a Gideon otra carta más en la que trataba de no contarle lo infeliz que era.

Poco a poco, se había dado cuenta de que había cambiado una cárcel por otra. Algunos días no podía enfrentarse a otra noche mirando al padre de Bennett leyendo la Biblia desde la chirriante mecedora del porche («La palabra de Dios debería ser el único estímulo mental que necesitamos, ¿no era eso lo que decía mamá?»), mientras ella permanecía sentada respirando los trapos empapados en aceite que ponían a quemar para alejar a los mosquitos y zurciendo los remiendos de la ropa de él («A Dios no le gusta el despilfarro. Esos pantalones solo tienen cuatro años, Alice. Aún les queda mucha vida»). Alice refunfuñaba por dentro que si Dios hubiese tenido que sentarse a coser casi a oscuras los pantalones de otra persona, probablemente se habría comprado un par nuevo en la tienda de Arthur J. Harmon para caballeros de Lexington, pero esbozaba una sonrisa tensa y entrecerraba cada vez más los ojos para ver los puntos. Mientras tanto, Bennett solía mostrar la expresión de alguien que hubiese sido engañado y no supiese dilucidar en qué ni cómo había ocurrido.

—Y bueno, ¿qué diantres es una biblioteca itinerante? —Alice despertó de repente de su ensoñación con un fuerte codazo de Bennett.

—Tienen una en Misisipi, con barcos —gritó una voz casi en la parte posterior de la sala.

—Por nuestros arroyos no se pueden meter barcos. Son muy poco profundos.

—Creo que la idea es usar caballos —contestó la señora Brady.

—¿Van a meter caballos por el río? Qué locura.

El primer cargamento de libros había llegado desde Chicago, continuó explicando la señora Brady, y había más de camino. Contaría con una amplia selección de libros de ficción, desde Mark Twain hasta Shakespeare, y libros prácticos con recetas, consejos para el hogar y ayuda para la crianza de los niños. Incluso habría libros de historietas, una revelación que hizo que algunos de los niños lanzaran gritos de emoción.

Alice miró su reloj preguntándose cuándo podría tomarse el granizado. Lo único bueno de esas asambleas era que no estaban encerrados en la casa toda la noche. Ya se estaba temiendo cómo serían los inviernos, cuando les resultara más difícil encontrar excusas para escapar.

—¿Qué tipo de hombre tiene tiempo para salir a montar a caballo? Necesitamos trabajar, no hacer visitas con el último ejemplar de la revista Ladies’ Home Journal. —Se oyó una pequeña oleada de carcajadas.

—Aunque a Tom Faraday le gusta ver la ropa interior de señora del catálogo de Sears. ¡Me han dicho que se pasa horas en el retrete leyéndolo!

—¡Señor Porteous!

—No son hombres. Son mujeres —dijo una voz.

Hubo un breve silencio.

Alice se dio la vuelta para mirar. Había una mujer apoyada en las puertas de atrás vestida con un abrigo de algodón azul oscuro remangado. Llevaba pantalones de montar de cuero y tenía las botas sucias. Podría andar entre los treinta y muchos y los cuarenta y pocos años, de rostro bonito y con su largo pelo oscuro atado en un rápido nudo.

—Son mujeres las que van a caballo para llevar los libros.

—¿Mujeres?

—¿Solas? —preguntó una voz de hombre.

—Por lo último que sé, Dios les dio dos brazos y dos piernas, igual que a los hombres.

Un breve murmullo recorrió el público. Alice miró con más atención, intrigada.

—Gracias, Margery. En el condado de Harlan tienen seis mujeres y todo un sistema en funcionamiento. Y, como digo, aquí contaremos con algo parecido. Ya tenemos dos bibliotecarias y el señor Guisler muy amablemente nos ha prestado un par de sus caballos. Me gustaría aprovechar esta oportunidad para darle las gracias por su generosidad.

La señora Brady hizo una señal a la mujer que había hablado para que se acercara.

—Muchos de ustedes conocerán también a la señorita O’Hare…

—Vaya que si conocemos bien a los O’Hare.

—Entonces, sabrán que ha estado trabajando estas últimas semanas para prepararlo todo. También contamos con Beth Pinker, que está colaborando con la señorita O’Hare… Ponte de pie, Beth. —Una chica con pecas, nariz respingona y pelo rubio oscuro se puso de pie incómoda y se sentó de inmediato otra vez—. Uno de los muchos motivos por los que he convocado esta reunión es porque necesitamos más señoras que tengan nociones básicas de literatura y de su organización para que podamos avanzar con este valioso proyecto cívico.

El señor Guisler, el tratante de caballos, levantó una mano. Se puso de pie y, tras vacilar un momento, habló con calmada seguridad:

—Bueno, yo creo que es una buena idea. Mi propia madre era una gran lectora de libros y he ofrecido mi viejo establo de ordeño para la biblioteca. Creo que todas las personas de bien deberían respaldarlo. Gracias. —Volvió a sentarse.

Margery O’Hare apoyó el trasero en la mesa que estaba en el frente y miró directamente al mar de rostros. Alice oyó un murmullo de leve descontento alrededor de la sala que daba la impresión de dirigirse a ella. También notó que Margery O’Hare parecía de lo más tranquila al respecto.

—Tenemos un amplio condado que cubrir —añadió la señora Brady—. No podemos hacerlo solamente con dos muchachas.

—¿Y qué implicaría? —gritó una mujer desde la parte delantera de la sala—. Me refiero a eso de la biblioteca a caballo.

—Pues consistiría en ir a caballo hasta algunas de nuestras casas más lejanas para proporcionar material de lectura a quienes, de lo contrario, no podrían trasladarse a las bibliotecas del condado debido a, por ejemplo, problemas de salud, debilidad o falta de transporte. —Bajó la cabeza para poder ver por encima de sus gafas de media luna—. Añadiría también que esto es para ayudar a difundir la educación, ayudar a llevar el conocimiento a esos lugares en los que ahora mismo es probable que falte. Nuestro presidente y su esposa creen que este proyecto puede llevar el conocimiento y el aprendizaje hasta la vida rural.

—Yo no voy a permitir que mi señora suba a caballo ninguna montaña —gritó alguien desde atrás.

—¿Es que tiene miedo de que no regrese, Henry Porteous?

—Pueden llevarse a la mía. ¡Estaré encantado de que se vaya cabalgando y no vuelva nunca a casa!

Un estallido de carcajadas recorrió la sala.

La señora Brady elevó la voz con tono de frustración.

—Señores. Por favor. Estoy pidiendo que algunas de nuestras damas colaboren con nuestra comunidad y se apunten. La WPA les proporcionará el caballo y los libros y lo único que se les exige es que se comprometan al menos cuatro días a la semana para hacer las entregas. Habrá que madrugar y las jornadas serán largas, dada la topografía de nuestro hermoso condado, pero creo que la recompensa será enorme.

—¿Y por qué no lo hace usted? —preguntó una voz desde detrás.

—Me presentaría voluntaria, pero, como muchos de ustedes saben, soy una mártir de mis caderas. El doctor Garnett me ha advertido que recorrer a caballo esas distancias será un desafío físico demasiado grande. Lo mejor sería encontrar voluntarias entre las señoras más jóvenes.

—No es seguro que una dama joven vaya sola. Voto en contra.

—No es apropiado. Las mujeres deberían estar cuidando de la casa. ¿Qué será lo siguiente? ¿Que las mujeres trabajen en las minas? ¿Que conduzcan los camiones madereros?

—Señor Simmonds, si no es capaz de ver la gran diferencia que hay entre un camión maderero y un ejemplar de Noche de Reyes, que el Señor ayude a la economía de Kentucky, pues no sé dónde vamos a terminar.

—Las familias deberían leer la Biblia. Nada más. ¿Quién va a vigilar lo que vayan haciendo por ahí? Ya se sabe cómo son por el norte. Pueden difundir todo tipo de ideas locas.

—Son libros, señor Simmonds. Los mismos que usted leyó cuando era niño. Aunque creo recordar que usted era más aficionado a tirar de las coletas de las niñas que a leer.

Otro estallido de carcajadas.

Nadie se movió. Una mujer miró a su marido, pero él le hizo un pequeño movimiento de cabeza para indicarle que no.

La señora Brady levantó una mano.

—Ah, he olvidado decirlo. Se trata de una oportunidad de tener un trabajo pagado. En esta zona la remuneración será de veintiocho dólares al mes. Así que ¿quién quiere apuntarse?

Hubo un breve murmullo.

—Yo no puedo —dijo una mujer con un llamativo pelo rojo lleno de horquillas—. No con cuatro críos por debajo de los cinco años.

—Yo es que no entiendo por qué nuestro gobierno desperdicia el dinero que tanto cuesta conseguir con los impuestos repartiendo libros entre personas que ni siquiera saben leer —dijo Jowly Man—. Además, la mitad de ellas ni siquiera van a la iglesia.

La voz de la señora Brady había adoptado un tono de ligera desesperación.

—Se puede probar un mes. Vamos, señoras. No puedo volver y decirle a la señora Nofcier que nadie de Baileyville se ha presentado voluntario. ¿Qué tipo de lugar se pensaría que somos?

Nadie habló. El silencio se alargó. A la izquierda de Alice se oía el zumbido perezoso de una abeja contra la ventana. La gente empezó a removerse en sus asientos.

La señora Brady, sin perder el ánimo, miró a los congregados.

—Vamos. Que no nos pase otra vez como con la recaudación de fondos para los huérfanos.

Al parecer, había muchos pares de zapatos que, de repente, requerían gran atención.

—¿Nadie? ¿En serio? En fin… En ese caso, Izzy será la primera.

Una muchacha pequeña y con forma de esfera casi perfecta, medio escondida entre el atestado público, se llevó las manos a la boca. Alice pudo ver, más que oír, cómo en la boca de la chica se formaba una protesta.

—¡Mamá!

—Ahí va una voluntaria. A mi pequeña hija no le va a dar miedo cumplir con su deber hacia nuestro país, ¿verdad, Izzy? ¿Alguien más?

Nadie habló.

—¿Ninguna de ustedes? ¿No creen que es importante la educación? ¿No creen que es necesario animar a nuestras familias menos afortunadas a ocupar un puesto en la educación? —Lanzó una mirada fulminante a los congregados—. En fin, no es la respuesta que me había esperado.

—Yo lo haré —dijo Alice, en medio del silencio.

La señora Brady entrecerró los ojos y colocó una mano sobre ellos a modo de visera.

—¿Es usted la señora Van Cleve?

—Sí, soy yo. Mi nombre es Alice.

—No puedes apuntarte —susurró Bennett con tono de urgencia.

Alice se inclinó hacia delante.

—Justo me estaba diciendo mi marido que está convencido de la importancia del deber con la comunidad, exactamente como le ocurría a su madre, así que estaré encantada de ofrecerme como voluntaria. —Sintió un hormigueo en la piel cuando los ojos del público se deslizaron hacia ella.

La señora Brady se abanicó con algo más de fuerza.

—Pero usted no conoce esta zona, querida. No creo que sea muy sensato.

—Sí —siseó Bennett—. No conoces esto, Alice.

—Yo se la enseñaré —dijo Margery O’Hare haciendo un gesto de asentimiento hacia Alice—. Recorreré las rutas a caballo con ella durante una o dos semanas. Podemos hacer que se mueva cerca del pueblo hasta que conozca mejor el entorno.

—Alice, yo… —susurró Bennett. Parecía aturdido y levantó los ojos hacia su padre.

—¿Sabe usted montar?

—Desde que cumplí los cuatro años.

La señora Brady se balanceó sobre sus tacones con gesto de satisfacción.

—Pues ya está, señorita O’Hare. Ya tiene otras dos bibliotecarias.

—Es un comienzo.

Margery O’Hare sonrió a Alice y esta le devolvió la sonrisa casi antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.

—Pues yo no creo que sea una buena idea en absoluto —insistió George Simmonds—. Y voy a escribir mañana al gobernador Hatch para decírselo. Creo que enviar a unas jóvenes por ahí solas es una forma segura de buscar un desastre. Y no veo en esta mala idea más que una forma de fomentar pensamientos impíos y mal comportamiento, por mucho que venga de la primera dama. Que tenga un buen día, señora Brady.

—Que pase un buen día, señor Simmonds.

El público empezó a ponerse de pie poco a poco.

—Te veré en la biblioteca el lunes por la mañana —dijo Margery O’Hare cuando salían a la luz del sol. Extendió una mano para estrechar la de Alice—. Puedes llamarme Marge. —Levantó los ojos al cielo, se caló un sombrero de cuero y ala ancha en la cabeza y se alejó en dirección a un mulo grande al que saludó con el mismo tono de sorpresa entusiasta que si se hubiese tratado de un viejo amigo con el que se acabara de tropezar por la calle.

Bennett se quedó mirándola mientras se iba.

—Señora Van Cleve, no sé qué te crees que estás haciendo.

Lo dijo dos veces antes de que ella recordara que ahora ese era, de hecho, su nombre.

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